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“Amarillo”, María Laura Sánchez

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ARGENTINA

 

 

Encerrado a cal y canto en su cabaña, da los últimos trazos a “Le Moulin de la Galette”. Retrocede para contemplar la obra. Y se queda sin aliento: ¿se derrama sangre por los escalones del molino? Las manos le tiemblan, de miedo o de desesperanza. ¿Cuándo pintó esa sangre?

Y le echa un vistazo a la paleta. La paleta, que se va tornando negra. ¿Negra de coágulos, quizás? Y el pincel pierde su forma, se extiende, cobra vida.

¿Será así la locura? ¿Una larga cadena que arrastra hacia abajo poco a poco?

Y entonces recuerda vagamente a un hombre que vio hace ya dos noches en el café de la Place du Forum. ¡Oh, en verdad que allí se podría cometer un crimen!

Pero… ¿se ha cometido algún crimen esta vez? ¿Acaso él ha cometido un crimen? ¿Por qué esa sensación de arrepentimiento? ¿O es terror?

El pintor reúne sus óleos y pinceles, huye de la cabaña.

Ahora pinta al aire libre: al menos allí las únicas cadenas son las de la naturaleza. Y en su paleta estalla el más hermoso de los mediodías, brillan aldeanos en terracota. Y se pregunta: ¿acaso sus corazones están hechos de tierra de siembra? Ah, él quisiera pasar su vida así, rodeado de telas que tragan pinturas. No saberse siempre un lirio entre las espinas.

Pero el pintor se siente absorbido por algo, alguien que lo devora en lo más profundo: desde que Gauguin se ha mudado con él, vive a merced de un monstruo insaciable, una sanguijuela que le arrebata los últimos restos de cordura. Y no es precisamente Gauguin ese monstruo. ¿O sí?

El paisaje lo llama una vez más, el color de la vida clama por inmortalidad. Lo han asido los brezales, los ciruelos en flor se quieren enredar en su pelo. La dulce naturaleza le promete la salvación.

Pero sólo Dios puede salvarlo. Él bien lo sabe.

Ha pintado el verano en oro viejo, bronce y cobre. ¡Ah, el verano! El sol, el amarillo, el espíritu humano que sobrevive por la esperanza.

Y pinta con el viento espoleándole los ojos. Y el sacrificio lo redime. ¿Para qué inventar paisajes si la naturaleza es más perfecta que esa mente insana? A veces, en medio de la vorágine de pinturas, se detiene y se abraza: las estocadas de la desolación, o de algo más perverso, le revuelven las tripas.

Sí, piensa, que este viento se lleve la furia y las lágrimas. Que el viento se lleve esta tormenta. Y deje entrar el sol.

Ah, siempre el sol, el color de la existencia sin el mal. Pero el mal ha llegado. Y no va a marcharse. El pintor sabe de la tempestad, quiere aplacarla. Bebe de un trago el vino, como si pudiera beberse la tormenta. Bebe deseando olvidar.

Una tarde adivina la catástrofe. El sol le abrasa los ojos, le muerde la piel. Filos socavando en lo más profundo. Huye de aquel vendaval de fuego. No volverá a salir de la cabaña, salvo por las noches. De ahora en más sólo existirán para él soles negros, como el sol de los mineros que mancha de carbón hasta los huesos. Su nostalgia también será la de ellos: vivir en la agonía de las sombras, nunca ver la clara mañana. ¡Pero él posee los girasoles y, en ellos, la fiebre de los hombres, la fiebre del mundo! Sólo necesito pintar el sol, se dice. Pintar. Eso me salvará, me sanará.

Y soles alucinados arrebatan los lienzos, los enardecen. La demencia le escupe un horrible recuerdo: aquel hombre del bar le ofrece un trago, hablan acerca del arte, hablan del sol. ¿Del sol? Y ramalazos de aire caliente le atraviesan el pecho.

Qué extraño, piensa, qué paradójico: dos hombres se sientan en un rincón oculto de un bar para hablar del sol.

Y esa sensación de que lo han vaciado: sangre, recuerdos, todo se ha ido.

Ya no cenará nunca más con Gauguin. La carne le provoca náuseas.

Y el ansia sigue. Cada vez más voraz. Una sed consumiendo las entrañas. Un fuego nuevo, imposible de extinguir.

El amarillo palpita sobre la mesa deslucida, presagia con voz pastosa: Tristeza… El rojo clama: ¡Sangre! ¡Lava! ¡Estallidos! Y el artista se convierte en el segador de la guadaña; la muerte que quiere caminar bajo el sol, provocar la oscuridad. Pero sólo deviene en noctívago: empieza a amar la noche, a deambular ebrio por madrugadas.

Y la vida se le sucede entre un lienzo nuevo y uno manchado. Entre nuevas pinturas y óleos resecos. Entre pinceles sucios y aguarrás. Intenta retratar la penumbra que pronto sabrá querer… pero sólo consigue pintar el sol, incendiar el alma con el mediodía. Sí: que el sol se haga trizas de luz por el mundo y queme las sombras que se agitan dentro del corazón.

Si atrapo la locura en mis cuadros, piensa, dejará de perseguirme. Pero… ¿es esto locura? ¿El poder distinguir tan sólo el crepúsculo?

Y esboza remolinos, olas rabiosas, garras que arañan el vacío. Pinta el sol como lo recuerda, como jamás lo volverá a sentir sobre la piel. Desde hace varias tardes no ha podido salir a la luz del día.

Pero la demencia lo acecha con aquel murmullo del café nocturno. Lo instiga. Susurra al oído día tras día: ¡Pinta, pinta, pinta!

Ya no quiero oírte, ruega el pintor. Pero los recuerdos, tan nítidos ahora, se le aparecen como rojos fulgores de aquella noche: aprovechando las sombras del bar, aquel hombre del café arroja su propia silla a un lado y lo arrebata. El pintor trastabilla, ha bebido mucho. En su borrachera, apenas alcanza a sacar una navaja. Pero ese invertido ya le ha mordido el cuello, una oreja. ¡El beso del diablo arde en su piel, el pecado nefando! Y después toda esa sangre…

Gauguin se ha marchado de la cabaña amarilla, pero todavía se oye por las noches un rumor de bestias, tiemblan sus pinceles en la caja de madera.

Nada acalla esa voz de los infiernos. Ahora la escucha en sus venas, en sus retratos.

Una noche en la que el hambre lo posee, deambula por el bar aquel. Busca, y una mujer (¿una víctima?), entre velos, le ofrece una parodia del amor. Y él se acerca, la sed lo consume. Las ansias de tocar, morder… ¡desgarrar! ¿Cuándo se convirtió en un monstruo? Pero…no es de esa manera que quiere poseerla. Quiere beberla, secarla hasta el último latido. Que la sangre de ella lave cada órgano de su cuerpo.

 

 

Tiembla en el atril el azul, suplica refulgente: Soledad.

Él se ofrenda a la noche, las pinturas se le aparecen como en sueños. ¡Ah, los soles nocturnos también son muy hermosos!

Y en sueños también se revela la soledad, el desamor gritando, una y otra vez, que está solo.

Que siempre estará solo.

Eternamente solo.

Y las estrellas emergen de una tumba, brillos que sólo existen para iluminar la desesperación y la súplica de los hombres. ¿Qué se sentirá vigilar sólo estrellas hasta el final de los tiempos?

 

 

Vas a morir, murmura la voz un mediodía. Y el óleo negro se expande en su paleta.

—Lo sabía —dice él—. Déjame pintar un último cuadro. Pintarte, una vez más.

Y sale a entregarse, a ofrecer su piel, por última vez, al mediodía. Sus ojos, al campo enceguecido de luz. Sabe que esa vez será la última.

Pero ahora los cuervos se apoderan del cuadro, lo devoran. Una mancha de petróleo absorbiéndolo todo. El trigal se marchita en las tinieblas. Con un último trazo de azul y negro, el artista pinta su propia muerte.

Sale al sol, camina hacia la liberación.

El pecho del pintor se quiebra. La bala lo desgarra. Y de esa negra marisma de sangre y de dolor, por fin escapa la oscuridad: lo abandona la locura. Oye el graznar de los cuervos desde el óleo fresco, se estremecen las briznas de hierba. El mediodía le envuelve en llamas la piel, el pelo rojo.

Mientras el pintor se desgrana en cenizas, alguien ríe a lo lejos. Reconoce la voz, el susurro de aquel monstruo en el café nocturno.


Ilustración: Duende

Quiere gritar, pero las palabras se vuelven soplos grises. Levanta el brazo que sostiene el pincel: quiere esbozar la noche, que las tinieblas acallen el ardor. Pero lo envuelve el sueño. Lo acuna su amado campo de trigo inflamado bajo el sol hasta la eternidad.

Y el alma del buen Vincent parte hacia la noche, con alas membranosas de vampiro.

 

 

María Laura Sánchez nació en 1980 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudió Filosofía y Letras en la U.B.A. Asiste desde el año 2006 a los talleres de poesía y narrativa de Marcelo di Marco.

Menciones y premios destacados: En el año 2008 obtuvo mención de honor en el Certamen Internacional de Junín País 2008 con el poema “¿Dónde estás?”. Participó en la antología de dicho certamen con la publicación de cinco poemas. Su poemario Cristales Vampíricos obtuvo mención especial en el VI Concurso Nacional Macedonio Fernández. Sexta Mención especial en el Premio Nacional de Literatura – Tres de Febrero 2009, con el poema “Premonición”. Participó en el libro-antología de dicho certamen. Un jurado internacional otorgó a su poema “Fénix” el 2do Premio en el concurso PREMIO MOROSOLI INSTITUCIONAL 2009, 2ºs Juegos Florales del Siglo XXI, organizado por Movimiento Cultural aBrace, de Uruguay. Mención de Honor en el VII Concurso Hespérides de Cuento y Poesía. Primera Mención en el II CERTAMEN NACIONAL DE POESÍA RAMON EMILIO CHARRAS. Semifinalista en el concurso del Centro de Estudios Poéticos, de Madrid. Con la obra Primera Sangre obtuvo el Primer Premio en el Certamen Nuevas Promociones SESAM de Poesía 2010, organizado por la Sociedad de Escritores de San Martín.

Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía, y secretaria de redacción del diario informativo cultural Fin, de elaleph.com

Hemos publicado en Axxón UNA BATALLA PERSONAL y UN ARMANI


Este cuento se vincula temáticamente con AHÍ FUERA, de Pé de J. Pauner; CAFÉ CON SANGRE, de Juan Pablo Noroña; ROJO FEDERAL, de Alejandro Alonso y EL BAILE DE LAS VÍCTIMAS, de Carlos Gardini.


Axxón 238 – enero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Arte : Vampiros : Argentina : Argentina).


Axxón 239, febrero de 2013

Editorial: “La punta del iceberg”

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ARGENTINA

 

 

Como humanos que somos, más allá de las necesidades básicas y cotidianas, hay pulsiones y deseos, a veces irrefrenables, que nos llevan a hacer determinadas cosas que aparentemente no tienen demasiado sentido.

En “Todo el verano en un día”, Bradbury nos cuenta la historia de una niña que extraña la luz del sol y encima, muy cruelmente, se la niegan. La anécdota es pequeña pero imaginativa y, por sobre todas las cosas, está mágicamente contada.

Mi verano no duró un día, pero el ansiado viaje a la libertad de este verano duró, después de muchos años de no ir a ninguna parte, apenas seis. Con el fin de calmar mis pulsiones durante este viaje cargué con un par de libros, otro par de blocks de hojas (uno para dibujar y otro para escribir), una lapicera y algunos lápices.

Todo volvió prácticamente intacto.

Sé que la cosa esta vez pasó por otro lado, mayormente por mi voraz necesidad de llenarme del lugar al que fuimos para limpiarme de tanto cemento y por el hecho fortuito de reencontrarme con el mencionado cuento de Bradbury y el resto de los cuentos que lo acompañaron en un hoy viejo y ajado volumen.

¿Cuántos de nosotros hemos crecido a la luz de estos clásicos? ¿Por qué siguen funcionando? Yo creo que es porque, a pesar de hablar de hechos maravillosos y lugares estrafalarios, sus historias se centran en las personas, humanas o no. Claro que estamos viendo una luz filtrada, en una parte por el tiempo y en otra por ese filtro invisible, que muchas veces los lectores no ven, que son los editores. Esos clásicos que llegan a nosotros son apenas la punta del iceberg, una brillante minucia que flota sobre una inmensa masa de escritos que jamás leeremos.

Los tiempos han cambiado: empezando por la autoedición en blogs (y a veces también en papel) y siguiendo por las tantas revistas online que hoy existen, a las que debemos sumar aquellas en papel que, por suerte, sobreviven —¡e incluso nacen!— hay una mayor posibilidad de llegar al lector. Por eso creo que hoy la cosa no termina en llegar a la publicación, sino en sobrevivir en la memoria del lector. Me pregunto cuántas de estas obras permanecerán en su memoria. Me pregunto cuántos, de los miles de escritos aparecidos en este medio, merecen estar por sobre la línea de flotabilidad. Yo veo con satisfacción que no son pocos. Claro que hablo desde el orgullo de ser axxonita, sin el peso de ser el editor ni el director literario: apenas algo más que un lector muy privilegiado. Desde mi lugar puedo ver el trabajo y la criba que hay detrás de lo que llegamos a ver todos en estas páginas, y sé del trabajo arduo, con o sin prisa pero seguramente sin pausa, que hacemos para que mes a mes Axxón pueda hacer de nexo entre el escritor y el lector. Sin este último, es como que la creación no se transforma en realidad. Sin este último, sin ustedes, que harán al leer su propia versión de la historia según sus propios antecedentes literarios y de vida, la obra no estará completa.

Por eso insisto en la importancia del feedback. Agradezco, como parte de la revista, y también como lector a veces escritor, cada comentario hecho a los pies de una obra. Y veo con interés que aquellos que comentan son, en buen número, otros escritores. A mi entender es bueno e importante que los escritores lean a sus congéneres, que sepan qué se está escribiendo. ¿Pero qué pasa con el resto de los lectores?

Como humanos que somos, esas pulsiones a veces irrefrenables y aparentemente sin demasiado sentido necesitan del intercambio, de la palabra amable y también de la crítica bienintencionada que ayuda a seguir creciendo. Si bien es muy probable que las páginas que siguen no sean más que el resultado de una pulsión, la nuestra, como lectores, muchas veces también lo es. Ayúdennos, con sus comentarios, a mantener viva la sana e irrefrenable necesidad de crear y, a la vez, tratar de entender cuáles son aquellas obras que probablemente se mantengan a flote sobre las aguas del olvido.

 

 


Axxón 239 – febrero de 2013

Editorial

“Así permanece hermosa Lisa Marie (Anticuada canción para sonámbulos)”, Pé de J. Pauner

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MÉXICO

PRÓLOGO

Rossie, una niña, vive en un descuidado caserón rodeado de jardines tan húmedos como oscuros. Antes de soñar suele obsesionarse por su apariencia. Acostumbra sentarse en la fuente de piedra cubierta por líquenes que hace tiempo no funciona. Pasa largas horas mirándose en un espejo de mano que lleva siempre consigo. Pasea entre los helechos gigantes cubiertos de rocío, por el sendero empedrado, lodoso, casi enterrado, que serpentea entre las hierbas feraces, los árboles envejecidos de los que pende el musgo español y las flores muertas que se pudren desde hace mucho y no terminan de desintegrarse. Disfruta la naturaleza salvaje. Aspira el ambiente viciado. Levanta los brazos. Sonríe.

Por la noche, sobre una cama con dosel, sueña con una niña enferma. La puede ver sobre un camastro húmedo por el sudor, en un cuarto que huele a fiebre y moho. A media luz sabe que el suelo está sucio, pegajoso por fluidos corporales, porque la niña no quiere asear su cuarto. Está concentrada en estas cosas cuando siente que su alma es aspirada. Absorbida. Es una sensación atroz. Como si una boca sin dientes la chupara. Todo es vértigo, mareo. Intenta mirar y no ve nada. Sobre la frente el sudor escurre en gotas calientes. Le duelen las articulaciones. Parpadea. Se encuentra en la cama, acostada. Mira a la izquierda la luz mortecina de la vela sobre un destartalado mueble con cajones. Encima, el techo descascarado aborta la poca pintura que aún retiene. En la unión del techo con dos paredes se agita una telaraña polvorienta. Siente la lengua amarga como si sostuviera una moneda de cobre. Tiembla con miedo, se separa. A su lado yace la enferma; en la frente mojada el sudor corre hasta las sábanas.

—Ahora ya no estaré más sola. Tampoco me sentiré enferma —le dice—. Me llamo Lisa Marie. ¿Vendrás por las noches a visitarme?

I

Durante el desayuno, Rossie juguetea con el cereal. No tiene hambre. Piensa. Su madre la mira sospechando problemas en la escuela. Ella siente que mamá está preguntándose algo. Le suelta:

—Mamá, ¿has tenido sueños recurrentes?

—He escuchado algo de eso. Pero no, nunca. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Por nada… Llevo días soñando con una niña extraña.

Rossie se levanta.

—¡El desayuno! —grita mamá.

—¡No tengo hambre! —La niña sale por la puerta de la cocina, mochila al hombro, rumbo al autobús escolar que apenas se acerca.

II

Todas las noches, Rossie visita a Lisa Marie. Gustan de jugar en el bosque cercano a la casita de Lisa, a la que alcanzan las agujas de pino que el viento arrastra. Una tarde dan con una tumba olvidada en medio de un claro. Un ángel de piedra carcomida mira al cielo, como implorando clemencia para quien yace a su sombra, debajo de la lápida de nombre borrado, cubierta de hojas.

Lisa Marie se sienta al borde de la tumba. Llama a Rossie. Una al lado de la otra se tocan. Lisa empieza. Sonríe. Pasa los dedos ligeramente por los labios de su amiga. De la parte de abajo de la tumba, de algún agujero, extrae una cajita que abre en su regazo. Contiene un peine, cosméticos.

Lisa Marie acaricia el cabello de Rossie. La peina, mirándola a los ojos. También le enrojece las mejillas, los labios. Al fondo hay un espejito de mano, un broche y un guardapelo que le entrega envueltos en un pedazo de seda azul ribeteada de dorado.

Por la mañana, Rossie llega al desayuno maquillada. Su madre la regaña. La obliga a lavarse la cara antes de comer el cereal. Rossie se encierra en el baño. Solloza un poco y se desnuda. Debajo de la regadera deja que corra el agua tibia sobre los hombros, la espalda. Se le moja el pelo. Cierra los ojos. Pasa los dedos sobre los labios. Recuerda. Se ha quitado de encima el olor a enfermedad de Lisa Marie. Y ese olor a moho que tiene su casa. Del espejo del baño, un óvalo grande, brota la cajita que soñó que encontraba su amiga. La ve sobre el lavabo cuando termina de bañarse. Sonríe. Ya no tiene motivos para estar triste.

III

A Lisa Marie le gustan las manzanas. Cuando Rossie la visita le ofrece una de tamaño grande. Rossie la rechaza. No le gustan. Ni siquiera las tartas que la abuela prepara por la Pascua.

En el bosque llegan muy lejos, más allá de la tumba del claro, hasta un riachuelo que fluye entre los árboles. De una gruesa rama que llega al agua pende un columpio. Se dejan caer en el riachuelo cubierto por hojas. Ponen la ropa a secar en los arbustos. Corren desnudas a lo largo de la orilla. Hay algo anormal en los árboles, proyectan sombras azules, agitan ramas de hojas secas, murmuran.

Al anochecer las niñas se besan los labios suavemente. Vuelven a casa. Lisa Marie prepara chocolate. Se sienta a la mesa. Come un par de manzanas. Sonríe, contenta por la presencia de su amiga. Solas, recorren la casa. Rossie nunca ha visto adultos en casa de Lisa; a pesar de esto siempre tiene ropa limpia, todo más o menos aseado, excepto su cuarto que aún huele a enfermedad. Un olor persistente, impregnado en las cortinas y alfombras. No debe serle muy difícil mantener su hogar así a Lisa Marie, la casa es pequeña y hay pocas cosas… lo necesario para que puedan vivir dos niñas solas.

IV

En los baños de la escuela, mientras se mira en el espejo de mano de Lisa Marie, Rossie ve el reflejo de una anciana. Asustada, deja caer el espejo. No se rompe. Cuando el susto ha pasado, desde el suelo, el espejo le devuelve su propia imagen. Lo guarda apresuradamente. No lo volverá a usar en todo el día. Esa noche preguntará a Lisa sobre esto.

Su madre la nota cada vez más abstraída. No sale. No come. Se sienta en el porche largas horas mirándose en el espejo de mano: peinándose, hablándole a su reflejo. Se balancea en la mecedora. Le confiesa que solamente quisiera dormir. El aire arrastra hasta sus pies las hojas secas de los árboles cercanos. Y sigue meciéndose mientras se mira al espejo. Canturrea en voz baja una canción que habla de muertos.

V

Rossie ha enfermado. Su madre está muy preocupada. Hace ocho horas que tiene fiebre. Delira. El médico opina que hay que llevarla a un hospital. Mientras está en la casa, cae en un coma profundo.

Sus pies pisan descalzos el suelo sucio, pegajoso. Se detiene. Permanece al pie de la cama donde Lisa Marie, hace ocho horas, se consume de fiebre. Rossie le enjuga la frente. Le acaricia el cabello. Sonriendo, triste, la peina en silencio. Hay algo extraño en la cara de Lisa, parece vieja, arrugada. Y el pelo se le quiebra entre las manos.


Ilustración: Mariela Giorno

Lisa Marie abre los ojos.

—Debo estar muy fea —murmura.

—No, mira —Rossie le tiende el espejo. Lisa aparta la vista.

—Es un regalo. La hermosa eres tú… los espejos son instrumentos de vanidad. Y yo no soy hermosa ni vanidosa.

Intenta una sonrisa, luego cierra los ojos, duerme.

Rossie permanece horas al pie de la cama. En el lecho mojado, Lisa Marie comienza a temblar. Rossie se acuesta a su lado. La abraza. Le susurra al oído, consolándola, cosas dulces que solo una niña bonita aspira a escuchar. Sin darse cuenta, se queda dormida. Abre los ojos. Le duelen al parpadear. Tiene fiebre. Tiene frío. Su cuerpo huele, transpira. El contacto con la piel de Lisa Marie le quema. La respiración de esta es entrecortada y tiene la boca entreabierta. Mirándole los labios, Rossie siente que es vaciada. Es una sensación obscena. Sexual. Su alma es arrancada. Por fin, en torrente, entra en la fiebre de Lisa.

VI

El médico pronuncia lentamente la inconcebible noticia. Rossie acaba de morir. Nadie sabe nada. También ignoran que los muertos pueden soñar. Cuando la velan, metida en su ataúd acolchonado de seda, nadie sospecha que sigue soñando… En su sueño, Lisa Marie abre los ojos. Está radiante, limpia como recién amanecida. A su lado yace el cuerpo de Rossie. Coge el espejo, mira: es joven, hermosa. Al caer la noche, poco a poco, va cavando una fosa en medio del bosque, hasta la cual arrastra el cuerpo de Rossie. La entierra. No se demora demasiado. No quiere romperse las uñas.

VII

El ataúd de Rossie es inquieto. Se mueve mucho y desde el interior le surgen gritos. Alguien grita, también, que la niña está viva. Otro por ahí se desmaya. La gente que ha acudido al velorio se paraliza de horror, pero la madre corre, abre la tapa. Saca a la niña. La carga como a un bebé. La abraza. Y por el resto de la noche, no termina de llorar.

EPÍLOGO

Rossie acostumbra jugar a solas en el jardín descuidado. Regresa tarde a casa. Cuando mamá le pregunta qué desea cenar —a las niñas que han vuelto de la muerte se las suele mimar mucho—, ella pide un capricho que la deja sorprendida:

—¿Una tarta de manzanas podría ser?

Y así, sin más, se sienta a esperar…

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA y DESPOJOS.


Este cuento se vincula temáticamente con CLOTILDE, de Fernando José Cots; CAZADOR, de Darío Alonso y EL GRAN EXPERIMENTO DE KLEINPLATZ, de Arthur Conan Doyle.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Posesión : México : Mexicano).

“Huesos”, Federico Buccino

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ARGENTINA

 

Espero que esta noche la ciénaga no llegue a la tumba; tengo miedo.

Aunque mamá esté muerta, bien muerta.

Como ella siempre decía, soy un idiota y un degenerado. Vivo solo en una cabaña cubierta por el musgo y la humedad de muchos años, a la orilla de este pantano oscuro y mudo. Cómo saber hasta qué punto llega mi idiotez y hasta dónde mi degeneración; sé que soy lo que soy porque mamá me lo repetía constantemente. Ahora está enterrada en el huerto, en ese baldío inútil que la ciénaga inunda cada tanto. Aquel día, el barro verdoso fue fácil de excavar, pero las paredes de la tumba se desmoronaban. La fosa no quedó tan profunda como yo había deseado. Y a veces, en esas noches en que la ciénaga lame el huerto silencioso, me parece ver que los huesos afloran como dientes podridos. Nunca me atrevo a salir para verificarlo. Me petrifico, abrazado a mi vieja hacha como si pudiera ahuyentar el terror. Cuando amanece, después de la crecida, los huesos ya se han hundido y la sepultura se ha cerrado otra vez. La lápida de madera agusanada siempre se inclina; entonces me esfuerzo por enderezarla. Nunca quedo conforme con el resultado.

La muerte de mi madre fue el único hecho notable en mi vida. Bueno, esa y las otras muertes. Porque yo era un asesino, además de “un idiota y un degenerado”; jamás tuve el valor de contárselo a ella. Bordeando el marjal hay un camino de tierra bastante ancho y bien mantenido. No me arrepiento de haber acechado y asesinado a aquellos viajeros solitarios. Después de todo, por qué iba a arrepentirme, si soy un idiota y un degenerado; que no se nos vaya a olvidar, mamá.

No creo que nadie sepa de nuestra, quiero decir, de mi existencia, ahora que mamá se ha ido. El huerto y las dos cabras son más que suficientes para mis necesidades, aunque a veces el cuerpo me pida otras cosas.

Mi madre me enseñó a leer y a escribir. Tal vez anhelaba que yo no fuera tan idiota ni degenerado como ella decía, aunque no dejaba de recordármelo. Nunca supe cómo conseguía la tinta negra ni el papel. Varias veces la sorprendí recolectando unos frutos, esos mismos que, según ella, eran muy venenosos.

Tomo mi hacha y miro por la ventana.

El agua ya está cerca de la tumba.

 

 


Ilustración: Tut

Una vez más se ha frustrado mi esperanza de un sueño tranquilo. Al atardecer se desató una tormenta de relámpagos. Llovió hasta muy entrada la noche. Bajo el bramido de los truenos, la ciénaga creció. Y los huesos —o lo que yo creo que son sus huesos— emergieron para saludarme. Cuando esas flores mortuorias se abrieron, me quedé inmóvil como un muerto, como si ya estuviera junto a mamá, como si me llamara. Las manos se me crisparon sobre el mango del hacha. No pude salir, no pude moverme, no pude escapar. Pero no resistí el impulso de acercarme a la ventana. Y con sólo ver un destello óseo, una mancha blancuzca, quedé clavado al piso de madera. El fuego de la chimenea se fue extinguiendo, y no dormí en toda la noche.

Sólo cuando llegó la mañana me atreví a revisar la tumba. La lápida se había inclinado. Trabajé duro con martillo y cuñas, pero el arreglo no me dejó conforme.

 

 

Durante la tarde aceché el camino desierto. El cielo se ha vuelto gris otra vez. Tiemblo al pensar en la noche. Pobre mamá, tendría que haberle contado lo de los asesinatos: se habría alegrado de saber que su hijo era realmente un degenerado.

 

 

Esa noche no hubo lluvia. Pero un vendaval cayó sobre el pantano y levantó barro y hojas; una rama pesada se soltó de uno de los árboles y fue a incrustarse en una pared de mi cabaña. Ante el peligro de la lluvia y la crecida, decidí repararla de inmediato, a la luz del fuego. Y fue entonces que hice un extraño descubrimiento. Varias maderas de la pared, al parecer cortadas a propósito, se desprendieron y dejaron a la vista un recoveco. Atisbé el interior pero el viento hacía bailar el fuego y no distinguí nada. Metí la mano lentamente, por si había alimañas. Mis dedos se toparon con un objeto rugoso. Lo rodeé con la mano y tiré; estaba encajado. En el segundo intento salió a la luz.

Lo examiné. Tenía una capa de musgo resbaloso y hediondo. Al limpiarlo un poco, vi que era una caja, una pequeña caja de madera tallada. No había cerradura, sólo una traba metálica enmohecida que me costó abrir.

Cuando logré hacerlo, la tapa se soltó de los goznes y cayó al barro. Me acerqué al fuego para poder apreciar el interior: estaba forrado en cobre, tal vez con la intención de hacer la caja más hermética y aislarla —sin éxito— de la perpetua humedad del pantano. Guardaba unos papeles manchados de moho, muy deteriorados.

Los tomé con cuidado y comencé a desplegarlos. Las hojas parecían estar a punto de deshacerse. Si las hubiera descubierto algunos meses después habrían sido ilegibles. Advertí que los papeles estaban cubiertos de letras diminutas y apretadas, aunque claras y de trazo grueso y negro.

Las había escrito mi madre. Supe, con un estremecimiento que no puedo explicar, que no cabía ninguna duda. Si bien ella me había enseñado a leer y escribir, jamás la había visto tocar un papel. El hallazgo me llenó de aprensión, pero la tentación de leerlo fue irresistible. Las hojas se desgajaban, se descomponían a medida que avanzaba mi lectura.

 

 

…ha cambiado, mi hijo ha cambiado. No hay forma de determinar cuándo le llegará esa urgencia horrible que infectaba a su inmundo padre. Qué haré, Dios mío, ayúdame. Sé que jamás te he temido, pero no dejes de oír a esta vieja desdichada e inútil. Cómo lo protegeré de sí mismo. A veces siento el impulso de matarlo, el mismo impulso que sentí hacia su padre, esa bestia. Un hombre como aquel sólo pudo haber engendrado a una criatura envilecida para perpetuar su asquerosa necesidad. Estoy segura. Ese día espantoso en que concebí a….

 

 

Había todo un párrafo ilegible o borroneado, aunque —por supuesto— asumo que hablaba de mí.

 

 

…sus merodeos son cada vez más frecuentes. ¿Y si decide hacer eso… conmigo? Algo lo detiene, algo lo tranquiliza. Temo que esté saciándose de alguna manera. Por eso me retiré a la orilla de este pantano hace tantos años. ¡Dios, si pudiera matarlo! Pero se trata de mi hijo, por más idiota y degenerado que sea. Qué pasará cuando yo no esté. El látigo y los golpes lo mantienen sometido, pero… ¿hasta cuándo? Rezo para que el Señor me dé fuerzas. Debo dominar a este animal salido de mí. ¡Dios, qué sucederá cuando yo muera! ¡Ayúdame!

 

 

Al leer estas palabras comprendí que no había sido necesario ocultar mis acciones. Si ella no sabía que yo era un asesino, por lo menos lo sospechaba. Pero ahora estás muerta, mamá. Y bien enterrada con tu látigo.

 

 

Hace dos tardes, cuando estaba recolectando las raíces de la tinta, unos gritos espeluznantes me dejaron paralizada. Atardecía y se veía poco. No pude siquiera saber de dónde venían aquellos alaridos, porque cesaron de inmediato. No hay duda de que ha comenzado. Si no puedo matarlo, por lo menos lo encerraré. Sí, lo encerraré antes de la primavera.

 

 

Allí terminaban sus palabras. Pobre mamá, ella no podía pensar en matarme, pero yo sí en matarla a ella. Nunca llegó a esa primavera.

La envenené con raíces de tinta, aunque por ese entonces yo no tenía idea de sus sospechas. Estuvo agonizando durante una semana, intuyendo, sabiendo que su propio hijo la había envenenado. Fingí preocuparme, y cuidé de ella hasta el último instante. Para que se fuera a la tumba con esa terrible duda, con ese peso en el corazón. Me cobré cada golpe, cada latigazo.

Hoy comeré.

A mi manera.

 

 

Mi vigilancia dio sus frutos. Cerca del atardecer apareció un caminante con una mula inhumanamente cargada. Parecía borracho: ni siquiera se sorprendió cuando salí de la espesura empuñando el hacha. Se quedó mirándome sin entender. Y nunca entendió, porque le hendí el cráneo de inmediato. Fue difícil sacarle el hacha: había penetrado hasta el paladar. Lo había golpeado con furia: aún estaba indignado por las palabras mi madre, haciéndose la víctima. Maldita.

Lo que siguió fue lo habitual. Me llevé la mula junto con las cabras, arrojé su carga al pantano, arrastré el cadáver del borracho hasta el huerto y lo desmembré: después de tantas comidas, me había puesto hábil en esta tarea —te hubieras sentido satisfecha, mamá, el idiota aprendió solo—. Luego lo devoré. Lo mastiqué con voracidad, sin esa incertidumbre que representaba el peligro de ser descubierto. Después de todo, mamá tenía razón: a sus ojos, yo era un degenerado.

En cambio, hubiera sido un orgullo para los ojos de mi desconocido padre.

Fue la comida más placentera de mi vida.

 

 

Tres más. No puedo detenerme, no quiero detenerme.

 

 

Anoche, la ciénaga volvió a crecer, y otra vez los huesos —ya no tengo ninguna duda al respecto— salieron a la superficie. Y de tanto pensar en los huesos, se animaron ante mis ojos extáticos, se animaron con movimientos suaves e hipnóticos, para terminar formando un gigantesco brazo esquelético y podrido que blandía un látigo, ese mismo látigo divino con el que mamá esperaba detener mi desarrollo natural, heredado de mi padre. Desperté entre espasmos, bañado en sudor y orina. Fui corriendo hasta la ventana y ahí estaban, esparcidos por el huerto, esperándome.

El alivio que representó saber que había soñado duró apenas segundos: mientras dormía se había desatado otra tormenta de lluvia sucia que me impedía ver la tumba. Casi me alegré: si no la veía, me libraría de su influjo enfermizo, por lo menos esa noche, y podría alejarme de la ventana. Pero no fue así. Si bien la pesada cortina de agua nublaba toda visión, me pareció distinguir una forma humana merodeando la parcela. Inmediatamente los ojos se me llenaron de lágrimas de terror y la piel se me estiró por los escalofríos. Pensé que se me iba a desprender como una mortaja. Grité. Grité y grité, cubriendo el siseo fantasmagórico de la lluvia con mis alaridos. Grité, paralizado e histérico en la oscuridad de la cabaña. No recuerdo más.

 

 

Otra comida, la quinta desde la muerte de mi madre. Todos los días el sol intenso cae en el pantano, disipando vapores y secando la tierra. Me siento mejor, sobre todo por las noches. Mamá, no vas a ganarme esta vez.

 

 

Dos más: un viejo sacerdote y un mendigo. Temo que el camino deje de ser frecuentado. O, peor aún, que alguien venga a investigar.

 

 

Las últimas cuatro noches ha llovido. Duermo durante el día: en las horas de oscuridad vigilo la tumba desde la ventana. Los restos de mi madre ya aparecen por todo el huerto. Aunque no es posible. El cuerpo humano no tiene tantos huesos: yo lo sé mejor que nadie. Pero las sobras de mis comidas quedan en el corral de las cabras —que se han aficionado a los desechos—, así que deben pertenecer a mi madre. Anoche, durante uno de los más terribles paroxismos de la tormenta, volvió a aparecer esa figura espantosa que merodea la parcela. No logro discernir sus rasgos, aunque su contorno es inconfundible. Tal vez todo suceda en mi cerebro —nada deseo más— y sólo se trate de algún animal carroñero. No quiero dejarme vencer. ¡Padre, ayúdame, donde quiera que estés! Cualquier cosa que hayas sido, yo también lo soy: son las palabras de mamá.

 

 

Hace ya más de una semana que llueve y no he vuelto a comer. He decidido descubrir quién es el merodeador. Si cae en mis manos, mis tripas serán el final de su camino. Lo odio y me enfrentaré a él. Maldito, y malditos los huesos de mi madre. También me enfrentaré a ellos, voy a recogerlos uno por uno y repartirlos por el pantano. Voy a triunfar para que mi padre esté orgulloso de mí, para que me sonría desde el infierno.

 

 

Allí está. ¡Allí está! La forma parece indecisa. Recorre el límite de la parcela, como si no se atreviera a cruzarlo. Algo lo detiene: los huesos. Son los huesos de mi madre los que lo amedrentan. La silueta del merodeador es tan incierta que me aterroriza. ¡Sus ojos! Los he visto. Salgo de la cabaña y me empapa la lluvia pestilente. Camino entre temblores, pero decidido a terminar con todo.

Algo ha cambiado, mi furia se disipa. Me acerco; el agua me corre por la cara, casi no veo. El hacha se me resbala y se hunde en el suelo anegado. La lluvia es como una mortaja acuosa que me ahoga. Caigo de rodillas, pero Él no se aprovecha de mi debilidad: me espera. Con un gesto vago, me anima a acercarme. Me arrastro por el barro verdoso, llorando, chapoteando entre los odiados huesos que parecen querer detenerme. Llego ante Él, y me abrazo a sus piernas.

Y aunque jamás lo he visto, lo reconozco. Sólo me queda aliento para decir:

—Papá.

 

 

Teniendo a H.P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, W.H. Hogdson y Cordwainer Smith como autores preferidos, no es de extrañar que la producción literaria de Federico Buccino (Buenos Aires, 1966) esté dedicada exclusivamente a la narrativa fantástica, de horror sobrenatural y de ciencia ficción. El cuento “Ruinas”, su primer texto publicado, apareció en Pasajeros en Arcadia, antología que Marcelo di Marco preparó en 2000 para Editorial de Belgrano. En 2004, su cuento “¿Acaso creíste, hijo mío?” fue incluido en la selección de microrrelatos En frasco chico, que Silvia Delucchi y Nomi Pendzik compilaron para Ediciones Colihue. En 2006, su narración “Una mancha más negra que el cielo” fue incluida en Cuentos de la Abadía de Carfax, Ediciones PasoBorgo. Sus cuentos “Huesos” y “Pandemia” se publicaron en Cuentos de la Abadía de Carfax 2 y Cuentos de la Abadía de Carfax 3, respectivamente.

Su primer libro de cuentos, “Silbervogel y otros diez episodios de horror”, será editado en breve por Ediciones PasoBorgo de elaleph.com, en formato digital y en papel.

Aquí, su primera aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LOS JUGUETES DE GAUMONT, de Ariel S. Tenorio; UN GIGANTE, de Iliana Vargas; ALGO NUESTRO, de Juan Ignacio Maisonnave y LETRA POR LETRA, de Liza Porcelli Piussi.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Horror sobrenatural : Antropofagia, Canibalismo : Argentina : Argentino).

“Entrevista a Fraga”, Ricardo Giorno

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ARGENTINA

 

 


Fraga, según Don Ramirito

AXXÓN: ¿Qué personajes de historieta mexicana te gustaban de pibe? ¿Existe alguno que sobreviva?

 

FRAGA: Leí poco de historieta mexicana, porque lo que había no me gustaba: Memín Pinguín, por ejemplo, era un niño negrito y picarón que vivía emocionantes aventuras con su palomilla en un barrio pobre de la ciudad de México, pero me angustiaba que la madre, aunque era muy cariñosa con él, lo disciplinara a tablazos. Kalimán estaba bien, pero eran historietas de continuación y yo prefería las que daban un final en cada cómic. El brujo Aniceto y la bruja Hermelinda se me hacían muy grotescos, aunque ahora de grande me parecen sensacionales. Había unas historietas que ahora he buscado sin éxito por la Red, trataban de las peripecias de gente que caía en el infierno con diablos muy simpáticos y diablitas muy buenonas, me encantaban los diablillos y el contexto del infierno en llamas. Las que sí disfruté mucho eran las historietas de Los Supersabios, de Germán Butzé y las aventuras de La Familia Burrón. Por aquellos ayeres (setentas) surgió una historieta que devoraba de niño cada semana, las aventuras de Batú, un héroe parecido a Tarzán que vivía en un mundo fantástico, con seres inverosímiles, entre ellos su amigo Otijo, es decir Ojito, un cíclope que todo lo hablaba al revés. Recientemente han reeditado a la Familia Burrón, pero las demás ya no se producen. Hubo otras historietas que no leí porque yo era muy chico y no me llamaban la atención, pero que recuerdo y que, además, tenían tirajes fabulosos como Kalimán, Chanoc, Lágrimas y Risas o Rarotonga, entre otras.

 

 

AXXÓN: ¿Y cómo fue la infancia de Fraguita?

 

FRAGA: Fui un niño feliz. Soy el mayor de cinco hombres y una mujer, recibíamos regalos cada Navidad, pese a no ser una familia de mucho dinero. Me la pasé jugando, modelando en plastilina y dibujando. En aquel entonces no había Internet, ni videograbadoras, así que era una maravilla cuando proyectaban películas de dibujos animados de Disney en los cines. Mis abuelos maternos tenían un rancho en donde los fines de semana pasábamos grandes aventuras mis hermanos y yo: corríamos por los sembradíos, nos llenábamos de tierra y de sol, ordeñábamos a las vacas, alimentábamos a los pollos. Por las noches, era fabuloso ver aparecer a las luciérnagas. Hubo un tiempo en que no había electricidad, así que a la luz de los quinqués disfrutábamos la cena y la charla de tíos y abuelos.Crecí leyendo montones de historietas que me compraban mis tíos, de las de Editorial Novaro, como Lorenzo y Pepita, La Zorra y el Cuervo, La Pequeña Lulú, todo lo de Disney, que editaba la Editorial Novaro, y más tarde, cómics de Superman, Batman y Spiderman. En la pasada Feria del Libro en mi ciudad, Saltillo (norte de México), me encontré con un fan de mi personaje Don Ramirito, que tiene un buen bonche de cómics de aquella época y con quien, afortunadamente, pude hacer trueque a cambio de algunos originales de mis tiras.

 

 

AXXÓN: ¿Cuándo y por qué te decidiste a ser dibujante?

 

FRAGA: Siempre me gustó dibujar, llenaba cuadernos con historietas que luego leían mi madre, mi padre y mis hermanos, y después los amigos de la escuela. Los dibujos siempre me ayudaron a sobresalir: cuando hice el servicio militar se ofreció que el general de la Sexta Zona militar necesitaba que alguien le copiara algunos planos, así que tuve mi espacio en una oficina con restirador, con lo cual dejé de ir a los entrenamientos. Cuando surgieron las máquinas de fotocopiado, hice mis propios libros de cómics. Uno de ellos fue a dar a manos del director de la Preparatoria donde yo estudiaba y me recomendó para trabajar de cartonista en el periódico local. Comencé a dibujar cartón político y más tarde, creé a mi personaje Don Ramirito y luego a Los Cocolazos. Era 1984, yo tenía diecinueve años. Desde entonces, publico mis monos en diferentes periódicos y revistas. En 1986 dejé la carrera de Ingeniería en Metalurgia y estudié Ciencias de la Comunicación. Preferí Comunicación a Artes Plásticas, por ejemplo, porque pensé que era mejor enfocarme en el contenido de mis dibujos, para escribir mejores gags. Hoy en día, me dedico sólo al humor gráfico, trabajo desde casa y envío mis ilustraciones, tiras cómicas y cartones vía Internet. Un gran privilegio, pues no tengo horarios ni restricciones. Puedo estar todo el día en pijama tomando café.

 

 

AXXÓN: ¿En qué estabas pensando cuando creaste a “Don Ramirito”?

 

FRAGA: Me estaba estrenando como caricaturista político (1984) y el director del periódico me pidió una tira cómica. Imaginé entonces a un señor vagabundo, chaplinesco, como los personajes de los treintas, que deambularía por la Alameda de mi ciudad y que dormiría en una banca, sin tiempos ni horarios y… sin comida. Al principio, llamé a mi personaje “Don Antónimo de Zafio”, que significaba algo así como “sinónimo de culto”, pero no me gustó. Luego le puse “Don Chancletón”, (las chanclas en México son los zapatos viejos), pero tampoco me agradó. Hasta que mi padrino, Pablo Valdés Hernández, reconocido compositor y poeta, me dio el nombre definitivo: “Don Ramirito”. El “don”, para connotar respeto, y el Ramiro en diminutivo, para dar a entender que era un personaje al que se le tenía cariño. Así que en abril de 1984 nació don Ramirito.

 

 

AXXÓN: Don Ramirito siempre me pareció un tierno de aquellos; muy inocente y con un dejo de tristeza: ¿alguna semejanza con nuestro querido Fraga?

 

FRAGA: Al principio, Fraga era don Ramirito y don Ramirito era FRAGA: simplemente le enjaretaba al personajito todas mis angustias juveniles. Luego crecí, me casé, tuve hijos… es decir, cometí la osadía de ser feliz. Don Ramirito tomó caminos separados, el muy irreverente se emancipó de mí. Ahora, cuando quiero dibujarlo, lo busco en alguna parte de mi mente y lo proyecto como a una antigua película en blanco y negro, con todo y el traca-traca-traca y hasta los rayones del celuloide; lo dejo andar, lo sigo y tomo para la tira las partes que me gustan de las escenas que “veo”. Se ha convertido en un buen amigo, aunque a veces me reclama cuando intento “pasarme de lanza” con sus cosas. No le gusta que lo siga mucho o desvele demasiados aspectos de sus andanzas.

 

 

AXXÓN: ¿Cómo fue tu vinculación con AXXÓN?

 

FRAGA: Estaba trabajando como diseñador gráfico editorial, cuando uno de mis compañeros de trabajo me mostró el website de Axxón. Escribí al e-mail de Eduardo Carletti, para ver si podía publicar alguna ilustración mía. Le comenté que hacía cosas de humor gráfico y me ofreció una sección para mí solito, de publicación semanal. Gran privilegio. Acepté de inmediato y nacieron las Ondas Fraguianas, que se publican hasta la fecha cada viernes. Pronto comencé a ilustrar también uno que otro relato de ciencia ficción.

 


Ondas Fraguianas

 

AXXÓN: ¿Te imaginás una AXXÓN sin Eduardo Carletti?

 

FRAGA: Por supuesto que no, Carletti es la envidia del doctor Frankenstein, pues le ha quedado de maravilla el “monstruo” que es Axxón. Además, yo le tengo un afecto muy especial. Cuando Edu se enteró de que había quebrado el periódico donde yo trabajaba, se solidarizó conmigo y noté cómo le dolía que uno de sus colaboradores, o sea yo, pasara por una mala racha. No sé si Edu esté pensando que alguna vez tendrá que jubilarse de Axxón y que quizá deba dejar las riendas de la tremenda aeronave a alguien de toda su confianza, pues Axxón ya es un patrimonio de la humanidad.

 

 

AXXÓN: Vos sos un ilustrador que sabe ver el meollo del cuento (a mí me ilustraste “El efecto tortuga”, ¿te acordás?), ¿cómo ves a la nueva generación de cuentistas?

 

FRAGA: Pongamos los links aquí para quien quiera ir a tu relato y pueda leer tu formidable “El Efecto tortuga” con las peripecias de la frondosa y ecológica Gladys. Me gustan los nuevos cuentistas. Cuando los leo, es como ver una película, tienen muy buen ritmo y entremezclan muy bien dosis de humor, romance, intriga y acción. Siempre cuidan de terminar con sorpresivos remates que te dejan con ganas de seguir leyendo más. Mis respetos.

 

 

AXXÓN: ¿Qué onda con la ciencia ficción mexicana?

 

FRAGA: “¿Ciencia ficción mexicana? ¿De qué puede tratar? ¿De mariachis en el espacio, de Sor Juana Inés de la Cruz viajando en el tiempo?”. Así se cuestiona mi querido amigo, colega y compatriota, Bernardo Fernández, Bef, quien de excelente narrador gráfico se ha convertido en un escritor reconocido a nivel internacional. De paso, Bef también ha publicado en Axxón y ha estado difundiendo la literatura de ciencia ficción a través de exitosas antologías. En “Los Viajeros” logra reunir a dieciocho de sus autores favoritos, representantes de medio siglo de ciencia ficción mexicana. A decir de Bef, aunque anden a salto de mata, cada vez más mexicanos se suben a la nave espacial de la ciencia ficción. Por mi parte, cada vez encuentro a más compatriotas que se suben a Axxón, entre ellos Felipe Rodríguez Maldonado, a quien también tengo el privilegio de conocer personalmente y a quien ha sido un placer ilustrar. Hay una gran generación de narradores de microrrelatos, muchos de ellos ahora los podemos seguir por el Twitter, un lujo.

 

 

AXXÓN: Según tu opinión: ¿qué distancia hay entre un ilustrador latinoamericano y un gringo?

 

FRAGA: No hay distancia, Ric, con este mundo globalizado ya todos nos permeamos de todos. Los latinos tenemos igual o mejor calidad que los norteamericanos. ¡Lo que nos falta a los latinos es cobrar igual de bien que los gringos!

 

 

AXXÓN: ¿Podrías ampliar un poco? Algún ejemplo, quizá.

 

FRAGA: He visto la calidad formidable de los artistas argentinos y conozco a muchos colegas mexicanos que dibujan fenomenal en todos los terrenos: ilustración, cartón político e historieta, y que ganan menos en comparación con lo que cobra un gringo. Un cartonista estadounidense, por ejemplo, puede vivir perfectamente bien dibujando un cartón diario, cinco veces a la semana. Los latinos tenemos que “freelancear”, es decir, tener trabajos extras para poder ganar más. Muchos colegas trabajan de tiempo completo en otra cosa para tener seguridad social, generar antigüedad en una empresa y dibujan en sus ratos libres. Yo no me fui a Estados Unidos, y eso que me queda cerquita, porque soy muy apegado a mi familia, a mis padres y hermanos. Y, sin embargo, estoy ganando dolaritos frescos: publico mensualmente mis monos en la revista Qué Pasó Paisano, de Houston y San Antonio, Texas, gracias a mi buen amigo Héctor Calles que me contactó vía e-mail para ofrecerme ser colaborador.

 

 

AXXÓN: ¿Cómo es tu rutina semanal, si la hay, para la generación de las viñetas de las Ondas Fraguianas?

 

FRAGA: No hay rutina semanal, soy un poco desorganizado y siempre voy al día. Me he propuesto enviar a Carletti la Onda Fraguiana cada principio de semana, para que la tenga con tiempo y no apurarlo con la subida al sitio, pero hasta ahora no lo he logrado, y mira que las publicamos desde el 2005 cada viernes. Pero lo que pasa en que el jueves, al término de mi trabajo diario para el periódico, que es una viñeta de humor, la tira de Cocolazos y un cartón político, es cuando busco a las volandas en mis apuntes si tengo una idea guardada para la viñeta o si hay algún tema sugerido en mi buzón por alguno de los AXXÓNautas. De ser así, la Onda Fraguiana es pan comido, la dibujo, escaneo, coloreo y ya está. Si no tengo la idea a la mano, y las musas están rejegas (esto aplica para todo mi trabajo en general), malo el cuento: comienzo a navegar por las noticias de Axxón, por mis propios posts en Twitter o Facebook, por si escribí algo ingenioso que pueda servir. Puede ser cosa de minutos o de horas encontrar algo, casi siempre naufrago en el amplio y fatídico espacio de la hoja en blanco. Mi propósito para este 2013 es organizarme más para entregar a tiempo el material y, sobre todo, dibujar mejor y ofrecer mejores chistoretes.

 

 

AXXÓN: Una de las cosas que más me llama la atención es tu capacidad de asimilar ideas ajenas, sin límites. ¿Qué te deja ese intercambio de ideas con gente que suele ser lectora tuya?

 

FRAGA: Es una espada de dos filos: cuando obtengo buenas ideas, es fantástico, porque me ahorran trabajo y, además, me llevo buena parte del reconocimiento. Lo difícil viene cuando la idea no es tan buena y no veo cómo decirlo sin herir susceptibilidades, pues me siento como un desagradecido que rechaza una idea desinteresada. Pero, la mayoría son muy buenas, siempre me dejan asombrado y es un placer dibujarlas.

 

 

AXXÓN: ¿Cuál es la diferencia entre crear una tira y un cuadro de humor? ¿Qué desafíos te deja cada uno?

 

FRAGA: El cuadro de humor es más sencillo, implica menos trabajo narrativo: de un plumazo dices el chiste y ya. La tira lleva más trabajo de adaptación, de narración. Al menos yo trato de combinar close-ups con planos generales en las tiras, para que los personajes también comuniquen algo con su gestualización. Luego vienen las tiras seriadas, que continúan con un tema, aunque cada tira sea autoconcluyente en cuanto al gag. No obstante, el cuadro de humor lleva más trabajo de dibujo, porque es una área mayor y en las tiras a veces apenas cabe la cabecilla del personaje.

 

 

AXXÓN: En algún momento usaste a Don Ramirito para coquetear con lo fantástico. Fue vampiro, hombre araña y otros clásicos. ¿Nunca se te dio por crear una tira fantástica?

 


Dibujando a Don Ramirito

FRAGA: Esas tiras que mencionas me han gustado mucho porque pude sacar a Don Ramirito de su universo y parodiar películas y series de TV sin que el personaje perdiera su esencia. Por ejemplo, cuando se convierte en Spiderman usa la telaraña para acercarse tazas de café. Hay una saga que me gustó donde Don Ramirito viaja en una máquina del tiempo y retrocede sólo unas horas para beberse el café que ya se había terminado. En cuanto a la tira fantástica, alguna vez dibujé a un marcianito como personaje recurrente en las tiras de Don Ramirito, que luego tuvo su propia historieta en los noventas en un suplemento infantil. La dibujaba a blanco y negro para que los niños pudieran colorearla, tuvo muy buena aceptación. El marcianito era muy inocentón, venía a la Tierra a descubrir todo con asombro, se llamaba Morx. Dejé de dibujarla cuando me cambié de periódico en 1997. La conservo en el cajón de los proyectos, por si algún día la retomo. Lo que veo más en puerta es tomar algunos de los relatos de Axxón y adaptarlos a cómic o, de plano, plagiarme a Liniers.

 

 

AXXÓN: ¿Cómo ves en retrospectiva tu trabajo con las Ondas Fraguianas?

 

FRAGA: Me ha servido para constatar el dicho aquel de que echando a perder se aprende. Veo unas cuantas viñetas buenas entre montones que pudieron mejorarse o, de plano, no estar ahí. Sin embargo, el hecho de tener el compromiso de publicar y la retroalimentación que encontré en el Foro de Axxón, me han hecho mejorar idea y dibujo. Al darles una releída, también veo que algunas podrían replantearse, así que quizá pronto haga “remakes” de mis propios chistes. El reto que me he propuesto en el arranque de este 2013 es circunscribir las Ondas Fraguianas sólo al contexto de la ciencia ficción, es decir, dejar fuera los gags que no tengan que ver con aliens, monstruos y escritores. Ups, parece que en estos tres términos estoy siendo redundante. Traté de hacer un chiste, ¿viste?

 

 

AXXÓN: ¿Cuál es la diferencia entre Don Ramirito y los Cocolazos?

 

FRAGA: Don Ramirito es un filósofo vagabundo, un ser solitario que deambula por los parques tratando de resolver los enigmas de la humanidad, como, por ejemplo, dónde conseguir el café del día y la sopa caliente. Su temática es de reflexión e introspección y, para equilibrar estos tópicos, aparece Petalina, una simpática florecilla que aporta dosis de humor más ligero. Los Cocolazos tienen su propio universo, es decir, un mundo antropomórfico de cocodrilos, aquí no hay humano que valga. Todo surgió porque cuando dibujaba la tira a mediados de los ochentas, yo parodiaba a personajes públicos que resultaban tener buena relación con el director del periódico en que trabajaba por aquellas fechas, así que un día, sutilmente, me pidieron que dibujara otra cosa. Decidí seguir escribiendo los mismos chistes, pero en lugar de caricaturizar políticos dibujé cocodrilos, tortugas y serpientes, pues pensé que a los reptiles no se les había hecho suficiente justicia en el mundo de los dibujos. Me encantaron entonces las fauces dientonas de los cocodrilos y, de patiños utilicé de repente a una que otra sufrida tortuga. Como aparecían cocodrilos y la tira trataba de estrujar las conciencias, es decir, dar un “cocolazo” (golpe a la cabeza con el nudillo del dedo medio), terminó por llamarse así: Los Cocolazos. A partir del 2008, en que me he dedicado de tiempo completo al humor gráfico (antes de esa fecha hacía diseño gráfico editorial) he ido liberando a la tira de los temas políticos para tratar chistes más desenfadados dentro de un contexto hogareño o de sátira social. Como una especie de Los Simpson, pero con cocodrilos y a la mexicana.

 

 

 

AXXÓN: Quizás es un viaje de mi parte, una percepción equivocada, pero pienso que la mayoría de los escritores “ningunean” a las historietas. Como que las ven como un género menor. Algo para el piberío.

 

FRAGA: Quienes no han leído suficientes cómics o no han disfrutado un cómic serio para adultos, es decir, una buena novela gráfica, son quienes demeritan a la historieta. Yo he encontrado verdaderas joyas en los cómics y en las novelas gráficas, unas perlas por demás gratificantes. Para ello, hay que tener un marco teórico de referencia que sólo se da con la propia lectura de historietas. Quienes las ningunean carecen de esa base de datos, por lo tanto, sus apreciaciones son irrelevantes e infundadas, así que no les doy el mayor crédito.Antonio Altarriba, Catedrático de Literatura Francesa en la Universidad del País Vasco, respondió así a un detractor de la historieta: “Señor Molina Foix, debería recapacitar y rectificar. Hasta el siglo XVIII el teatro fue considerado género menor y pecaminoso y la novela hasta el XIX y la fotografía y el cine hasta hace unas décadas y la historieta, antes de su irrupción, hasta hace unos pocos años. Si conociera la trayectoria seguida por los métodos de análisis y evaluación de los procesos creativos, sabría que sus criterios, además de impertinentes, están caducos desde los años sesenta con Umberto Eco, enterrados en los ochenta con Lyotard y podridos en los noventa con Bourdieu.” Creo que así como hay buena y malas películas, buenos y malos programas de radio, buenas y malas puestas teatrales, igual hay buenas y malas historietas.

 

 

AXXÓN: En Argentina, actualmente hay un movida interesante para re-prestigiar la profesión del dibujante. Incluso se está trabajando (por parte de los mismos trabajadores del dibujo) en la promulgación de una ley que los ampare. Esa ley tiene sus idas y venidas en el Congreso Nacional Argentino y no termina de salir. ¿Cómo es la situación de los trabajadores de la ilustración y la historieta en México?

 

FRAGA: Acá somos “freelancers”. Quienes se dedican a la publicidad, cobran mejor. El resto, tenemos que abrirnos paso en un terreno fangoso, en un camino sinuoso. Trabajamos por honorarios, en el día a día, de proyecto en proyecto. En muchos lugares no quieren pagar, o pagan muy poco. Entonces se van quedando sólo los buenos, los que ofrecen un buen contenido, y que, de paso, allanan el camino a las nuevas generaciones. Los moneros e ilustradores consagrados ya ganan bien, tienen prestigio y reciben reconocimiento.

 

 

AXXÓN: A la hora de la creación, ¿sos de bocetear con lápiz o le das con la computadora? Y también me gustaría saber la técnica final, cuando ya tenés la idea elaborada y pasás al original.

 

FRAGA: Boceto a lápiz. Normalmente utilizo un HB, que es más suave y desaparece por completo después del borrado o se nota muy bien si uso la mesa de luces para calcar mi dibujo a la hora de entintar. El entintado lo realizo también a mano y depende de la textura que quiera lograr si utilizo rotuladores, plumilla o pincel. Incluso hago una combinación de todo: pincel para la línea general, rotuladores para agregar o corregir detalles. El color lo aplico en la computadora, con el Photoshop, aunque también coloreo con acuarela y lápices. Incluso, utilizo rescoldos del buche de café diario.

 

 

 

AXXÓN: Contanos de tus proyectos, qué más querés hacer, además de humor gráfico diario.

 

FRAGA: Estoy ilustrando tres libros con cuentos para niños, cada uno con un estilo propio, con tres diferentes autores. De ahí, quiero ilustrar unos guiones de mi hija Katia (14), y pasar a escribir e ilustrar mi propio libro infantil. También quiero adaptar a cómic algunos relatos de ficción y enfrascarme en escribir y dibujar novelas gráficas, ese es mi reto mayor.

 

 

AXXÓN: Bueno, llegamos al final. La redacción de AXXÓN (y yo en particular) te agradecemos tu entrega para esta entrevista. Son tuyas las últimas palabras.

 

FRAGA: Te agradezco por la paciencia y a Axxón, Silvia Angiola y Edu Carletti por el enorme espacio y aprovecho para dar a conocer mi blog, FragaComics, por si alguno quiere seguir viendo mis monigotes

Un abrazo a todos.

 

 


Axxón 239 – febrero de 2013

“Shopping infinito”, Guillermo Vidal

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El capitán Archivaldo Burkam III —todos le decían Archie o capitán Archie— se negaba a verse a sí mismo como un mercenario. Es cierto que dependía de un contrato pero prefería sentirse como los antiguos “adelantados” españoles, un precursor, mucho más que un simple asalariado. Los mundos que conquistaba para las corporaciones terrícolas producían enormes beneficios, y por su eficiente gestión, con el tiempo, hasta los nativos llegaban a apreciarlo. Usaba la fuerza solo si se veía obligado.

Archie estaba a cargo de una docena de patrullas de reconocimiento distribuidas en un radio de doce kilómetros a partir del punto “cero”, el lugar en el que se había posado la nave. Él personalmente lideraba la patrulla llamada Tango. La misión era establecer una cabecera de playa para el inminente desembarco de la flota terrestre que, en ese momento, permanecía en los confines del sistema, a la espera de su reporte. Apenas contaban con información básica sobre ese planeta y sus habitantes. Por razones desconocidas, los escaneos habían resultado insuficientes. Sabían que tenía una alta densidad de población y una construcción única distribuida por toda la superficie del planeta, sin interrupción. El capitán pensaba que debía haber algún error.

Pero más allá de los resultados de los escáners, se sentían confiados: eran una fuerza de ocupación formidable. Habían tomado el control de innumerables mundos sin realizar un solo disparo, por decirlo a la antigua.

Descendieron en una pequeña nave de enlace, de aspecto poco amenazador, y dejaron sus armas y dos guardias en el interior de la misma. Al salir, fueron rodeados de inmediato por un grupo de nativos. Lo primero que llamó la atención de los terrícolas fue la notable diversidad morfológica de aquellas criaturas. Parecían confiados y para nada preocupados por ellos. El objeto de su interés era la nave.

—¿Cuánto vale? —preguntó alguien de la multitud. El capitán sospechó que algo no andaba bien con el traductor automático. Sin embargo, respondió:

—No está en venta —y el traductor repitió el mensaje amplificado por el altavoz. La pequeña multitud desapareció sin hacer más preguntas. Después de este encuentro, ninguno de los nativos volvió a prestarles la menor atención. Archie consiguió el nombre del lugar, Zodomall, a cambio de sus anteojos, pero nada más. Lo peor fue que, luego de dar algunas vueltas por los alrededores, perdieron de vista la nave y fue imposible contactar a los guardias que habían quedado a bordo.

Tras un rato de desconcierto y búsqueda inútil, se reagruparon. Caminaron el día entero sin ver otra cosa que negocios: de ropa, juguetes, música, cristalería, libros, computadoras, televisores, autos voladores, naves de trasbordo, uniformes de todo tipo incluyendo, no podían explicarse cómo, ¡los de la flota terrícola! Los pasillos y los locales estaban transitados por cientos de especies de los más variados aspectos. Al principio, a pesar de los uniformes, nadie parecía interesarse en ellos ni considerarlos una amenaza. Guardias robots de seguridad los observaban a distancia pero sin intervenir. El resto de la multitud entraba y salía de los negocios con sus carritos repletos.

Antes de aterrizar, Archie estaba convencido de que la invasión sería un éxito fulminante, ¡cuánto se había equivocado! Tardó en darse cuenta de que estaban en el patio de comidas de un gran centro comercial, sin nave, sin armas y sin posibilidades de comunicarse con la flota.

Empezó a detectar miradas hostiles sobre ellos, y aunque los nativos seguían en sus actividades, se hizo una especie de vacío entre los terrícolas y el resto de la gente. Algo no andaba bien. Archie trataba de adivinar en qué se habían equivocado. Interrogó a algunos de los soldados, pero ninguno tenía conciencia de haber realizado nada que llamara la atención. Siguieron caminando hasta que, al pasar cerca de unos carritos de compra, estos se activaron.

—¿Desea guardar sus compras, señor? —vociferaron—. Tenemos un pack de precompras incluido, totalmente gratuito —repetían con voz sugestiva.

—Es eso —Archie se preguntó cómo había podido pasar por alto algo tan obvio—. No estamos comprando y fíjense que nadie está sin su carrito de compras. Tomen cada uno un carrito —ordenó.

De inmediato se deshizo la tensión que los rodeaba y la gente dejó de observarlos. Pero la idea de tomar los carritos de compras trajo para la patrulla peores consecuencias. Los soldados empezaron a correr tras las ofertas y a tratar de conseguir los descuentos que ofrecían en distintos comercios. A Archie le costaba un enorme esfuerzo controlar al grupo y perdió de vista a muchos hombres sin poder hacer nada para evitarlo.

En contra de su voluntad, también él empezó a comprar. Tenían que comer, asearse y descansar. Además, no podían dejar de hacer compras o Seguridad empezaría a perseguirlos.


Ilustración: Tut

El principal medio de transporte del planeta era una cinta móvil; miles y miles de kilómetros de cinta subían y bajaban sin detenerse nunca, con asientos en los bordes y topes para fijar los carritos. Archie pensó que debían movilizarse y cubrir mayor territorio para ver si podían descubrir algo más. Pero los viajes no le dieron otro resultado que perder más hombres por el camino.

Al cabo de quince días quedaban solamente tres de la patrulla original: Archie, Sanders y Ryan, después de que un novato cuyo nombre no recordaban desapareciera en un ascensor múltiple, de esos que suben, bajan y se deslizan horizontalmente. Estaban perdidos en ese laberinto de negocios, gente que compraba y carritos que los seguían por todas partes, aunque los de ellos permanecían casi vacíos, con solo lo necesario para no despertar sospechas.

Archie estableció una rutina con los dos hombres que le quedaban: los obligaba a hacer rondas cortas y a reportarse cada tres horas. Las compras debían limitarse estrictamente a lo necesario. Había tratado de contactar a las otras patrullas pero los comunicadores solo repetían anuncios de ventas. Probablemente estaban tan perdidas como la suya. A pesar de que las rechazaba a medida que llegaban, le seguían lloviendo ofertas por su línea privada. Había tratado de comer una barra de energía de la mochila y de inmediato dos robots de seguridad le informaron cortésmente que solo podía consumir lo que se vendía en los locales del patio de comida. Se vio obligado a entregar la mochila y el comunicador, que ya no funcionaba, para que se los guardaran por tiempo indeterminado, y a adquirir un cupón de comida por un mínimo de tres días y una cucheta que se renovaba cada cinco horas. La gente del planeta prefería dormir poco para seguir comprando.

Iba a necesitar al menos dos meses para recuperar la mochila ya que debía reunir doce cupones para sumar el total de puntos que le exigían. Se había deshecho del uniforme, que le molestaba para desplazarse por los pasillos y ni recordaba dónde había dejado el casco. Se sentó en el patio de comidas y pidió un combo; por fortuna tenía cupones para desayunar.

—¡Capitán Archie, pensé que no iba a verlo más! —gritó un sujeto vestido con varias capas de ropa, una encima de otra, que empujaba un carrito lleno de paquetes y lucía una sonrisa demasiado perfecta.

—¿Valdez?

—Me recuerda. ¿Le gusta? Son dientes nuevos, se instalan en el momento. Perdone que no le devolviera la llamada, pero cuando iba a comprar baterías para el comunicador me crucé con una oferta que no podía rechazar y una cosa llevó a la otra. ¿Y los muchachos?

—Estoy esperando que se reporten Sanders y Ryan, quedamos en encontrarnos aquí —respondió el capitán, tratando de disimular que estaba preocupado por el retraso.

Sonó una campana y pareció que era la señal de largada de una carrera. Valdez empujaba con su carrito tratando de adelantarse en medio de una multitud que pretendía lo mismo. El capitán lo siguió con dificultad y a los empujones.

—¡Es el sorteo del mes, solo participan los que consigue entrar al local! —gritó Valdez, boqueando.

—Pero ¿qué sortean?

—¡Nadie lo sabe hasta que gana! ¡Qué suspenso!

La multitud separó al capitán de Valdez, que desapareció dentro del local. Las puertas se cerraron y Archie supo que nunca lo volvería a ver. Pero, en medio del tumulto, había conseguido robarle un comunicador del carrito.

—Ryan, Sanders, contesten. ¿Todo en orden?

—Afirmativo —respondió Ryan—, el sargento está aquí conmigo, tuvimos un inconveniente, pero estamos en camino.

Archie se tranquilizó un poco, al menos estos dos todavía respondían. De nuevo trató de comunicarse con los otros.

—¿Cooper, Roccayó, Temper? Aquí el capitán Archivaldo Burkam III. Les ordeno reportarse de inmediato.

Solo recibió la respuesta del teniente Ross que, hablando entrecortado porque estaba preguntado precios en una barata, le dijo que se reuniría con él apenas terminara de comprar. Eso equivalía a nunca; Archie ni siquiera se molestó en preguntarle dónde estaba.

El comunicador era del tipo desechable: duraba dos minutos y luego pasaba quince minutos de ofertas; había que pagar para liberar la línea. Así que abandonó toda esperanza de contactar nuevamente a sus hombres.

Archie creyó estar viendo visiones cuando divisó, en medio de un atestado cruce de vías y escaleras mecánicas, un escritorio con un letrero que decía “Informes”. Se acercó y una joven de aspecto impecable lo invitó a sentarse.

—Soy el capitán Archivaldo Burkam III. —Se detuvo un segundo porque no sabía si decir buenos días o buenas noches—. Necesito entrevistarme con el encargado, gerente, el mandamás, no sé si me entiende, el capo del Sector. —Trató de ser amable y cortés.

—Aquí tiene una planilla para cualquiera de los comercios —contestó la joven antes de que Archie pudiera seguir exponiendo su problema—. Complete con sus datos y la queja o sugerencia que tenga.

—No me expliqué bien —insistió el capitán—. Deseo una entrevista cara a cara con algún encargado general, de todo, ¿me entiende?

—Eso es algo inusual. Cada negocio es independiente. La supervisión, cuidado y mantenimiento de las instalaciones, así como la seguridad y la limpieza, están gerenciadas por los miembros de una Junta Directiva, pero no acostumbran a tener contacto con los clientes. Ni ellos lo piden.

—Es que soy extranjero.

—Lo sé, tenemos algunos datos suyos.

—¿Datos, cómo?

—Nos los facilitaron algunos de sus compatriotas, o soldados, como los llamaban antes. Ahora son nuestros clientes. Le aseguro que hicieron un buen negocio, capitán Burkam.

—No me entiende, ¿señorita…?

—Puede llamarme Susan, es un nombre común entre su gente.

—Exacto, vengo de otro mundo y estoy autorizado a establecer contacto…

—Disculpe, mire a su alrededor. Nos visitan de muchos mundos, algunos no han vuelto a su planeta desde que llegaron, siguen comprando. Si tuviéramos que hacer entrevistas con cada uno sería imposible llevar a cabo nuestro trabajo. Les ofrecemos todas las ventajas posibles para comprar. Le sugiero que las aproveche.

—¿No tienen un gobierno, presidente, legisladores?

—Lo lamento, no poseo esa información.

—¿No puede dármela?

—No, no la tengo o se la daría con gusto. Puede preguntarme las rebajas de los productos de todo el Sector, los nombres de cada vendedor, los horarios (aunque nuestros locales siempre están abiertos), pero no tengo la información que usted me pide y no creo que nadie aquí la tenga. Espero que no se ofenda pero tampoco me parece relevante; no sé cómo es entre su gente.

—Tenemos gobiernos, autoridades, que hacen funcionar el mundo.

—Usted puede verlo, aquí todo funciona bien.

—De acuerdo. ¿Puede conseguirme una entrevista con quien sea? —Lo único que deseaba Archie era poder hablar con alguien de otra cosa que no fueran compras, rebajas, saldos y novedades.

—Como excepción puedo contactarlo con el Jefe de Compras. Pero para obtener una entrevista tiene que tener una tarjeta con doce mil puntos y dos créditos concedidos con al menos la mitad de las cuotas pagas. Podría incluirlo en la lista de espera; es solo para los que presentan proyectos de ventas, así que espero que tenga algo en mente. Es una sugerencia. Entretanto, por estar en la lista tiene un descuento del veinticinco por ciento en productos de perfumería y, si consigue un abono de comida Fastfood, puede subir hasta diez puestos en la lista de cien. Aquí está su número; tiene el 99 y sin pagar nada.

—Gracias —farfulló Archie porque no se le ocurrió otra cosa que decir. Se levantó para irse.

—Aquí tiene un comunicador desechable, la primera llamada es gratis —dijo Susan, entregándole el aparato—. Puede encontrar una frecuencia específica entre millones y tiene un alcance superior al diámetro de nuestro sistema solar. Tal vez no lo necesite hoy, pero…

—Gracias —repitió Archie; tomó el comunicador sin demasiada ceremonia y se fue. No deseaba escuchar toda la parrafada sobre las virtudes de un teléfono interestelar. Si era tan bueno como Susan decía, tenía la posibilidad de comunicarse con la flota terrícola que todavía aguardaba su informe. Marcó el número de la nave madre y saltó de alegría cuando escuchó la voz del operador y el rugido de fondo de la nave en órbita al borde del sistema.

—Aquí el capitán Archivaldo Burkam III.

—Aquí Comando de la Flota. Gusto de oírlo, capitán; pronto tendremos el placer de saludarlo personalmente.

—No, no se acerquen, repito, no se acerquen. Este mundo es peligroso y de la manera más impensada.

—¿En serio? No parece tan malo. Nos llegaron anuncios y ofertas con una rebaja del cincuenta por ciento para un recital de música nativa —la voz del operador sonaba ansiosa y excitada.

—Perdí a mis hombres, ¿entiende? Perdí a mis hombres, repito.

—Quizás estén haciendo su trabajo, capitán.

—Quiero hablar con el Almirante, código rojo.

—Como guste —contestó el operador. Al cabo de unos segundos, otra voz lo reemplazó en la línea.

—Aquí el Almirante. Tranquilo, capitán, tómelo con calma.

—Le aseguro, señor, que es una emergencia, aunque no lo parezca.

—Creo que está exagerando. Las ofertas que nos llegaron parecen interesantes, yo no las desperdiciaría.

—¡Almirante, debe abortar la invasión de inmediato!

—Capitán, déjese de tonterías, vamos en camino para encontrarnos con usted. Espérenos en el patio de comidas de Royal Navy, Space: han puesto un día especial para recibirnos a nosotros, con ofertas y descuentos. Ah, y cómpreme dos entradas para el recital, la oferta es limitada. Es una orden.

La comunicación se cortó y Archie vio que el sargento Sanders y el soldado Ryan regresaban felices con un carrito rebosante después de la prolongada ronda. Una oleada de ira le subió desde el estómago hasta la garganta cuando los dos se instalaron a su lado para mostrarle lo que habían comprado.

—¡Todo esto los retiene aquí por lo menos seis meses!

—¿Seis meses? —Ryan le echó una mirada cómplice a Sanders, que rió con ganas—. Todavía no vio lo que tenemos en el depósito. ¿No le queda algún cupón? Necesitamos más espacio.

—Vamos, ¡si pasamos más de quince minutos sin comprar perdemos mil puntos! —interrumpió Sanders, y ambos salieron corriendo, dejándole el carrito repleto al capitán. Archie empezó a hurgar inconscientemente en las compras de sus hombres. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se alejó disgustado por el pasillo. No miró para atrás pero sabía que el carrito iba tras él.

Guillermo Vidal nació el 7 de marzo de 1955. Ha publicado cuentos breves y mini cuentos en los blogs Químicamente Impuro, Breves no tan breves y Ráfagas, parpadeos. Es fundamentalmente ilustrador; pueden ver sus obras en las portadas de Axxón y en muchos cuentos de la revista. En breve, Ediciones Andrómeda publicará “Los sublimadores”, su primera novela de ciencia ficción.

En Axxón hemos publicado sus cuentos AUTOCLONACIÓN REVERSA, EL GUALICHO y EL PSICOPOMPO.


Este cuento se vincula temáticamente con LA TEORÍA DEL BUDÍN INGLÉS, de James Patrick Kelly; SIN LECHE, de Markku Pöysti; y PURGATORIO, de Carlos Pérez Jara.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Humor : Sociedad : Argentina : Argentino).

“Buenos Aires bajo el río”, Cristian Caravello

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ARGENTINA

 

1. Elvira

 

 

Pisar el agua no es, en sí, desagradable; pero sí lo es despertarse, desperezarse, sentarse en la cama y pisar el agua. Un agua que sube hasta los tobillos; un agua que no debiera estar allí; un agua marrón con basuritas en el lomo que hace olitas contra la pared y va dejando la marca, y sube y baja brevemente sobre la pierna y va ganando piel seca, carcomiéndola con ese frío de todas las aguas, y sobre todo de las que se acometen al despertar, al pie de la cama, inesperadamente. Un frío que de alguna manera profundiza y gana el hueso, subiendo por la tibia y el peroné hasta producirle a uno escalofríos en la espalda.

Así me encontró aquella mañana; temblando de frío en pleno verano, con una confusión absoluta, atascado entre el sueño y la vigilia, con los pies hundidos y unos vestigios oníricos que escapaban, dejando esa sensación que nunca alcanza para reconstruir el sueño.

Reagrupé las naves, piernas arriba, y me quedé en la cama mirando el inhóspito paisaje de la habitación, inundada con diez centímetros de un agua marrón en todas partes; porque el agua nunca inunda la mitad del piso, se lo come íntegro la desgraciada, y moja todo a su paso. Moja y ensucia. Su naturaleza invasiva ya había tomado la parte baja del placard, los zapatos, los bolsos, el cajón inferior de la mesa de luz y todas las cosas que moran debajo de la cama.

Hay que decir que las inundaciones son muy raras en un departamento del segundo piso, y siempre es difícil conjeturar acerca de las causas. ¿Un caño muy roto en el departamento nueve?, ¿una gotera tipo “chorrito”? Pero ¿por qué no se había escurrido el agua por la hendija de la puerta y, de allí, escaleras abajo? ¿Se habría obturado la puerta con algún trapo?

Sin salir de la cama, configuré una tesis acerca de la sarta de objetos estropeados en el resto de la casa. Cuando cerré los ojos para imaginar el desastre, el agua enloqueció. Súbitamente, el nivel subió medio metro más empapando la cama íntegra y toda mi humanidad, que abandonó la sosegada estimación de los daños para pegar un salto por puro instinto de supervivencia. El agua bajó hasta abandonar la habitación y volvió a subir en una suerte de oleaje que derribaba definitivamente la hipótesis del chorrito.

Salí de la habitación con ese paso teatral que se da evitando el agua cuando se ingresa al mar; atravesé el comedor y levanté la persiana principal. Embistiéndome de frente, un cuadro dantesco me dio en los ojos: el agua inundaba el barrio entero hasta donde llegaba la vista, seis o siete metros por sobre el nivel de la calle. Los edificios asomaban como juncos en medio de un pantano y las casas desaparecían debajo de la sopa, dejando su impronta en un afloramiento de tanques y antenas distribuidos sin diseño. La superficie del agua rebanaba por igual la copa de los árboles, los postes de luz y las marquesinas más altas. Los cables de electricidad besaban el agua en el vértice de su catenaria, se elevaban hacia los postes y se abrazaban a los bornes con desesperación. Sobre los techos de los edificios, bandadas de palomas despegaban de tanto en tanto, efectuaban un vuelo circular y volvían al mismo techo con los picos vacíos y los nidos gimientes. Salí al balcón y me asomé a ambos lados para contemplar el paisaje de la calle inundada hasta el horizonte, y por un momento sentí la belleza del desastre como un estremecimiento en algún rincón del alma. El amanecer era una gelatina gris que lo empastaba todo. Algunas caras en el edificio de enfrente eran un espejo de la mía. No había luz ni gas ni teléfono. La ciudad estaba muerta y su cadáver conservaba, como pulgas en el cuero de un perro agonizante, a un puñado de personas aturdidas que se preguntaban qué había ocurrido; un puñado de individuos solitarios que acababan de quedarse sin la rutina de la mañana.

En medio del cuadro, un sujeto en una lancha dobló la esquina y avanzó despacio parando en todas las ventanas (que ahora eran puertas al abismo) preguntando a viva voz:

—¿Necesita algo, doña? ¿Todo bien, abuelo?

Desde uno de los edificios de enfrente, un hombre le hizo señas. La lancha se acercó, solícita, y luego de varios minutos de ajetreo, bamboleo y más oleaje, un joven y una señora mayor subieron a bordo y la lancha se marchó remontando la avenida hacia el oeste. Detrás de la lancha, el pequeño oleaje de la estela removió cosas de las profundidades y, para mi gran sobresalto, un cuerpo surgió desde abajo justo frente a mi balcón y quedó flotando allí, a escasos metros de donde me encontraba. Era el cuerpo de una mujer obesa y blanca, que se mecía boca abajo, con el cabello lacio y negro que enseguida formó un abanico entorno a su cabeza. Tenía las piernas surcadas por várices de varios colores, que el movimiento del agua vestía y desvestía conforme bailoteaba su pollera. El cuerpo giró lentamente siguiendo el curso de una correntada casi imperceptible, ganó el centro de la calle y continuó desplazándose en dirección al centro. Creo que recién entonces todos los que estábamos mirando comenzamos a tomar conciencia de las consecuencias del desastre.

La inundación había cubierto todas las casas y todos los departamentos de la planta baja y el primer piso. ¿Cuánta gente habitaba en ese estrato? ¿Dónde estaban todos ellos? ¿Cuán repentinamente había ocurrido aquello que ningún griterío de migración masiva me había despertado por la noche? ¿Qué habría sucedido con la parejita de abajo? ¿Y con la señora de los nenes chiquitos? Conforme preguntaba, la muerte se acercaba a las respuestas y las rondaba con ese permiso que otorga la ignorancia. Muchos no habrían podido salir a tiempo, muchos habrían quedado atrapados en la masacre del parque automotor. Muchos muertos, muchos cuerpos, y un agua de río que se iría pudriendo con los días.

Abandoné la ventana balcón. Inspeccioné la casa en una recorrida desgarbada y, por fin, me dirigí a la puerta. Salí al pasillo común del edificio, chapoteé hasta la escalera. Cierto escalofrío me sacudió la nuca al ver que el tramo de bajada había desaparecido por completo debajo del agua turbia. Enfilé hacia arriba. Sentí un alivio al pisar el suelo seco. Un aire de normalidad invadía el pasillo del tercer piso, con su cantero y su ventana angosta y alta de vidrios esmerilados, y su luz suave que traía ese brillo acogedor de las mañanas. Dudé un instante y llamé a la puerta del departamento nueve. Allí vivía Elvira, una señora mayor, muy amable, con la que realmente no tenía mucho trato. Confiaba en que ahora la desventura nos acercaría. Luego de unos minutos, se escuchó su voz cascada detrás de la puerta.

—¿Quién es?

—Soy yo, Elvira. Fernando, del cinco.

—Ah, Fernando —dijo la mujer sintonizando lentamente en la memoria—. Sí, Fernando, esperame un minutito que ya te abro, ¿eh? —y pasaron varios minutos más hasta que la llave comenzó a crujir al otro lado de la puerta.

Elvira tenía una bata de cama que le llegaba hasta los pies, el cabello muy blanco insuficientemente conjurado con un hormigueo de hebillas muy negras y el rostro más avejentado que de costumbre.

—Hola, Fernando. Qué temprano que te levantaste hoy. Parece que no tenemos luz.

Enseguida entendí que la anciana ignoraba por completo lo que estaba ocurriendo. Su vida estaba a punto de cambiar radicalmente, de dar un paso grande hacia el infierno, y yo era el emisario del demonio.

—Pasá, pasá, nene. No anda la luz. Sentate un minutito que voy a levantar las persianas —dijo. Y luego de semblantearme de cuerpo entero, agregó—¿Quéte pusiste? ¿Te viniste en calzoncillos?

Me quedé como un estúpido, parado en medio del comedor sin decidir si hablar o sentarme a esperar que la mujer levantara la persiana y el desastre se mostrara por sí solo; y todo eso mientras comprobaba que, efectivamente, con semejante mañanita me había olvidado ese detalle de vestirme antes de salir. Finalmente no hice nada. Al momento estaba Elvira petrificada frente a la ventana, muda, con los ojos muy abiertos y los labios en leve “o”, viendo como el Río de la Plata discurría mansamente frente a su departamento de Avenida Rivadavia, entre Floresta y Flores. A continuación, comenzó a invocar en voz baja a una legión de santos y vírgenes que iban cambiando de nombre conforme viraba la vista de aquí para allá.

Abajo, en el río, dos chicos muy pequeños flotaban dentro de una piletita inflable muy cerca de unos cuerpos dislocados que ya empezaban a nutrir la superficie. El más grande tenía unos siete u ocho años y trataba de impulsar la improvisada barcaza hacia delante, desde el centro hacia el oeste suburbano. El más chico estaba recostado, con su manito cacheteando el agua, dotado de una alegría patética. Alguien los señaló desde el edificio de enfrente. Se armó un pequeño alboroto y finalmente un hombre mayor, corpulento y al parecer bastante atlético se zambulló de cabeza y salió a nado a cazar a los pibes. Al rato, ya estaban los niños envueltos en sendos toallones, observando la calle desde una ventana.

La vieja, que estaba absorta mirando todo como si fuera la novela de las tres de la tarde, volvió en sí despacio y se metió adentro.

—¿Qué pasó, nene? —preguntó.

—Parece que se inundó la ciudad, Elvira —respondí.

—Ah… ¡Qué barbaridad!

—Terrible.

Elvira se quedó un rato más mirando por la ventana mientras yo me preguntaba por qué razón las personas dialogamos aún cuando no tenemos nada que decirnos, y reflexionaba sobre el modo en que esta práctica irreprimible suele pauperizar la calidad del discurso resultante hasta los límites de la estupidez.

—Y parece que va a seguir lloviendo —agregó, ahora mirando el cielo con las manos en la cintura. Evidentemente, Elvira había abrazado una teoría equivocada respecto a la causa del desastre. Resultaba claro que la subida de nivel del río debía continuarse en el mar porque de lo contrario no había forma de explicar unas aguas tan mansas, casi sin corrientes definidas. Esta inundación debía ser algún tipo de catástrofe mayúscula. Pero no me pareció pertinente corregir a la anciana cuando me hallaba en su casa, con la vida hecha añicos y la osamenta en calzoncillos, mojados, además, y obstinadamente adheridos a las cosas que hay debajo.

Tomé de la mano a Elvira y la conduje hacia una poltrona vieja que estaba justo frente al televisor.

—Venga, siéntese un minuto —le dije, mientras giraba el sillón hacia la mesa ratona. Me senté frente a ella y me incliné hacia delante para hablar.

—Lo que ha ocurrido es una terrible desgracia, Elvira. A juzgar por lo que veo, Buenos Aires íntegra se ha inundado. Tal vez millones de personas hayan resultado afectadas. Tiene que haber muchos muertos. Ya ha visto usted algunos cadáveres flotando en el río. Esto es un desastre sin parangón. No sé qué harán las autoridades al respecto, pero es seguro que sin ayuda no vamos a poder salir de aquí. Y es muy posible que la ayuda tarde en llegar porque los afectados son muchos.

—¿Y el gastroenterólogo? —interrumpió—. Yo esta tarde tenía turno con el gastroenterólogo. ¿Cómo voy a hacer ahora para ir hasta allá? Con tanta agua no debe haber colectivos. ¿Sabés? —dijo, bajando la voz—. Hace varios días que no voy de cuerpo. Él me da unas pastillitas para el tránsito intestinal que son muy buenas. Son unas pastillitas amarillas que tengo que tomar después de las comidas. Ahora no sé qué voy a hacer, porque las pastillas se me acabaron hace tres días y necesito la receta del doctor. Sin receta no te las venden. Al menos el de la farmacia de acá no te las vende —negó con el índice—. Anoche me tuve que tomar algo porque no daba más. Me sentía hinchada como un sapo y no me podía mover. Además, si pasa mucho tiempo, después se te hace un bolo fecal y tenés que ir a que te lo saquen. Una vez me pasó.

Elvira hablaba lento y con ese acento de película de Enrique Muiño de la década del ’50. Siseaba un poco debido a las ausencias dentales. Debía tener ya más de ochenta años y su edad se hacía evidente en su discurso, en los colgajos de su antebrazo, en la crispación de sus falanges, en las manchas de las manos y en los innumerables pliegues de su rostro.

Me rasqué la cabeza mientras progresaba su parsimoniosa descripción del procedimiento de extracción del bolo fecal, al tiempo que detrás de ella, el ventanal mostraba el tránsito de una curiosa embarcación improvisada con una caja de camioneta o algo así. Estaba repleta de enseres embalados en bolsas de nylon, algunos muebles, un colchón enroscado y cuatro o cinco muchachos que trataban de hacerla progresar en medio de un griterío de indicaciones cruzadas, imperativas, monosilábicas, y plagadas de insultos utilizados como muletilla.

—Escúcheme un poco, Elvira —resolví interrumpirla—. El gastroenterólogo debe estar tanto o más inundado que nosotros, si es que no se ahogó —la vieja se persignó y musitó una plegaria breve—. La farmacia está bajo el agua y debe ser muy difícil conseguir medicamentos en medio de este desastre. Yo le aconsejo que no se preocupe ahora por su constipación porque no sabemos qué vamos a comer cuando se nos acabe lo que tenemos, ni qué agua vamos a tomar cuando se vacíen los tanques del edificio. Yo, personalmente, no tengo siquiera dónde dormir, porque cada vez que pasa un bote, el oleaje hace subir el agua hasta acá —indiqué unos ochenta centímetros con la mano—. Justamente por eso la vengo a molestar. Quería pedirle refugio por unos días hasta que vea qué hago.

Largos segundos después Elvira dio señales de entendimiento.

—¿Vos decís, quedarte acá?

—No tengo dónde dormir. Es por unos días, nada más. Toda mi familia está en Misiones, mis compañeros de la carpintería no sé cómo estarán, supongo que tan desesperados como yo. El taller se inundó, seguro que se inundó. En fin, Elvira, mi única salida es encontrar ayuda aquí en el edificio; y como usted vive sola, pensé que no tendría inconvenientes. Además, puedo ayudarla con todo lo que habrá que hacer dada la situación.

La anciana se quedó muda, imaginando, tal vez, las instancias de su convivencia conmigo. Cuando rompió el silencio dijo:

—¿Y vas a andar así, en calzoncillos?

Bajé la cabeza y me miré la prenda.

—No, no. Esto es una eventualidad. Tuve que saltar de la cama porque el agua la tapó íntegra. Imagínese, cuando vi lo que había pasado, salí al pasillo sin darme cuenta de nada.

—Yo vivo sola desde hace veintidós años, cuando falleció Francisco. Veintidós años y cuatro meses ya. Él tuvo un tumor en la garganta que lo fulminó en dos semanas. Fumaba mucho. Yo le decía: “Francisco, no fumes más que el cigarrillo te va a matar” pero él siempre contestaba: “Morir, nos vamos a morir todos; pero es mejor morir después de haber vivido”. Y seguía fumando. Hasta que se murió, nomás. Porque no me hizo caso… Veintidós años hace ya… Veintidós años y cuatro meses.

Elvira recordaba con la mirada incrustada en medio del aire como si una pantalla invisible proyectara ante sus ojos imágenes lejanas de su vida pasada. Finalmente, me miró.

—Y ahora vos me decís de venirte acá. No sé. Creo que no me acostumbraría.

—Mire, usted no tiene que acostumbrarse a nada porque van a ser unos días nada más —mentí—. Pero, además, para usted va a ser imprescindible que alguien la ayude. Piense en esto: se le acaba la comida en la heladera ¿qué hace? La feria no va a estar más, porque la armaban en la calle; el supermercadito está inundado y con toda la mercadería arruinada; lo mismo la carnicería. ¿Entiende? Usted sola no podría siquiera conseguir algo para poner en la heladera.

—Ah… ¿Y vos cómo vas a hacer?

Y yo no tenía la menor idea, maldita sea. Mi único objetivo era convencer a la vieja para que me tirara un colchón; recalar en algún sitio decente hasta ordenar las ideas. Y más allá de los problemas de abastecimiento, el departamento de Elvira estaba intacto, sequito, precioso.

—Voy a tener que conseguir algo que flote y remontar Rivadavia para el lado de Liniers. En algún momento tienen que aparecer zonas secas, con negocios y todo —yo estaba pensando mientras hablaba—. Con tal de que podamos conseguir un poco de carne y verdura…

—Fijate que esté linda.

—…y agua también. Se pueden traer bidones para el consumo y tratar de usar el agua del río para todo lo demás…

—Yo tomo la de “Manantiales de Mendoza” porque las otras me secan de vientre.

—Además, vamos a tener que ver qué hacemos con el sanitario, porque es seguro que el sistema de cloacas ya no funciona. Seguramente el inodoro no se va a poder usar…

—Bah. Yo ya casi no lo uso.

Hice un silencio largo para ir cerrando la idea.

—Son muchas cosas, Elvira, y usted no va a poder sola con todo. Pero no se preocupe porque aquí estaré yo para ayudarla y a usted no le va a faltar nada.

—Gracias, Fernando. Es una suerte que estés vos; yo no sé cómo haría.

—Lo único que necesito es un lugarcito para tirar un colchón. ¿Qué hay en esa habitación?

El departamento tenía un ambiente principal y dos habitaciones más. En una de ellas dormía la anciana. Yo preguntaba por la otra. Abrí la puerta con cuidado hasta que la sentí chocar contra algo, al otro lado. La habitación estaba repleta de muebles viejos cubiertos de polvo. Dos mesas grandes y una selva de sillas y sillones invertidos apoyados sobre ellas, todo en roble lustrado. Atrás asomaba un aparador en el mismo estilo y varios muebles más, amontonados aquí y allá de un modo tan abigarrado que resultaba difícil ingresar al recinto

—Son los muebles de la casa de mamá —dijo Elvira—. Cuando falleció tuvimos que vender la casa y ¿qué íbamos a hacer con estos muebles tan finos? Los trajimos para acá. Me acuerdo lo que nos costó subirlos. Cómo protestaba Francisco… Pero no los íbamos a tirar, si son carísimos.

Yo me di la vuelta y comencé a buscar un sitio en el comedor.

—Si corremos un poco este sillón, aquí cabe un colchón perfectamente, Elvira. Durante el día lo sacamos y lo escondemos en la habitación de los muebles. ¿Qué le parece?

La vieja hizo silencio y miró con cara de asco el sitio de la idea.

—Entonces vos decís quedarte acá —preguntó afirmando.

—Es lo mejor para los dos.

Elvira se dio vuelta y se marchó a la cocina.

—No desayunamos nada. ¿Querés unos mates?

—Me encantaría.

Dejé a Elvira preparando el mate y me fui al departamento a vestirme, y a traer algunas cosas, incluyendo ropa, un colchón enrollado que guardaba en la parte superior del placard y todos mis ahorros.

Cuando regresé, me encontré a Elvira realmente preocupada, los ojos grandes y las cejas hasta el cielo.

—¿Cómo voy a calentar el agua, nene, si no hay gas?

Conforme comenzaba a ejecutar su rutina, Elvira descubría la real magnitud del problema.

—¡Tiene razón! Pero no se preocupe, podemos improvisar una parrilla en el balcón. Algo así como una cocina a leña.

Elvira dudó.

—¿Y de dónde vamos a sacar la leña?

En su mente aturdida, las carencias comenzaban a aflorar de una en una, como cachetadas de una realidad que empezaba a pegarle en la cara, y esto era suficiente para saturar su capacidad de adaptación. Por un momento imaginé que el imperativo de armar una vida nueva a los ochenta años debía ser como si a uno lo abandonaran en la Luna.

Yo miré de soslayo la habitación de los muebles viejos.

—No se preocupe, Elvira —le dije—. Leña conseguimos.

 

 

Hacia media mañana, algunas embarcaciones comenzaron a recorrer las aguas de la avenida Rivadavia. Era un espectáculo curioso verlas allí. Pequeños botes y veleros, seguramente desbaratados en los puertos luego de la crecida, habían sido capturados y rápidamente domesticados por individuos de la más diversa calaña, ignorantes hasta entonces de sus habilidades para la piratería de pequeña escala.

Desde la mañana del primer día hasta dos semanas después de la inundación, helicópteros y aviones recorrieron los cielos de la ciudad emitiendo por altoparlantes diversos comunicados a la población. La recomendación, en resumidas cuentas, era no autoevacuarse y esperar a las cuadrillas de socorro. Durante ese mismo lapso, embarcaciones de la Prefectura y otras tantas menos oficiales transitaron la avenida instando a la gente a abandonar sus hogares y a marchar hacia tierra firme. En este punto, debo decir que no me fue posible sacar a Elvira de allí. La vieja no quería irse y al segundo día de discusiones se metió en la cama aduciendo todo tipo de dolencias improbables que sus mismas actividades contradecían a poco de haber sido esgrimidas.

La mayoría de la gente quiso huir y se marchó con las cuadrillas de salvataje. Pero muchos permanecieron en sus casas y, con el correr de los días, una lenta y progresiva actividad comenzó a enhebrarse entre los despojos de la Buenos Aires sumergida.

Hacia la tercera semana las cuadrillas cejaron, los helicópteros y aviones abandonaron sus esfuerzos y nada más fue visto en el aire hasta tiempo después, cuando otros objetos más extraños comenzaron a surcar los cielos con frecuencia creciente.

 

 

 

2. El Astillero

 

 

Mi primera excursión hacia el oeste fue una verdadera decepción. El agua no bajaba, el suelo no subía. Llegué hasta la avenida General Paz pagando el viaje en una lancha de alquiler. Liniers estaba tan sumergida como Floresta. Solo la avenida había quedado seca. Y, para colmo de males, no era posible atravesarla sin dar un gran rodeo porque el agua había anegado todo el espacio debajo del puente. De manera que la avenida funcionaba como un puerto improvisado al que se hallaba amarrado un enjambre variopinto de pequeñas embarcaciones. Sobre una de las manos de la General Paz funcionaba la Feria de Liniers, una toldería de puestos a ambos lados de un carril central por el que fluía un verdadero gentío. La inmensa mayoría de los puesteros eran inmigrantes bolivianos que simplemente habían mudado su actividad de las veredas de Liniers a la avenida. Solo que ahora no encontraban más competencia que ellos mismos.

Nunca supe de dónde y en qué modo esta gente se las arreglaba para mantener sus puestos atiborrados de mercadería, pero lo cierto es que allí era posible hallar de todo casi desde el primer día. Carne, frutas, verduras, huevos, bidones de agua, prendas de vestir; y también cuadernos, libros, lapiceras, calculadoras, relojes, anteojos de sol, clavos, tornillos y latas de pintura. Todo.

Durante los cinco años que duró mi estancia con Elvira, la Feria de Liniers fue el sitio de compras obligado. Y un verdadero bálsamo entre tanta carencia. Aunados por la desgracia, todos éramos locuaces, y la feria era el lugar de intercambio de información en ese estado de ignorancia que nos imponía la falta de electricidad y la ausencia de periódicos.

—Parece que un meteorito impactó en la Antártida y desplazó hacia el océano un tercio de los hielos continentales —decía alguno. Pero “un tercio” era a veces “dos tercios” y otras veces, “la mitad”. Y el meteorito era a veces “una mega erupción” y otras veces “un atentado terrorista con armas nucleares en la base de apoyo de una gran placa de hielo continental”. Nadie sabía lo que había pasado y la ausencia de certezas engendraba una sarta de fabulaciones donde cualquier hijo de vecino hablaba del permafrost y las placas tectónicas con la soltura de un experto. Y cuanto más disparatada era la teoría, mayor era la seguridad del orador. En el extremo de este espectro estaban los predicadores. Ya desde la primera semana era común verlos pasar en sus pequeños botes. Hombres y mujeres amuchados, con sus camisas abrochadas hasta el cuello o sus polleras hasta los tobillos, gritando a viva voz:

—¡Arrepiéntanse! ¡El día del Señor está cerca!

 

 

El verdadero problema de la feria era el costo de la lancha. Al tercer día, el viaje ya costaba el triple. Si uno era mecánico, dentista o profesor de semiótica, no tenía más remedio que pagar. Pero un carpintero de oficio comenzaba a pensar en fabricarse un bote.

Al Tano Caprioli me lo encontré dos semanas después, en Rivadavia y Murguiondo, remando montado sobre un tablón de algarrobo.

—¡Tano! —le grité desde la lancha— ¡Tanito! ¡Acá! ¡Yo!

Recuerdo que me tiré de la lancha y nadé a su encuentro. El Tano y yo habíamos montado la carpintería hacía unos años y, junto con el Negro Ledesma, la habíamos sacado adelante fabricando muebles de cocina, a puro pulmón.

El Tano era un hombre franco y muy instruido y, además de trabajar a la par nuestra, diseñaba todo lo que hacíamos. Era muy curioso y se pasaba las noches conectado a la red buscando innovaciones y diseños.

—¡Qué alegría verte, Fernando! —vociferó, con una emoción inusual en él—. Ya estamos los tres. Al Negro lo tengo ubicado en el departamento de la madre. ¡Ya estamos los tres! Qué alegría, che. Pensé cualquier cosa. Yo casi me ahogo.

En ese momento acordamos una reunión cumbre en casa de Elvira para decidir entre los tres el destino de la empresa.

Y fue allí, abrazados al tablón de algarrobo, mecidos por el oleaje suave del río, o tal vez del mar; cuando un retumbar creciente surgió del cielo despejado. Callamos y miramos hacia arriba, buscando la fuente del sonido. Desde el norte, volando bajo, avanzaba una extraña estructura. Era una suerte de estrella de tres rayos unidos en el centro, a 120º uno de otro. Toda la formación giraba lentamente en sentido horario. Cuando el objeto se acercó, notamos claramente que cada rayo era en realidad un objeto independiente. Ya sobre nuestras cabezas, los tres se separaron y se hizo evidente su naturaleza. Eran aviones a reacción de forma triangular, indudablemente muy sofisticados. De hecho, nunca habíamos visto esos diseños ni siquiera por televisión. Una vez separados, sobrevolaron la ciudad realizando movimientos imposibles. Por un momento pensé que no eran de origen humano. Durante treinta segundos se movieron a baja altura desplazándose como moscas, hacia delante, hacia los costados o aún hacia atrás, deteniéndose brevemente aquí y allá para tomar rápidamente nuevas posiciones. Finalizado su espectáculo acrobático, se volvieron a formar como al principio y se marcharon raudamente hacia el sur, girando ahora en sentido antihorario desde nuestra posición.

—¿Qué fue eso, Tano?

El Tano siguió mirando el cielo donde ya casi nada se veía.

—No tengo la más puta idea.

 

 

Ese sábado: reunión en casa de Elvira. Fue una verdadera alegría reencontrarnos los tres después de tantas peripecias. Cada uno contó su historia, tomamos cerveza y comimos carne, asada sobre las brasas de roble.

Elvira estaba contenta. Iba y venía trayendo cosas a la mesa y ya casi había dejado de lamentar la tercera silla de su madre, inmolada en mor de la comida.

—Bueno, muchachos —arrancó el Tano, finalmente—. Creo que la elección es clara: nadie va a comprar un juego de cocina por mucho tiempo en cincuenta kilómetros a la redonda. La gente necesita cosas que floten; botes, barcazas, balsas, pequeños veleros. Y nosotros somos carpinteros.

Bebió un trago y remató.

—Tenemos que abrir un astillero.

El Negro me miró buscando aliados e interpuso sus objeciones.

—Pero, ¿quién sabe cómo se fabrica un barco? Yo no sé. No debe ser tan fácil. Deben existir técnicas que no conocemos, pequeños detalles de construcción, un… know how… —agregó, aproximando el inglés como un ladrido lento.

El Tano bufó.

—Pero dejate de joder, Negro. No puede haber tanto misterio. Si la madera flota sola. Hay que saber cortarla, lijarla, encastrarla, encolarla y masillarla. Y nosotros sabemos todo eso. Es cuestión de conocer la formita a la que tenemos que llegar. No puede haber tanto misterio, che.

Traté de moderar la disputa dándole un poco de razón a cada uno.

—Coincido en que tenemos que aprender cosas, pero yo tampoco veo otra salida. Podemos hacer una prueba piloto, un primer botecito para ver cómo nos sale. Y que todos los problemas aparezcan allí.

Acordamos ocupar alguno de los innumerables pisos abandonados durante la evacuación, preferentemente a nivel del agua, para instalar el taller allí y realizar las primeras pruebas. Era conveniente buscar un sitio en alguna avenida principal porque por allí pasaban las diez o quince líneas eléctricas que las autoridades habían improvisado en la emergencia fijando los cables en los techos de los edificios.

Al mes estábamos botando la primera embarcación. La deslizamos hacia el río conteniendo el aliento y el primer problema no tardó en presentarse. La barcaza no se hundía, pero tenía filtraciones en las uniones y se formaba un charquito de agua permanente en su interior. Al rato ya se estaban desprendiendo las primeras cascaritas de masilla.

Nos quedamos los tres observando el desperfecto, tratando de identificar la naturaleza del problema.

—No tuvimos en cuenta la presión —dije yo—. ¿Cuántos kilos por centímetro cuadrado tiene que soportar la superficie? Debe haber una presión tremenda, si el bote pesa como mil kilos.

—No pesa mil kilos.

—Bueno, ochocientos. Ochocientos kilos, en ¿cuántos centímetros cuadrados de superficie?

El Tano hizo sus cuentas.

—Debe tener…tres por siete… veintiún metros cuadrados.

—Son veintiún mil centímetros —dije yo—. Mil kilos en veintiún mil centímetros nos da…

—Cincuenta gramos por centímetro cuadrado —dijo el Tano.

Mi teoría se derrumbaba.

—No puede ser, si ahí hay una presión tremenda. Debe estar mal la cuenta. —insistí.

—Paren —intervino el Negro—. Cada metro cuadrado tiene diez mil centímetros. Veintiún metros no son veintiún mil centímetros sino doscientos diez mil.

—Ahí tenés. ¿No te dije? Estaba mal la cuenta. Entonces, mil kilos en doscientos diez mil centímetros son…

—Cinco gramos cagados —dijo el Tano.

Repasé la cuenta tres veces y aprobé en un susurro.

—Cinco gramos… ¿Cómo puede ser?

—La presión no es.

Nos quedamos mudos mirando el charquito dentro de la “prueba piloto”.

Con tono de haberlo sabido siempre, el Negro apuntó al bote con la palma hacia arriba.

—El agua filtra por capilaridad —arriesgó.

Lo miramos como si hubiera invocado la Relatividad General y volvimos la vista al bote sin decir palabra. El Tano se sacó el lápiz de la oreja, se la rascó y volvió el lápiz a su sitio. Finalmente, dio su veredicto.

—Me parece que lo masillamos para la mierda.

 

 

Unos días después, un paraguayo de la feria nos daba la receta.

—Tenés que ponerle recubrimiento impermeabilizante —dijo—; ese que se usa para que los techos no se lluevan. Varias manos, dale. De adentro y de afuera, dale.

Yo ignoro cuánto sabría el paraguayo, pero la cosa funcionó. Entusiasmados, hicimos los preparativos para un paseo inaugural hacia lo que fuera el centro de la ciudad. Desde la inundación, nunca nos habíamos dirigido al centro. Sabíamos que había quedado una pequeña isla en Caballito, y otra en Barracas, más chiquita. Eran las únicas zonas secas hacia el este. Al norte había sobrevivido casi todo el barrio de Devoto, pero era una complicación llegar allí porque los botes encallaban varias cuadras antes de la zona seca. Hacia el sur había quedado una franja alta sobre avenida Alberdi, pero igualmente inundada. Llevamos mate y una fuente repleta de tortas fritas que nos había preparado Elvira; y allí salimos, mateando y remando hacia el este.

—Dos pesos me costó la lata de impermeabilizante —dijo el Negro.

—¿La conseguiste en la feria?

—Si. Me la vendió un boliviano de los puestitos. Si me la cobraba el triple se la pagaba igual. Yo no sé, estos tipos no se avivan. En una ciudad inundada, una pintura impermeabilizante tiene que valer oro. Dos pesos me la cobró. Una bagatela. Por eso nunca salen adelante —hizo un silencio—. Son “bolitas”, ¿qué querés?

—Callate, racista —lo reprendió el Tano.

—¿Yo qué dije?

—Tiene razón el Tano. Sos un racista de mierda —dije yo—. Negro y racista.

—…Si yo no dije nada.

—Vos cuidate, que en cualquier momento nos invaden los guatoé —el Tano hablaba sin dejar de mirar el río.

—Ah, sí. Algo escuché… —dijo el Negro, y chupó el mate.

Yo no tenía la menor idea de lo que estaban hablando.

—¿Qué son los guatoé?

El Tano me miró de reojo.

—Pero ¿vos vivís adentro de una lamparita?

—Quemada —dijo el Negro, y volvió a chupar.

 

 

Durante un largo rato, aquellos amigos me instruyeron sobre la extraña historia de unas tribus que habitaban el Gran Pantanal, en el sur del Brasil. Con el incremento de las cotas oceánicas, toda la geografía del continente estaba cambiando y estos pueblos, perfectamente adaptados a la vida semi acuática, comenzaron a extenderse hacia otras regiones. Según los informes, algunos grupos estaban migrando hacia el sur por el río Paraguay y ya habían sido vistos en el Paraná a la altura de Resistencia, flotando río abajo sobre enormes camalotes.

—Nadan como delfines, comen el pescado crudo, recién sacado del río y beben ese agua sin que les haga nada —el Tano hablaba siempre observando el río como si los estuviera viendo allí—. Parece que son peces esos tipos.

Por un momento, recordé mi niñez en Misiones, y las historias que mi abuela me contaba cuando era pequeño. Uno de mis relatos preferidos narraba la historia de un pueblo de hombres-pez que habitaba en los vastos esteros del río Paraguay, bien al norte. Tenían patas de pato, escamas y aletas de pescado, pero eran hombres como nosotros, que hablaban reían y lloraban. De chico, yo los dibujaba. Los tengo en mi memoria junto a los “Cuentos de la Selva”. Ahora me preguntaba si no habría algo de cierto en aquellas historias legendarias.

—Se calcula que en unos meses más los tendremos por aquí, desembocando en el estuario sobre sus islas flotantes —dijo el Tano. Luego guardó silencio porque el paisaje comenzaba a ser sagrado.

El atardecer de Buenos Aires inundada era una exaltación a la melancolía. La barcaza se mecía lentamente, abriéndose paso sobre una lámina de oro. Conforme avanzaba hacia el oriente, la ciudad se iba despoblando y el chasquido de los remos se iba quedando solo. Hacia las siete de la tarde desembocamos en un ancho espejo. La Plaza de Mayo era un abismo varios metros debajo de nosotros. La Casa de Gobierno había desaparecido casi por completo y Puerto Madero era una planicie de agua raleada de pináculos agonizantes. Más allá, la inundación ya era el mar.

Dimos la vuelta despacio, absortos en un silencio de templo y volvimos por Corrientes, la tumba de los teatros. Más adelante, amarrados a la afloración de un Obelisco absurdo, se había emplazado un revoltijo de casillas sobre balsas. La estructura daba toda la vuelta al monumento y se cerraba sobre sí misma. Allí medraban unos individuos torvos y sufrientes, afortunados supervivientes de los conventillos.

La noticia de los guatoé no solo hablaba de unos pueblos exóticos al otro lado del trópico; contaba también una historia diferente. Eran los primeros indicios de un mundo que estaba cambiando de forma; de una Tierra que mutaba con su ritmo lento, donde cosas terribles estaban ocurriendo también tierra adentro. Terribles y desconocidas. Tuve ese vislumbre aquella tarde, y todos los sucesos que siguieron serían la confirmación de mi sospecha.

 

 

 

3. La masacre de las barcazas

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

El astillero tuvo un éxito rotundo y al cabo de tres meses ya no dábamos abasto para cumplir con todos los pedidos. A los seis meses, ya tenía mi propia embarcación. Era un velerito de ocho metros con todas las comodidades que se pudieran instalar en ese espacio reducido. Monté una rampa para que Elvira pudiera subir a bordo desde el balcón. De vez en cuando la llevaba a la Feria de Liniers para que caminara un poco mientras hacía las compras. No podíamos quejarnos. Cierta retorcida forma de normalidad imperó en nuestras vidas durante los dos primeros años después de la inundación.

Por el techo del edificio pasaban los cables del tendido de emergencia y, con un poco de ayuda especializada, llegamos a los fusibles de la casa con 220 hermosos voltios de corriente alterna.

Unos meses después nos abandonó el Negro Ledesma. Se marchó con unos tíos que vinieron a buscarlo desde Tucumán. Se fue con toda la familia y su parte de la empresa. En ese tiempo, mucha gente estaba migrando hacia las zonas secas.

La televisión estuvo un mes emitiendo ruido eléctrico. No era el aparato ni la antena. Sencillamente, no había nadie transmitiendo. Después apareció un canal de Olavarría que transmitía desde las once de la mañana hasta las doce de la noche.

En contra de lo que cabría suponer, la vuelta de la televisión no mejoró mucho nuestro conocimiento acerca de lo que había ocurrido. El canal transmitía series y películas. Había un solo informativo a las veinte que parecía estar tan carente de datos como nosotros. Supe, sí, que después de un altruismo inicial, comenzaron a producirse escaramuzas en distintos sitios entre los innumerables refugiados y los habitantes locales. Supe, además, que el clima estaba cambiando drásticamente y que las ciudades mediterráneas debían soportar graves sequías, tormentas extremas, granizo y vientos huracanados. La región andina vivía una oleada de grandes sismos que, al parecer, era global. Los expertos mostraban las placas continentales como balsas flotando sobre el manto, y explicaban que la drástica redistribución del peso del agua sobre las mismas estaba provocando el ligero ascenso de unas y el hundimiento de otras, incrementando la cantidad e intensidad de los sismos en todos los puntos de contacto.

Pero nada se sabía de todo lo demás. Nunca se mostraban imágenes de sitios lejanos, ni se hablaba de economía ni de política. Solo escaramuzas locales y asuntos policiales. Y nadie mencionaba las irrupciones de los aviones triangulares que cada vez se hacían más frecuentes.

Un año duraron las transmisiones. Luego regresó el ruido eléctrico, y estuvimos varios días con el aparato encendido, mirando la niebla, esperando el retorno de la imagen.

Hacia el año segundo después de la crecida, las líneas eléctricas de emergencia se murieron. La noche volvió a ser la noche y nada más ocurrió hasta el día de la gran tormenta.

 

 

Suelo vanagloriarme a menudo por haber presagiado el desastre. La tarde se había oscurecido demasiado. Las nubes eran más negras y el aire más pesado. Un viento fuerte comenzó a soplar desde el mar. Me di cuenta de que, finalmente, nuestra “Venecia” era un archipiélago en medio del océano, y que la tormenta podía ser un maremoto. Convencí a Elvira y nos mudamos velozmente al departamento de arriba. Para ese entonces, todo el edificio estaba despoblado. Llevamos lo que pudimos, colchones, mantas y dinero, y allí nos quedamos a esperar que amainara. Amarré el velero un piso más arriba y até el mástil principal a la baranda del balcón para impedir que se ladeara. Hacia las diez de la noche comenzó a crecer el tamaño de las olas. Salí al balcón y me colgué de la baranda para espiar hacia abajo. Las olas ya cubrían todo mi departamento y besaban la losa del balcón de Elvira. Un rato después, la primera ola rebasó el nivel y la siguiente llegó hasta la mitad de la ventana. El desastre se había consumado. No quise ver más. Me metí adentro y cerré todo.

—¿Llueve mucho, nene?

—Bastante, Elvira.

—No me acuerdo si cerré la ventana de la cocina.

—No se preocupe por la ventana de la cocina, Elvira.

—Espero que no nos entre el agua…

—…

—Mañana voy a tener que secar todo…

—…

—¿Habrá entrado mucha agua?

La vieja estaba asustada y ya había adivinado que mi parquedad era un mal presagio.

—Quédese tranquila, Elvira. Dejemos que pase la tormenta. Ahora durmamos y mañana vamos a mirar.

Acostar a la anciana en el piso fue un desafío. Y hacerla dormir allí, una odisea.

—Acá hay bichos, nene.

—No hay bichos, Elvira. Duerma.

—Yo siento que me caminan por la cara.

—…

—¿Habrá baño acá?

—Ahora aguántese un poquito, Elvira.

—Tengo que ir de cuerpo.

—¡¿Justo ahora tiene que ir de cuerpo?! ¡Hace dos semanas que no caga!

—¡Bueno, che!

 

 

A la mañana siguiente, bajé solo a sopesar el estropicio. El vidrio del ventanal estaba roto y la persiana de madera se había descalzado. La marca del agua llegaba casi al techo. Sobre el suelo se hallaban, absolutamente enlodados, todos los objetos de la casa. Traté de evitar que Elvira viera eso, pero iba a ser difícil convencerla de que, a partir de entonces, debíamos quedarnos en el piso de arriba. La preparé previamente con una descripción cruda y detallada del desastre. Luego bajamos y abrimos la puerta. La vieja dio tres pasitos y se detuvo. Sé que realizó un esfuerzo para no mostrar preocupación.

—¿Se habrá mojado mucho el sillón doble de mamá? —dijo.

 

 

En ese momento comencé a escuchar un rugido grave. Salí al balcón y miré al cielo. Desde el norte avanzaba una verdadera escuadra de aviones triangulares. Era una línea horizontal de cinco estrellas formadas por cinco aviones cada una, y cada estrella pentagonal giraba en sentido horario. Al llegar, rompieron la formación y comenzaron sus movimientos quebrados a no más de cincuenta metros sobre nuestras cabezas. Uno de ellos se posicionó justo encima de nosotros. Su fuselaje era un triángulo isósceles perfecto y hacia el centro llevaba una insignia desconocida, consistente en un triángulo equilátero verde inscripto en un círculo azul. En ese momento se deslizó una portezuela en el piso del avión y comenzaron a caer unos bultos cúbicos sobre el agua. Apenas los paquetes chocaban con la superficie, se disparaban cuatro airbags esféricos que los mantenían a flote. Durante cinco minutos los “triángulos” permanecieron distribuyendo su carga entre los canales. Luego se agruparon en un punto del cielo, se formaron como al principio y regresaron por donde habían venido.

Me quedé inmóvil sujeto a la baranda observando cómo uno de esos bultos flotaba a escasos metros de mi posición. Hacia ambos lados de la avenida se veían muchos más. Eran cubos plateados de casi un metro de lado recubiertos con un grueso film de nylon. Pasaron varios minutos y ninguno de los que estábamos mirando se atrevió a acercarse a los paquetes. Yo pensé: “Si es una bomba, ya estamos todos muertos”, de manera que salir a inspeccionar no podía implicar un mayor riesgo.

El enigma se develó rápidamente: los bultos eran simple ayuda humanitaria. Contenían dos colchonetas inflables, varias mantas, alimento no perecedero, agua potable, un bidón con combustible, un pequeño botiquín y varios artículos más. Ninguno de los objetos contenía más identificación que la descripción de su contenido escrita en varios idiomas y la misma insignia del triángulo dentro del círculo.

El evento fue, además, un indicio acerca de la naturaleza de los “triángulos”, que hasta ahora solo se habían limitado a observarnos de tanto en tanto. Tal vez se trataba de alguna organización internacional de ayuda humanitaria, pero era extraña la tecnología que tenían, más cercana al secreto militar.

 

 

Después de la tormenta, Elvira comenzó a desmejorar. Se pasaba el día en la cama aquejada de dolores en el vientre y las articulaciones. Tenía serios inconvenientes para evacuar y mi vida se fue transformando en la de una enfermera de hospital. Me pasaba los días luchando para que fuera de cuerpo y conjurando de tanto en tanto los escatológicos triunfos. A veces se levantaba y hacía algunas cosas. Entonces pensábamos que ya se había curado, pero a los pocos días volvía a meterse en la cama y, otra vez, varios días constipada. Recuerdo haber hecho de todo para vaciar sus intestinos, incluyendo darle de beber el agua del canal.

Para ese entonces la feria de Liniers había entrado en crisis. Las cosas empezaron a escasear y muchas veces debíamos comer lo que encontrábamos, lo que también colaboraba con la constipación de Elvira. Con la declinación de la feria, se derrumbó también la actividad del astillero, porque nuestros principales clientes eran los puesteros.

Tuvimos una crisis económica local. Los pocos insumos que se conseguían costaban un dineral y nadie tenía un peso. Finalmente la comida desapareció y la feria cerró sus puertas.

Hacia el año cuarto después de la inundación, la gente ya vivía de la pesca, el agua de lluvia y las pequeñas huertas emplazadas en las terrazas y los balcones más altos. Para ese entonces, algunos sujetos comenzaron a llegar a la ciudad desde el continente.

 

 

El regreso del Negro Ledesma me sorprendió lavando mierda en la orilla del canal. Lo tuve que mirar tres veces. Su estado era lamentable. Había adelgazado como treinta kilos, él, que ya era flaco. Tenía la piel del rostro adherida a los pómulos y un estado general desesperante. Vestía casi harapos y apenas podía mover su bote de chapa oxidada. Parecía un cadáver, el Negro.

Lo ayudé a bajar del bote. Me sonrió de un modo aterrador. Le faltaban casi todos los dientes.

—¿Qué te pasó, Negrito?

El hombre me abrazó y se puso a llorar desconsoladamente.

—¡Qué suerte que pude llegar!

Miraba todo y me volvía a abrazar.

—¡Ya estoy acá! ¡Ya estoy acá! —y lloraba—. Te quiero, Fernando —y lloraba.

Lloraba y me abrazaba emocionado como si yo fuera Dios en medio del Paraíso. Yo, que estaba lavando mierda en la orilla del canal.

Al rato tomábamos mate sentados en el velero. Allí, el Negro me contó las cosas terribles que estaban sucediendo tierra adentro.

—Nos estábamos muriendo todos, Fernando. Nos estábamos muriendo. No hay comida que comer, ni agua para tomar. La tierra se secó como una piedra. La gente comenzó a enloquecer y todo el mundo está en guerra contra todos. Es una guerra por el agua y la comida. ¿Entendés?

El Negro hablaba lento, pensando cada frase y mirando el río. A veces hablaba en pasado y a veces en presente.

—Después llegaron las epidemias. Fue terrible. Ahora mismo una gripe de mierda nos está matando a todos. Pueblos enteros arrasados por la gripe. La gente se muere en tres días. Y nadie los ayuda. No hay nadie que pueda ayudar.

—Pero ¿todo esto que me contás fue en Tucumán, ahí, en San Miguel?

—San Miguel no existe más. La quemaron los “triángulos” cuando se extendió la epidemia. La incendiaron con todos adentro. Yo me fui el día anterior. Vi el incendio desde los cerros. Un espectáculo monstruoso. Por esos días quemaron muchos pueblos. Cuando se extendía la epidemia, los quemaban. La mitad de las ciudades ya no existe.

—¿Y las autoridades…?

El Negro sonrió tristemente.

—Claro, ustedes acá no saben nada. —Hizo un silencio para buscar las palabras. —No hay autoridades, no hay nación. Los países ya no existen. Los únicos que se ven haciendo algo son los “triángulos”. Y no sabemos quiénes son ni qué pretenden. A veces nos ayudan y a veces nos matan.

Hizo un silencio y jugueteó con la bombilla entre los labios.

—…Al final, la lucha es por la comida. Cundieron prácticas caníbales. No había otra cosa que se pudiera hacer. Es eso o morir… Era eso o morir. Fue horroroso, Fernando. La gente mata a otras personas para comerlas.

Se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente. Entre llantos, dijo lo peor:

—…Y yo también maté… Y yo también comí…

No pudo seguir.

 

 

El Negro se había venido caminando desde Tucumán. Siempre huyendo de un pueblito para afincarse en el otro. Al final, los pies lo trajeron hasta nuestro edificio, como si fuera un caballo de alquiler que vuelve solo al mismo establo.

De común acuerdo con Elvira, resolvimos que se quedara con nosotros. La vieja no estaba para negarse, pero creo que su decisión fue sincera. No podía creer que estuviera tan flaco. Por si acaso le di al Negro un blister completo de amoxicilina que me había llegado en el paquete de los “triángulos”. A los dos meses había engordado como diez kilos y ya se le empezaba a ver la cara. Le conté que al Tano no lo veía desde que habíamos cerrado el astillero. Le conté del maremoto y del cierre de la feria de Liniers. Todas las tardes salíamos a tomar mate en el velero. Elvira ya no venía; después de la mudanza al piso cuarto, el velero había quedado muy abajo y no se animaba a descender la escalerita.

 

 

Después del regreso del Negro, la inmigración se intensificó. Todos los días llegaban individuos solos y flacos, flotando en botes o tablones. El Negro los miraba con recelo.

—Espero que no nos traigan la peste —decía—. Estos son los que te matan y te comen.

Para mí, solo era gente desesperada luchando por sobrevivir.

Una tarde llegaron tres barcazas repletas de inmigrantes provenientes de las zonas secas. Habría cien personas en cada barcaza; mujeres y niños, la mayoría. Su estado era desesperante. Avanzaban desde el oeste a fuerza de remo por el canal de la avenida. Salí al balcón a mirar el espectáculo. Aún restaban cosas que no había visto.

Desde el fondo del canal, un bulto enorme y oscuro emergió suavemente. Era claro que no se trataba de un animal porque en el lomo tenía una escotilla. La portezuela se abrió y del vientre de la máquina comenzaron a salir sujetos ataviados de un modo que causaba espanto. Calzaban un traje blanco y suelto que no dejaba piel expuesta. Llevaban sobre la cabeza una escafandra cuadrada con un visor al frente. Desde la parte trasera de la escafandra salían dos mangueras que se conectaban a sendos tubos montados en la espalda. Todos estaban armados. Ninguno hablaba.

Saltaron del objeto y fueron tomando posición en los balcones de los edificios, a nivel del agua, hacia uno y otro lado del canal, formando un cordón a ambos lados de las barcazas. Uno de ellos se apostó justo debajo de nosotros, en el viejo departamento de Elvira. Instantes después, seis “triángulos” aparecieron en el horizonte. Se acercaron raudamente en formación y luego se dispusieron a ambos lados de la flota de barcazas.

Un minuto antes del caos intuí lo que iba a ocurrir. Bajé corriendo las escaleras y salí al balcón donde estaba apostado el centinela. El sujeto se sobresaltó, pero nunca me apuntó con el arma.

—¡No lo hagan! —le grité—. Por favor, no lo hagan.

Demasiado tarde. Giré la cabeza para ver el espanto. Los seis “triángulos” comenzaron a disparar llamaradas de fuego contra las barcazas. Toda la gente ardió en el acto, retorciéndose y gritando de terror. Varios individuos se tiraron al agua pero fueron rápidamente acribillados por los centinelas desde los balcones; e inmediatamente, otros uniformados se ocuparon de devolver los cadáveres al fuego.

Enloquecido por lo que estaba viendo, volví el rostro hacia el centinela que estaba junto a mí, lo tomé de los hombros y comencé a increparlo espasmódicamente.

—¿Por qué hacen esto? ¡Hijos de puta! —le grité.

El centinela no reaccionó. Solo se dejó zarandear. Me sorprendió su falta de respuesta. Me detuve y traté de espiar su rostro detrás del vidrio. No era el rostro de un soldado invasor. Era un hombre moreno y canoso. No aparentaba menos de cincuenta años. Tenía la mirada triste de la desesperanza. Sus ojos me explicaban todo. Me decían que el mundo se moría, que todo se estaba yendo por la esclusa. Eran los ojos de aquel que conoce los detalles del Apocalipsis. Eran los ojos de un hombre que lloraba.

Por cinco segundos nos miramos. Luego se apartó y se zambulló en el agua. Cuando todos los inmigrantes estuvieron muertos, los “triángulos” apagaron el fuego y se marcharon. Uno a uno los centinelas saltaron por la escotilla, el submarino se hundió y ya no volvimos a verlo.

La masacre de las barcazas ha quedado por siempre grabada en mi memoria. Pero mucho más profunda fue la marca que me dejaron esos ojos del hombre del submarino, llorando detrás de la escafandra.

 

 

 

4. La Villa de las Balsas

 

 

Era sorprendente que, después de tantas idas y venidas, Elvira conservara su costurero. Tenía agujas de todos los tamaños, cantidades industriales de hilo de coser, una tijerita y un dedal. Cuando estaba bien, la vieja quería hacer cosas y nosotros preferíamos que se quedara sentadita allí, sin molestar. Finalmente tuvimos la idea de darle las velas del velero para remendar. Las velas estaban siempre rotas porque después de tantas batallas, se habían convertido en una colección de parches sobre parches, confeccionados con telas de cualquier tipo. Elvira no solo reparó las velas viejas sino que se fue fabricando un juego nuevo. Eso sí, no dejaba de quejarse de la vista.

—¿Me enhebrás la aguja, nene, que con estos anteojos no veo nada? —decía. Y yo no sé si veía o no veía, pero hacía unas costuritas hermosas. Cosía y hablaba. Nunca paraba de hablar.

—En el colegio teníamos “Corte y Confección”. Cuando era joven, yo me hacía toda la ropa…

Pese a no haberlo explicitado nunca, el Negro y yo nos habíamos dividido las tareas del único modo posible. Yo me quedaba en casa porque Elvira ya no se podía quedar sola. Y aprovechando mi sedentarismo obligado, mantenía una huerta en la terraza del edificio. Allí cultivaba yerba mate y algunas otras cosas. Cada vecino cultivaba lo suyo y después intercambiábamos productos. La yerba no era de lo mejor, pero el mate se podía tomar. Además, monté una batería de recipientes diversos colgando de todos los balcones para la recolección del agua de lluvia. El agua era vital y si vivíamos era porque llovía.

El Negro, por su parte, salía a la mañana a pescar con el velero, mar adentro. La pesca siempre era buena. Había mucha pesca y pocos pescadores. Siempre llegaba con una buena captura de merluza, mariscos, cazón y algunos otros bichos que no sabíamos qué eran. Pero no tenía sentido pescar mucho porque no había cómo conservarlo. La mayoría de lo que se pescaba estaba destinado al trueque. En el camino de vuelta, el Negro intercambiaba todo y llegaba al departamento con unos pocos peces y una buena dotación de tomates, lechuga, papas y cebollas. La verdad es que comíamos como reyes, con el pescado recién sacado del agua y las frutas y verduras recién cortadas. Y cruzando el canal de Rivadavia, había un alemán que cultivaba especias…


Ilustración: Guillermo Vidal

A su manera, esos días eran felices. Solo empañaban la calma la incertidumbre de la lluvia, y el progresivo desmejoramiento de Elvira, que ya tenía ochenta y cuatro años. Con el Negro teníamos toda la tarde libre y solíamos sentarnos a tomar mate en la terraza, en medio del yerbatal, mirando el horizonte desde arriba. El Negro me contaba que alrededor del Obelisco ya se había montado una villa sobre balsas. Era una plataforma de cuarenta o cincuenta metros de diámetro de balsas entretejidas unas a las otras. En el centro afloraba el Obelisco como un mástil. Allí se había instalado un barrio de casillas precarias donde vivía una verdadera multitud. Más allá, mar adentro, estaban los camalotes de los guatoé.

—No sé cuántos hay. Yo tengo contados cuatro o cinco camalotes, pero creo que toda la desembocadura está plagada. Para donde vayas, ves alguno a lo lejos, y nunca sabés si es otro o si es el mismo que ya viste.

En torno a los guatoé se había tejido una suerte de leyenda urbana. Se hablaba de hombres que se comportaban como peces, vivían en el agua y contaban con algunos rasgos anatómicos curiosos.

—Dicen que tienen una piel entre los dedos que les llega hasta el primer nudillo —decía alguno—. Por eso nadan como nadan.

—Yo vi uno, una vez, flotando cerca de los primeros edificios —decía otro—. Tienen la espalda anchísima y una membrana que les une los dedos, como si fueran patos.

Lo cierto es que los guatoé vivían su vida lejos de nosotros y nunca se contactaban.

 

 

Fue una de esas tardes de mate en la terraza cuando el agua empezó a subir de nuevo. No eran olas que subían y bajaban sino una crecida suave, continua y veloz. Me di cuenta porque empecé a escuchar el griterío.

—¡Che, Negro, está subiendo el agua!

El Negro se puso de pie y se asomó por la baranda de la terraza. El agua subía rápidamente, varios centímetros por segundo.

—¡Tengo el velero amarrado con la rienda corta! —dijo—. ¡Si sigue subiendo el agua se nos va a volcar!

—¡Tengo que sacar a la vieja! —respondí.

Salimos corriendo escaleras abajo. Cuando llegamos al departamento el agua ya estaba adentro, y seguía subiendo. La situación del velero era crítica. Se había ladeado mucho y en cualquier momento se volcaba. El Negro salió a la carrera con un cuchillo para cortar el amarre y liberarlo. Yo entré a la habitación de la vieja con más de un metro de agua. Elvira estaba desmayada flotando boca abajo.

—¡Elvira!

La saqué como pude y salí nadando por la ventana. La tiré en el velero, que ya flotaba libre, y atrás la seguí yo. Nos quedamos mudos observando el desastre. El mar había enloquecido y el agua no paraba de subir. Sobre la superficie, flotaban innumerables objetos que salían disparados hacia arriba desde todas las ventanas. Entre ellos vi pasar nuestra mesa, nuestras sillas y todos los muebles viejos que Elvira atesoraba en su antiguo departamento del piso tres.

La vieja se encontraba en un estado desesperante, desmayada sobre el charco del piso. La llevamos adentro de la cabina y la recostamos en una cucheta. Después, el Negro salió a cubierta para tratar de conducir la nave y yo me quedé allí, inclinado sobre el cuerpo de la anciana.

Al rato, Elvira abrió los ojos.

—¡Elvira! Descanse, Elvira, ya pasó.

La vieja inclinó la cabeza hacia un costado y se quedó mirando la superficie del agua.

—Miraaá, neeeene… el sillón doble de mamá…

Chistó. Luego, se lamentó en un susurro.

—Este fin del mundo de mierda… que no se termina más…

Exhaló el poco aire que le quedaba y ya no volvió a respirar.

Me largué a llorar sobre el cuerpo muerto de la vieja. Lloré como nunca pensé que lloraría. Varias imágenes de mi vida con ella fueron desfilando por mi mente, alimentando el llanto: “Qué temprano que te levantaste Fernando” … “¿Vas a andar así, en calzoncillos?” … Me di cuenta entonces de que en ese mundo de agua y de carencias, velar por el bienestar de Elvira había sido mi único objetivo, y que ahora me encontraba desnudo, sin saber qué hacer ni para qué.

La mano del Negro en mi hombro me trajo de vuelta.

Envolvimos el cuerpo con unas mantas viejas y lo arrojamos por la borda.

Segundos después, un detalle curioso me hizo sonreír sobre las lágrimas.

—Mirá si será testaruda la vieja, Negro —dije—. Muerta y todo como está, se va flotando para el lado del sillón.

 

 

Nos quedamos inmóviles en medio del agua sin decidir qué hacer. El paisaje me recordaba la primera crecida, cinco años atrás, pero ya no había gente asomada en los balcones de los edificios. Solo algunos cadáveres flotando en el agua y un cementerio de penachos deshabitados. Sin gente con quien intercambiar nuestra captura, nos íbamos a pasar la vida comiendo pescado. El Negro enfiló para el lado del mar. Navegamos en silencio sobre el lomo de la ciudad sumergida. Ya no se distinguían las calles y costaba adivinar la antigua geografía. Solo quedaba un páramo de témpanos vidriados, alguna embarcación a la deriva y un silencio sepulcral.

Adelante, hacia la izquierda, divisamos la Villa de las Balsas abrazando el Obelisco, diez o quince metros más arriba. El viejo monumento se hallaba inclinado unos veinte grados hacia el norte respecto a la vertical. Nos acercamos despacio para otear el panorama.

La Villa era un infierno de gente. Algunos chicos, en la orilla, nos hicieron señas para que nos acercáramos. Ya al atardecer, atracamos lentamente contra el maderamen.

Tiramos los amarres y un hombre muy gordo nos ató a unos postes.

—Buen día, amigos. Bah, “bueno” es un decir. Bajen, bajen, que aquí siempre hay lugar para más gente.

La Villa era un hacinamiento absoluto. No había calles sino senderos absurdos entre los espacios que dejaban las casillas. El gordo y tres personas más nos condujeron hacia el centro del barrio. Una comitiva de chicos y gallinas nos acompañó en séquito.

—Me llamo Nacho, y soy un poco… el “puntero”, acá —dijo el gordo—. No es que yo mande ni nada, pero cuando se arma lío hay que intervenir para parar la cosa, ¿vio?

El gordo era un villero de vieja data. Se había pasado la vida de villa en villa, desde su llegada a Buenos Aires. Se jactaba de haber sido el jefe de la barra brava de Dock Sud. Tenía cincuenta y tres años, y en el fondo era un buen tipo. A su manera, había tenido que lidiar con el desastre arrastrando un ejército de gente pobre colgada de sus pantalones.

En la Villa, cada uno hacía algo. Y todos tenían que trabajar. El interés por nosotros se debía al velero.

—Con ese velerito se debe pescar lindo, ¿no?

La población estaba compuesta por una mayoría de mujeres y chicos. Había gallineros por todos lados.

—Son todas ponedoras, pero cuando se nos hacen viejas, las comemos.

La organización económica era entre caótica y socialista. Algunos salían a pescar, otros se paseaban por los edificios cercanos manteniendo los cultivos de las azoteas. Y otros se ocupaban de múltiples tareas dentro del barrio, desde juntar agua de lluvia, hasta desagotar las cloacas. Y a los que no eran amigos del trabajo, los amigaban enseguida con una buena golpiza.

El gordo Nacho nos ubicó en una casilla con una mujer sola y tres chicos.

—Acá hay lugar —nos dijo—. El Pablo y su hijo se nos fueron recién, con la crecida. Estaban cosechando tomates en una terraza que fue arrasada por el agua. Cuando los fuimos a buscar, encontramos los cuerpos. Recién venimos de allá, mire. Es así, unos se van y otros vienen.

La mujer y los chicos nos miraron como si fuéramos los asesinos.

Al lado de la casilla había un cuartucho medio derruido que parecía deshabitado.

—¿Qué hay acá? —pregunté, con la esperanza de escapar de la casilla de los muertos frescos.

—Ese es el banco —dijo el gordo—. Venga, mire.

Entramos al cuartucho tras apartar unas chapas corroídas que cerraban el paso. Había poca luz, solo una abertura cubierta por un nylon. En el centro de la pocilga se hallaba dispuesta una bañera vieja y oxidada repleta de billetes hasta el borde. Un poco más allá, había unas latas de dulce de batata con monedas de todos tamaños.

—Pusimos todos los billetitos acá por si acaso vuelven a servir alguna vez. Nunca se sabe.

Lo miramos sorprendidos.

—No tiene sentido andar con los billetes de aquí para allá porque al final se terminan mojando, ¿vio? Acá ya no los usamos para nada.

Con lentitud metí la mano en el bolsillo y saqué unos pocos billetes todavía húmedos. Lo miré al Negro. El Negro me miró, sacó los suyos, dudamos un momento y tiramos los billetes a la bañera. El gordo nos palmeó la espalda y salimos los tres. De alguna manera, dejar allí nuestro dinero había sido un ritual de iniciación.

Nos quedamos a vivir en la Villa de las Balsas.

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

Cerca de quinientas personas vivían en la Villa. Siempre había olor a excrementos y siempre había gente lavando cosas en la misma orilla donde los tiraban. Las cloacas eran un laberinto de canaletas abiertas que se entrecruzaban por los senderos de tránsito. El sistema no era nada estanco y la inmundicia se filtraba y formaba charcos sobre el piso de las balsas. Algunas personas se encargaban de empujar el maloliente contenido hacia las descargas, en la periferia del barrio, porque las pendientes del improvisado sistema variaban conforme se mecían las balsas sobre el agua. Había muchas mujeres embarazadas, lo cual era una verdadera condena ya que los partos nunca tenían un final feliz. O se moría el chico, o se moría la madre.

Nuestra nueva familia estaba formada por mamá Zulema, sus hijos Nahuel, de once años, Odín, de nueve, y su hija Ximena, de seis. Pero para todos eran “la Zule”, “el Nagu”, “el Odito” y “la Gime”.

De una manera imperceptible, nos fuimos integrando a ese mundo aportando las salidas de pesca para alimentar al proletariado. Salíamos a la mañana con el Negro y los dos chicos. Regresábamos antes del mediodía y volvíamos a salir a la tarde para traer comida para la cena. En un borde del enorme entretejido flotante había una especie de puerto donde la gente iba a buscar los pescados que traíamos. Curiosamente, nunca había escaramuzas y la pesca alcanzaba para todos, a tal punto que al final del reparto, varios botes tiraban el sobrante al mar.

Con el gordo Nacho hablábamos mucho y él me confesaba sus temores.

—El Obelisco se inclina cada día un poquito más y tengo miedo que se nos venga de golpe y arrastre todo el barrio para el fondo.

El problema era serio. El Obelisco asomaba unos treinta metros hacia arriba y tenía otro tanto hacia abajo. Se había inclinado hacia el norte con la última crecida. Cuando soplaba el viento del sudeste, el tejido de balsas lo empujaba y el Obelisco se torcía un poco más.

—Tenemos que “descoser” la Villa, liberando la dirección de la caída —decía yo.

El gordo asentía, pero nunca hacíamos nada.

Al mes y medio de nuestra llegada, el Negro ya se había enamorado de “la Zule” y el romance era la nueva comidilla del barrio. Pero, para mí, era un verdadero problema porque dentro de la casilla no había lugar para nada.

—Dejate de joder, Negro, que están los chicos.

De algún modo acordamos para que yo sacara a los chicos de tanto en tanto y ellos pudieran tener su intimidad.

El hacinamiento nos pegaba a todos. Y el olor perpetuo de las cloacas, las gallinas y la gente. La vida no era fácil, pero se vivía. Hasta el día de la sudestada, la Villa de las Balsas fue nuestro refugio en ese desierto de agua y ruinas sumergidas.

Aquel día, el viento había estado soplando toda la tarde desde el sudeste, produciendo un oleaje alto, que sacudía la Villa como si fuera una maraña de hojas secas. Resolvimos que a la mañana siguiente los barcos no saldrían.

Al amanecer, la Villa tembló. La barriada enmudeció de terror y el Obelisco se empezó a desmoronar con un crujido acuoso y lento que fue hundiendo buena parte del barrio en su caída. Finalmente quedó a 45º, apoyado sobre el entramado de balsas. En medio del desastre, el asentamiento reverberó como un hormiguero desbaratado. Por todas partes se podía ver gente corriendo sin rumbo entre las casillas derrumbadas, gritando palabras deformadas por la desesperación. Las madres buscaban a los hijos y los chicos lloraban solos en medio de las cloacas dislocadas.

El Obelisco había quedado someramente apoyado sobre la barriada flotante y en cualquier momento nos íbamos al diablo.

—Hay que descoser la Villa, abajo del Obelisco —insistí—. ¡Y hay que hacerlo ya o nos vamos todos a la mierda!

Pero ahora no era tan sencillo. La zona de contacto más intensa entre el monumento y las balsas había quedado sumergida varios metros debajo el agua. Y allí no era posible trabajar sin un equipo adecuado.

—Tenemos que pedirle ayuda a los guatoé —dijo el gordo, oteando el mar.

Lo miré.

—Esos tipos pueden aguantar abajo toda una partida de ajedrez —agregó.

El gordo tenía razón. O lográbamos ayuda de los guatoé, o nos íbamos al fondo. No había alternativa.

Organizamos una comitiva de cinco personas para salir en el velero. Zarpamos rápido, con el oleaje alto de la sudestada todavía rompiendo con fuerza sobre las balsas.

Remamos hacia el este a contraviento y fuimos dejando atrás el enjambre de edificios muertos. Navegamos unos veinte kilómetros mar adentro hasta divisar los primeros camalotes. Nos acercamos despacio y con suma precaución. Los camalotes eran realmente un enredo de plantas flotantes. Era sorprendente el modo en que estas plantas de río se habían adaptado a la salinidad del mar. Ciertamente, crecían con vigor. Entremedio del ramaje, los guatoé habían intercalado un pastiche de algas y conchillas marinas que permitían formar un suelo firme y bastante liso sobre el que crecían distintas especies de plantas. El borde del camalote parecía una playa de arena.

Cuando estuvimos suficientemente cerca, vimos niños desnudos parados en la orilla, observándonos con curiosidad. También había mujeres con niños en brazos, vestidas con túnicas de algún material vegetal. Ya a cincuenta metros, la cabeza de un hombre emergió al costado del velero. El gordo habló.

—Necesitamos su ayuda, amigo. Es muy urgente.

El nativo escuchó, hundió la cabeza y desapareció. A los tres minutos, seis guatoé emergieron a un metro de nosotros. El más viejo tomó la palabra.

—¿Qué anda haciendo, amigo, por el camalotal?

—Necesitamos su ayuda —dijo el gordo—. Estamos en una situación desesperante.

Trabajosamente el gordo Nacho trató de describir la situación y el tipo de ayuda que necesitábamos. Luego se hizo un silencio y nadie contestó.

—¡Amigos! —dije yo—. Si no nos ayudan ustedes, toda nuestra gente va a morir. Pidan lo que quieran a cambio ¿Quieren el velero? Se lo damos ¿Quieren otra cosa? Pídanla. Lo que quieran se lo damos, pero por favor, ayúdennos.

Los seis guatoé se sumergieron y emergieron veinte metros más allá. Hablaron entre ellos y volvieron a acercarse. El mayor tomó la palabra.

—Ustedes no tienen nada que nosotros necesitemos —dijo.

Se hizo un silencio y el gordo me miró con desesperación.

—Pero los vamos a ayudar igual —prosiguió el guatoé—, porque los hombres que no están peleados son amigos; y los amigos se tienen que ayudar.

En su mundo primitivo de agua y camalotes, estos hombres lo tenían todo. No había inundación ni tragedia en sus comunidades. Si el agua subía, el camalote flotaba más arriba. Y en la paz perpetua de la bonanza, habían desarrollado una filosofía simple para convivir, ayudándose los unos a los otros.

Nos costó un poco convencerlos de que subieran al velero. Cinco de ellos finalmente lo hicieron. Pero el más joven se negaba a subir. Era casi un chico y tenía una sonrisa permanente de boca muy abierta. El viejo lo conminó a que subiera, pero el chico negó con la cabeza, sin dejar nunca su sonrisa. Finalmente el líder hizo un ademán, como diciendo “Bueno, dejémoslo, no importa”, y tomamos rumbo hacia la Villa.

Los guatoé se sentaron en la cubierta con los brazos rodeando las rodillas. En efecto, tenían una membrana entre los dedos de las manos y los pies. Pero fuera de eso, eran hombres normales.

Desde la borda, me quedé observando al chico que no había querido subir y que acompañaba al velero nadando como un delfín. Tenía una malformación en los omóplatos que los hacía sobresalir hacia fuera de un modo muy prominente, pero de alguna manera, esa característica le permitía dar brazadas perfectas, haciendo todo el giro en un mismo plano. Cada tanto se detenía, me miraba y no dejaba de sonreír.

—Es deforme y medio tonto —dijo el guatoé que hablaba, sonriéndome desde el piso—. Pero es bien de agüita, ¿eh?, bien de agüita.

Adelante, confundiéndose en la bruma, me pareció ver el revoloteo de los “triángulos” entre la difusa silueta de los edificios.

—No veo el Obelisco —dijo el gordo.

Me agazapé para mirar mejor. El Obelisco no se veía.

—Debe ser la bruma —respondí.

El gordo negó con la cabeza.

—Al edificio de atrás lo veo, pero al Obelisco no lo veo.

Nos quedamos unos segundos en silencio, observando a lo lejos el neblinoso cementerio de edificios.

—Esperemos a llegar más adelante, gordo. Debe ser la bruma.

Yo insistí sabiendo que la hipótesis ya había sido refutada, que el Obelisco no estaba allí; que había colapsado como el rey de una partida de ajedrez, arrastrando a toda la Villa de las Balsas tras de sí; que solo había muerte y desolación bajo el revoloteo nervioso de los “triángulos”; que nuestro viaje ya no tenía sentido. Insistí sin razón, tratando de demorar mi propio duelo, sabiendo que ya éramos los náufragos de un mundo muerto, flotando a la deriva en medio del océano.

Uno de los “triángulos” vino hacia nosotros, pasó sobre nuestras cabezas y siguió a toda velocidad en dirección al este. El guatoé mutante dio un salto hacia atrás y salió nadando de espalda detrás del avión, como un perrito persiguiendo una mariposa. Nadaba como los dioses, con su sonrisa abierta, ignorante de todo. Bajo su espalda aletada, los restos de la Buenos Aires sumergida dormían en un abismo acuoso su último sueño. Era un sueño sin retorno, mecido por la caricia de las algas y el palmoteo de los peces que ya habrían hecho de la tumba su arrecife. Era un sueño de tangos y de goles y de tantas puebladas y de tanta vida, tanta sangre y tanta historia.

Miré los ojos del gordo Nacho y sentí que había visto los míos. Traían la desolación del pájaro que vuela entre la humareda, sobre el bosque incendiado, comprobando que ha perdido el nido con todos sus pichones, que ya no tiene dónde ir, que su mundo está muerto.

 

 

Hacia el oriente, el mutante y el avión se fueron achicando contra el horizonte, uno bajo el otro, atados por un hilo misterioso, por un destino inescrutable. Siempre uno bajo el otro; marchando en pos de un porvenir desconocido; hacia el oriente, donde se extiende el océano infinito; donde convergen las cosas que se alejan; donde nace el sol de la mañana.

 

 

Cristian J. Caravello nació en Morón, Buenos Aires, el 21 de febrero de 1965. Estudió matemática y le interesan las ciencias en general. Administra los foros de “Astroseti“, un sitio español sobre Astronomía y Astrobiología.

Su actividad literaria es reciente. Mantiene su blog, Letras de Cristian, con cuentos fantásticos y de ciencia ficción. Ha publicado recientemente, en Cuásar 52, el cuento “Buenos Aires Service”.

De sus obras, en Axxón ya hemos publicado LA SOCIEDAD DE LOS OVOS, EL ENIGMA DEL BAR DE LOS VIEJOS Y LOS GATOS y EL INFINITADOR.


Este cuento se vincula temáticamente con CRÓNICA DEL XXI, de Claudio G. del Castillo; NUEVA CHACHAPOYA, de Gustavo A. Courault; y EL PEZ POR LA BOCA, de Daniel Flores.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Ciencia ficción : Distopía postapocalíptica : Argentina : Argentino).


“A la deriva”, Hernán Domínguez Nimo

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ARGENTINA

 

La campanilla repiqueteaba muy profundo en su cerebro mientras intentaba sacudir las telarañas del sueño que lo ataban al piso y le impedían incorporarse. La nave se bamboleaba suavemente pero mientras se ponía de pie, luchando con la debilidad del despertar, Teo sabía que el primer bandazo estaba próximo.

Llegó cuando intentaba alcanzar la caldera: un sacudón que lo levantó por el aire, lo golpeó contra el borde de la barquilla y lo desparramó otra vez.

Pero ya estaba despabilado. La alarma de altitud baja seguía sonando. Se incorporó de un salto y se asomó por el borde. Como era lógico suponer, la base de la nave había golpeado el océano. El rebote la había alejado una decena de metros, pero la parábola no tardaría en volver a ser descendente. Teo corrió hasta la caldera y revisó la presión. Sabía, antes de verla, que estaba muy por debajo del nivel de flotación.

—¡La puta que lo parió! ¡La puta madre que lo parió!

Debajo de la caldera estaba el depósito. Quedaban tres piedras. Se apresuró a meter una en la caldera, abrió el paso hacia el globo y liberó el reactivo. Una rápida explosión tornasolada empañó el cristal de la caldera. El gas comenzaba a emanar y a ascender por la tubería hasta el cuerpo del dirigible. En unos minutos habría normalizado la presión. Pero aquello no iba a ser suficientemente veloz.

Desesperado, comenzó a hurgar en la barquilla hasta que encontró la bolsa reforzada y la llenó rápidamente con los objetos más pesados que tenía a mano. Cuando calculó que tendría diez o doce kilos, la cerró herméticamente, cuidando de dejarle la mayor cantidad de aire posible, le ató la soga de cuarenta metros, y la arrojó por la borda.

La barquilla dio un nuevo salto, reforzando el envión que le había dado el panzazo en el agua. Teo se asomó y miró la bolsa caer en el océano. Unos segundos después salió a flote.

Suspiró, aliviado. Ya no existía el riesgo de sufrir el efecto ancla que lo hubiera obligado a cortar la soga y perderla, junto con la bolsa y todo su contenido. Y aunque restaba chequear que el gas se liberara lo suficientemente rápido, los años de navegar y sufrir contingencias como esa le decían que ya todo estaba bien.

Eso era justamente lo que lo molestaba. Después de tantos años, no debería sufrir esos descalabros. Volvió al camastro y revisó el reloj despertador. Las manecillas giraban normalmente. Pero marcaban las 2AM cuando claramente era de día. “Casi mediodía”, pensó Teo, levantando la vista hacia el sol invisible arriba del dirigible. Y si de algo estaba seguro era que no era el año 1996.

—¿Quince años? ¿Te parece que puedo haber dormido quince años? —le dijo al despertador y lo arrojó con furia contra el borde de la barquilla. El reloj estalló en ruido de resortes y una lluvia de pequeñas partes de metal.

Lo lamentó al instante.

En ese momento hubo un pequeño tirón. La nave recuperaba altitud pero había llegado al límite de la soga. Se asomó al borde, con un cuchillo en la mano. Luego de un par de segundos dubitativos, arrastrando la bolsa como un anzuelo con su presa, la nave despegó la soga del océano. Teo dejó el cuchillo en el piso y se puso a recoger la soga.

La bolsa estaba empapada por afuera pero completamente seca en su interior. La trama de la tela era tan cerrada que resultaba impermeable. Un hallazgo de una de sus últimas incursiones.

Dejó todo el contenido en su lugar, ató la bolsa a un tirante para que se secara con el viento y se dedicó a revisar cada soga que ligaba la barquilla al dirigible. Todas tenían la tensión adecuada. Era muy raro que tuviera que ajustar alguna sin haber soportado una tormenta, pero no tenía otra cosa que hacer. Y asegurando todo se sentía menos culpable por el descuido anterior. Se ató de la cintura a la barquilla con la misma soga que había amarrado la bolsa, y trepó por la escalerilla que llevaba a la malla que rodeaba el globo. Aunque había poco viento y la soga hacía más engorrosa la tarea, a esa altura las ráfagas traicioneras aparecían de golpe, con suficiente fuerza como para hacerle perder el equilibrio. Conocía historias. Él mismo había encontrado un dirigible sin ocupante a la deriva, y había tomado todo lo útil antes de llevarlo al apostadero más cercano. Como nadie lo había reclamado, se subastó y Teo recibió una buena cantidad de provisiones a cambio.

Mantuvo la soga tirante, ayudándose para caminar sobre el dirigible, buscando posibles perforaciones y escapes en la tela del globo. Tener la vista fija en la superficie también evitaba que el vértigo se adueñara de sus sentidos y le hiciera marearse lo suficiente como para llevarlo a un desmayo. Le había pasado dos veces. Una, había despertado acostado en el globo, las piernas y brazos enredados en la malla, quizá de puro reflejo. La otra, colgando de la soga treinta metros por debajo de la barquilla. Izarse a pulso no era agradable. Tampoco los moretones y las costillas fisuradas por el tirón de la soga.

Su dirigible, al que había bautizado Victoria, tenía ciento veinte pies de largo por casi treinta de ancho. Casi toda la tela era original, exceptuando tres remiendos. Las juntas era donde más ponía el ojo. Teo sabía que tarde o temprano tendría que parar para retocar las costuras, pero por ahora estaban perfectas.

Y por encima de todo, adherida por estática, estaba la pantalla colectora de calor. Hasta donde sabía Teo, una malla de fibras, que actuaban parecido a un filtro polarizador accionado por la misma electricidad estática, con dos posiciones. En ese momento estaba negra, como él la había dejado. Pero luego de perder calor toda la noche, al gas le llevaría un buen rato alcanzar el grado de dilatación ideal.

Bajó hasta la barquilla y entonces sí, se animó a levantar la mirada e inspeccionar lo que el día le deparaba. La nube perenne, que cubría el cielo hasta donde alcanzaba la vista —y daba toda la vuelta al globo terráqueo, hasta donde él sabía—, estaba menos oscura que de costumbre. Teo supuso que se debía a que estaba bastante cerca del Trópico de Capricornio, quizá incluso más al sur. Decidió chequearlo con su lumiscopio.


Ilustración: Pedro Belushi

Por suerte, tenía otro reloj, un Harrison original, porque sin uno hubiera sido imposible hacer el cálculo. Un par de siglos atrás —algunos decían que menos—, antes de que las nubes cubrieran el cielo —y el efecto invernadero derritiera los polos y la mayor parte del mundo desapareciera bajo cientos de metros de agua y blablablá—, los marinos usaban un instrumento llamado sextante, triangulando con el sol y las estrellas para determinar su ubicación. Teo no lograba imaginarlo.

Rebuscó en el pequeño armario que había en la proa y lo sostuvo en la mano, disfrutando de su peso, acariciando con el pulgar las letras “H-18″, en relieve en el contorno de bronce. Lo había conseguido en un velero que había encontrado a la deriva cerca del Polo Norte. Era, probablemente, su posesión más preciada, además del Victoria mismo, claro. Sólo que dirigibles seguían construyéndose y relojes como ese ya no.

En el mismo estuche estaba el lumiscopio. Lo tomó, lo dirigió hacia arriba y fue ajustando la lente polarizadora hasta sincronizar y enfocar las imágenes de las nubes. Aquello le dio una lectura de intensidad lumínica, la potencia que tenía la luz refractada en ese punto, que obviamente dependía del espesor de la capa de nubes. Teo sabía —a pesar de haber destrozado el calendario, y volvió a lamentarlo— que era el 2 de febrero de 1984. Consultando la tabla en la tapa del estuche del lumiscopio, podía saber la altitud relativa del sol en ese día puntual del año. Y cruzando los datos, podía saber latitud.

Algo estaba mal. Por la cantidad de luz, había imaginado que estaba rondando el Trópico, quizá más al sur, acercándose al paralelo 35. Pero el cálculo que acababa de hacer lo ubicaba muy cerca del Polo Sur, casi en el paralelo 90. Y si fuera así, debería al menos visualizar la cordillera transantártica, que junto con la península y el Macizo Vinson eran los pocos puntos del continente más alto que aún asomaban del océano.

Nada de eso estaba a la vista.

Desconfiando de lo que veía a ojo desnudo, sacó del armario el catalejo liviano y escudriñó el mar sombrío. Dio casi 360 grados antes de encontrar algo en lo que fijar la vista, hacia el este. Se veía como un punto oscuro, pero imposible saber qué era. Maldijo en voz alta, pero no dudó en buscar el catalejo pesado, cuyo pie insertó en la cuña que tenía preparada en la barquilla antes de ponerse a trabajar con las lentes.

Por lo que podía distinguir con el aumento al máximo —aunque algo fuera de foco— había un cúmulo de barcos y estructuras flotantes arracimadas, cuya pieza principal era una vieja plataforma despojada de su torre de extracción. Teo conocía ese lugar. Mucho antes había sido una mina oceánica, de la que extraían carbón inyectando chorros de agua a alta presión. La gran inundación había hecho implosionar el pozo de extracción y ahora funcionaba como una simple posta que él había utilizado varias veces. Estaba regenteada por un tipo llamado Beneke, un negro racista que odiaba a los blancos y no los dejaba repostar allí. Pero si uno estaba lo bastante sucio, Beneke hacia la vista gorda.

Dejó el catalejo y se puso a desplegar y alinear las velas, que hasta ese momento había tenido guardadas, ya que sólo estaba vagando a la deriva. Las velas asomaban a babor y estribor y servían no sólo para avanzar en línea recta sino para definir el sentido de esa línea recta. El Victoria tenía también una hélice trasera con motor a vapor, pero el carbón se había convertido en un bien casi tan precioso como los diamantes —más, si alguien le preguntaba—.

Luego de un rato, la posta fue visible a simple vista. Lo extraño, pensó Teo mientras cambiaba la dirección de la carga estática de la pantalla colectora —para llevarla al blanco y perder altura— y preparaba el Victoria para amerizar, era que si no recordaba mal, la plataforma estaba anclada en lo que había sido la cima de la isla Tristán de Acuña, a los 37º de latitud.

 

 

—¡Así que pensaste que estabas llegando al Polo! —Beneke repitió aquello por enésima vez y, como en todas las anteriores, largó una risotada que dejó ver los pocos dientes que le quedaban. Los dos marineros de color que los acompañaban en la mesa se unieron al escándalo.

Teo los dejó hacer un rato, hasta que se calmaron.

—Ya, ya, no es para tanto. Ustedes salgan, hagan su medición y después me cuentan qué les dice su lumiscopio.

—Depende de cuánto alcohol hayas usado para limpiar la lente —dijo Beneke, y las risas explotaron otra vez. A Teo mismo le costó no festejar la ocurrencia.

El negro lo había mirado bastante mal cuando entró. Los dos marineros, que decían venir desde la costa de Austria, ocupaban una mesa y su conversación había cesado al instante. El silencio denso duró hasta que se acercó a la barra y le pidió una botella de ese feo licor que Beneke fermentaba en las bodegas de uno de los carboneros amarrados a la plataforma. Aquello era casi como una contraseña.

Ahora las risas menguaban, más por cansancio que por otra cosa. Teo se sirvió otro vaso de licor y expuso su teoría:

—Yo creo que la capa de nubes se está haciendo más delgada.

Hubo risas, pero un tanto forzadas. Los marineros lo miraron a Beneke, esperando que dijera algo. Oportunidad que, sin duda, no iba a dejar pasar:

—¡Oh, vamos, hombre! Mientras las fábricas de los ingleses sigan quemando carbón, como desde hace más de dos siglos, la nube oscura seguirá ahí, arriba de nuestras cabezas…

—Dicen que en el Himalaya hindú hay más fábricas inglesas que las que había en Inglaterra—dijo uno de los marineros.

—Claro, en Inglaterra se les complicaba encender las calderas… —dijo el otro—, ¡tenían todos los fósforos mojados!

Chocaron los vasos y rieron.

—Sí, eso ya lo sabía —dijo Teo; aún intentaba encontrarle una lógica a lo que le había pasado—. Pero no creo que sigan trabajando al mismo ritmo que antes. Piénsenlo —de pronto se entusiasmó con su propio razonamiento—, antes de las aguas, fabricaban para unos ochocientos millones de personas…

—¿En serio? ¿Tantas? —preguntó Beneke, desconfiando.

—Es lo que dicen los libros —Teo se encogió de hombros—. Ahora… no sé, no creo que haya datos, pero si hay cien… doscientos millones, es mucho.

—¿Tan pocos? —preguntó ahora Beneke, más escandalizado que antes.

—Algunos dicen que es mentira que se hayan ahogado tantos —dijo un marinero.

—Es verdad —dijo el otro—. Hablábamos del Himalaya, por ejemplo, y sólo allá están todos los ingleses y la mitad de los australianos… Imagínense lo que debe ser vivir ahí, apretados como sardinas…

Beneke miraba mortalmente serio a los marineros. Teo no tuvo problemas en imaginar por qué: los austríacos se habían metido sin tacto en un tema demasiado sensible: el de los muertos en la gran inundación. La versión oficial de la Sociedad de las Naciones decía que la ayuda para evacuar y las tierras secas habían sido dispensadas equitativamente. La versión más creíble, que mientras yanquis y europeos se aseguraban las tierras altas, los habitantes de naciones pobres habían sucumbido barridos por las marejadas y tsunamis. Sobre todo los de África y Polinesia. Y, mirando el rostro de Beneke, no cabía duda de a qué versión le daba más crédito…

Teo carraspeó para desviar la atención. No estaba de ánimo para una discusión de ese tipo:

—No importa, es una suposición. Lo que digo es que ya no se fabrica tanto como antes porque no hace falta. Hay menos gente, y por eso se necesita menos ropa, menos muebles…

—¡Menos autos y trenes!

Los marineros entrechocaron los vasos entre risas y apuraron un pequeño trago. A esa altura cualquier excusa era buena para brindar y embucharse otro trago. Teo los acompañó con una sonrisa y una mirada de soslayo a Beneke, que parecía haberse tranquilizado.

—Sí, menos autos y trenes. Y hay barcos de vapor, pero con el carbón tan escaso, cada vez se los ve navegar menos…

—No hay como un buen velero —dijo un marinero.

—¡Por eso! ¡Todo eso me da la razón! Si las fábricas que formaron la nube trabajan menos, si hay menos motores quemando carbón, ¡puede ser que la nube esté disminuyendo!

Esta vez no hubo risas. Lo que decía hasta sonaba lógico.

—¿Y si fuera verdad?

—Si la nube desapareciera, nos achicharraríamos todos —dijo Beneke.

—Es verdad. Nuestro cuerpo no está preparado para ver el sol —dijo uno de los marineros—. ¿Se imaginan lo que le pasaría a nuestros ojos?

—No sé… —empezó Teo, no muy convencido.

—¿Y por qué no subes por encima de la nube para ver qué pasa?

—¿Estás loco? —El segundo marinero codeó al primero; luego señaló a Teo con el vaso de licor—. Si subiera por encima de la nube se derretiría el dirigible. Por el sol.

—Sí; o explotaría el globo, por el calor —acotó Beneke.

—Eso dicen que le pasó a un dirigible que venía del Altiplano… —dijo uno de los marineros.

—No, era uno que venía de los Andes —corrigió el otro y la conversación derivó por discusiones y carriles fantasiosos y difíciles de comprobar.

Teo se alejó mentalmente de la charla, pensando en lo que se había dicho. Entendía los miedos que expresaban los demás, porque él los compartía. Pero, de pronto, se le antojaban semejantes a los monstruos marinos de unos siglos atrás; nadie los había visto pero aparecían en los confines de todos los mapas, como si fueran una parte de la realidad.

Y la realidad es que nunca habían existido.

 

 

Al atardecer, canjeó algunas de las cosas que había rescatado en el último viaje por provisiones y —después de averiguar con el mecánico relojero de la posta que su reloj no tenía arreglo— un calendario. Ya era de noche cuando terminó de acomodar todas las provisiones en el Victoria y salió a vagar por la plataforma.

Parte de su canje habían sido hojas de coca para mascar, un lujo que sólo se permitía cada tanto. Mientras caminaba, se metió una en la boca.

Por suerte había llegado fuera de la época de tormentas. Recordaba un par de años atrás, que a pesar de su aparente tamaño gigantesco, la plataforma se sacudía como un barquito de papel en medio de las olas oscuras del océano embravecido. Teo no soportaba las tormentas en el mar. La sensación de inestabilidad, de estar sometido al capricho de un Dios iracundo… eso no le sucedía en el aire, donde se sentía dueño de sí mismo. Por eso había elegido al Victoria y no un velero para moverse por el mundo.

Además de la plataforma, tres buques carboneros y una enorme chata cubrían los cuatro costados de la posta y servían como depósitos y amarres para los visitantes de turno. A la luz de la luna tamizada por la nube, Teo contó tres veleros, un barco y dos dirigibles además del suyo.

El barco de vapor era una verdadera rareza. Era uno de esos con paletas laterales, como molino de agua. Antiguamente debió haber servido en un río —antes de que los ríos fueran engullidos por el océano—, donde las hélices podían llegar a enredarse con raíces o vegetación acuática. Era un sobreviviente, fuera de su lugar de origen. Un ser de otra época, intentando subsistir, adaptándose a la que le había tocado en suerte.

¿Y no eran eso todos ellos? Beneke, los austríacos, él mismo. ¿No eran supervivientes? ¿Seres de otra época? Mamíferos terrestres intentado adaptarse al agua y al aire.

Y el resto de la humanidad, agolpada en pequeños islotes de tierra firme, encimados unos a otros, como un hormiguero arracimado en la punta de un palo que apenas sobresalía del agua…

Todos estaban demasiado ocupados en sobrevivir y nada más. El progreso se había detenido. Ese optimismo por la ciencia que transmitían novelas como la que lo había inspirado al bautizar al Victoria ya no se respiraba en ningún lado; el océano se los había arrebatado. Teo imaginaba que, de no ser por ello, ese autor y quién sabe cuántos más habrían seguido escribiendo sobre las maravillas y los descubrimientos de la ciencia, contagiando a lectores como él las ganas de aprender y descubrir.

El ruido de risas lo distrajo. Era Beneke, que salía del bar con unos clientes. Teo supuso que a gente como Beneke, que vivía el día a día con placer, la situación actual del mundo no le disgustaba…

¡Ni siquiera sabía por qué diablos le molestaba a él, carajo, si era el mundo en el que había nacido! Quizá todo era culpa de sus lecturas…

Escupió al mar la hoja de coca desabrida.

No sabía por qué. Simplemente, no le gustaba pensar que todo seguiría siendo así para siempre. Quería pensar que aún había cosas por descubrir. ¿Que todo estaba cubierto por el agua? Bueno, quizás hubiera cosas para descubrir debajo del agua…

O encima de la nube perenne.

 

 

Por la mañana los austríacos ya no estaban. Pero siempre había alguien.

Teo se despidió de Beneke y los clientes de turno sin decir nada. Al principio había pensado que era bueno tener testigos, que alguien supiera qué iba a hacer. Alguien que le creyera cuando contara lo que había visto. O alguien que supiera su destino si no volvía.

Pero durante la noche, a medida que pasaban las horas sin poder dormir, a pesar de la decisión tomada y seguramente a causa de ella, la idea ya no le parecía tan brillante. Y se dio cuenta de que cualquier cosa que alguno le dijera en contra iba a minar la fuerza de la determinación, ya bastante escasa.

Así que ascendió y dejó que el viento de la mañana alejara al Victoria de la posta de Beneke.

Hasta media mañana, dejó que el ascenso fuera lento y natural, que el calor de la resolana calentara la pantalla y dilatara el gas. Disfrutó del viento azotándole el rostro, el cabello restallando detrás. Sentía que se despedía del mundo, pero no estaba triste.

Al mediodía, se dedicó a afirmar todas sus posesiones, instrumentales y provisiones, como si se dispusiera a afrontar una tormenta. Luego fue hasta la caldera y colocó juntas las últimas dos piedras que tenía. El efecto fue inmediato: el Victoria dio un brinco que casi lo tira al piso y comenzó a subir.

El dirigible navegó hacia el cielo durante una hora, dos, sin novedades. Por extraño que parezca, a medida que ascendía comenzó a hacer algo de frío. Fascinado por el fenómeno, Teo se puso un saco que reservaba para el invierno y se dio cuenta de que nunca en su vida se había acercado tanto a la nube. Ni siquiera se lo había planteado. Como si él mismo hubiera tenido los temores que expresaba el resto. Supuso que así era, después de todo, sólo era otro superviviente. Pero ahora, a menos que liberara la presión extra, ya no había vuelta atrás.

Durante un buen rato, la nube pareció estar siempre a la misma distancia, pero de pronto estuvo rozando el lomo del dirigible. Por un momento pensó que el Victoria rebotaría en la panza oscura de la nube, enviándolo en el viaje de regreso. Pero el globo desapareció, tragado por la masa oscura…

Y siguió subiendo.

Respiró, aliviado, porque eso quería decir que la nube tampoco era ácida y no estaba disolviendo su dirigible.

Cuando la barquilla también estuvo a punto de sumergirse en la nube, Teo estiró la mano, como si pudiera tocarla. Y así la mantuvo mientras todo a su alrededor se oscurecía y lo rodeaba una bruma pegajosa y fría. No era muy distinta de la niebla que en ocasiones flotaba apenas encima del mar, salvo por el color oscuro y espeso. Y mientras la nube gigante lo engullía, las imágenes de todos los monstruos marinos de los mapas acudieron a su mente, como imaginó que habrían visitado a Colón en el instante previo a internarse en mares desconocidos.

Pero nada sucedió. No había dientes ni tentáculos. Sólo el sonido del viento encapsulado en aquellas paredes intangibles…

La ropa, la cara y el pelo se le empaparon. De pronto el saco ya no alcanzaba para cubrirlo del frío que le calaba los huesos. A medias mirando, a medias tanteando, se acercó al armario de proa dispuesto a buscar otro abrigo, cuando un extraño brillo calentó su piel.

Alzó los ojos y tuvo que cerrarlos, deslumbrado.

Miró por el borde de la barquilla. Estaba arriba. El Victoria cabalgaba la nube como un mar de olas grises.

Y encima de todo, estaba el sol.

Un hermoso globo dorado, brillante como el bronce de lustre, rabioso como el fuego de carbón. Apenas si podía verlo mirando de reojo. Pero cerraba los ojos y podía sentir su aguijón repiqueteando en su piel, como el calor de una caldera bien alimentada.

Y no sentía temor. El Victoria seguía subiendo, incluso más veloz que antes. Podía sentir el calor en su rostro y sabía que la pantalla oscura del dirigible lo estaba absorbiendo, pero no sentía temor. La sensación, incongruente, era que el monstruo lo había aceptado en su madriguera.

—¡Uuuuhuuuuuuu! —Teo abrió los brazos y giró y gritó de gozo, eufórico. Sabía que había algo de miedo liberado y no le importó. En la despensa tenía una botella de licor. Tomó un trago y, usándola como filtro, observó el cielo.

El sol, estaba mirando el sol. Ni su padre ni su abuelo lo habían visto. ¡Ningún ser humano en más de dos siglos lo había visto!

Se quedó un rato más observando, embelesado, hasta que ya no pudo. Apartó la vista y la mancha oscura del sol lo siguió adonde posara sus ojos. Por unos minutos temió que la mancha no se fuera.

El frío ahuyentó sus temores. La temperatura había bajado mucho. Y a Teo le costaba respirar. Por un segundo, tuvo que reprimir el impulso de asomarse y asegurarse de que la nube seguía debajo. No parecía muy lejos, pero ya sabía que esa distancia era engañosa…

Decidió que ya era suficiente, que era hora de volver.

Cambió el color de la pantalla, liberó presión y comenzó a bajar. Seguía sin tener miedo franco, pero quería bajar y prestar atención a la nube en sí misma. A su espesor.

Pronto estuvo otra vez sobre el mar gris y se sumergió en él. Se apenó por perder aquel paisaje, aquella increíble sensación del sol sobre su piel… Pero no quería variar la velocidad del Victoria.

Contó los segundos que tardaba en salir de la nube. Uno, dos, tres, cuatro… La barquilla se asomó al mundo en apenas doce segundos. ¡Sólo doce segundos! ¡La nube no podía tener más de tres veces la altura del Victoria! Era mucho más delgada de lo que nadie imaginaba. ¡Y quería decir que de a poco estaba desapareciendo!

Teo levantó la mirada y observó, maravillado, el agujero que el dirigible había hecho en la nube. Retazos blancos y grises, como hilachas de un vestido desgarrado, se movían a su alrededor, y la nube tardaba en unirse para cubrir el hueco. Fue así que pudo dedicarle una última mirada de despedida al sol.

El orificio se volvió cada vez más pequeño, en parte por la distancia —quiso creer— hasta que la nube terminó por cerrarse otra vez. Casi como si lo hiciera a desgano. Le gustó pensar que así era. Pero de algo estaba seguro: un día el sol iba a aparecer. Y él iba a estar ahí para verlo.

 

 

 

Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires en 1969. Es redactor publicitario por la simple razón de que donde se siente a gusto es frente a un teclado o un papel. Como nunca consideró lo literario como una profesión (ya conocemos la situación de la Argentina, donde la ciencia ficción tiene miles de seguidores pero la industria editorial no lo aprovecha), es de los que escribe y escribe sin pensar que el objetivo del cuento no sea el hecho mismo de ser escrito. Tiene decenas de cuentos “cajoneados” que nunca se preocupó por publicar. Hace algunos años empezó a enviarlos a concursos de ciencia ficción del exterior. En 2002, Gérmine fue finalista en el Terra Ignota de México y posteriormente publicado en la revista 2001, de España. En 2003, Moneda común fue ganador del Concurso Fobos, Chile. Y desde entonces nadie ha podido detenerlo, por fortuna. Pasó por NECRONOMICÓN de Venezuela, PÚLSARES de Chile, ALFA ERIDIANI de España, etc., etc., etc.. Pueden ver el detalle en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón: NO, GRACIAS, CAMBIO, HASTA LA SIGUIENTE, VIAJE AL PASADO, EL MORADOR, EL GUASÓN, FINAL INCIERTO, MOTORHOME, MALOS PENSAMIENTOS, EL NÚMERO UNO, CAMINATA LUNAR, LA PRIMERA VEZ, EL DUEÑO DEL BARRIO, CON UN PIE EN LA TRAMPA, MORIR DE TRISTEZA, RAÚL, EL OTRO y ROBO HORMIGA.


Este cuento se vincula temáticamente con BUENOS AIRES BAJO EL RÍO, de Cristian Caravello; CRÓNICA DEL XXI, de Claudio G. del Castillo y LOS DIRIGIBLES, de Ricardo Curci.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Ciencia ficción : Distopía postapocalíptica : Argentina : Argentino).

“La peor pesadilla”, Ivana Zacarías

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Francis duerme.

Quién sabe con qué sueña, mil imágenes se le suceden. Cree que vuela, se siente liviano.

Parece que vuelve, pero no: se queda soñando un rato más. Se acurruca y aprieta con fuerza los párpados: no quiere despertarse todavía.

No lo logra. Y la nube de imágenes que lo acosa dormido desaparece en un soplo. Por un instante, por una milésima, se detiene en la nada.

Una nada celestial, néctar para erguirse.

Una nada que lo desorienta.

Una nada de nada.

Y se le escapa. La rutina irrumpe con la violencia de un tornado. El cepillo de dientes, las dos tostadas, el queso crema, la taza que queda para lavar a la noche, las noticias, el ladrido del portero que lo espera al cruzar el hall.

Francis no puede más con su vida. Con su solitaria, hastiada y diminuta vida.

Como todos los días, las escaleras del Ministerio. Fichar la entrada y enfrentarse al pilón de papeles y al torrente de e-mails.

Elimina la chatarra, escanea el resto… excepto uno. Uno —ése— llama su atención. Le indican una fecha —hoy—, una hora, una cita. Se inquieta: sólo lo separa de aquel misterio el pilón de papeles y el torrente de e-mails.

Por los parlantes de la computadora, una voz grave lo conmina a acudir a esa cita. Él baja el volumen al instante: teme que los burócratas —los otros burócratas— también hayan oído esa voz. Teme, sí, aunque por un momento siente que sus ojos brillan.

Se apura a llevar los expedientes al otro piso, se cruza con el jefe, trata de evitar el contacto visual, saluda como si nada. Quiere irse ya, quiere atender ese llamado ya. El reloj no ayuda: cada minuto dura más que un minuto.

A las 17:59 apaga la computadora, y a las 18:00 firma la planilla de salida. El colectivo seguramente se demorará, como siempre: hoy vale la pena tomar un taxi.

Cuando le indica al taxista la dirección, el tipo contesta que a esa zona él no va, que lo deja a unas cuadras, que se las arregle si se atreve a meterse por ahí, donde ya se sabe bien las cosas que pasan.

—Ya se sabe bien las cosas que pasan —dice.

—Y qué cosas pasan —pregunta Francis.

La expresión del tachero lo estremece, prefiere no seguir indagando: inconscientemente elige regodearse en el temor que lo envuelve más y más.

Hasta que no consigue controlarse, y cuando el taxi se detiene ante un semáforo en rojo, él abre la puerta y sale corriendo. Oye, de lejos, la puteada descomunal del tipo, que para seguirlo debería ir a contramano.

A la media hora de caminar por calles oscuras, el número de una de las viviendas coincide con el que él anotó en su agenda. ¿Un almacén en ruinas?

Toca el timbre, nadie responde. Entonces descubre la puerta entreabierta. Decide arriesgarse y empujarla: a pesar de saberse un aburrido y previsible empleaducho, valentía le sobra.

Entra despacio. ¿Será una trampa? ¿Por qué a él, un insignificante y mediocre espécimen? Da pasos sin despegar los pies del piso: el leve roce de sus zapatos contra el cemento puede delatarlo, tan enfrentado al peligro.

Algo pegajoso le dificulta avanzar. Se agacha, pasa el dedo, lo huele: ¿miel? Y cree oír un zumbido.

No lo admite: el miedo lo vence. El miedo es una sirena atroz que parte la siesta…

…y la alarma del despertador lo sacude, lo levanta.

Mareado, buscando descifrar su pesadilla, se levanta del sillón para llamar al delivery —es jueves, hoy toca chow-fan—. Esquiva la ropa del suelo y corre el plato y los cubiertos de la noche, que aún están sobre la mesa. Con los dedos en pinza, caranchea las sobras.

Oye la voz del chino en el teléfono, vuelve al sillón a esperar.

Recuerda cuando sus jueves eran de a dos. Entonces, la cena se elegía, no existía el chino.

Sí: le falta Paula.

Extraña sus llamados, sus “mi cielo”, “mi amor”. Sus “bichito mío”. Ahora el departamento es demasiado grande, las paredes se alejan cada vez más. Sabe que la soledad es para largo, pues a esta edad… ¿qué puede conseguir a esta edad, después de tres décadas de mierda? Ya ni dormir en paz puede.

Enciende el televisor y se sorprende al no encontrar el reality que a diario lo remolca del Ministerio, de los expedientes, del pilón. En cambio vuelve esa voz, la del e-mail, la de los parlantes de la computadora. Habla, sí. Y le habla directo a él.

Francis, dice, y se repite como eco.

¿Alucina, se ha quedado dormido otra vez? ¿Ha dormido todo ese tiempo?

Si no hubiese estado pendiente de sus propias preguntas, quizás hubiera advertido el timbre. Y no sabe que el pibe del delivery se irá en segundos, y que él se quedará sin su chow-fan.

Oye algo. De nuevo el zumbido de abejas, que crece y crece y empieza a ensordecerlo. Los bichos se acercan, se agitan a su alrededor, alcanzan a cubrirle las piernas, los brazos. Quiere liberarse, pero llegan a su cuello, caminan hacia los labios, se le meten en la boca, en sus fosas nasales: no se atreve a respirar.

El despertador suena justo a tiempo. Agitado, él percibe cómo las gotas de sudor le recorren las sienes y el pecho.

Se ducha, se lava los dientes, repasa la camisa. Prepara el café, las dos tostadas con queso crema. Pone el noticiero para enterarse del clima.

Ya en el hall del edificio, saluda al portero y soporta sus quejas.

A bordo del colectivo lo desespera un maldito embotellamiento: ansía chequear su correo.

—Veinte minutos tarde, Pereyra —el jefe se ajusta los tiradores—. Cada día peor, usted.

Y él firma la llegada tarde, sin poder justificarla.

Contiene su angustia.

Se apura a revisar su e-mail: como siempre, como todos sus días… nada.

Los reclamos del jefe le taladran el oído: ¡La redacción de la resolución, Pereyra! ¡Notifique de la reunión al secretario, Pereyra! ¡El bibliorato para la nueva oficina, Pereyra! ¿Sabe que estoy harto de sabandijas como usted, Pereyra? ¿Podrá alguna vez concentrarse en hacer algo bien, Pereyra?

Y Pereyra el Sabandija no puede concentrarse en hacer algo bien: lo abruma su recurrente pesadilla.

Seis en punto. Baja por las escaleras del Ministerio. Esta vez toma el 152. Viaja sentado. A su lado, un desconocido que dice llamarse Gregorio le advierte que está en peligro, que se encierre en su casa y que no salga hasta oír la señal.

Teme llamar a la Policía, y obedece a… ¿Gregorio? ¿Gregorio, se llamaba? Qué más da: Pereyra el Abrumado no sabe más que obedecer.

Sube a su departamento, corre al baño.

No está solo: quien fuese, del otro lado de puerta del baño lo encierra con dos vueltas de llave.

Atrapado, empuja y sacude la puerta, pero no logra forzarla. Piensa en cómo conseguirá ir al trabajo al día siguiente, imagina los insultos.

Detrás de las cortinas de la bañadera, algo se mueve. Y de nuevo, los zumbidos, esta vez demasiado cerca. Se excita ante el peligro.


Ilustración: Duende

Le pican los pies. Cientos de abejas le ganan a su cinturón, tupiendo sus piernas. Le duele, le quema, le impiden respirar. Cubren su cuerpo, lo conquistan. Penetran sus orejas, todos sus orificios. Intenta deshacerse de las que rodean su boca. Pero, al abrirla, se entierran hasta el fondo. Y él se atraganta.

A tientas, se inclina sobre el lavatorio, abre la canilla, se restriega los ojos apartando insectos. Es en vano: la pelusa negruzca en su cara le hace saber que se está volviendo uno de ellos.

No hay salida.

Se descubre en el espejo y le sonríe a ese ser que agita los élitros: por fin ha despertado.

 

 

Ivana Zacarías nació en Munro, en 1981. Estudió en Argentina y también en el exterior. Trabaja en proyectos educativos desde los ámbitos académicos y públicos. Cree que el primer libro que lee una persona tiene una influencia ineludible en el devenir de su vida: el suyo fue Mujercitas.

En Axxón ya hemos publicado su cuento CATÁFILAS.


Este cuento se vincula temáticamente con EL FUMIGADOR, de Adrián Lorea; LA VIDA ES UN SUEÑO RECURRENTE, de Mario D. Martín; y SIMBIOSIS, de Albino Hernández Penton y Sergio Gaut vel Hartman.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Metamorfosis : Argentina : Argentina).

“El viejo de la puerta”, Eduardo Poggi

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1

 

No podría explicar lo sucedido. Ni podría encontrar las razones por las que hice lo que hice. Solo puedo relatar hechos poco creíbles, actitudes sin razones aparentes que me forzaron a emprender un camino nunca imaginado. Me dejé llevar por la fuerza irresistible de una foto, por la intuición, por el deseo de saber quién era aquel viejo sentado al lado de una puerta.

Ya hace un año largo, yo buceaba entre mis blogs favoritos cuando oí el arpegio de la PCavisando el ingreso de un mensaje por Facebook: me invitaban a un bar de los alrededores de Parque Centenario que lindaba “con las rejas del Hospital Durand”. No me ofrecían comida ni bebida: “Alimento para el alma”, agregaba la invitación. Me gustó. Y también me gustó la bajada: “Lecturas de cuentos y poemas. Cualquier asistente podrá leer uno propio”. Decidí asistir con mi relato “Tahití”: su publicación en el suplemento cultural del diario Perfil me había sorprendido y deleitado.

El logo de la revista amiga me despejó cualquier duda: los mismos fundadores me invitaban. Abrí la agenda y confirmé que el día y la hora de la reunión en el bar no se superponían con ninguna otra actividad. Anoté la cita para el día siguiente a las 19:00.

 

 

Llegué temprano. Dos parejas del otro lado de la mesada del bar se reían mientras proyectaban fotos digitales de alta definición.

Una de las chicas se acercó y, al verle el delantal, le pedí una cerveza.

Oí que comentaban el viaje de dos de ellos a Bolivia: el volcán Tunupa, el salar Uyuni, el Cerro Potosí, Charcas, Chuquisaca, Sucre y… de pronto ese viejo sentado al lado de una puerta.

El impacto ante la fotografía fue rotundo.

—¡Dejá, dejá! —dije, y los miré con un gesto que ellos habrán entendido de miedo—. ¿Quién es el viejo?

—No te asustés —contestó el de bigotes—: el viejo ese es de este mundo. Un viejo cualquiera de Challapampa. Un don nadie.

Sin saber por qué, me molestó que aquel pendejo hablara así de ese hombre mayor.

—Sentado a la puerta de un monasterio —siguió diciendo—, y el idiota ni siquiera pedía limosna.

Me contuve para no decirle que me parecía una falta de respeto. Pero los muchachos algo habrán visto en mi mirada, porque uno me preguntó qué tenía de particular aquella imagen.


Ilustración: Tut

—Creí reconocer a… Prefiero no entrar en detalles. ¿Podrías mandarme por e-mail una copia?

—¿Tanto te gustó esa foto con todos los paisajes que pasamos? —el boludo no había ni siquiera oído que dije haber reconocido a alguien—. Fijate al lado del salero —señaló a la mesa que yo ocupaba—. Adentro de las cartas de precios pusimos copias en papel, por si alguien quiere comprarlas.

Busqué entre las fotos y me quedé con la del viejo.

—¿Alguno habló algo con él? —creo que el tono de mi voz delató mi ansiedad.

—¡Ni ahí! —gritó el que manejaba el cañón—. Me coparon los colores: el marrón de la puerta al lado del celeste de las paredes hechas concha, el viejo con pantalón marrón y camisa también celeste.

El pibe estaba en lo cierto: esa armonía de colores contrastaba con la figura del viejo sentado en la parte inferior de un nicho, contiguo al portón de madera carcomida. Tenía los dedos trenzados, apoyados en un bastón. La frente, sobre el dorso de las manos. En cuanto a la cara, medio la escondía bajo el ala del sombrero.

¿Un muerto?, me pregunté de repente. Las pulsaciones se me desbocaron: mis sesenta y seis años decían con claridad que el “muerto” no podía ser mi abuelo. Porque no lo he mencionado aún: yo estaba seguro de que ese viejo era mi abuelo, aunque desconocía la razón. Me había resultado sencillamente entrañable con solo observar su fotografía.

¿En qué me basaba para asociarlo con mi abuelo, a pesar de que no nos daban las edades? ¿En una mueca, en una marca de la piel, en alguna otra cosa? No, en nada concreto.

Qué loco, ¿no? Ningún indicio en la foto me lo revelaba… y yo sabía que , que ese viejo era mi abuelo.

—Gracias por la foto —dije, y alcé la copia.

—Te la incluyo en la cuenta del bar.

Piojoso, pensé. Así ni pienso comprártela.

—Llegamos ayer a la mañana y pedimos copias urgentes —explicó el pijotero—. Tenemos que cobrar por lo menos el costo, viste.

Y al toque, tiré la foto sobre la mesa.

El que manejaba el proyector lo apagó. Vi a unas personas caminando por el pasillo: Gabriel, Magda y Lucas, tres de los fundadores de la revista. Llegaban en patota y se sentaron a compartir mi mesa —aclaro que los nombres son ficticios; quienes me frecuentan conocen los auténticos, y saben que no quiero involucrarlos por la índole de este relato—. Los saludos y el comentario de Magda me alegraron:

—Dale —me dijo, poniéndome una mano en el hombro—. El local ya está lleno, los demás están por llegar. Presentamos, y después leés ese cuento que trajiste.

La euforia casi me suelta la lengua. A punto de contar lo del viejo, me callé. ¿Qué les diría? No podría explicarlo. Era insensato. Y mucho más insensato si hubiera dicho que él, mi abuelo, ese señor de la fotografía, había muerto siendo yo un escolar de quinto grado. Había muerto en un accidente familiar conocido por todo Villa Giardino, en pleno Valle de Punilla, cuando los pendejos que decían haberlo fotografiado no eran siquiera un proyecto de sus padres.

 

 

2

 

El Ford 34 trepaba con dificultad. Lo recuerdo bien porque yo le había advertido al abuelo que los cinco pesábamos para ese cascajo salido de la guerra. ¡Qué va!, había dicho él. ¿Aguanta también a Set, abuelo, además de a vos mismo, papá, mamá, mi hermana Lucrecia y yo? Éste se aguanta también al perro, hijo. Cualquier cosa aguanta. Es de los buenos.

Con ese Ford íbamos a pescar al Río Grande los dos, y mis viejos nunca se enteraron de que yo viajaba hasta el Molino de Thea parado en el estribo. ¡El abuelo era un genio!

El auto había pasado por tantas manos, antes de que él lo comprara. Muchas veces yo había escuchado, durante las comidas, que el 34 vio acción en la guerra, y que por eso en la Villa se lo consideraba una reliquia.

Pero aquel día, el abuelo Gregorio se veía obligado a frenar en cada curva y a poner rápidamente la primera para remontar las cuestas de El Cuadrado. Y tampoco las bajadas le resultaban fáciles al forcito: los frenos a cinta no habían sido diseñados para esos caminos de ripio, angostos, donde el auto resbala sobre el pedregullo, donde la cornisa deja espacio para que en las rectas apenas pasen dos coches. En las curvas había que asegurarse bien: por ahí, dos autos no pasaban. La manera de prevenir un accidente, decía siempre el abuelo, es hacer sonar la bocina. Una regla que cumplía tanto si el coche iba del lado del paredón como bordeando el precipicio. Nunca hay que olvidarse, decía, y menos viajando con la familia y del lado de la cornisa.

Del lado que, de caer, pensaba yo, caeríamos lo suficiente como para…

En una bajada, una recta interminable, el propio peso del auto y el peso del familión y el declive pronunciado aumentaron la velocidad. Advertí que el abuelo pisaba el freno sin éxito, y el ripio abovedado llevaba al forcito de un lado a otro. Oí que los dientes de la caja gruñían y vi al abuelo tirando de la palanca del piso para meter primera. Pero en esa época las cajas no se fabricaban sincronizadas, y por más que el abuelo quisiera, no era ninguno de los hermanos Gálvez para lograr un rebaje.

Yo me agarraba del asiento de adelante, miraba fijo el camino que terminaba en una mancha, en un espejismo. Veía al abuelo agarrado al volante, los nudillos crispados. No entendía: si él era grande, ¿por qué tantos nervios? Hasta que me di cuenta: el camino se iba volviendo puente. Y un puente muy angosto. Noté que mamá había sacado el rosario, lo apretaba de besos contra la boca.

El abuelo quería dominar el vaivén del Ford, giraba el volante de un lado a otro, apuntaba el radiador a la entrada del puente. Me espanté al ver, cañas en mano y reclinados sobre las dos barandas, a tres o cuatro grupos de pescadores tirando sus líneas o piedras o vaya a saber qué. El abuelo tocó la bocina, que yo apenas oí a causa de los gritos de papá, mamá y Lucrecia. El auto rodó sobre los tablones del puente, y la estructura de madera tembló. Un temblor al que sobrevino un rugido y que yo había oído muchas veces, cuando el agua de lluvia en lo alto de la montaña se desbarranca arrastrando piedras y lodo. La destrucción aplastaría al mundo en cualquier momento. Me imaginé cadáveres cayendo al agua, estrellándose contra el guardabarros y contra el parabrisas.

Pero el forcito pasó tan rápido, que solo recuerdo haber visto piernas a la altura de las ventanillas. Piernas trepadas a los barandales.

Un alivio. Los nervios se me aflojaron, me relajé.

Entonces, el abuelo gritó:

—¡Cuidado el lomo de burro!

Desde ese momento, fue como en las películas de hoy: un F1 a toda carrera, y justo cuando se produce el accidente, la cámara lenta muestra todos los detalles. El forcito se elevó, voló un par de metros, trazó una parábola en el aire, intentó asentarse en el ripio. Primero las ruedas delanteras, después las de atrás. El golpe no fue violento, no caímos en el ripio. Caímos sobre un colchón de tierra, y el polvo nos rodeó y vi una imagen surrealista: un colchón sobre los flejes de una cama suspendida en la atmósfera, adentro de una nube, y el auto que no terminaba de asentarse en el planeta, como si hubiera abandonado el plano existencial. Y mientras el auto seguía subiendo y bajando… y el abovedado del camino lo llevaba en zigzag, oí una explosión —más tarde supe que de una de las gomas—. Vi al abuelo con su pierna estirada, pisando con fuerza el freno y forzando hacia atrás el respaldo del asiento.

Y el autito derrapó bruscamente. Las ruedas no giraron; yo oía que raspaban el camino y levantaban algo que me ahogaba. Dos manos apretaban mi garganta. El piso del auto vibraba de forma tan extraña que en aquel momento no entendí. Hoy tampoco. Pero diría que el auto se sacudía como un avión adentro de las tripas mismas de una tormenta, generando la extraña conmoción de haber superado los límites del infinito, más allá de la atmósfera. Trepidaba bajo los pies… y giraba y giraba y se desplazaba por un túnel estriado. Como si fuéramos una bala recorriendo el ánima de un fusil, avanzábamos en espiral.

Entonces el forcito aterrizó, ladeándose y copiando la inclinación del abovedado del camino. Siguió derrapando hasta que las tazas de las ruedas, las ruedas mismas y las puertas golpearon la protección de piedra de la curva. Dio una vuelta de campana sobre el resguardo, y terminó cayendo por el acantilado.

Arbustos, piedras, pastos secos y pedazos de vidrios se filtraron por las ventanas rotas y por el hueco de una puerta abierta que iba y venía. Algo duro y grande —supuse que una piedra—, me pegó en la espalda y me atontó.

Repito: es muy difícil de entender, pero yo no recuerdo haber gritado ni haber oído gritos de mis familiares. Así como fuimos rodeados por una inexplicable nube, fuimos rodeados por un inexplicable silencio.

En ese espléndido día de verano, el auto quedó tendido con el techo sobre piedras entre las que se oía correr agua. Y en ese silencio, el chirrido de las ruedas girando.

Yo tomé conciencia del accidente al sentir un cuerpo debajo de mi espalda. Un cuerpo que peleaba por sacarse un peso de encima. Pensé que aplastaba a mamá, que mamá luchaba con mi peso por salir de ahí abajo. Me corrí y vi que Set me empujaba con sus patas. Me arrodillé como pude. Mamá, a mi lado, todavía movía los dedos.

—¡Mamá, mamá! ¡Salí de acá, mamá!

Pero los dedos agónicos pulsaban en pequeñas contracciones y me hicieron comprender que mamá ya no me oía.

De atrás vino un lamento. Me di vuelta y me quemé la mano con el agua del termo roto. Lo corrí y me corté un dedo, justo cuando vi un coágulo de sangre formándose en el pómulo derecho de papá: aún goteaba por el mentón. El abuelo se levantaba apoyándose en Lucrecia.

—Fito, ¿estás bien? —me preguntó. Su voz sonó cavernosa—. ¿Estás bien, Fito?

No contesté. Un ladrido ahogado de Set me lo impidió: medio mango de un plumero le atravesaba la garganta. Pataleaba en un estertor final. Las plumas se sacudían de un modo tan ridículo que, de no haber sido por la tragedia, la escena me hubiera causado risa.

Como un estúpido busqué la otra mitad del plumero y la encontré clavada en un ojo de Lucrecia. No me animé a tirar, por miedo a dejar vacía la cuenca. Preferí dar vuelta el cuerpo de papá, que yacía a mi lado. Le vi parte del abdomen por un desgarro de la camisa empapada en sangre. Me estiré sobre el asiento, quise reanimarlo a manotazos.

—Dejá, Fito —el abuelo me agarró el brazo—. Dejalo a tu viejo.

El ambiente olía al vino casero que el abuelo llevaba de regalo. Y me esperancé: ¡era el vino! ¡El vino había manchado la camisa de papá! Pero la mancha, de un rojo oscuro muy diferente al del vino tinto, me desalentó.

Después vino el desconcierto: la persistencia de la inexplicable nube; el insólito silencio, que dolía en los oídos; los ojos pulsando por salirse de las órbitas. Y presentí el desmayo.

 

 

Abrí los ojos, y quedé aterrado: el autito caía otra vez, más abajo aún. Pero me di cuenta de que el gentío que habíamos dejado atrás en el puente balanceaba el cascajo que había sido el auto, para ponerlo otra vez en cuatro ruedas. Cuando lograron invertirlo, el golpe contra las piedras del fondo del barranco fue tan violento que el Ford se sacudió como un simulador de parque de diversiones. Y Lucrecia, papá, mamá y yo rodábamos como salchichas y chocábamos entre nosotros. Y… sentí un miedo diferente al miedo. Sí, sentí un miedo diferente. No tengo forma de explicar ese miedo. Porque el abuelo Gregorio… ¡aparecía muerto! Muerto, y con un grotesco mango de plumero clavado en el ojo derecho. ¿Acaso yo no había visto el ridículo mango del plumero en el ojo de Lucrecia? Claro que sí. Y eso no era nada, si me ponía a pensar que el abuelo acababa de decirme que ya no había nada que pudiéramos hacer por papá, mamá y Lucrecia. ¿Cuánto había durado mi desvanecimiento? ¿Habría soñado aquel diálogo?

Por eso digo que sentí ese miedo.

—¡Sáquenme de aquí! —grité—. ¡Sáquenme!

Grité como si los demás no quisieran salir conmigo. Mejor dicho, grité como un cobarde que abandona a los seres que tanto asegura amar.

Quería irme de ahí porque pensé que estábamos todos muertos. El abuelo y yo habíamos muerto junto a papá, mamá y Lucrecia. No podía ser otra la explicación.

¿Fantasmas?

Una dulce voz de mujer me volvió a tierra, una mano suave me acarició.

—¿Qué te pasa? —dijo la voz de la desconocida, acaso una mujer del más allá, o simplemente una de las del grupo que se había acercado a socorrernos—. ¿Estás temblando?

Claro que temblaba. Temblaba de terror. Temblaba porque había visto a mi abuelo vivo, a mi lado, hablándome, espantados los dos ante la muerte que nos rodeaba, y sin embargo él había muerto.

Mi voz tranquila y pausada me sorprendió:

—Necesito salir —dije.

Y cuando papá, mamá y Lucrecia se acercaron, nos abrazamos.

Nuestra vida cambió para siempre. Todo comenzó a ser diferente desde ese momento.

 

 

3

 

Ahora habrán comprendido mejor el impacto que me causó la imagen proyectada en el bar, la imagen de ese viejo al lado de la puerta. Mi abuelo… vivo. Vivo y sentado junto a esa misma puerta.

Qué misterio. Solo podría resolverlo hablando con ese hombre. Y para eso debía buscarlo.

El interés por leer el cuento cambió por el interés en leer el epígrafe de la foto que había tirado sobre la mesa. Me puse los anteojos. Y al pie leí:

 

VIEJO Y PUERTA – ISLA DEL SOL – BOLIVIA

 

¿Isla del Sol? ¿Una isla en Bolivia? Si cualquiera sabe que los bolivianos luchan por una salida al mar, en medio de problemas diplomáticos.

Y entonces vi a Lucas navegando con una netbook. No me aguanté y se la pedí por un par de minutos. Me la prestó de mala gana. No me importó.

Ingresé a Google Maps, y el sistema terminó por aterrizarme en el Titicaca. Absorto, miraba la Isla del Sol en el centro de la mitad boliviana del lago y de la pantalla. Me quedé así por varios minutos, hasta que Lucas me reclamó la netbook explicándome que tenía archivado el texto del cuento que él debía leer. Me disculpé con el grupo, dejé un billete de veinte por la cerveza, y me llevé la foto del viejo.

Me levanté y me fui. Seguro que mi actitud no les gustó nada. Pero yo sabía muy bien por qué me iba: no me importaba cumplir la promesa de leer el cuento “Tahití” ni lo que pudieran pensar; solo me importaba ingresar a Internet para saber más de esa isla.

Ya en casa, encendí la PCy accedí otra vez al mapa del Titicaca. Entrelacé los dedos de las manos, los puse atrás de la cabeza, y me recliné en el sillón con la mirada fija en la pantalla. Aparecieron las fotos satelitales de la Isla del Sol: la geografía, las rutas, los nombres de las ciudades. Las ruinas de Chinkana, comunidad Sicuani y Yumani. Cuando leí Challapampa, recordé que ahí le habían tomado la foto al viejo, en esa comunidad de la punta norte de la isla.

¿Qué podía hacer mi abuelo en medio del Titicaca, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar? Un lugar primitivo, de climas extremos.

—Nada podría hacer mi abuelo —dije en voz alta—. Si está muerto.

Y cuando me escuché, me sorprendí con lo que había dicho.

Fue ese el razonamiento que me llevó a concluir que de ninguna manera ese viejo de la foto podía ser mi abuelo.

Una puntada en la nuca me obligó a sacar las manos de atrás de la cabeza y levantarme del sillón. El sillón quedó hamacándose —quedó asintiendo— como si tuviera vida propia, como si estuviera diciéndome que sí, que tenía razón, que no podía tratarse de mi abuelo.

¿O me estaría diciendo que sí, que era mi abuelo?

La puntada cesó. Y la duda me llevó al Titicaca.

 

 

4

 

La mayoría de las agencias de turismo me sugerían volar a Jujuy y recorrer la Quebrada de Humahuaca, cruzar de La Quiaca a Villazón y ascender hasta La Paz. Yo no buscaba turismo. Buscaba a mi abuelo. Así que descarté los consejos y saqué pasaje aéreo directo a La Paz.

Descarté la idea de llamar a Villa Giardino para avisarle a la familia. No sabría cómo explicarles un viaje tan repentino.

Esas tres noches esperando la salida del avión fueron de pesadilla. Literalmente de pesadilla. Noche tras noche soñaba las mismas tres pesadillas y en la misma secuencia. En la primera, Set me incrustaba las patas entre las costillas y me atravesaban y se convertían en el mango de aquel plumero trágicamente ridículo, y el abuelo me agarraba del brazo y me decía: Dejalo a tu viejo, Fito… Dejalo… dejalo… dejalo.

Me despertaba empapado en sudor, y con esa puntada en la nuca que venía atormentándome desde hacía varios días. Me levantaba, me bañaba y me tomaba media jarra de agua y volvía a la cama con un somnífero disolviéndose en mi estómago.

Y entonces, en la otra pesadilla, yo flotaba en el agua de un lago, plácido como un bebé, y el agua se enturbiaba de rojo y se espesaba en un mar de sangre que me arrastraba adentro de un auto con cadáveres entrechocándose y los cadáveres se entrechocaban contra mí, y alguien me calmaba. Mi abuelo. Mi abuelo, que me acariciaba el pelo y me agarraba del brazo y me decía: Dejalo a tu viejo, Fito… Dejalo… dejalo… dejalo.

La última, siempre la más intolerable: una voz del más allá me despertaba, y yo abría los ojos y veía la oscuridad más oscura. Me veía yo mismo, en el fondo de un barranco, atrapado entre fierros retorcidos, y mi abuelo que me soltaba el brazo, y mi familia que ya no existía.

Horribles pesadillas que nunca podré olvidar.

 

 

Finalmente volé a La Paz. La primera noche me hospedé en un hotel céntrico reservado por la agencia. Las mismas pesadillas, el mismo dolor en la nuca. Y siempre esa voz, siempre esa oscuridad oscura, siempre abandonado entre las entrañas de hierro.

A la mañana, las combis salieron en grupo, cerca del cementerio de La Paz y hacia el estrecho de Tiquina: ciento treinta kilómetros por caminos de cornisa que avivaron mis horrendos recuerdos de aquel viaje que se pretendía feliz y familiar. Temí lo peor. Me pregunté si estaría llegando mi fin, si el misterio de la vida me tenía reservado un final en el fondo de un barranco.

Habría pasado una hora, y volvió la puntada en la nuca. Mareos, náuseas, cansancio. Me costaba respirar. Oí palabras inconexas de un gringo que viajaba a mi lado: altura… drinc sorochi pills… y me imaginé la razón de las molestias. No me resistí a masticar unas hojas que alguien metió en mi boca.

Llegamos a Tiquina. Nos señalaron una precaria barcaza que nos cruzaría a la Isla del Sol. Por prevención, metí la mano en el bolsillo y saqué un par de hojas y empecé a masticarlas: todavía seguía medio atontado por la altura. El bamboleo de la barcaza me resultó tan insoportable como las subidas y bajadas de la ruta.

Adentrándonos en Copacabana, las combis pararon en una de las callecitas abiertas, cercana a la plaza. Al principio, no encontré explicación: no había ni semáforo ni policía. Pero pronto alcancé a oír un rumor de pasos y cánticos. Miré hacia la derecha y, a unos cincuenta metros de nosotros, se venía una multitud. Escoltaba a algo o a alguien llevado en andas.

Un entierro, pensé. Por eso se ha parado el tránsito.

El soroche se me había pasado, y me bajé a estirar las piernas, copiando la actitud de los otros pasajeros. Ya en la calle, un hombre de ropas coloridas y gorro —lo reconocí: viajaba dos asientos adelante del mío— le dijo algo a la mujer que lo acompañaba. Entendí que estaban llevando a una chica virgen hasta el cementerio, y me dije que debían ser del lugar para saber que la chica en cuestión era virgen. Yo apenas podía ver la figura femenina que encabezaba la manifestación o lo que fuese aquello, que ya teníamos a treinta metros: la columna avanzaba entre cordones humanos.

—La Virgen de la Candelaria guía a los pecadores —le dijo el tipo a la mujer, que se agarraba de su brazo.

La Virgen. La Virgen con mayúscula. De eso se trataba. Una procesión.

—Evita que la maldad se propague fuera de la isla —seguía diciendo el hombre—, a las poblaciones linderas.

¿Maldad? Me pregunté qué horribles pecados podían haber cometido los nativos de aquella isla de aspecto tan pacífico.

Vi que los peregrinos ya se acercaban hacia donde me encontraba yo, no muy lejos de la combi. Uno de la primera fila llevaba un cartel con dibujos o algo escrito, y fijé la vista en el estandarte que portaba. La luz del sol filtrándose entre el estandarte en forma de cruz me obligó a entrecerrar los ojos. Al abrirlos, la luz fue atenuándose y apareció la Virgen sobre los hombros de la multitud. El mensaje que había recibido para asistir al bar del Parque Centenario, de pronto cobró un sentido profundo: “Alimento para el alma”, recuerdo que decía. Empujé y pasé a primera fila para recibir la bendición del sacerdote. Y el agua bendita me inundó de esperanza. Seguro que encontraré al abuelo, pensé. Seguro que sí.

La procesión pasó, y los feligreses que la bordeaban se dispersaron. Uno de los choferes pidió que camináramos dos cuadras por una abrupta bajada de la calle céntrica de tierra. Cuando llegamos hasta un catamarán, él y su compañero bajaban de las combis.

—Con eso —dijo uno de los choferes, señalándolo— cruzarán a Yumani, al sur de la isla.

Desde la embarcación se veían terrazas cultivadas alternándose con tierras áridas. Por esos cultivos y las construcciones de las orillas del lago se deducía el origen indígena de los pobladores. A pesar de los dos grandes flotadores de los costados, el oleaje caótico sacudía al catamarán. Pero las hojas que llevaba en mis bolsillos, y que de tanto en tanto masticaba, venían cumpliendo su tarea.

Unos cuarenta minutos más tarde bajamos en Yumani.

—Seis horas libres —nos concedió un guía.

—¿Y el que quiere ir a Challapampa? —me atreví a preguntar.

—El que quiere ir a Challapampa debe alquilar otra lancha.

Yo y tres más compartimos el alquiler y seguimos viaje. En Challapampa, otra vez las consignas: tres horas libres, para evitar la noche en la vuelta por el camino de cornisa; esperarían por algún demorado solo quince minutos. El que no llegara a tiempo regresaría con la excursión del día siguiente. Cualquier costo adicional corría por nuestra cuenta.

 

 

Entre el caserío, busqué el portal de la foto por callejones sinuosos con casas bajas, descensos y subidas. Cada vez que mostraba la foto, los pobladores me devolvían un movimiento de cabeza negativo, ojos grandes y miradas aterradas, recelosas. Finalmente, convencido de que había encontrado a mi abuelo, seguí a un viejo que vi entrar en una casa con techo de terracota. Golpeé.

El buen hombre salió, y me desilusioné al verle la cara. Le mostré la foto, y él señaló un cerro que asomaba sobre los techos.

—Al pasar la primera curva —dijo—, un sendero lo llevará hasta el monasterio que anda buscando.

Si no fuera por el cansancio de la altura y mi edad, yo hubiera disfrutado de esos senderos que subían y bajaban como las picadas de sierra que habíamos abierto con el abuelo. Senderos en zigzag, en partes de piedra, de tierra otros. Olía la penetrante salinidad del ambiente, aunque no tan salobre como la del océano. El sol picaba, y el viento secaba la piel. Las piedras sueltas y la arenisca lastimaban mis pies. Quise afirmar el paso sobre un montículo, pero se desmenuzó. Y oí un par de piedras rodar, atrás, deslizándose por el declive del camino. Al darme vuelta, un paisaje de agua y cordillera, un lago rodeado por montañas, se abrió frente a mí. La pared del cerro en subida me había impedido ver la maravilla: el lago más alto del mundo.

En ese altiplano, los ángulos de las subidas se pronunciaban. Desfallecía, me faltaba el aire a pesar de que seguía masticando coca. Y cuando vi un comienzo de pared armado con piedras y argamasa, aspiré profundo. A medida que subía, la mano del hombre se evidenciaba en esa pared. Entonces, al doblar una esquina, me encontré con la puerta de la foto: el convento, su portal marrón y la pared azul descascarada.

Tomé aliento, y en unos pocos pasos alcancé la puerta. Me imaginé al abuelo sentado en ese nicho, la cabeza gacha.

Golpeé el portón dos veces.

Nada.

Nada ni nadie.

Un perro ladró.

Volví a golpear y oí campanadas a lo lejos, del otro lado del portal del convento. Después, pasos que se acercaban, el sonido grave de un cerrojo, una puerta abriéndose detrás del portón, aroma a incienso, y la figura de un monje que me sorprendió con su actitud de franquearme el paso.

¿Esperaba mi arribo? ¿Me conocía?

—Estoy buscando a…

Con un gesto me pidió silencio. Sin hablar, y con otra seña, me indicó que lo siguiera.

Llegamos a una sala iluminada por velones de iglesia. Un cortinado cubría el vano de la puerta.

No sé por qué me dio la impresión de que allí se honraba algún culto o creencia nativa.

El cortinado se movió —vi una mano corriéndolo—, y otro monje —por su empaque grave y sus años lo supuse el abad— me saludó con una inclinación de cabeza. El monje que me había recibido se retiró cuando el abad hizo una segunda reverencia.

—Sé por qué está aquí, señor —me dijo, y apoyó su mano en mi hombro.

—¿Cómo… cómo lo sabe?

—Somos pocos, aquí —dijo—. Somos pocos, señor, y la voz corre más rápido que el viento.

—Entonces, usted conoce a este hombre —afirmé, y le tendí la foto.

De inmediato el abad se cubrió los ojos con el brazo y se apartó de mí.

—Ese hombre es malo, señor —dijo, y se dio vuelta y se arrodilló a orar frente a las velas. Yo, sin saber qué hacer ni qué decir, callé. Después él se levantó de las lajas, me puso otra vez la mano en el hombro, y mirándome repitió—: Ese hombre es muy malo, señor.

Quise explicarle que buscaba a mi abuelo. Que ese hombre era mi abuelo. Y, a punto de decirlo, entendí que sería imposible convencerlo. Ni yo mismo sabía si eso era verdad.

—¿Dóndepuedo encontrar a este hombre? —pregunté, mostrándole otra vez la foto, y el monje reaccionó ante mi angustia.

—Se ha ido, señor —dijo, y no pude evitar que otra vez se arrodillara para orar frente a las velas—. Gracias a Dios, ese mal hombre se ha ido —sin levantarse lo dijo—. Nuestras plegarias fueron escuchadas, señor.

—Pero… —hice una pausa para toser: el humo de las velas me había secado la garganta—. ¿Por qué los nativos no me contestaban? ¿En que idioma hablan?

—Los pobladores, señor —el monje se levantó y se ubicó frente a mí—, hablan una cruza de lenguas ancestrales y español. Y profesan un culto mezcla de Inti, Viracocha y de influencias españolas —se quedó mirándome con una expresión de duda—. ¿Usted conoce cómo se formó este lago, señor?

Yo no sabía, pero arriesgué:

—Por las lluvias y los glaciares.

El monje volvió a arrodillarse frente a las velas en una actitud repetitiva. Y de sus labios salió un murmullo, una oración. Cambié el tono de mis palabras:

—¿Por las lluvias y los glaciares?

—El maligno sembró discordias —arrodillado y sin mirarme, me hablaba: su boca apoyada en los dedos entrelazados, suspirando, negando con la cabeza—. El maligno dividió a los hombres, generó la maldad, los pecadores provocaron el llanto de Viracocha. Y tantas fueron sus lágrimas, que el diluvio en el valle generó este lago.

¿Qué decía este monje? ¿De qué hablaba?

—Pero… ¿qué tiene que ver eso con mi abuelo?

Cuando el abad giró bruscamente su cabeza, cuando se levantó y se me acercó y con sus dedos me trazó la señal de la cruz sobre la frente, tomé conciencia de que yo había dicho “mi abuelo”. Según él, un malvado. Faltaba que me dijera que el abuelo encarnaba al Diablo en persona.

—Satanás —dijo—. Satanás encarnado en su abuelo, señor.

El monje no dudaba de que aquel hombre de la foto fuera mi abuelo. Yo ni de lejos estaba seguro, pero su certeza era absoluta. Y, además, me decía que tenía al Diablo en el cuerpo.

¿El loco era él o yo?

—Usted, padre… —recobré el aliento, insistí—. ¿Usted sabe dónde puedo encontrar a mi abuelo? —no bien salió de mis labios, esa pregunta me pareció estúpida: ya me había dicho que se había ido sin dejar huellas—. ¿Sabe en cuál de esas casas vive? —señalé hacia el paredón que, según supuse, ocultaba el caserío.

—Ya no vive, señor —ahora se hizo él la señal de la cruz en la frente—. Ya no vive entre los vivos, señor.

Y al escuchar eso recordé a mi abuelo en aquel accidente: vivo y rodeado de muertos, y después muerto él, y no papá, mamá y Lucrecia.

El monje parecía saber de mí mismo más que yo. De mi vida, de la vida y la muerte del abuelo Gregorio.

Me traspasó un temblor. Y aquel miedo otra vez me inundó.

 

Ya no alcanzaría la lancha de regreso a Copacabana, por eso no me resultó difícil aceptar la hospitalidad del religioso. ¿Dónde hubiera ido, si no? Además, el convento era el mejor lugar para protegerme… Y me quedé a pasar la noche allí.

¿Protegerme, dije? ¿Protegerme de quién? ¿Del innombrable? ¿Del monje mismo, si en realidad —paranoia mediante— resultaba ser él el viejo de la foto, y no mi abuelo?

Siguiendo al abate por corredores oscuros, me desorientaban las vueltas y recovecos que debíamos transitar hasta llegar al cuarto. Las luces de las velas perfilaban sombras fantasmales que nos sitiaban desde las paredes. Llegamos a una puerta de madera maciza, por la que entré después de despedirme de ese hombre misterioso.

Una lúgubre habitación rectangular quedó iluminada por la luz mortecina de mi vela. La falta de ventanas revelaba que el cuarto formaba parte de un área interior del templo.

Apoyé el candelabro en el piso y quise arrastrar la cama para trabar la puerta. El peso del camastro y el piso de piedra me lo impidieron. Me cansé, y la dejé apoyada contra uno de los lados menores del cuarto, al lado de la vela. Me agaché y la soplé. La llama se apagó, y logré ver la punta roja del pabilo y un humo espeso convirtiéndose en una figura fosforescente que fue diluyéndose en el cuarto, inundándolo de olor a sebo. ¿Ese miedo que me traspasaba creaba las imágenes?

Me acosté. Temí las pesadillas de siempre. La voz del más allá que me despertaba, abandonado en la oscuridad más oscura, y… lo peor: el abuelo que me soltaba el brazo en la maraña de fierros.

Trataba de dormir. La cama de madera y mis años no facilitaban las cosas. Y menos los dolores provocados al querer arrastrar la cama.

Las paredes de piedra frías me obligaron a taparme. Las paredes, sí, pero también los fantasmas me obligaron a taparme. Abrigado por una frazada tejida con alguna fibra de la zona, quise adivinar los dibujos de la pared negra. De espaldas al vacío de la habitación, vivía ahora los mismos pensamientos que había vivido de niño.

Algo debajo de la cama, una mano acercándose para tocar mi cabeza.

Un aliento húmedo en el cuello.

Un olor fétido…

…y alguien destapándome bruscamente.

Y, en el entresueño, una voz:

¿Cómo estás, hijo?

Me ovillé, me tapé la cabeza, encogí las piernas y las abracé.

Hijo, ¿cómo estás?

Abrí los ojos bajo la cobija. Oscuro. Oscuridad de muerte. Otra vez aquel miedo distinto. Agucé los oídos.

Soy yo, Fito.

¿Fito? El abad no sabía mi nombre. ¿El abuelo me hablaba?

Dale, Fito, que no nos queda mucho tiempo.

La puntada en la cabeza, ¿ese anuncio de mi ingreso al mundo de las sombras?, me sentó en la cama.

—¿Abuelo? —me levanté y caminé en la oscuridad, los brazos extendidos buscando un cuerpo, quizá la fosforescencia que había entrevisto—. Abuelo, ¿sos vos?

Nadie.

Un sueño.

Volví a la cama. El corazón latía, y en ese silencio escuché mis propias pulsaciones.

Otra vez el entresueño. Y los recuerdos.

Remontaba el Río Grande de la mano del abuelo, en Villa Giardino, más allá del Molino de Thea: yo ponía migas de pan adentro de gruesas y pesadas botellas de sidra, tapaba el pico con un corcho, las hundía en un claro del río, los peces entraban y no podían salir por la forma del culote cortado por el abuelo. Y esa noche mamá freía cornalitos empanados en harina. ¿Por qué tenés tantos libros, abuelo? Se aprende mucho leyendo, hijo. Se pueden vivir otros mundos con sólo leerlos. Leés, y la imaginación hace el resto. El brazo del abuelo sobre mis hombros me arropó de cariño mientras observábamos a un cornalito que no quería entrar por el culote.

—¿Por qué te moriste, abuelo?

Por amor, hijo.

No explicó nada más. Lo entendí perfectamente. Lo miré.

—Abuelo, ¿qué es todo esto? ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

Tranquilo, Fito —el tono de sus palabras me calmaba—. Ya está todo bien.

—¿Todo bien, abuelo? Y el abad… la gente espantada…

Te puedo explicar —puso las dos manos en mis mejillas y me besó la frente, al borde de ese río.

—El accidente. La vida y la muerte. Tu pretendida maldad. Nada tiene sentido, abuelo.

Todo tiene sentido, hijo. Hasta el dolor de verte crecer sin poder gozarlo.

—¿Podías verme, abuelo?

Claro que sí, Fito —le vi un gesto de pesadumbre—.Te vi leyendo libros de mi biblioteca, jugando al rango con tus amigos, soplando velitas en tus aniversarios, rompiendo culotes de botellas, pescando solo en el río. Vi tu casamiento. Antes de que muriese, sabía que tu esposa moriría. No pude hacer nada para evitarlo. Y después, tu dolor cuando murió. Mi dolor cuando lo vi. Placer y dolor viví, Fito.

—¿Lo viviste, abuelo?

Una forma de decir, hijo. La condición más importante de mi pacto…

—¿Pacto, abuelo? —lo interrumpí, no entendía—. ¿Qué pacto?

Yo seguía sus palabras con atención mientras oía como de lejos el correr del agua y veía un campo florecido de cosmos del otro lado del río. Entendía más por intuición que por razonamiento.

Cuando solté tu brazo en aquel auto, hijo —el abuelo asintió con la cabeza, supuse que para enfatizar sus palabras—, y mientras olías el vino de la damajuana hecha trizas, el tiempo cambió de plano. Podrían haber transcurrido años en segundos. Pero solo bastó la eternidad de ese instante. Antes de la llegada de quienes dieron vuelta el cascajo. Ahí ocurrió todo, Fito.

—Te acompañé hasta la muerte, abuelo. Lo sé. Fue eso lo que pasó.

Un Martín Pescador se posó en una rama suspendida sobre el agua. Miraba la botella, inclinaba su cabecita a un lado y a otro, como si supiera que le sería imposible capturar los cornalitos atrapados. Una brisa fresca me acarició la cara.

No, no fue eso lo que ocurrió, Fito. Hice un pacto. ¿Te acordás de mis palabras?

—Me pediste que dejara a papá: “Dejalo… dejalo”, me decías.

El mundo se me cayó encima, hijo. Me sentí capaz de cruzar un glaciar, un desierto, o de vivir sin agua más que de enfrentar la muerte que me rodeaba. ¿No oíste mi pavoroso grito, mi alarido?

—Nada, abuelo. No oí nada.

Pues el Destructor sí que me oyó. Las compuertas del mal se abrieron y aparecieron las tinieblas, Fito.

—¿Las tinieblas, abuelo? ¿Qué destructor?

Ahora, el río y sus márgenes se cubrían de una espesa neblina que impedía ver la botella y el agua; solo aparecían las copas de los sauces y álamos asomando, figuras fantasmales marcando la ribera.

Sí, hijo. Las tinieblas. Las sombras se eternizaron, una espesa niebla nos cubrió, y recibí la oferta de cambiar muerte por vida. Mis seres queridos muertos vivirían a cambio de la venta de mi alma.

—Entonces aquella inexplicable nube durante el accidente… aquel inexplicable silencio. Fue eso. ¿Y por qué has venido a este lugar perdido, abuelo? ¿Por qué en un país tan distante?

Fue este, pero podría haber sido cualquier otro. Debía mantenerme alejado físicamente de ustedes. El primer contacto con un ser querido anularía el pacto. Viví la soledad del desamor. El maligno Destructor se ensaña. Me impuso otra condición: encarnar al mal por el mal mismo. Peor que ver la felicidad sin poder disfrutarla. Por eso he vivido entre esta gente a la que tanto mal he causado.

—¿Quién lo hizo, abuelo? ¿Cómo? ¿Fue el tal destructor?

Cómo, no lo sé, hijo. ¿Quién? Pues sí: el propio Satanás.

—¡Abuelo! ¿Entonces el monje tenía razón?

El maligno Destructor sabe el precio de cada uno de nosotros, Fito. Pero yo lo descubrí tarde.

—Volvamos, abuelo. Volvamos a casa. Ya tenemos suficientes cornalitos.

Tarde, hijo. Tarde. El pacto se ha roto con tu visita. Esta misma medianoche, en instantes, me iré para siempre. Volvé, Fito. Volvé a tu casa en Villa Giardino.

El abuelo terminó de decir esto, la puntada en la nuca me despertó… y creí ver un holograma fosforescente absorbido por una fuerza que lo aspiraba como al genio de una lámpara. En la oscuridad de la habitación oí una voz lejana, desvaneciéndose:

Mi error ha sido grave, hijo. Rezá para tomar fuerzas, esperanza, fe. No te dejes vencer. Sería un triste final que tanto dolor y sacrificio se esfumaran para siem…

 

 

5

 

De vuelta en Villa Giardino, llovía torrencialmente. Recordé aquel comentario del abad sobre el llanto de Viracocha por los pecadores. ¿Tendría relación con la cancelación pactada por el abuelo? ¿El pacto roto afectaría a papá, mamá y Lucrecia? Sentí culpa. ¡Tantos años sin verlos, y ahora podría haberlos perdido para siempre! ¿El abuelo habría actuado para que ocurriera así, o todo se debía a una fuerza superior que destruía un pacto de maldad?

El micro me dejó en la ruta, justo en la calle de entrada con la plazoleta en el medio. Le advertí un gran parecido con la de Copacabana, pero atribuí a mi imaginación esa continuidad de los parques.

Pedí un taxi. Volvía a la casa en que nací. La casa desde la que había partido en la mañana del accidente en el forcito del abuelo. La casa. Solo cuatro paredes donde descansan mis recuerdos: mamá cebando mate, papá cavando para plantar el ciprés, el abuelo durmiendo la siesta en su reposera, Lucrecia regresando del~monte de la esquina. Cuando salga por la puerta del fondo alzaré los ojos y veré el otro pino, que quizá ya no exista, y me descubriré escondido en la cima de su tronco. Mientras, el abuelo me buscará, corriendo alrededor de esas cuatro paredes. Un llavero, una cortina, un aroma a cornalitos y aceite de oliva evocarán escenas cotidianas: mamá y el acierto de sus manos, la oración de papá agradeciendo la comida, Lucrecia cocinando alfajores de maicena, papá con la botella de vermú y el sacacorchos en la mano, y el abuelo cortando la picada. ¿Vivirán el jazmín celeste que plantó mamá, el tilo, los abedules, las flores?

Qué raro: no tengo recuerdos familiares sin la presencia del abuelo.

Bajo del taxi, y los vecinos me miran con asombro.

Desconozco la empalizada del frente de la casa. Hay una puertita caída, la puertita de acceso a ese jardín. Ni siquiera la casa misma reconozco.

Saco la llave, abro, entro. Nadie me espera. El abandono me grita que hace rato que nadie me espera. Ni siquiera me acompañan los fantasmas.

¿Qué hacer? ¿Habrá sido un sueño, todo? ¿Por qué razón me fui de Giardino? La confusión se encarna en mí de tal forma, que ya no me permite entender si murió el abuelo, si murieron papá, mamá y Lucrecia, o si morimos todos. Porque yo siento que no puedo decir que estoy vivo. Y si lo estoy… ¿tiene sentido esta vida?

Camino hasta la ventana que da al fondo. Veo la tarde lluviosa, las hojas del otoño flotando en el agua que fluye hacia la vieja rejilla del desagüe taponado. Veo el pasto crecido, las paredes descascaradas, el jardín enmarañado de espinas, las grietas en la pileta excavada por el abuelo en la roca.

Ahora sí que reconozco esta casa.

—¡Tenga cuidado! —me grita un vecino desde la vereda de enfrente—. Los de Giardino evitamos pasar frente a ese infierno.

¿Infierno? ¿Pero qué dice, se volvió loco?

—Esa casa se devoró a la familia que vivía ahí —sigue gritándome—. ¿Perdió la memoria, buen hombre?

—¡No perdí la memoria! —le grito desesperado—. ¡Los recuerdos me inundan!

Y se me abalanza aquel sueño persistente, intolerable, que he tenido antes de viajar a Bolivia: esa voz del más allá que me despierta, esa oscura oscuridad, negra de toda negrura, como jamás he visto. Ya no me veo abandonado y solo adentro del cascajo. Me veo acompañado. Me sé acompañado para siempre.

Y el miedo —aquel miedo— no es nada al lado del que ahora me anula.

Mi familia se ha esfumado de mi vida, el abuelo ya no me agarra del brazo.

No me quedan excusas para seguir en este mundo.

Y, al pensarlo, entreveo la transparencia de las yemas de mis dedos, que se convierten en pulpa roja. En huesos más y más desleídos, falanges inconsistentes. Y comprendo el pedido del abuelo: “No te dejes vencer”. Su último intento de amor para mantenerme “vivo”. Pero comprender eso es imposible de soportar. Porque la transparencia ya avanza por mis muñecas, por mis antebrazos deshilachados en tendones que se distienden. En arterias y venas que se confunden con esas fibras pastosas que fueron mis músculos decolorados. ¿Será un triste final que yo también me esfume para siempre?

Sale el sol. Mi cuerpo ya no propaga sombra: es alma pura.

Antes de que los párpados se me cierren, me vislumbro yaciendo yo también en la entraña de hierros, en aquel accidente que le ha costado la vida a la familia entera.

 

 

Eduardo Poggi (Buenos Aires, 1945) integra el círculo de escritores de horror y fantasía “La abadía de Carfax”. Escribe sobre plástica y literatura en el periódico cultural FINy en la Revista Axolotl. Los cibersitios Axxón, BNTB, El aleph, NM, QI, Revista Axolotl, Literarea y el suplemento cultura del diario Perfil han publicado algunos de sus cuentos y cuadros. Alterna su pasión por las letras con la pintura y la composición musical. Su novela inédita Razones de un homicidio fue publicada por capítulos en su blog “Letras, colores y sonidos”. El libro de cuentos “Terminar con todo” aún permanece inédito.

Hemos publicado en Axxón AL ACECHO.


Este cuento se vincula temáticamente con LA ESCRITORA, de Víctor Conde; LA NOCHE DE TEMPOAL, de Pé de J. Pauner; EL SACRIFICIO, de Dimitris G. Vekios; y SÁBADO A LA NOCHE, de Eduardo J. Carletti.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Pacto satánico : Argentina : Argentino).

Axxón 240, marzo de 2013

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Revista Axxón 240 – marzo de 2013


EDITORIAL  El poder de la historia, Dany Vázquez, Axxonita
(3/mar)
FICCIONES  Orilán, Carlos Pérez Jara
ilustró Pedro Belushi(3/mar)
ENTREVISTA  Entrevista a Laura Ponce, Ricardo Germán Giorno
(3/mar)
TAPA:

Por Guillermo Vidal

La revista se va ampliando a lo largo del mes, agregando cuentos, notas, imágenes, secciones, etc.



Editorial: “El poder de la historia”

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ARGENTINA

 

 

 

En su ensayo “El poder de la mentira”, Umberto Eco nos muestra cómo hemos creído, a lo largo de la historia, en ideas que luego descubrimos erradas o falsas. No obstante, estas ideas, estas estructuras de pensamiento, han servido de andamiaje para completar distintas visiones de la realidad y del universo mismo. Y han prendido tan fuertemente en nosotros que ha costado siglos (y también vidas) cambiarlas por paradigmas aparentemente más cercanos a la realidad.

La literatura que nos ocupa basa su potencial en el poderoso manejo de la mentira. Los que nos dedicamos a la publicación de lo fantástico siempre estamos a la caza de nuevos mentirosos, embaucadores geniales y fabuleros.

¿Dónde está la magia? ¿Cómo se consigue que, al menos por un rato, nos sumerjamos en sus mentiras para creerlas verdad?

A mí, personalmente, me gustan mucho aquellos autores que hacen un gran esfuerzo para convencerme, y que lo hacen con elegancia. Sólo así puedo creerme el contacto entre civilizaciones disímiles, o el viaje en el tiempo o el espacio. Únicamente así puedo confiar en los monstruos creados para generar terror, o al menos ese resquemor que situábamos al apagar la luz en ese pozo más oscuro debajo de nuestra cama. De ninguna otra manera podría creer en la magia, o en los dragones, o en las huestes de muertos que vuelven para vencernos y sumarnos a ellos. Pero por sobre todas las cosas disfruto con aquel autor que, tras el enramado de conjeturas y falsedades, nos muestra a las personas tal como somos, con nuestras grandezas y nuestras miserias, con nuestros sueños y pesadillas. Porque quizás, al vernos reflejados en ese espejo literario, así podamos corregir, aunque sea un poco, aquello que nos aleja de ser mejores.

Muchas veces se ha dicho que el género fantástico (y en especial la ciencia ficción) es la alarma que suena para indicarnos que no vamos bien. Desde septiembre de 1989 el mundo ha cambiado varias veces a una velocidad vertiginosa, pero pocas veces esos cambios han beneficiado a los desposeídos, a los desprotegidos, a los que menos tienen. No obstante, y tal como sostiene la maldición china, pareciera que estamos viviendo otro de los momentos interesantes de la aventura humana moderna. Eso se refleja o reflejará, tarde o temprano, en la literatura.

¿Cuáles son las fábulas que los escritores, hoy, generan?

Cada vez más, el enorme tesoro que es esta revista (no puedo considerarlo de otra manera) está disponible en una mayor cantidad de soportes. Pueden leerla aquí, en la web, mientras el número en curso va creciendo, pero también pueden optar por el número cerrado, bajárselo y llevárselo en el dispositivo móvil que más les guste. E incluso se pueden llevar el, al menos hasta hoy, único Axxón en papel que existe. Bucear en estos veintitantos años de historia puede ser material de investigación interesante y juro que me gustaría conocer el resultado de ese trabajo, porque los temas preferidos por los autores van cambiando, acorde a eso que nos envuelve y solemos llamar, ilusoriamente, realidad. Si uno se sumerge en los distintos estratos geológicos a lo largo de la historia de Axxón (que incluso tiene distintas eras: según el director, según el soporte principal) verá la marca de la época en nosotros.

Axxón hizo y hace escuela, es casa definitiva o albergue temporario para muchos, sean escritores o no. La lista de colaboradores a lo largo de la historia de la revista es inmensa. Apenas unas páginas más adelante encontrarán una entrevista a Laura Ponce, quien supo ser una colaboradora importante dentro de nuestro grupo de redacción. ¿Cómo no sentir orgullo por sus logros? Es innegable que el trabajo que está haciendo con su propia revista no alcanzó todavía su techo, y aunque su éxito se deba a su propia capacidad de trabajo y a su talento, es imposible no hacerlo, al menos en parte, nuestro. Y sabemos fehacientemente que esto no termina en ella. ¿Cuántos autores se animaron a publicar por primera vez en nuestras páginas? ¿Cuántos artistas ven en Axxón un camino adecuado para hacerse conocer?

Para todos ellos (los que estuvieron, los que están y los que vendrán), para todos ustedes, Axxón tiene ganas de seguir creciendo. Siempre estamos manejando nuevas ideas, reviéndonos, pensando qué es lo mejor para Axxón y para todos.

Así que no se sorprendan si hay novedades.

Hasta el mes próximo y que disfruten de este número.

 

 


Axxón 240 – marzo de 2013

Editorial

“Orilán”, Carlos Pérez Jara

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ESPAÑA

1

Pocos lugares hay más tristes que una estación espacial de viajes. Tarde o temprano, llega el momento en que el observador descubre una cierta pesadumbre en esas filas de maletas anónimas que viajan solas por las cintas mecánicas, o en el murmullo monótono de los altavoces que dispersan anuncios sobre colonias remotas. En realidad, nadie puede huir de esa sensación abrumadora de despedida continua que proviene de las salas desde las que pueden verse las naves alejándose hacia otros mundos. En los numerosos tablones electrónicos aparecen y desaparecen los horarios de salidas y llegadas desde diversos puntos de la Galaxia, en un proceso inagotable:

Cráthes (Península Sur de Luna de Europa): 3 días: 8 horas: 34 minutos.

Augusta Flavia (Marte): 45 días: 23 horas: 08 minutos.

Singapur-Oeste (Tierra): 21 días: 12 horas: 06 minutos.

Todo se encuentra siempre bajo un perpetuo estado de mudanza, de cambio, de prisa por salir o por llegar. Junto a las cabinas de reposo, en las que descansan centenares de viajeros en estado de trance, se extienden muchos edificios de poca altura con funciones muy diversas: tiendas de empeño, consultorios y oficinas burocráticas para problemas con los pasaportes o las aduanas en los centros de destino. Por este paseo sintético, bordeado de flores artificiales, camina ahora una joven embarazada con una maleta en la mano. A veces se detiene en los escaparates, y con la mirada perdida se fija en algo que la distrae de sus meditaciones. De estatura media, con el pelo castaño corto a la moda del sur de Luna, se acaricia la barriga de ocho meses como si fuera su fetiche secreto. Lleva unos pantalones negros y una camisa marciana de color naranja ensanchada por la prominencia de su embarazo.

Una fachada roja absorbe toda su atención. Parece una oficina como las de subastas, pero sin ningún cartel que indique su actividad comercial ni el sentido mismo de su existencia en esa avenida populosa. Detrás de una cristalera sucia se vislumbran los reflejos pálidos de varias luces artificiales de color amarillento, así como un pedrusco rojo que resplandece desde una pared, incrustado en un escudo. La joven descubre una máscara tribal encima de una repisa, una réplica de un milenario reloj de cuco y un anacrónico escritorio vacío.

—Vaya —murmura, y se toca el anillo de su mano izquierda de forma inconsciente.

Aquí, en la estación, todo se anuncia o se describe, ya sean los viajes, las llegadas y sus horarios, los precios de la comida, o las fechas de las subastas para poder lograr algo de crédito en caso de apuros. Por eso la atrae ese curioso anonimato de la tienda, con su campanilla sobre el marco de la puerta verde, y esa vaga percepción de soledad que embarga su interior entre las sombras. Casi acostumbrada al infierno burocrático de los mostradores, de las oficinas de registro pobladas por funcionarios rapaces y sin escrúpulo, y en medio de una turba de comerciantes y turistas, el local parece invitarla con el encanto de su propio silencio.

Cuando la campana suena, un aire polvoriento se sacude de varios anaqueles antiguos, desplazando una fina nube de partículas por el entorno. Una vez cerrada la puerta, parece como si el ruido constante de personas y máquinas se hubiese amortiguado de golpe, encerrando al local en una dimensión desconocida. La joven da dos pasos, indecisa, con la intención de volverse de nuevo a la calle y seguir su periplo, pero una voz ronca la detiene en el vestíbulo.

—Pase, pase —y enseguida escucha una tos al fondo.

—Disculpe —dice la muchacha, alargando el cuello hacia el interior, donde por fin ve a un hombre de edad madura y medio calvo; se encuentra detrás de un mostrador de madera con una máquina registradora y varios dispositivos electrónicos bastante más modernos.

—¿Sí? —insiste el hombre, curioso.

—Yo… —balbucea la joven—. Creo que me he equivocado.

El comerciante le hace un gesto rápido con la mano para que se acerque. La joven mira a su alrededor, a los jarrones de falsa porcelana, a los huecos en los que se acumulan libros de papel y estatuas, a una puerta estrecha en un rincón, y a un hombrecillo rubio sentado en un sofá leyendo como si fuera parte del catálogo de objetos en venta. Por un segundo tiene la impresión de encontrarse de nuevo en casa, o al menos en una tienda de su pequeña ciudad nativa, pero esa engañosa certidumbre la inquieta en lugar de calmarla, como si estuviese segura de que un espacio así no debiera estar nunca colocado en una estación tan aséptica, tan fría.

—¿En qué puedo ayudarla? —dice al fin el hombre, entrelazando los dedos de sus manos sobre el mostrador. Al fijarse mejor en su estado, el anfitrión dibuja una mueca amable:

—¿Desea algo de recuerdo? Mire, tenemos todo tipo de cosas, venidas de todos los rincones de la Galaxia —y le señala a una urna redonda en la que flota una esquirla de cristales azules que resplandecen con un fulgor mágico.

—¿Esto… es una casa de empeños? —pregunta al fin, y deja la maleta a su lado. Por la cristalera se divisa gente que va de un lado para otro, atareada.

—Bueno —comenta el hombre, al que la luz diluida de una lámpara trasera destaca una calvicie mal disimulada por unos pocos mechones de pelo suelto—, la verdad es que no, esto solo es una tienda de antigüedades de varios mundos. Me llamo Gotem.

—Dira —dice la joven—. Encantada.

—Lo mismo digo, Dira. ¿Un viaje de placer?

Tras varios segundos confusa, la muchacha responde al fin:

—No.

Gotem arruga un poco su nariz carnosa.

—Disculpe la pregunta. A veces hablo demasiado y no me doy ni cuenta. Llevo aquí tanto tiempo que olvido las buenas maneras… en fin, soy un desastre.

—No se preocupe —le disculpa Dira, algo nerviosa—. No tiene… importancia.

Los ojos azules de Dira se humedecen mientras la boca se arquea hacia abajo en un rictus incómodo.

—Bueno —dice Gotem, rascándose la nuca—. ¿Y ve algo que le guste? Mire, tenemos vasijas de la colonia de Persac, lámparas estilo Titán, de todo. Hasta un casco labrado de la dinastía Otari. Por allí, ¿lo ve? Claro que entre usted y yo, no tengo la menor idea de qué dinastía es esa, pero a mi agente se lo vendieron así, y suena bien, ¿no le parece?

—No lo sé —responde Dira sin mirarle, y se seca un lagrimal húmedo con un nudillo—. Tengo… que irme, lo siento.

—¿Se encuentra bien?

La joven agacha la cabeza, tambaleándose un poco.

—Ay, ay —dice Gotem, y sale del mostrador rápidamente—. Siéntese aquí, por favor.

El comerciante coge una silla plateada de patas bajas y la coloca sobre una alfombra de colores chillones. Dira se sienta mansamente, colocando sus dos manos sobre la barriga.

—¿Está mareada? Un momento, solo un momento.

A continuación, Gotem se acerca a una vitrina en la pared en la que reposan numerosas botellas de diversas formas y tamaños; mientras busca el objeto oportuno, habla en voz alta, de espaldas a ella:

—Tengo agua de los manantiales de Sogu, ¿sabe? Recién extraída de las cuevas que hay debajo de este cascajo flotante, dentro del asteroide. Es lo mejor para los mareos, sin duda. Verá, espero que no se sorprenda, pero yo hace tiempo vine aquí porque había oído hablar de los cruceros de larga distancia. Como lo oye. Quería hacer un estudio sobre…

Justo en ese instante se escucha una campana en la puerta.

—¡Vaya, hoy estamos de suerte! —dice con la botella y un vaso azul en la mano, pero en la silla ya no hay nadie.

—Se ha ido —le notifica el hombrecillo del sofá.

A Dira la maleta le pesa ahora una tonelada, y ni siquiera sabe adónde encaminarse. Todo le da vueltas, y un torrente amargo de emociones trepa por su garganta hasta aturdirla, ralentizando sus pasos. La avenida se alarga y se ensancha cada pocos segundos, y los rostros de los turistas y los funcionarios se transforman en semblantes grotescos, casi animales, figuras que le sonríen o la señalan. Nunca podré salir, se dice sudorosa. Apenas un momento más tarde, ve a su alrededor a un coro de seres indiferentes que la observan desde arriba mientras un hombre le habla sin pronunciar sonido alguno.

Al fin, tras un largo rato inmóvil, despierta sobre una especie de cama blanda, en una habitación espaciosa con vistas a las estrellas. Se endereza como puede, llevándose una mano a la frente.

—¿Qué… qué ha pasado? —susurra.

—¿Está usted bien? —le pregunta un hombre maduro sentado en una silla. Pronto reconoce al individuo de la tienda.

—Uff —resopla Dira, y se agarra la tripa para comprobar que aún sigue con ella—. ¿Dónde estoy?

—Se desmayó —explica Gotem, con un trapo en una mano. Dira le mira de soslayo, avergonzada.

—Lo siento… de verdad. Tenía que irme.

—Lo gracioso es que ahora se creen que es usted mi mujer, ¿sabe? Los ganumas de las tiendas de al lado. Un médico local la asistió aquí, hace un rato, es un buen tipo… Espere, espere, descanse, por favor.

Dira vuelve a reclinar la cabeza sobre la almohada, sintiendo la humedad de su sudor en el cabello pegajoso.

—Yo…

—¿Necesita créditos para volver a su casa?

—N-no… —responde Dira y se fija en las facciones maduras de ese hombre de ojos negros y nariz gorda.

—Entonces —dice Gotem con cautela—. ¿Puedo preguntarle por qué no se marcha? ¿Ha visto algo que le gustara de este sitio?

—No lo sé —responde de nuevo con los ojos vidriosos y contiene una mueca de dolor. De pronto mira a su alrededor con expresión nerviosa:

—¿Y mi maleta? ¿Dónde…?

—Tranquila, está ahí, ¿la ve? —y Gotem le señala a un rincón del cuarto. Ya un poco más relajada, Dira contempla las estrellas.

—Son preciosas —comenta al fin, casi con un susurro.

—Bueno, no tanto, al menos en mi opinión. De cerca dan demasiado calor, se lo aseguro.

Dira no puede evitar sonreír un poco mientras desvía sus ojos hacia Gotem.

—¿Vive aquí?

—¿Yo? —y Gotem se rasca la nuca en un gesto con el que parece buscar una expresión más adecuada a sus ideas—. Verá, le estaba comentando antes, cuando decidió irse sin decir adiós…

—Lo siento, de verdad —responde con voz plañidera.

Gotem sonríe alegre.

—Es broma, mujer, no se apure. En realidad, ahora mismo llevo este negocio. El edificio entero pertenece a un hombre que vive en Astromus, un planetoide con una base científica, muy lejos de aquí. Es mi socio, y a veces viene de visita, pero no mucho. ¿Se encuentra ya mejor?

—Sí, muchas gracias —responde Dira, y resopla.

—Me alegro —dice con una ceja más levantada que la otra—. ¿Puede decirme dónde está su casa?

—Ya no lo sé —responde seria—. Antes creía saberlo… pero ya no.

—Venga, arriba ese ánimo. ¿Qué me diría si le dijese que llevo casi quince años sin salir de esta estación?

—¿Quince años? —pregunta Dira, incrédula.

—Ya sé lo que está pensando. Que estoy como una cabra, ¿a que sí? Y no se equivoca, esa es la verdad.

—Yo no he dicho eso —se defiende Dira con una breve risa juvenil.

Gotem hace una pausa mientras se reclina sobre su silla. Luego, mientras se rasca la nuca, comienza a hablar despacio:

—Quince años aquí es como treinta en cualquier mundo, se lo aseguro. Cuando la vi entrar con la maleta me recordó usted a mí, hace tiempo.

—¿De verdad? —masculla Dira y se endereza en la cama como puede mientras flexiona las piernas todo lo que le permite su barriga.

—Como se lo digo —asiente Gotem con una expresión amable—. ¿Sabe? Tengo que confesarle una cosa. Al principio pensé que era una de ellos.

—¿A qué se refiere?

—A la gente que viene por aquí —revela Gotem, y observa con aire nervioso a la joven—, y no hablo de la clientela, está claro. Esos no cuentan.

—¿Hay más mujeres embarazadas que vengan a visitarle? —dice Dira dibujando una sonrisa triste.

—Pues de momento es usted la única. No, yo me refiero a los que vienen a vernos y no saben el motivo, ¿me sigue? Son como las polillas con la luz, si me permite la comparación. Un día se despiertan, abandonan sus casas, sus mundos y vienen a las estaciones en busca de noticias. Ninguno sabe cómo encontrarlo, pero pueden pasarse hasta meses buscando la forma de conseguirlo.

—¿Encontrar? ¿Encontrar el qué?

—A Orilán —dice Gotem y la sonrisa se esfuma de su boca, desviando la mirada hacia el espacio.

—¿Orilán? ¿Es un hombre?

—No, es un planeta —revela Gotem.

—Pero quieren ir a su mundo, ¿no? —deduce Dira.

—Es un poco más extraño que eso, Dira. Ni siquiera lo conocen.

—Usted… es de allí —concluye Dira en una afirmación que pretendía ser una pregunta.

—No, no. Yo soy de la vieja Tierra. Ni tampoco ellos son de allí todavía, pero quieren serlo, se lo aseguro. Sí, no me mire así. Parece una locura, lo sé, pero pasa desde hace siglos.

—No le entiendo.

—Ese es uno de los enigmas, Dira. ¿Puede levantarse?

—Creo que sí —y se levanta despacio ayudada del brazo por Gotem.

—Acompáñeme, por favor —le dice este, y la conduce fuera del cuarto, hasta una sala grande con algunos muebles robustos en la que hay una mujer anciana sentada en una butaca, y un niño tirado en el suelo pintarrajeando un papel con lápices de colores.

—Merlilen, esta chica se llama Dira. Está aquí de paso.

—Hola, Dira —dice la anciana, entornando los ojillos.

Gotem la mantiene por el brazo para que no se tropiece, y al pasar junto al niño, que no hace el menor gesto para mirarles, añade:

—Este chico no sé cómo se llama, la verdad. Es el hijo de un matrimonio que espera en las salas de horarios, como los otros.

—¿Y qué hacen aquí? —pregunta Dira. Gotem se encoge un poco de hombros.

—Mercel, mi socio… bueno, digamos que yo les doy una dirección por si quieren reunirse con otros como ellos. En el puerto hay varias naves que los llevan a Astromus. Mi socio dice que han llegado ya bastantes, ¿sabe? Dice que gracias a su equipo estudian mejor lo que ha podido ocurrir con Orilán. Forman una sociedad pequeña pero útil, en una ciudad mediana, ahora mismo no me acuerdo del nombre. Eso es parte de nuestro pacto: yo llevo la tienda y a cambio le mando gente que quiera unirse a su grupo.


Ilustración: Pedro Belushi

Dira queda absorta con varios cuadros en la pared que describen un mundo azul con una franja que divide un hemisferio oscuro. Todas las pinturas representan el mismo planeta.

—Los pintó la hija de mi socio —aclara Gotem—. Nada de hologramas y esas cosas. Como se pintaba hace siglos. Dice que la visión le llegó en un sueño. No sabe ni cómo pasó, pero está segura de que esa es su forma, y el color de la atmósfera. Es una visionaria, ¿se da cuenta?

—Orilán —murmura Dira, y se para frente a un óleo grande en el que el mundo está dibujado con más detalles, una tierra alargada rodeada por mares desconocidos, siempre con la franja de oscuridad que separa una cara de la otra.

—Los que vienen por aquí miran estas pinturas, hasta que se convencen de que así lo sueñan ellos también. Yo no sé dibujar nada, ni un garabato. Ya le he dicho que soy un desastre.

Abandonan la sala por una puerta que pronto les lleva hasta el salón de la tienda, donde el hombrecillo de antes limpia una máquina antigua con un trapo húmedo. Es un individuo de piel blanca y rasgos suaves con la frente algo abombada.

—Una parejita ha comprado el reloj de pared —anuncia con voz apática, levantando sus ojos saltones para volverlos a sumergir en la reliquia.

—Me alegro —responde Gotem—. Vamos a salir un momento, Bituf.

—Claro, no hay problema.

2

Salen a la avenida de tiendas y oficinas, y el marasmo cotidiano vuelve a aturdir a Dira como una oleada de formas y sonidos caóticos.

—Por favor, Dira, confíe en mí —dice Gotem, que la coge con suavidad del brazo.

—Mi maleta —masculla.

—No se preocupe por eso. Los huéspedes van y vienen, pero en esa habitación no entra nadie, eso seguro. Es mi cuarto y está sellado con un código. Además, nadie puede entrar sin que lo vea Bituf, mi ayudante.

—Usted les da cobijo. A esa gente.

—Bueno, no se crea, tampoco soy un samaritano, ¿sabe? Cobro seis créditos por habitación. Los que buscan a ciegas ese mundo no saben ni su nombre. Si se lo pronuncias te dicen enseguida que es ese, justo, el que buscaban. Lo peor es cuando se obsesionan, cuando se quedan por aquí, en la estación, o no se fían de mi socio en Astromus. Si le digo la verdad, tengo un buen olfato para reconocer orilenses reales: así llamo yo a los que sueñan con el planeta, pero el nombre es lo de menos, vaya. A los falsos o los curiosos, los echo sin contemplaciones. Muchos están seguros de que algún día llegará una nave que les lleve a Orilán… Lleva un anillo muy bonito.

Dira levanta melancólica su mano izquierda para mostrarle una alianza de plata terrestre con una piedra grisácea y redonda engarzada. Gotem sostiene su mano un instante para luego mirarla.

—¿Sabe usted qué piedra es esta?

—N-no, no lo sé. No la compré yo… y no me lo dijo.

—Vaya, disculpe de nuevo, no pretendía… —se excusa, sin dejar de observar la gema, que ahora parece emitir un brillo licuado en medio de una enorme sala de venta de pasajes—. Soy coleccionista, y a veces me fijo un poco…

Al pasar junto a un café cubierto de neones fosforescentes, una joven pequeña y morena se les queda mirando con una sonrisa:

—¡Eh, Got! ¿Tu nueva novia?

—Pero ¿qué le has hecho a esa chiquilla, bribón? —grita un hombre gordo con una roncha en el cuello—. ¡No se te puede dejar solo!

—¡Ya era hora, muchacho! —suena otra voz a lo lejos.

—Ni caso —le murmura Gotem a Dira, sin mirarla a la cara.

Al poco rato recorren los hangares principales, donde las sinuosas colas de viajeros se agolpan tratando de concentrarse sobre los mostradores de azafatas y los kioscos de información. Atado por una cadena a un poste, un perro solitario otea los alrededores buscando a su dueño; dos jóvenes se abrazan desconsolados junto a una cabina de estampas sensoriales. Definitivamente hay algo triste en este sitio, se dice la joven, que de pronto se suelta de Gotem para observar a un muchacho delgado que les mira desde un puesto ambulante de comida sintética: en sus ojos se dibuja un brillo de hostilidad indefinible.

—Es uno de esos, sí. Un orilense —le explica Gotem—. Vino a mí hace unos días. Cuando le conté lo que sabemos se enfadó conmigo, todavía no sé por qué. Creo que quiere volver a su Marte natal. De todos modos, no le di la dirección de Astromus, donde está mi amigo. No me gustan los violentos.

—Gotem —dice Dira tras unos segundos—. Ha dicho que esos… orilenses vienen aquí y no saben por qué.

—Bueno, el problema es otro, Dira. Son muy pocos los que vienen de vez en cuando, apenas cinco o seis cada mes estándar, ¿sabe? El problema está en Orilán, desde el principio.

—No le entiendo.

—Yo lo llamo planeta sombra —dice al fin Gotem, y desvía sus ojos oscuros hacia el espacio que se vislumbra en las cristaleras gigantes del puerto mayor—. Mi socio lleva mucho buscando su posición exacta, casi media vida, según dice. Si le digo lo que pienso, creo que quiere formar una sociedad que influya en Astromus, sobre todo para que se muevan fondos de créditos y se busque el mundo con más fuerza. Yo lo dudo, sinceramente. Quizá Orilán es como un espejismo, ¿por qué no? Por alguna razón que no conocemos, mantiene una influencia sobre algunos elegidos.

—Pero… —masculla Dira—. Eso es imposible.

—Una estrella extinguida lleva su luz a nosotros aunque se haya apagado hace miles de años. Pues lo mismo puede pasarle a Orilán, ¿quién sabe?

Caminando, llegan hasta las cristaleras que dan a los hangares externos, donde flotan las naves de remolque. Una farola solitaria produce un monólogo de destellos ocasionales, destacando las sombras de una extraña flor mutante que crece en una esquina. —Verá —prosigue Gotem—, en el fondo son una minoría. ¿Qué son unos cuantos centenares entre millones de pasajeros de cada año estándar, eh? Pues nada, como que no existen. En cada estación se repite esto, seguro. De golpe se despiertan, lo dejan todo, y se van a una estación a buscar el vuelo que los lleve a Orilán. No saben ni cómo se llama, pero lo hacen casi por instinto, como los sonámbulos. Luego vienen a la tienda, muchos, no todos, y allí conocen el nombre. Los que de verdad lo desean, se marchan en las naves que les digo y se van con Mercel y su grupo. Suena absurdo, pero ocurre. Por supuesto, esto no interesa a nadie.

—Pero… eso no tiene sentido —protesta Dira débilmente, y sus ojos se iluminan al excitarse con la historia—. Un planeta no puede atraer así, desde esas distancias. Y si… si ya desapareció, peor aún.

Gotem mira a Dira como si le estuviera contando un gran secreto.

—Bueno, quizá el planeta se fragmentó, los pedazos salieron por el espacio, y no sé… en algún momento llegaron a nuestra Galaxia, y luego a nuestro sistema. Imagínelo, ¿quién sabe? Es solo una hipótesis.

—¿Quiénes son ellos? —dice Dira y se gira buscando con la mirada a uno cualquiera entre los pasajeros—. Esos orilenses.

—Gente como usted o como yo, nada más, ya se lo he dicho. Toman una nave, llegan hasta aquí, y deambulan sin saber lo que están buscando. Al menos mi socio acoge a los que puede a cambio de trabajo en su comuna. En Astromus la vida es más dura, y mi amigo necesita tiempo y colaboración. Dice que esos radares… bueno, que le ayudarán a descubrir dónde está.

—Pero entonces…

—Escuche —la interrumpe Gotem con gesto tierno, y se acerca al cristal de separación con los muelles flotantes—. Puede que Orilán ya no exista siquiera, quiero decir ahora mismo. Pero algo de su influencia, algo, se mantiene, como una radiación. A Mercel le hace gracia mi teoría, dice que soy un metafísico. ¿De verdad que ya se encuentra bien, Dira?

—Mucho mejor —dice la joven, y se acaricia instintivamente su barriga—. Gracias, Gotem, por todo. Creo que ya podemos tutearnos, ¿no?

—Pues yo creo que sí —sonríe Gotem, nervioso, y pestañea un poco.

Pasean por un corredor hasta una sala mugrienta en la que se apiñan mendigos y viajeros humildes, tumbados en sillas de plástico o en los rincones, entre cacerolas y hamacas.

—Algunos de estos son orilenses, aunque no lo sepan —comenta de pasada—. Dentro de una semana como mucho, alguien les dirá que hay un sitio donde se les acoge un rato, donde se les da información, o donde pueden compartir experiencias; lo que sea. Siempre la misma historia.

Dira mira a las estrellas y busca en su imaginación un lugar en el que exista Orilán. Pero eso solo la deja abstraída durante varios segundos, como si el espacio acabara transformándose en un laberinto eterno, sin fin ni principio.

—¿Volvemos? —pregunta Gotem con voz suave.

—Sí, por favor.

Al regresar a la tienda, Dira se disculpa para ausentarse un momento.

—Eso no hace falta ni decirlo —aclara Gotem—. El baño está en la puerta de la derecha, Dira. El código de mi habitación es 1, 2, A. Por si quieres coger algo del equipaje.

Pocos minutos después, Gotem observa en su sala de objetos pintorescos la urna en la que flota la roca azul, que ahora se ha oscurecido al acercarse un poco sobre ella; mientras, el hombrecillo le mira de reojo desde el sofá con un libro entre las manos.

—¿Se lo has dicho? —le pregunta.

—No, todavía no. ¿Se fueron ya los otros?

—Sí, en el vuelo del Calixto de hace media hora. Me da la espina de que ni se lo huele.

—No lo creo —dice Gotem con aire meditabundo—, tiene los mismos síntomas, claro. Solo que está un poco confusa, nada más.

Durante una larga pausa ninguno dice nada. Bituf deja el libro que ojeaba sobre una réplica de cojín terrestre.

—¿Y qué vas a hacer con ella? Supongo que mandarla con Mercel, ¿no?

Gotem se rasca la nuca, azorado.

—Bueno, ella es un poco distinta, ¿sabes? No me importa si quiere quedarse una temporada con nosotros, la verdad. Necesita tiempo para pensar… y no parece que quiera volver a su casa. Hay cuartos de sobra, y Mercel no vuelve hasta dentro de doce semanas por lo menos. O eso me dijo.

—Ya, ya —dice el hombrecillo con una sonrisa, y se levanta del sofá.

—Sé lo que estás pensando y no es eso. No sigas por ahí, te lo advierto. ¿Por qué estáis todos siempre con lo mismo?

—Yo no he dicho nada, Got. Tú sabrás lo que haces.

Un rato después, Gotem mira por las cristaleras de la calle, observando a la gente. Lleva las manos a la espalda y una ceja más levantada que la otra. ¿Debe llevarla con Mercel y los otros? Casi nadie dura demasiado tiempo a solas en la estación, excepto los parias, los que viven en las bodegas internas, los que cantan las leyendas del planeta fantasma y anónimo. Mira hacia la puerta que le separa de las habitaciones, y piensa en su huésped, en la causa de tenerla en casa. Es una orilense, está seguro.

—No seas idiota, Gotem —murmura al fin. Entonces, como cada vez que libra un conflicto consigo mismo, nota un dolor agudo en su cerebro, una de esas terribles neuralgias que a veces le aturden durante sus descansos o en ciertos momentos imprevisibles. Aprieta los puños y cierra los párpados con fuerza. No, ahora no, se dice, y se apoya sobre el marco interior de la ventana con el cuello hundido entre los hombros.

Poco a poco distingue una esfera solitaria en medio de las tinieblas. Bajo la atmósfera, sobre capas de gases turbios, ve mejor las culebrillas de luces aterradoras que cruzan el aire de una nube a otra como viejos espectros demenciales. Así, desciende en caída libre a las regiones sólidas de los archipiélagos de ónice, a las montañas rojas, y al mar divisorio, que casi en la mitad de sus aguas permanece para siempre aislado por las sombras de la cara oculta, la que nunca da al misterioso sol que le dio vida: justo en ese océano desconocido, en cuyos fondos se esparcen las llanuras de rocas de tantos esqueletos fósiles, surgen en masa los orilanes, criaturas inmensas y milenarias que ahora salen a las orillas de sus costas y miran a las estrellas con grandes ojos negros. Les llaman, en silencio, invocan a los viajeros del futuro a encontrarles.

Ori-lánnnnnnn, mugen en grupo, en un canto que se eleva al cielo como la promesa de un encuentro imposible.

Al cabo de unos minutos abre los ojos y se endereza con lentitud, casi le falta aire, pero lo recupera inspirando hondamente por la boca. Ya pasó, piensa y se palpa la coronilla, que aún le late un poco. Como si no pasara nada en absoluto, Gotem regresa al mostrador de madera.

—Bueno, Got, pues voy a dejarte —dice Bituf, y se abotona su abrigo oscuro—. Es mejor que os deje un poco de intimidad.

Gotem frunce el ceño.

—¿Vas a ser siempre igual de pelmazo?

—No siempre, amigo, no siempre —y le da unas palmaditas en el hombro—. Nos vemos el Intervalo que viene.

—Aquí estaré, ya lo sabes. Gracias, Bituf —y Gotem se coloca detrás de su mostrador con una sensación extraña que recorre sus manos. Al girarse para ordenar algunos objetos de las vitrinas vuelve a oír la campana.

3

De espaldas a la puerta del negocio, Bituf introduce sus manos en los bolsillos con aplomo. Luego, mientras mira a un lado y a otro de la calle, chasquea la lengua con sus dientes en señal de molestia. Al fin, se pierde entre la muchedumbre de la avenida, por entre los comercios y las oficinas burocráticas. Sobre su cabeza distingue, como de costumbre, la estela de varias naves que se alejan en la distancia, pero no parece prestarles más atención que si hubiera descubierto algunas moscas en la tienda de Gotem. Al cabo de un rato, baja por las oscuras escaleras de una galería de transportes, y luego en un ascensor que le lleva despacio a la planta Menos Siete, donde hace una llamada desde una cabina de pared. Mientras espera, se sienta en un banco de acero junto a otros individuos. Recoge un periódico local, Encrucijada, y lee distraído algunas noticias y rumores. Un cuarto de hora después, una voz le hace subir la mirada:

—¿Señor?

Es un muchacho muy joven, casi un adolescente con granos en la barbilla, enfundado en un uniforme azul de mozo. Bituf dobla el periódico metódicamente y lo deja sobre el asiento. A continuación, se sienta en la parte trasera de un cochecito pilotado por el muchacho, y se interna por los túneles profundos. El adolescente le cuenta algo sobre una obra en las plantas menores, pero el hombrecillo no lo escucha. Cuando concluye su viaje introduce su tarjeta crediticia en la ranura del vehículo.

—¡Gracias, señor! —se despide el muchacho.

El resto de su viaje lo completa caminando hasta llegar a un edificio sin ventanas en una sala enorme y sobre cuya fachada sobresale un signo grabado en oro puro. Una pareja de policías muy altos lo detiene en la entrada y le pide su documento acreditativo. —Adelante, caballero —dice al fin uno.

En el enorme vestíbulo divisa a un funcionario de uniforme gris que atiende a varias personas con maletines oscuros. Bituf pulsa un botón en la pared que se ilumina enseguida; unos segundos más tarde se abre una compuerta que descubre el espacio de un gran ascensor con varios individuos silenciosos de ojos tristes y facciones lánguidas. Durante el trayecto hacia abajo, nadie dice nada en absoluto, salvo algún que otro murmullo incomprensible.

—Bienvenido —le saluda una azafata pelirroja al salir a la gran cámara luminosa, y a lo lejos se oye una música suave, relajante. Bituf mira a las bóvedas superiores y apenas tiene conciencia de encontrarse en el interior del asteroide, una zona solo reservada a ciertas empresas y organizaciones. Después de saludar fríamente a algunos hombres y mujeres que se cruzan con él a su paso, se adentra en una sala espaciosa a través de una puerta automática de acero: es una galería coronada por varias lámparas flotantes que alumbran a decenas de funcionarios y a sus mesas de estudio cuajadas de máquinas e informes; a su alrededor, nota una fragancia dulce aunque algo empalagosa para su gusto. Casi apático, Bituf recorre la galería observando las estatuas de los fundadores que abundan entre ciertas plantas exóticas y pequeñas fuentes de dos niveles sobre las que caen cortinas mansas de agua tibia.

Al fondo, un anciano de pelo platino y nariz ganchuda se le acerca junto a una secretaria joven y muy alta, de rasgos orientales. El hombre lleva un adusto traje negro con una srima azul, una especie de corbata marciana con triple nudo, y se apoya en un bastón en cuyo pomo sobresale una esfera de bronce.

—¿Alguna novedad? —le pregunta. Bituf desvía la mirada a la secretaria, que lo observa como si fuera un objeto inerte.

—Ninguna, señor. Llegó una muchacha, pero no sabe de dónde viene. ¿Podría hablar con el Regente, por favor?

—¿Hoy? —dice el viejo, enarcando las cejas—. Hoy imposible, está de viaje. ¿Tiene algo de interés que notificar? Puedo decírmelo a mí, sin problemas.

—No tiene importancia —se excusa Bituf y vuelve a meterse las manos en los bolsillos.

—Hablemos —dice el viejo, y se gira con lentitud sobre sus pasos.

Caminando despacio por las baldosas de granito artificial, Bituf escucha algunos comentarios del anciano sobre el estado de ciertos suministros y sobre los cargueros que llevan el androcylus en sus bodegas. Luego, atraviesan una puerta de dos hojas y llegan hasta un salón con decenas de individuos que estudian datos en las pantallas de unas máquinas de gran tamaño, de las que brotan hologramas luminosos y fantasmales.

—Todo bien arriba, entonces —dice, al fin, el viejo. La secretaria camina casi detrás de él golpeando el suelo con sus tacones.

—Sí, señor.

—Hábleme de esa mujer, la que ha venido hoy.

—Bueno —comienza, algo azorado—. Es como todos. Gotem la está estudiando, por si puede ir a Astromus y servir en algo útil. Pero está embarazada.

—¡Vaya! Interesante —observa el viejo, y lo mira de reojo, con curiosidad—. ¿Y de cuántos meses?

—Pues… no lo sé, señor. No estoy seguro.

—Eso puede significar muchas cosas, hijo. Muchas. Puede que venga de algún planeta donde le hayan inoculado el suero. O que sea de nuestras reservas, alguna desertora. A veces afecta a las embarazadas, no sería el primer caso.

—Pero Got, eh, Gotem…

—¿Sí, Bituf?

—Creo… no sé. Se le ve un poco cansado, señor. Creo que lleva demasiado tiempo en la tienda. No deja de hablar de su teoría sobre Orilán, y además se la cuenta a casi todos los que vienen.

—Bah, es inofensivo, muchacho, y usted lo sabe. Y, por lo que sabemos, cumple muy bien su papel, ¿o no? Sin saberlo, ha detectado a varios espías de OPTIMUS. Suena irónico, pero es así.

—Sé que hace bien su trabajo, señor. Doy fe de de ello. Solo digo que…

—¿Sugiere que debemos preocuparnos por él? —y el anciano se detiene para mirarle con sus acuosos ojos verdes—. ¿O quizá por usted?

—¿Por mí, señor? —y Bituf enarbola una mueca de sorpresa.

—Claro, claro, por usted. También usted lleva mucho como inspector de ese punto. Puede que su amistad con el sujeto le impida ver las cosas claramente.

—Con todos los respetos, señor…

—Ese Gotem —dice el viejo y mira al techo como si alguien estuviera suspendido en el aire—. Laska, algo de información, por favor.

La secretaria saca una pequeña lámina electrónica que pulsa varias veces. Luego habla con una voz fina y algo monótona:

—Según nuestro informe nació en Nueva Nápoles. A su madre le inyectaron un suero más primitivo que el de ahora.

El anciano sacude la mano libre y sonríe con el ceño fruncido.

—Lo recuerdo, lo recuerdo. A los de esa generación les dio por varios problemas y síndromes, ¿se lo he contado ya, Bituf?

—Alguna vez, señor.

—Alguna vez —masculla el viejo, algo molesto por la respuesta, pero enseguida continúa, ignorando el comentario—. Tenían visiones más claras al inducirles el mismo complejo, pero se volvieron inestables. La mayoría, claro. Gotem no, Gotem es perfecto para lo que nos importa. Digamos que entiende mejor que nadie a los que vienen y los manda donde hacen falta. Usted y yo, por ejemplo, no podríamos hacerlo bien nunca. Nos sobra distancia con los afectados. Nos delataríamos enseguida.

—Tiene usted razón —admite Bituf, sumiso.

—Claro que la tengo —sonríe el viejo—. Cuando yo era niño viví varios años en otra estación. Mi padre era ingeniero, y trabajaba para la empresa. Era un gran hombre. Pero demasiado temerario, muy impulsivo. Se inyectó él mismo la dosis, y eso lo perdió, al final.

El viejo lo lleva hasta un corredor con varias puertas rojas de dos hojas cada una. Sin detenerse, abre una de ellas, y se adentran en una sala alargada con numerosos pupitres en los que unos niños atienden a una profesora alta y morena que usa plataformas y que viste un adusto traje negro; sus rasgos huesudos adquieren el aspecto de un pájaro exótico gracias al moño tirante que luce sobre su nuca. Sobre una pantalla holográfica se representa un mapa con montañas y valles, y un mar que lo ocupa casi todo. En la parte inferior destacan un nombre y varios códigos.

—Saludos, profesora.

—Saludos, señor —dice la mujer, algo excitada, y enseguida mira a su clase con gesto severo—. ¡Niños, levantaos! Saludar al profesor.

Los niños se levantan a la vez con un ruidoso estrépito de sillas y emiten un saludo casi inarticulado. Sobre los pupitres hay un conjunto de dibujos y apuntes, además de una pequeña pantalla redonda con el mismo mapa que se proyecta detrás de la profesora; enseguida, el viejo señala a su secretaria.

—Laska, trae un dibujo de esos, por favor.

La muchacha recoge un papel de la mesa de una niña rubia que los mira con ojos diluidos.

—¿Ha visto, Bituf? —y le muestra el dibujo de unas tierras extrañas con ríos y lagos—. Las nuevas generaciones mejoran. A estos chicos no hace falta rescatarlos, ni educarlos, porque ya lo están.

—Ya lo veo, señor.

—Gracias, Laska —dice el anciano, que vuelve a entregarle el papel a la secretaria. Luego se dirige a la profesora—. Saludos, profesora.

—Saludos, señor.

Al salir de la clase, Bituf parece más taciturno que de costumbre, pero al fin pregunta lo que tiene en la cabeza:

—¿Son de algún nuevo programa, señor?

—¿Esos críos? —y el anciano arquea hacia abajo su boca, formando arrugas grises en torno a su barbilla—. No, son los hijos de los monitores, de los pilotos, de algunos funcionarios de la Corporación, todos impregnados, claro.

Ahora se desplazan despacio por la sala de máquinas holográficas mientras Bituf siente la tensión de un poder inefable en la figura de ese viejo de cabellos grises, en la forma en que se agarra al pomo de su bastón de ébano.

—Escuche, Bituf. Yo le entiendo, de verdad. Para ustedes, los inspectores, no es fácil, lo sé. Pero no se implique demasiado. Gotem es uno de los mejores aquí, y las cosas son como son. Hay una oficina crediticia, en la calle Foltac, donde tenemos otro agente que recluta a los náufragos, como yo les llamo. Y también allí tenemos a un inspector como usted, aunque no lo conozca. Es un proceso complejo que requiere organización. ¿Sabe el presupuesto que le cuesta a la Corporación mantener estas delegaciones, hijo? Aquí depuramos y rastreamos lo que nos interesa.

Bituf piensa ahora en los descartados, en esas masas de perdidos que deambulan de una estación a otra, o enloquecen y se meten como polizontes en grandes cargueros de largas distancias.

—Tarde o temprano —prosigue el viejo— uno se hace siempre las mismas preguntas, ¿verdad? ¿Para qué? ¿Por qué hago esto o lo otro? Es inevitable. Mire, hace más de tres siglos que encontraron nuestra substancia en el asteroide de Montus Morut. Supongo que lo habrá leído en su instrucción.

—Hace tiempo, señor —concede Bituf.

—En el 225, Arten opina que el parásito reproduce las visiones cuando se estimulan de forma adecuada. Pero es solo una hipótesis, claro. Todavía nos queda mucho por descubrir sobre su naturaleza, las imágenes comunes entre unos y otros. Se está invirtiendo mucho dinero en esto, se lo repito. Pero se espera ganar mucho más, a la larga.

—ARMEDIA es la más grande en el espacio —añade Bituf, como si aún fuera un niño que recita en clase una lección muy valiosa.

—Eso sin duda. Perdió la Quinta Guerra Capital, pero fue la más rápida fuera de la atmósfera terrestre. Nuestros fundadores comprendieron lo que aportaba el androcylus. Por eso conquistamos el meta-espacio.

Bituf recuerda lo que ha estudiado. La Corporación compró el androcylus a cierto gobierno de palurdos lunarios, mucho antes de que él, o incluso ese vejestorio, naciesen. Con eso se acabaron los debates teológicos, las dudas existenciales; toda esa basura, piensa. Tomaron los casos de Luna y Virakia y estudiaron los efectos en los sujetos cobayos hasta que dieron con la forma de sacarles partido: así de fácil. No siempre se ha podido controlar y localizar a los hijos de los hijos, pero para eso tienen las estaciones: es el sitio perfecto donde recogerlos. En el fondo no sabe quién tuvo la primera visión del planeta, pero lo que importa es que se ha heredado de una generación a otra.

—Esos monstruos que dicen que ven —dice el anciano con una sonrisa amarilla de dientes diminutos—, y esos mares, no los creó ARMEDIA, de eso estoy seguro, digan lo que digan. Ellos añadieron los detalles, no nosotros. Y eso es lo misterioso, Bituf, ¿no le parece? El androcylus es un ser vivo que modifica nuestra materia, pero nos ayuda, siempre nos ha ayudado.

—El Efecto Clímades, señor —recita Bituf, y se reprende por ser tan servil con ese viejo soberbio.

—Exacto, ya nadie sabe cómo surgió la idea del mundo, pero apareció así, tal como suena. A mí lo que más me asombra es cómo acaban por reunirse entre ellos, aunque no se conozcan de antes, o uno sea de Marte y el otro de Eruki. Sospecho de algunos receptores genéticos del androcylus para formar comunas humanas, pero todavía no está demostrado. Hay delegaciones supremas donde se estudia el asunto a fondo, Bituf. Nosotros solo somos un departamento residual en una estación de segunda categoría, no podemos hacer mucho. Por eso lo mejor es seguir el proceso desde los embriones, en vía directa. Mire ahí.

Se detienen junto a una gran pared de cristal con vistas a unos hangares oscuros en los que reposa una nave mediana con un nombre escrito en su costado: Misionero 14.

—Tenemos ocho unidades iguales —y el anciano levanta el bastón para señalarla con aire de orgullo—. Salen por cavernas periféricas como esta, y encima sin tasas de viaje, ni gastos extras: gratis. ¿Sabe que ya hemos logrado construir otro puerto en Hilateye? Adivine con qué mano de obra se ha hecho. Toda esa gente, Bituf, tiene una especie de energía propia por encontrar Orilán, y esa energía es nuestro combustible, nunca se engañe. Solo tenemos que decirles lo importante que es descubrir ese mundo antes que nuestros enemigos. En lo que nos atañe, Orilán será la joya del universo, un nuevo paraíso escondido entre las estrellas. Nuestro objeto es reconducir, sistematizar, unificar, ¿recuerda los principios que le enseñaron?

—Lo sé, señor —responde Bituf, y siguen caminando por la sala.

—Por supuesto que lo sabe. Un inspector nunca debe olvidar estas cosas. Ni lo que han hecho otras corporaciones, cuando adulteraron el suero.

Bituf observa a la secretaria que camina junto a ellos: no recuerda haberla visto antes, pero tiene un aire melancólico que le recuerda a esa joven que se encuentra hoy con Gotem, la chica embarazada. ¿Será también ella otra hija o descendiente de orilanos artificiales?

—Mala cosa —prosigue el viejo sacudiendo la cabeza con lentitud—. Es algo que preocupa a ARMEDIA, y mucho. Supongo que conoce lo de PRIMA OPTIMUS. Cómo convirtió a los suyos en adoradores de una especie de agujero negro místico que llaman Marsila. Y no es la única corporación que usa esos métodos, usted lo sabe, pero la mayoría son drogas sintéticas que no tienen nada que ver con nuestro suero puro. Todo sea por seguir construyendo naves y expandiéndose más allá, ¿verdad? Desengáñese, Bituf: nada une más a las masas que la fuerza de una sola idea. No podemos dejar que nos quiten el terreno que hemos ganado en los últimos cien años. Orilán debe ser más real que Marsila o cualquier otra cosa que salga del suero cuando permuta. Y tengo una noticia para usted: van a construir una nueva ciudad, en el planeta Liro. Una ciudad financiera con controles militares de espionaje. Adivine su nombre.

—Entiendo, señor.

—Y ahora debo irme. Tómese unas horas de descanso y no le dé tantas vueltas al coco, que es malo.

El viejo se marcha con la joven y deja a Bituf solo en la sala. De nuevo piensa en Gotem y sus ilusiones perdidas, en esa vaga conciencia de estar representando una farsa para reclutar a oportunos siervos de la Corporación. Tras la tapadera de la tienda, Gotem ampara y cobija a los que puede, les da esa información que conoce gracias a Mercel y otros ingenieros superiores, gente que lo manipula en la sombra. Luego, con los más adecuados para cada caso, hace una sola llamada: cuando se les reconoce y se los registra a fondo, van a parar a Onatis, la nave nodriza corporativa; de ahí viajan a otros puertos, otros mundos, se los recluye en almacenes, se los instruye y forman parte de la mano de obra, como mercenarios o simples constructores.

No dejan de salir naves con ese cometido, pero pocos podrían imaginarlo. Sabe que la Corporación no inventó nada; tan solo se aprovechó de los resultados de la substancia misteriosa para conseguir ejércitos con los que expandirse por otras Galaxias formando ciudades, colonizando mundos. Sabe todo eso, pero prefiere ignorarlo. Orilán seguirá siendo la fuerza vital y ciega que los lleva a unirse a una misma causa. Es la tierra prometida que los ayuda a mantenerlos mansos, a obedecer ciegamente, en busca de un imposible. No, Gotem no debe ser su amigo: tan solo es el hombre a quien asesora o controla, y por quien informa a sus jefes. A veces ha querido saber qué es lo que ven de verdad los afectados, y cómo consiguen verlo, en qué rincón del cerebro se esconde el androcylus visionario, o de dónde procede.

Solo entonces recuerda su primera visita a las salas estacionarias, en la ciudad de Minsk, en la vieja Tierra, cuando era muy joven y acababa de ser nombrado inspector de tercer nivel con destino la Luna. A lo largo de interminables mamparas grises se extendían filas de camas con mujeres embarazadas con tubos inyectados en los brazos o las piernas. Algunas le miraban con expresiones enigmáticas en sus rostros aturdidos; en cambio, para muchas otras, parecía haberse vuelto invisible.

Durante aquella inspección no pudo evitar fijarse en las pequeñas bolsas de sueros de los ganchos, en ese líquido color ámbar de apariencia siempre inofensiva. Al fin se detuvo ante una cama cualquiera, donde vio a una joven con una gran barriga de casi nueve meses. La chica lo observaba desde la almohada en silencio, hasta que cerró los párpados, como apática. Nuestra guerra, se dijo exaltado, será por la causa de planetas imposibles y galaxias imaginarias: el parásito hará legiones de sus hijos y venceremos.

Ahora, mientras abandona la sala, cabizbajo, Bituf evoca como si fuera ayer aquel goteo sin fin, aquella solución turbia que se deslizaba por el tubo de plástico sin que nada ni nadie lo evitasen.

—Venceremos —murmura la consigna oficial, pero ya no sabe qué significa esa posible victoria, ni quiénes serán los futuros perdedores.

Carlos Pérez Jara nació en Sevilla (España, 1977) y ha publicado hasta la fecha en diversas revistas electrónicas y de papel como Axxón, la revista de ciencia ficción Ngc3660 (“Reliquias mágicas”), Bem On Line (“La ofrenda”) o el fanzine Los zombis no saben leer (“El otro No-Do”). Ha publicado también en la revista de ciencia ficción argentina PROXIMA, nº 14 (cuento “El último Protohombre”), de la editorial Ayarmanot, además de participar en antologías colectivas de la revista Calabazas en el trastero: Bosques (cuento seleccionado: “El ciclo”) y Calabazas en el trastero: Empresas (cuento seleccionado: “Ascenso”) para la editorial Sacodehuesos.

Hemos publicado en Axxón: TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA, LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA, HIJA DE HELISURPA, PURGATORIO y ESPÍRITUS Y MARIONETAS.


Este cuento se vincula temáticamente con PURGATORIO, de Carlos Pérez Jara; SELECCIÓN NATURAL, de Elaine Vilar Madruga y EL MATE TE HACE PENSAR CUANDO ESTÁS SOLO, de Rodolfo García Quiroga.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Sociedad : España : Español).

“Entrevista a Laura Ponce”, Ricardo Giorno

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ARGENTINA


Laura Ponce

AXXÓN: Me gustaría comenzar con tu faceta de escritora: ¿Cómo, o por qué, te iniciaste en la ciencia ficción?

LAURA PONCE: La ciencia ficción siempre me atrajo, incluso antes de enterarme de que existían clasificaciones conocidas como “géneros literarios”. Supongo que siempre la entendí como algo más, algo que se salía de los moldes tradicionales, e intuitivamente la preferí. Al conocerla y entenderla mejor, reafirmé esa elección. Terminé de asumirla como forma narrativa, como modo de estructurar el pensamiento, como manera de ver el mundo; terminó haciéndoseme carne.

Cuando empecé a escribir, a los trece años, lo primero que escribí fue una historia sobre una invasión extraterrestre. Fue lo que salió. Lo que tenía ganas de contar. Y no podía ser contado sin los recursos o las herramientas de la ciencia ficción. Con todo lo mal escrita que estaba, no era “Romeo y Julieta” en una nave espacial; era la historia de un choque cultural, de la invasión tecnológica y el cambio social, de adáptate o perece.

Escribir es un proceso que siento muy ligado a mi identidad, creo que nunca soy más yo que cuando escribo. Sin embargo, no es un proceso exclusivamente interno o autorreferencial, también se alimenta de lo que está afuera de mí, de todo lo que vivo, y se halla irremediablemente unido a la lectura. Después de leer “Crónicas Marcianas”, de Bradbury; “Ciudad”, de Simak… era inevitable que volviera a la biblioteca del colegio para ver qué más había en el mismo estante. Y en el de abajo estaba “Ficciones”, de Borges. Ahí me deslumbró la belleza, el descubrimiento de que la literatura podía ser más que contar una historia, podía tener capas y múltiples significados, podía ser el placer de una filigrana.

Y nunca más abandoné ese camino. Siempre que escribo pienso que lo que hago tiene que ser algo más que contar una historia.

AXXÓN: Me gustó eso de “como manera de ver el mundo”. ¿Vendría a ser el inverso proporcional de pinta tu aldea y pintarás el mundo? O sea que ¿hablo de seres imposibles, para hablar libremente de mi vecino?

LAURA PONCE: Sí, en parte de trata de eso, de la ciencia ficción como metáfora o extrapolación de lo cercano, de eso que se nos presenta como realidad inmediata, pero con la que no sabemos del todo cómo tratar. La ciencia ficción es un ámbito de ensayo para las ideas, teorías e interpretaciones.

Pero no me refería a eso, sino a algo más personal, más de aplicación en la vida diaria, en todas las actividades y ámbitos que la componen, no sólo en lo literario: creo que, para los que hacemos esto, la ciencia ficción se convierte tarde o temprano en una dinámica del pensamiento, un modo de percibir y analizar todo lo que nos rodea y nos sucede, una forma de estructurar el proceso mental basada en la racionalidad, la capacidad de extrapolación y anticipación, y en cierta agilidad, en cierta cualidad adaptativa. Clarke decía que el escritor de ciencia ficción presta un gran servicio a la comunidad, porque al trazar los mapas de los futuros posibles e imposibles, estimula en los lectores la flexibilidad mental, los prepara para el cambio, que es lo único seguro en un mundo en constante evolución científica y tecnológica. Me parece que es difícil lograr eso si no empezamos por nosotros mismos.

AXXÓN: ¿Qué distancia hay entre “La tormenta” y “Esas pequeñas cosas”?

LAURA PONCE: ¿Distancia temporal?

Me parece recordar que fueron escritos más o menos en la misma época. Al poco tiempo de que yo “descubriera” Internet, y empezara a relacionarme con la gente del Grupo Axxón, allá por el 2005. Tuve una buena producción en esa época, escribí unos cuantos cuentos que siguen gustándome mucho; casi todos los que integran “Relatos de la Confederación” nacieron en ese período (2005 – 2008). Se ve que me hizo bien descubrir tan buen espacio de intercambio y participación, je.

“La Tormenta” se publicó en la Revista Cuásar en junio del 2007, y hasta ahora no ha salido en ningún otro medio.

“Esas pequeñas cosas” se publicó por primera vez en NGC3660 en noviembre del 2006, y ahora, el mes pasado, seis años después, la Revista NM publicó una versión corregida.

Para mí es una alegría, porque es uno de mis cuentos favoritos.

AXXÓN: Me refería más a una distancia de estilo narrativo y de “madurez” en la forma. Fijate que, a mi entender, los dos cuentos difieren entre sí, no en la temática, sino en la representación interna que te habrás hecho y en la exposición ante los lectores.

LAURA PONCE: Ah, comprendo. Bueno, en cierto modo la literatura también es eso para mí: tratar de evolucionar, buscar nuevos desafíos. Yo no tengo formación académica, técnica ni científica, de modo que el primer desafío que me impone la ciencia ficción es aprender, investigar para hacer que lo que cuento (aunque su tema central sea otro y no pretenda escribir un tratado de divulgación científica ni mucho menos) resulte verosímil y con una pata bien apoyada en lo conocido; eso no representa un problema ni una restricción terrible porque afortunadamente vivimos en un universo fascinante, del que cada día se descubren más y más detalles sorprendentes; la realidad misma brinda material y herramientas más que suficientes si uno ejercita apenas un poco la curiosidad.

El segundo desafío que me plantea el acto de escribir es la búsqueda estética, eso que nombraba al principio como la construcción de capas y filigrana.

Escribir es contar algo, encerrarle un significado (a menudo, más de uno), pero es también contarlo de determinada manera.

Me gusta jugar con eso —porque también escribir no es un acto exento de egoísmo; escribo, antes que por ninguna otra razón, por mi propia necesidad y para mi propio placer—. Me gusta “construir” algo con el texto. Una forma. Una impresión estética. Pero no la estética por la estética misma, sino al servicio de lo que estoy narrando. Es como cuando le encargo a un artista que ilustre un cuento para PRÓXIMA: lo que busco es que complete, acompañe o resignifique la narrativa del texto, no un simple adorno.

En el caso de “Esas pequeñas cosas”, un cuento acerca de la memoria, se me impuso contarlo hacia atrás, de algún modo intentar recrear ese proceso de reconstrucción (muchas veces engañosa) que implica el recordar; lo fui armando con eso en mente, ese propósito estuvo presente a lo largo de todo el proceso de escritura, por esta razón no es un recurso artificioso agregado después, no es “maquillaje”, sino un aspecto ligado a la identidad del cuento.

Cuando escribo, también me interesan los aspectos simbólicos, las capas de significado, lo que me impone nuevos desafíos…

Creo que mientras exista ese estímulo, mientras me genere este entusiasmo, podré seguir escribiendo.

AXXÓN: Ya que nombraste a PRÓXIMA (je, me la dejaste picando en el área), y estamos con las distancias, ¿qué distancia hay entre PRÓXIMA y SENSACIÓN?

LAURA PONCE: ¡Jajaja! Perdón, no fue esa mi intención. Pero ya que lo preguntás… :-P

Entre PRÓXIMA y “SENSACIÓN!” hay varias distancias reconocibles. Quizás la menos significativa es la distancia temporal.

Son dos publicaciones en papel, pero la idea que las originó nació de la publicación digital. Para mediados del 2008 estaba trabajando en Axxón, formando parte del equipo de dirección editorial con Carlos Daniel J. Vázquez y Eduardo Carletti, fascinada por la cantidad y calidad del material que nos llegaba para el sitio, pero ya notando la contradicción que plantea la publicación digital, su capacidad para llegar a los puntos más distantes del planeta, pero su limitación con respecto a quiénes tienen acceso a ella (ahora podrá ser común tener Internet en casa o incluso en el teléfono celular, pero no lo era entonces; yo empecé leyendo Axxón en los cybers; para el trabajo de edición iba y venía con los diskettes 3 ½ ). En esa época, a raíz de que me publicaron un cuento en “Ópera Galáctica”, me enteré de que existía algo llamado fanzines, y me interesé en esto de la publicación independiente, la posibilidad de publicar en papel y de llegar a otro público. Así surgió “SENSACIÓN!” , cuyo primer número se presentó en enero de 2009. Era un homenaje al pulp y el “sense of wonder”, ese exotismo y aventura que caracterizaba a las revistas de la época de oro de la ciencia ficción, como “Amazing”. El subtítulo lo decía todo, era: “SENSACIÓN! En Tecnicolor” . Fue un poco el experimento, el banco de pruebas, un modo de explorar las posibilidades del medio y del formato. Pero, aunque me gustaba ese perfil y esa línea editorial, y me interesaba y me divertía la propuesta de recuperar algo de esa mirada inocente y fascinada, la ciencia ficción que a mí me gusta es la más moderna, la que tiene menos de fantasía y más de ciencia, pero también que está más seriamente interesada en los aspectos filosóficos de las problemáticas humanas. Del mismo modo que escribo por motivaciones egoístas, cuando edito para una publicación mía lo hago siguiendo mi propia preferencia, armando el rompecabezas de lo que a mí me gustaría leer. Y la presentación no me parecía un aspecto menor; del mismo modo que quería plantear cierta línea editorial, también quería lograr cierto aspecto estético; quería concretar un objeto con determinadas características. Así, en marzo de 2009 salió PRÓXIMA 1 – VERANO.

Este mes acaba de salir el Nº 17, con el que estamos comenzando el quinto año del proyecto. Parece mentira cómo ha ido creciendo la nena… :-)

AXXÓN: Siendo ahora una —para mí— exitosa editora, ¿cómo te das —o no— un espacio para tu faceta de escritora?

LAURA PONCE: Gracias por el elogio, me halaga :-)

Y de algún modo me siento así: exitosa, porque estoy haciendo la revista que quiero hacer. Con todos los errores que tiene o todo lo que le falta por mejorar y crecer —y me falta a mí por aprender—, siento que se valida número a número, reafirmando sus propósitos.

La faceta de escritora pasa por un período complicado. El trabajo de edición me insume mucho tiempo y energía, no sólo energía organizativa sino también creativa. A eso se le suman situaciones y procesos personales —vengo de un par de años difíciles, y este fue particularmente duro—. Además, como te decía al principio: escribir es para mí algo ligado a la identidad y a mi manera de comunicarme, y quizás un modo de intentar conocerme a mí misma; tal vez en este momento esté haciendo eso de otras maneras, buscándolo por otros medios.

AXXÓN: ¿Lo fantástico fue llenando los estantes que pertenecían a la ciencia ficción o me equivoco de par en par?

LAURA PONCE: No, lo fantástico siempre tuvo un lugar importante en la biblioteca de mi preferencia, pero la ciencia ficción lo supera ampliamente; y la proporción se viene manteniendo más o menos constante a lo largo del tiempo :-)

AXXÓN: Yo me refería a los estantes de las librerías. El tema de las preferencias de los lectores.

LAURA PONCE: Ah, perdón. ¡Me pongo muy autorreferencial a veces!

El tema de las preferencias de los lectores o del público en general es siempre un asunto complejo. La oferta también influye en la demanda: cuánto se difunde, cuánto se da a conocer, la cantidad y variedad de productos disponibles, la publicidad que se les dé, el modo en que se instalan como propuesta y como moda desde los medios de comunicación. Eso se modela más allá de las preferencias reales del público. Las preferencias también se construyen. Sin embargo, asumiendo esas preferencias como verdaderas (tan verdaderas como pueden ser las veleidosas preferencias de una sociedad), podrían escribirse estudios sociológicos intentando explicar o discernir por qué en determinado momento se instala la ciencia ficción (Star Trek) y después la magia (Harry Potter), y más tarde el tema de los vampiros (Crepúsculo), o el de los muertos vivos (The Walking Dead), qué nos dice eso de la sociedad, de su idea acerca del futuro, de su construcción mítica, de su necesidad de ejercitar el imaginario en determinada dirección. Podría postularse, por ejemplo, que la sociedad está más abierta a considerar lo fantástico, aceptar una situación sin más explicación que lo axiomático (es así porque es así), porque garantiza la evasión, porque le permite alejarse de su vida cotidiana de un modo más absoluto que una ficción científica, que siempre tendrá una pata bien apoyada en la realidad, que quizás requiera un esfuerzo de entendimiento mayor y cierto compromiso intelectual. Lo fantástico también trabaja con símbolos y también permite la extrapolación; cuando se habla de brujas y duendes, de vampiros o de muertos vivos, también se trata de arquetipos, de figuras a las que se les da determinado significado, y se las usa para hablar del otro y de las relaciones y conflictos humanos (la sexualidad, la pérdida de la inocencia, las desigualdad social, etc.). La fantasía no es menos válida como herramienta para trabajar esos temas, pero no tiene más ancla en la realidad que el inconsciente. Quizás esa libertad es lo que le atrae al público. Pero me parece un acercamiento un tanto simplista. No hay una sola respuesta. El tema es muy complejo.

AXXÓN: Me encantó esta respuesta, tocaré algo de su contenido más adelante. Ahora me entra una duda: ¿Star Wars es ciencia ficción o fantasía?

LAURA PONCE: En mi opinión, Star Wars es fantasía. Podés trasladarla perfectamente a un escenario medieval; tiene un “maquillaje” de ciencia ficción, una estética, pero no requiere de sus herramientas; la ciencia ficción no es condición ni fundamento en la historia que cuenta.

AXXÓN: Me pareció una respuesta demasiado acotada (muy buena, pero poco explicativa), personalmente hablando. ¿Podrías extenderte un poco más?

LAURA PONCE: Sí, cómo no. La definición o parámetro que aplico para determinar si una historia es ciencia ficción o no, es bastante simple, se basa en preguntarme: ¿Los elementos de ciencia ficción que tiene el relato son indispensables para la historia? ¿Qué pasa si los saco? ¿El relato se sostiene? ¿Puede contar lo mismo sin ellos?

Hagamos el ejercicio con Star Wars: ¿Qué pasa si saco los robots y los reemplazo por sirvientes? ¿Qué pasa si saco las naves espaciales y las cambio por otros vehículos o directamente por caballos, o dragones? ¿Qué pasa si saco las espadas-láser y las cambio por sables, a los que hasta podría darles nombre? ¿Qué pasa si saco la variedad de “razas” extraterrestres y la cambio por elfos, enanos, ogros, etc.? Para que tenga el registro más reconocible de la fantasía épica no tengo ni que cambiar la identidad de los personajes, hasta tienen títulos nobiliarios: hay princesas, emperadores, duques… Tienen, incluso, un Caballero Oscuro… ¿Qué más se puede pedir? Si hago todo eso, si cambio todo eso, igual puedo seguir contando la misma historia, porque se trata de un argumento de caballería, de fantasía épica, no de ciencia ficción.

Tratemos de hacer el mismo ejercicio con “2001: Odisea del espacio”, o con la novela “El fin de la eternidad”. ¿Se puede? Quizás pueda sacar las naves y el viaje espacial, puedo reemplazarlo por una base submarina, o un puesto de avanzada en el desierto, pero si saco a Hal 9000 o al monolito ¿puedo contar lo mismo? Si saco el viaje en el tiempo, ¿qué me queda de la aventura de Harlan, el ejecutor? Si saco la paradoja temporal, ¿puedo contar lo mismo? Creo que no.

La línea se hace más borrosa cuando nos alejamos de la ciencia ficción dura y ya no tratamos con elementos tecnológicos o científicos reconocibles sino con especulación sociológica, psicológica, filosófica. Pero creo que en estos casos el parámetro lo da la seriedad de la especulación, siempre con un pie bien apoyado en la realidad, en los conocimientos adquiridos mediante esas “ciencias no exactas”. Desde ahí, si se hace con habilidad, se puede saltar hasta donde quieras.

Y después pueden diferenciarse un montón de matices, claro: historias de ciencia ficción, con ciencia ficción, sobre ciencia ficción, etc.

Axxón: La siguiente pregunta es más una duda que me persigue desde hace un tiempo. La cosa es más o menos así: yo pienso que los escritores de ciencia ficción corremos con desventajas comparados con, por ejemplo, un escritor costumbrista y/o de comedia romántica. Lo digo porque el público puede ver hasta el hartazgo cien variaciones de “Cuando Harry conoció a Sally” pero no puede soportar dos películas diferentes donde el argumento se base en un robot que recibe un rayo y adquiere conciencia de sí. Como que la ciencia ficción debe tener continuamente ideas innovadoras. ¿A vos qué te parece?

LAURA PONCE: Jeje. Asunto complicado, si los hay.

Creo la ciencia ficción es un poco víctima de su propio éxito, de sus propias características esenciales. Se le pide que tenga continuamente ideas renovadoras porque por naturaleza es origen y espacio de discusión de esas ideas. Además es característica de la sociedad actual, ya enviciada con los cambios vertiginosos, estar pidiendo más continuamente. Los contenidos no importan demasiado porque apenas son percibidos (y la ciencia ficción es, sobre todo, contenidos, ideas), las formas, cuanto más llamativas, mejor, porque en la cresta de la continua ola de novedades hay que poder diferenciarse, porque ya viene otra y otra y otra cosa más, que demasiado pronto sepulta en el olvido lo que era flamante hasta recién… Creo que la enfermedad que define nuestro presente es el Déficit de Atención. Además, como nada se aprecia lo suficiente, como muy pocos se toman el tiempo de conocer verdaderamente algo, lo que rige la vida en el mundo actual es el pre-juicio, la idea que tenemos de algo antes de conocerlo. No es algo necesariamente malo (hay demasiado por conocer en el universo, nos quedaríamos paralizados, no podríamos desenvolvernos en el mundo si esperáramos conocer cabalmente cada objeto o cada persona; nunca terminaríamos), pero, por desgracia, ahora parece ser el mecanismo que se impone sobre cualquier otro, casi anulando la verdadera experimentación o búsqueda de entendimiento.

Un poco se trata de lo que te decía antes: se espera que la ciencia ficción sea eso que propone (o lo que el gran público supuestamente entiende por tal): ideas novedosas, imágenes grandilocuentes, desafío intelectual, pero ese mismo gran público tampoco está demasiado dispuesto a dedicarle el tiempo y compromiso mental o un mínimo espacio de análisis y reflexión; se aburre demasiado rápido y se va a mirar una comedia romántica.

AXXÓN: En una pregunta anterior hablaste de “construcción mítica” de la sociedad. Desgraciadamente sólo conozco de Latinoamérica, Argentina y Uruguay. Así que mi pregunta quizá tenga validez local: ¿Por qué sabemos todo de elfos, trolls, orcos, mitología griega, mitología celta, etc., y no sabemos un catzo sobre incas, mayas, aztecas? O sí sabemos, pero no escribimos. O escribimos muy poco.

LAURA PONCE: Bueno, creo que se debe a la tan mentada invasión cultural.

En primera instancia, hay mucha más presencia, mucho más conocimiento general, mucho más material disponible acerca de mitología clásica (griega y romana) y mitología nórdica, que sobre mitología latinoamericana o argentina; basta ir a cualquier biblioteca no especializada para comprobarlo. Pero bastaría con pedir diccionarios: ¿cuántos encontraríamos de inglés y cuántos de quechua o aimará?

Parece una comparación tramposa, pero creo que va al origen del problema: falta conocimiento sobre mitología precolombina porque falta interés sobre la cultura nativa en sí; no se la valoriza porque se vive en la creencia de que lo de afuera es mejor. Esta situación es el resultado de quinientos años de conquista, vaciamiento e imposición cultural, de un patrimonio y una identidad barridas con fuego y con sangre, y de nuevos dioses y nuevas leyes metidos por la fuerza; se nos convenció de que las viejas creencias y las viejas formas de vida estaban equivocadas, que eran vergonzantes, y que la Verdad y lo valioso venían de afuera, y hoy en día seguimos presos de ese convencimiento. No es fácil de revertir. Sin embargo, afortunadamente, hay cierta tendencia en dirección contraria, cierto redescubrimiento de las raíces. Prueba de ello es la “Saga de los Confines”, de Liliana Bodoc, o “Ygdrasil”, de Jorge Baradit.

Hay un territorio vasto y fértil, sólo hay que tener ganas de ir a explorarlo. Y ahí, a partir de ese interés, de esa valorización, quizás comience un verdadero renacimiento.

AXXÓN: La siguiente es una pregunta donde pretendo que no te busques escapatoria, je. Como editora: si necesitás un cuento para completar PRÓXIMA, y no podés tocar los otros cuentos ni nada de la revista, y tenés un cuento fantástico y otro de ciencia ficción. Los dos son iguales de buenos, y los dos se prestan para la temática de ese número. (¿Me olvidé de algo para que no te escapes?). ¿Cuál elegirías? ¿Por qué?

LAURA PONCE: Elegiría el de ciencia ficción.

¿Fui suficientemente directa? :-P

Lo elegiría porque, en la línea editorial de la revista, la ciencia ficción está primero. Pero, por supuesto, eso responde también a mi preferencia personal.

AXXÓN: ¿Cuál sería el límite del “avance” del editor? ¿Depende del prestigio de las editoriales? ¿Cuál es tu límite como editora?

LAURA PONCE: Siempre consideré que el propósito del editor es dar a conocer la mejor versión posible de cada obra. Mi trabajo es ayudar al autor a llegar a esa versión. No se trata de publicar el cuento que yo hubiera escrito con su idea, sino el cuento de él en su forma más perfecta. Para lograrlo, necesariamente, tenemos que comunicarnos, tengo que entender qué es lo que se propone, qué es lo que quiere contar o qué efecto busca provocar. A veces el cuento lo hace por sí solo, y no hay nada que corregir (esa es la situación ideal); otras veces, puedo identificar la idea, la intención, pero me doy cuenta de que no termina de cerrar o de que falla en algo, entonces empiezo a hablar con el autor, a comentarle mis impresiones y a hacerle preguntas; o, si veo claramente el problema, le hago sugerencias. Por supuesto, lo que hago son sugerencias, no imposiciones; el dueño del cuento y quien va a decidir su destino es el autor, no yo.

AXXÓN: Volviendo a tu faceta de escritora, ¿qué autores te influenciaron? Y como editora, ¿qué editores te influenciaron?

LAURA PONCE: Uh, los autores que me influenciaron son muchísimos; creo que todos los que he leído me formaron, de un modo u otro, respecto a lo que quería y a lo que no quería ser. Lo mismo pasa con los editores. Pero podría nombrarte a mis favoritos en ambos casos. En cuanto a los escritores: Úrsula K. Le Guin, Arthur Clarke, Phil K. Dick, Angélica Gorosdischer, Ray Bradbury, Greg Egan, Brian Aldiss, Carlos Gardini, Borges, Lovecraft… (y digo estos sólo por mencionar algunos). Y en cuanto a los editores, admiro el trabajo de Oesterheld en Hora Cero, de Stan Lee en Marvel, de Judith Merril en sus célebres antologías, de Hernán Casciari en Orsai; ese don maravilloso para la visión de conjunto… Acá, respeto mucho el trabajo de Eduardo Carletti, Santiago Oviedo, Luis Pestarini, con todo lo significa darle continuidad a los proyectos a lo largo del tiempo, superando innumerables obstáculos. Y quisiera destacar en particular a la persona que me enseñó valiosos principios del oficio (desde el consejo y desde el ejemplo): Daniel Vázquez. Vayan mi admiración y agradecimiento para él.

AXXÓN: ¿Porqué elegiste el papel por sobre lo digital?

LAURA PONCE: Principalmente, porque quería llegar a otro público, pero también porque quería recuperar el objeto: la revista como eso que uno lleva en la mochila y la saca en el banco de una plaza o mientras viaja en subte, o se la lleva para leer a la cama. Además, recuperar el objeto como algo hermoso, la cosa fetichista del acabado brillante, de contar con las mejores tapas, los mejores ilustradores, buena calidad de papel y de impresión… Aumentar el placer sensorial, devolverle al lector esa otra experiencia más compleja que ofrecieron tantas recordadas revistas de papel. En síntesis: quería hacer participar al lector de una manera más activa, darle más.


Foto para el recuerdo: PROXIMA y amigos reunidos tras la presentación del número 5.

AXXÓN: Por estas pampas la gran mayoría de los escritores noveles reniegan de la investigación previa. ¿Algún consejito y/o sugerencia?

LAURA PONCE: La sugerencia sería que se pongan las pilas, je: los libros no muerden. Mi opinión es que la investigación puede no ser imprescindible (dependiendo del tema que se trate), pero siempre es útil. Lo más probable es que muy poca de la información encontrada termine dentro del texto (y está bien que así sea), sin embargo, es una parte importante del proceso creativo, sobre todo si se quiere escribir ciencia ficción. Y también es una parte importante en la formación/educación del autor. ¿Se acuerdan de aquello de que “lo que se aprende no ocupa lugar”? Bueno, es tal cual; uno se va enriqueciendo, y nunca se sabe para qué puede terminar sirviéndole eso que aprendió.

Además, si van a escribir respecto de algún tema que no conocen, ¿no les da curiosidad averiguar lo que puedan al respecto? Creo que investigar no es una carga, es parte del placer de lo que hacemos…

AXXÓN: ¿Te imaginás una AXXÓN sin Carletti?

LAURA PONCE: Uhm, qué difícil… Creo que la verdadera prueba de las grandes obras es sobrevivir a sus creadores; sin embargo, dadas las características particulares de Axxón y la situación en que se encuentra, no me la imagino sin la presencia de Eduardo. Me parece que, más allá de que haya gente valiosísima como Silvia Angiola y Daniel Vázquez, cuyo trabajo hace posible cada número de la revista, el peso de que el portal siga en funcionamiento día a día sigue recayendo en gran medida sobre Eduardo, y eso es mucho decir.

AXXÓN: ¿Y una PRÓXIMA sin Laura Ponce?

LAURA PONCE: Acá la cosa es más complicada, je. Quizás porque no se trate de una gran obra, entonces no esté destinada a sobrevivirme, o quizás porque la línea de la revista lleva muy marcada mi impronta, mis preferencias y propósitos personales, pero no me imagino a PRÓXIMA hecha por otra gente. Podría continuar, por supuesto, pero creo que quienes la siguieran la harían a su modo; podría llamarse igual y seguir teniendo el mismo tipo de contenidos, pero sería la revista de quienes sean que la hagan, no la mía. Como dice el tango: “Ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot”. :-P

AXXÓN: Por aquí me topé con muchos a los cuales les leí sus cuentos, y luego les sugerí correcciones de estilo. Varios me respondieron: “No importa cómo esté escrito, lo que vale es la idea”.

LAURA PONCE: Jeje, otro asunto espinoso… Sabrás bien que no coincido con esa apreciación: para mí el modo en el que está presentada una historia, la forma, el estilo, son muy importantes. Sin embargo, creo que tiene más potencial un cuento con una buena idea y mal estilo, que el caso opuesto; en lo personal, me entusiasma más, me da más ganas de trabajar, de ayudar al autor para mejorarlo, si veo que tiene algo que contar; si no hay sustento, si no hay “carne”, el estilo no tiene más sentido que maquillaje en el aire.

AXXÓN: La respuesta es buena, pero diste un último ejemplo demasiado extremista…

LAURA PONCE: Sí, puede ser. Pretendí ser clara, no andar con evasivas, pero es cierto que en general nada es tan blanco ni negro; la realidad se mueve en un universo de tonos de gris. Es raro que me lleguen cuentos que no tiene nada que decir o que su autor no tenga ninguna noción de estilo. Sin embargo (y sin que esto libere a los autores de su responsabilidad por mejorar la forma en la que escriben), creo que el estilo se puede enseñar; lo otro no.

AXXÓN: Bueno, hasta aquí llegamos. La redacción de AXXÓN (y yo especialmente) te agradecemos por cómo te brindaste para esta entrevista. Será, entonces, hasta la próxima :)

Son tuyas las últimas palabras.

LAURA PONCE: Ha sido un gran placer compartir esta conversación con ustedes, con vos, Ric. Le tengo un gran afecto a la gente de Axxón, a todo lo que Axxón significó y significa para la ciencia ficción hispanohablante; creo que es un espacio al que todos los que estamos en esto le debemos mucho. Entonces, eso: Gracias.

Y será hasta la PRÓXIMA ;-)


Axxón 240 – marzo de 2013


“Sor Juana y la ciencia ficción o las consecuencias de una crítica paranoica”, Roberto Lépori

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ARGENTINA

 

Resumen

 

Sor Juana, CF
Sor Juana, CF

En el siguiente artículo me propongo indagar cuál sería el resultado de releer la obra —con eje en el poema Primero sueño [¿1685?/1692]— de Sor Juana Inés de la Cruz [Virreinato de Nueva España, ¿1648/1651?-1695] a partir de la ciencia ficción [cf]. En la “Primera parte” especifico el protocolo de lectura. Considero como altamente productivo re-narrar (‘volver a contar’) las lecturas, las interpretaciones y ciertos textos de la monja jerónima en base a rasgos codificados por la cf a través de datos laterales y/o fragmentarios —un acercamiento de índole ‘paranoico’—. La hipótesis se estructura como una ‘ucronía’ (qué pasaría si Sor Juana hubiera escrito cf) convertida en ‘historia’: Sor Juana escribió, al menos, un texto de cf. Primero sueño, recepción de Kircher mediante, contiene in nuce dos elementos con descendencia en la producción posterior de cf en Hispanoamérica: el viaje astronómico (espiritual) y la tradición hermética (el ocultismo). El ocultismo funciona como puerta de entrada para pensar ese poema de cf y su relación con el género (gender/genre) en la configuración de un “ideal andrógino”. En la “Segunda Parte” ensayo mi propuesta de relectura paranoica. Reviso Primero sueño por medio de un tópico de la “ciencia ficción barroca”: la indeterminación en la distinción ‘original’ (realidad empírica) / ‘copia’ (realidad virtual). Este análisis intenta demostrar que el poema se inserta en una tradición de cf que privilegia el viaje a través del mundo interior (inner space) de un complejo cuerpo cyborg en detrimento del viaje astronómico (outer space). En ese recorrido, el cine de cf posmoderno es determinante.

 

“Muy a menudo, el artista fracasado que vive reprimido en el espíritu del crítico busca un desahogo entretejiendo una novela crítica, o sea [proyecta] sobre el autor una luz ajena a él, que altera su figura, modernizándola… El crítico utiliza… esas aproximaciones, como un hábil cocinero sus salsas y especias, para disfrazar los manjares.”

Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica

 

 

Breve prólogo

 

La historia que narraré a continuación tiene su primera, en realidad su penúltima, estación unos tres lustros atrás —mediados de la década del noventa— en Ciudad de México y remonta sus orígenes hasta las postrimerías del siglo XVII cuando dicha ciudad formaba parte de un entramado geopolítico más complejo y extenso cuyo nombre era Virreinato de Nueva España. En aquel momento, lo que hoy aparece como ‘continente americano’, no estaba fragmentado en norte, centro, sur. Ese Virreinato abarcó América Central, las islas del Caribe, las Filipinas y una parte de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, amén de México.

En Ciudad de México, durante la segunda mitad del siglo XVII (hace ya varias centurias), vivió y escribió la novohispana Sor Juana Inés de la Cruz, una mujer única en muchos sentidos. Seguramente, muchos de ustedes han accedido a fábulas en las que el más lejano futuro se pinta como el más remoto pasado, mundos donde los seres extraordinarios son monstruosamente ambiguos —¿producto de una vertiginosa evolución, ejemplares de una sin igual regresión?—, mundos donde las fronteras nacionales —como las conocemos— han dejado de existir y han sido reemplazadas por demarcaciones imperiales. Por lo general, la ciencia ficción [cf] se encarga de esas nuevas cartografías. En este caso en particular, la cf permitirá que nos acerquemos a una figura —para nosotros remota— con una fuerza tal que aún hoy en día alienta que se piense a través de ella, una figura siempre dispuesta a tentarnos con desplazar los límites de la interpretación. Sin tomar en cuenta restricciones a priori ni de tiempo ni de espacio, leer a Sor Juana como si fuera una escritora de cf tal vez genere la oportunidad de revisitar un amplio corpus de textos latinoamericanos en los que —silentes— laten diversos futuros.

 

 

Primera Parte

 

 

Jesusa, Juana, cf: reescritura y paranoia

 

Corre el… bienaventurado año 2000… el (PAN) Partido reAcción Nacional ha llegado al poder en México y restablecido la moral, y las buenas costumbres…. Cualquier semejanza con la vida real es virtual.

(La escena se desarrolla en la celda de Sor Juana en el penal de Almoloya. A la izquierda el escritorio… con libros, instrumentos antiguos de geometría, pluma, tintero y una mini computadora Apple de las primeras que salieron al mercado. Al centro abajo un catre individual y arriba una macro pantalla de video. [...] Sor Juana revisa muy divertida la carta que enviara Salinas a los medios de comunicación en noviembre de 1995. En la pantalla grande se proyecta el texto y una foto del ex presidente vestido de Sor Filotea.) (Jesusa Rodríguez 1)

 

Estos son los primeros párrafos de “la pastorela virtual” Sor Juana en Almoloya que la mexicana Jesusa Rodríguez publicó en Debate Feminista en 1995. En ese mismo año se cumplían tres siglos de la muerte —ocurrida en 1695— de una de las escritoras más importantes de la América hispánica de todos los tiempos. En su satírica reapropiación política de Sor Juana, Rodríguez realiza una serie de gestos significativos.

El primero, y fundamental, es pensar la realidad socio-política de su país por medio de una ‘Sor Juana futura’ (año 2000). El segundo es mostrar a Sor Juana presa de un poder reaccionario —y a la vez cínico (dota, por ejemplo, a la monja de un cascajo tecnológico)— que ha orquestado un complot del que no se conoce exactamente la causa. El tercero es la estrategia de Sor Juana de resistir mediante la reescritura de sus propios textos: “¡Ya sé!, voy a contestar la carta de aquel ex presidente. A nadie se le ocurrió responderla… La titularé: ‘La Respuesta Zopilotea’” (Rodríguez 1). La ‘reescritura’ evidencia otro rasgo central en Sor Juana. En el recorrido de Filotea (el destinatario de la famosa Respuesta a Sor Filotea de la Cruz) a Zopilotea se conjugan la metamorfosis (humano / animal ['zopilote']) y el cambio de identidad (hombre travestido); se disuelven las dicotomías de gender; se desestabiliza la configuración patriarcal de la sociedad[1]. Rodríguez lee en las metamorfosis, el travestismo y la provocación al mundo masculinista estrategias de la monja jerónima. El quinto subraya la discusión en torno de la validez o no de la invención de la subjetividad en ‘manos’ ajenas. En la versión de Rodríguez (5), Sor Juana se burla de una supuesta biografía sobre Octavio Paz —biógrafo a su vez de ella— de la que se inferiría su “androginia espiritual”. Juana fue sucesivamente categorizada —ella aventó esas hipérboles— como ‘prodigio / monstruo’, etc., y más tarde como ‘figura masculina / lesbiana / andrógina’ para dar cuenta de su ‘anormal’ intelecto.[2]

Este catálogo de operaciones cobija un factor común. Con mayor o menor pertinencia, las cuatro últimas confluyen en la primera caracterizada por el habitual ‘futuro’ de la cf. No interesa tanto aquí qué hace Rodríguez, sino cómo mediante esa reapropiación genera un prisma inédito para leer o releer vida y obra de la monja.[3]

La hipótesis central de este trabajo reviste la forma de una ucronía: qué hubiera pasado si… se hubiera considerado a Sor Juana como la primera escritora de cf en el continente americano. En particular, ¿qué pasaría si decidiéramos leer el poema Primero sueño [el Sueño] (1685 aprox.) desde los parámetros de la cf?[4] Una empresa de este talante, requiere de precisiones.

Ya en 1998 Emil Volek señalaba que si bien la figura de Sor Juana había sido asaltada desde diversos paradigmas (católico, modernista, feminista), permaneció irreductible a toda sistematización.[5] Su planteo alertaba no desde el escepticismo, sino desde la prudencia teórica frente a ‘lecturas totalizadoras’. En lo que respecta al Sueño, Rosa Perelmuter (129-136) en su recorrido por la bibliografía entre los años 1920 y 1930 advierte que en aquel momento se estipulaba que “apenas queda [nada] por decir” sobre el poema. Hoy en día, la ingente literatura crítica dedicada a ese texto y a su autora hace imposible, o al menos dificulta, abarcar un plausible estado de la cuestión. Por eso, y con el riesgo de no ser exacto, parto del siguiente supuesto: dejando a un lado las menciones al paso, no existe un texto crítico cuyo objetivo haya sido pensar porqué es posible leer Sor Juana desde la cf y qué se deriva de ello. Perelmuter recuerda que quienes en las primeras décadas del siglo XX clausuraban las interpretaciones sobre el Sueño, ponían como condición —para renovar las lecturas— que aparecieran papeles hasta allí ignorados. No existen tales ‘nuevos papeles’, sí otros modos.

En su ‘pastorela’ Rodríguez reescribe fragmentos de la obra —y de la vida— de Sor Juana al mismo tiempo que hace del personaje ‘Sor Juana’ la autora de esas reescrituras, y recursivamente, autora de la ‘pastorela virtual’. La reescritura, inserta en una perspectiva de gender como la de Rodríguez, permite volver a contar los mitos heterosexistas de la cultura occidental. Un mito surgido de la cf posmoderna —el cyborg— es clave para comprender esta propuesta metodológica.[6] Según sostiene Donna Haraway en su célebre “Manifiesto para cyborgs”, la ‘escritura cyborg’ es la tecnología propia del mito cyborg, un mito sin origen, negador de cualquier pureza, engendro híbrido que como ‘herramienta crítica’ genera “…cuentos contados de nuevo… que invierten y que desplazan los dualismos jerárquicos de las identidades naturalizadas” (Haraway 300).[7]

Aplicado a Sor Juana, este protocolo de lectura tiene como fin volver a contar el Sueño (y en otra instancia, la Respuesta y otros textos pertinentes) desde la cf para más adelante revisar las mitologías que rondan su figura (aquel catálogo de la ‘singular, única, rara, monstruosa’). La meta no es captar ‘lo real, lo verdadero’ sino recorrer y reescribir desde ese género las múltiples capas de sentidos que los comentaristas, incluso con Juana en este mundo, depositaron sobre su biografía y sus escritos. Es un efecto de lectura que interpela a los textos sorjuanescos y a las infinitas interpretaciones. Un importante corpus de textos críticos contemporáneos detecta, pero no lo explicita, que existiría una productividad intrínseca —aunque no esencial— de indagar el ‘objeto Sor Juana’ por medio de recursos y procedimientos de un género literario codificado siglos después. Tradicionalmente las lecturas críticas estructuradas en base a paradigmas genéricos como el fantástico y el policial tuvieron mayor aceptación —la excepción podría verse en determinados ámbitos norteamericanos— en detrimento del uso de la cf para organizar sus lecturas.[8] Este corrimiento del eje hacia la cf tiene una consecuencia ulterior.

El método de volver a contar —en este caso ‘el mito Sor Juana’—necesitade fragmentos, de esquirlas, de datos laterales, en una apuesta crítica que roza por momentos la paranoia. Lo que puede parecer una ‘broma’, es un principio rector. En 1987 en una entrevista con Ricardo Piglia, Thomas Disch (21) sugería que “tal vez la paranoia sea un rasgo específico de la ciencia ficción… un terreno fértil para las construcciones delirantes…”. Cuatro años después, se publica la transcripción de una clase en la que el propio Piglia (4-5) propone una nueva categoría narrativa. La ficción paranoica es un género que se desprende, mediante una exasperación de rasgos, de otros géneros populares confluentes como el policial y la cf. Piglia se centra en el primero, pero sus postulados bien pueden aplicarse, por hibridez genérica, a la segunda. La “ficción paranoica” surge de la tensión entre a) la amenaza: en las sociedades modernas las subjetividades, recluidas en lo privado, se constituyen contra un otro absoluto representado por el ‘enemigo’, y b) el delirio interpretativo: esa amenaza latente hace que el sujeto con conciencia paranoica considere que todo orquesta “una suerte de mensaje cifrado ‘que [le] está dirigido’”. Esos dos movimientos marcan la constitución de un género narrativo y operan en el planteo de una “crítica paranoica”.

Supongo (con el fin de organizar un protocolo de lectura, no de corroborar) que hubo ‘un silencio deliberado’ sobre la relación Sor Juana / cf. Se trata de un ‘complot’ disfrazado de ‘olvido’ que llevó a los críticos a no mencionar la cf ni a tomar dicho género popular como herramienta crítica para abordar a Sor Juana (víctima y hacedora, a su vez, de conspiraciones). Probablemente, esta re-narración paranoica conducirá a un delirio crítico. Pero, como sugiere Piglia, “[en] el delirio interpretativo [hay] también un punto de relación con la verdad” (5).[9]

 

 

El Sueño como cf: viajes astronómicos y tradición hermética

 

El primer problema es resolver si el Sueño es un poema de cf. La afirmación inicial sería “no”. La cf es un género popular al que hay que asociar, como otros, con la aparición de una cultura de masas, con la extensión del público lector, y para este género en particular, con la consolidación de la ciencia en un sentido moderno. Esto sucede, sin entrar en detalles, durante el siglo XIX. Aún así, es muy común asistir a reconstrucciones de la ‘pre-historia’ del género. Pablo Capanna (Ciencia ficción 69 y ss.) revisa algunos precursores de la cf e ironiza por la proliferación de antecedentes en la pluma de críticos interesados —en aras de un supuesto texto primario— en llevar lo más atrás posible el origen: la Biblia; un texto egipcio del s. III a.C. que narra un viaje en búsqueda de un libro mágico; los mitos platónicos; un largo etcétera. El primer antecedente algo más sólido para Capanna sería Luciano de Samosata quien durante el siglo II d.C. escribió Vera historia (narración de un viaje a la Luna) e Icaromenippus (recreación del mito de Ícaro). El mencionado Luciano tuvo una larga descendencia que alcanza a H. G. Wells y a Jules Verne en el siglo XIX, pero por sobre todo influyó en los “viajes extraordinarios” de Johannes Kepler —el Somnium astronomicum (1630 aprox.)— y en el del jesuita alemán Athanasius Kircher Iter exstaticum coeleste (1656). Para completar este breve esquema, junto a las narraciones fantásticas (de viajes con afán de conocimiento) habría que mencionar la obra de los utopistas del Renacimiento quienes, atravesados por la existencia de un “nuevo” continente, elucubraron sociedades distantes, armónicas, etc. El ejemplo paradigmático es Utopía [1516] de Thomas More.[10] Ambas tradiciones comparten los elementos especulativo, político y crítico: ‘un mundo no-propio’ (ficcional) cuestiona la configuración social del presente empírico del escritor.[11]

Un detalle común para estas genealogías sobre la proto-cf, y no debe sorprender que así sea, es la ausencia del nombre de Sor Juana Inés de la Cruz. Pero, ¿existiría alguna razón para nombrarla? Por transitividad, si el Iter exstaticum coeleste de Kircher es considerado un texto de proto-cf, sin muchos contratiempos, podría también el Sueño engrosar la lista con el mínimo argumento de tener como probable fuente el texto de Kircher y, acaso, el de Kepler (Octavio Paz 476). Pero como aclara Capanna en Ciencia ficción. Utopía y mercado, las historias de la cf están mediadas por taras nacionales: para los franceses se iniciaría con Jules Verne, para los ingleses con Mary Shelley, para los norteamericanos con Edgar A. Poe y así. Nadie reclama a la Décima Musa, excepto los críticos mexicanos quienes, de todas formas, sólo la nombran. Miguel Ángel Fernández (“Breve historia de la ciencia ficción mexicana”) ubica al Sueño entre las primeras obras mexicanas en rondar la proto-cf. Gabriel Trujillo (“La fundación del porvenir”) —interesado en la poesía de cf mexicana— también menciona como primera a Sor Juana. Ross Larson (“La literatura de ciencia ficción en México”) y Ramón López Castro (Expedición a la ciencia ficción mexicana) demarcan el inicio de la cf en ese país con Sizigias y Cuadraturas lunares [1775] del franciscano Manuel Antonio de Rivas. López Castro comenta que en ese texto pionero confluyen Bergerac, Swift y Kircher, y aclara que la influencia de este último era ya evidente un siglo antes en Sor Juana, pero no la considera autora de cf. La “Chronology of Latin American Science Fiction, 1775-2005″ (Molina-Gavilán et al.) determina que la cf latinoamericana se inicia con el citado texto de Rivas.[12] No hay más para decir, excepto una referencia textual indirecta sobre la conexión Sor Juana / cf.

Según Luis Cano (75 y ss.), la cf en Hispanoamérica se inicia con las obras de Juana Manuela Gorriti y Eduardo Ladislao Holmberg (segunda mitad del siglo XIX). Relaciona a la primera, por su matriz romántica, con la tradición del esoterismo, del ocultismo y de la alquimia; y ubica al segundo, más cercano al positivismo, entre los adeptos de teorías sociales de corte científico, como el darwinismo. Cano considera que Holmberg inaugura el género con el relato “Horacio Kalibang y los autómatas”, pero ejemplifica la novedad de cruzar ciencia y ficción en América Latina con la nouvelle Viaje maravilloso del señor Nic Nac [Nic Nac]. Señala en este texto la influencia —además de Flammarion— de los sueños de anábasis y de las expediciones astronómicas codificadas en los textos de Athanasius Kircher. Aclara que este autor fue introducido en el continente por Sor Juana, reenvía para más datos al análisis de Paz sobre el Sueño y detiene allí sus cavilaciones (Cano 86, nota 32).

Esa indicación lateral reactiva un tema al filo de clausurarse. Durante su análisis del Sueño, Paz se arroga ser el primero en detectar que, por medio del Iter exstaticum coeleste de Kircher, Sor Juana accede a una tradición que unifica “los viajes astronómicos” (viaje al espacio exterior) con los “sueños de anábasis” (elevación del alma) propios del corpus hermeticum (476-478).[13] Es decir, en el Sueño confluyen el ‘viaje astronómico’, la ‘elevación del alma’ y el ‘hermetismo’, elementos que se continúan siglos después en la producción de cf en Hispanoamérica. Gorriti y Holmberg iluminan, en retrospectiva, rasgos de lo que terminaría configurándose como cf en un sentido moderno. Cano —con el fin, intuyo, de mantener el equilibrio de su hipótesis— asocia ocultismo con Gorriti y positivismo con Holmberg. Cuando se refiere al uso del ‘viaje’ en la obra de este último lo desconecta de las ciencia ocultas. En su introducción a los Cuentos fantásticos, Antonio Pagés Larraya (39-43) recuerda que Holmberg estuvo interesado en el espiritismo. El esoterismo tiene una función determinante en el relato del viaje astronómico. Holmberg subtitula Nic Nac como “fantasía espiritista”.[14] Nic Nac cuenta el “viaje imaginario del protagonista al planeta Marte… realizado sólo por su espíritu-imagen, según el curioso método que le enseña el médium Seele: privarse de todo alimento hasta que el espíritu se desprenda totalmente de la materia” (Pagés Larraya 59). Este tema requiere de un mayor análisis. No hay médium en el Sueño (la mexicana rompe con el tópico del guía del hermetismo) y los alimentos en una y otra historia cumplen roles diferentes. Aún así, la conjunción entre ‘viaje del espíritu / alma’ (el cuerpo permanece en reposo) asociado al ‘ocultismo / espiritismo’ remite a la tradición que nace con Sor Juana y que se desliza de manera subterránea por siglos.[15]

 

 

Disjecta membra: cf, ocultismo, androginia, utopía y Sor Juana

 

Uno de los paradigmas recurrentes para leer a Sor Juana es el “feminismo”. Arduo en sí mismo, este modus crispa a los teóricos cuando el objeto de estudio corresponde a una episteme de signo diferente. Hay posturas escépticas: “Sor Juana no fue un subalterno y tampoco fue la portavoz de una heterodoxia que combatía el status quo y… ni siquiera se la puede considerar —si es que tal movimiento anacrónico es viable— como ‘la primera feminista de América’” (David Solodkow 142). Otras se interesan más, como la de Rodríguez, en ‘usar’ la figura de la monja para pensar desde una perspectiva de gender ambos contextos socio-políticos, el de producción (siglo XVII) y el de recepción (siglo XX/XXI). En esta dirección oriento mi propuesta de índole recursiva: ¿de qué manera, ocultismo incluido, la cf reafirma una perspectiva de gender y hasta dónde una mirada de gender potencia los rasgos de cf del Sueño?

Cuando me refiero a gender —una categoría que ya tiene para sí extensas bibliotecas— estoy aludiendo al planteo de las feministas norteamericanas acerca de la necesidad de no descuidar que ‘la asignación de roles sexuales’ es ideológica y no natural.[16] La relación con los ‘géneros literarios populares’ surge de la posibilidad de evidenciar esas asignaciones por medio de las negociaciones simbólicas que se establecen hacia el interior de los mundos narrativos. La mayor parte de los géneros populares resultan útiles para pensar el constructo social. Por varias razones que expongo en otro escrito la cf ha resultado el género (genre) más adecuado para desarmar la supuesta naturalidad de los roles sexuales (Lépori).

El final del Sueño, “y yo despierta”, indica la fuerte presencia de la subjetividad femenina en el poema. Ese “yo” no aparece únicamente en el cierre. Perelmuter (85-92) demuestra que ‘la hablante lírica’ organiza el discurso poético con distintos usos de la primera persona (“mi”, “digo”, “pues”, etc.). En el contexto de vida de la monja, esto lanzaba un desafío: ¿puede una mujer conocer? La respuesta encierra una negociación.

Sor Juana distingue ‘cuerpo/alma’ y estipula que el alma cognoscente es asexuada: “la separabilidad del alma racional… en sincrética versión hermético- neoplatónica [sustenta] la igual capacidad de mujeres y varones para acceder al conocimiento” (Femenías 9). Si se toma como parámetro el Sueño, cuando el alma sin sexo reingresa a un cuerpo de mujer, produce “una nueva clase de sujeto: el sujeto racional = mujer” (9). Esa unión podría ser considerada como contradictoria. La solución es una negociación: “la única posibilidad… de las mujeres para acceder al conocimiento fue la de negación de su sexo y la homologación al modelo masculino” (Femenías 13). Para Sor Juana ser mujer sabia era fundir en un cuerpo de mujer un ‘alma asexuada’ que respondía a los cánones masculinos de racionalidad. Así, para justificar el saber, el escribir y el disentir de la mujer subsumida al doble sistema patriarcal civil y religioso en la sociedad virreinal, Sor Juana propone como ideal un ‘sujeto andrógino’ que no desestabiliza pero que interpela al mundo falogocéntrico.[17] Jean Franco coincide. En el Sueño “el alma inquisitiva no es tanto neutra como una combinación de lo masculino y lo femenino” (70). La lucha de Sor Juana por defender su posición intelectual se materializa en la construcción de “un espacio utópico” en el que su “conocimiento y [su] poesía… pueden ‘apartarse’ de las rígidas jerarquías de género”. En el “espacio utópico”, en ese no-lugar, se concreta el ideal andrógino. Ambos componentes, utopía y androginia, son consecuentes con una perspectiva de cf.[18] El impulso utópico conlleva una fuerza crítica para revisar los binarismos cristalizados en la asignación de roles sexuales en lo que respecta al acceso al saber en la sociedad virreinal y genera un no-lugar ideal para que se geste ese sujeto andrógino.

Aquí comienza a jugar un elemento intrínseco a la cf de Sor Juana. La configuración del ideal andrógino se relaciona con la tradición hermética de cuño neoplatónico heredada de Kircher. Como demuestra Linda Egan, la “androginia psicológica” de Sor Juana está directamente asociada al hermetismo (3).[19] El corpus hermeticum, y en particular el saber alquímico, estipulaba que “los contrarios esenciales… se hacen andróginos cada vez que hay concepción y nacimiento en la naturaleza” (Mariano García, “Androginia” 259). Ese corpus permitió que el ideal perviviera a lo largo de los siglos contra los intereses de la ortodoxia católica.[20] “The greatest freedom of gnosticism is the freedom to think” (Egan 14). El sujeto andrógino en Sor Juana es una herramienta para ir contra la opresión intelectual y de género y aparece como correlato objetivo de un corpus que otorga libertad de pensamiento. En consecuencia, como si fueran disjecta membra, mi lectura reúne esos elementos en un mismo constructo con epicentro en Sor Juana[21]:

 

  • en los inicios de la cf latinoamericana aparecen los viajes (astronómicos y del alma) junto con el ocultismo (Cano);
  • el ocultismo y el hermetismo favorecieron la pervivencia del ideal andrógino (García);
  • el ideal andrógino habita durante el siglo XIX la literatura romántica y en el siglo XX encuentra asilo en las narraciones de cf (García)[22];
  • si se considera que Sor Juana escribió un poema de cf, el Sueño (Lépori);
  • se comprende por qué como estrategia se configura en ese poema el ideal andrógino para defender el derecho de las mujeres a conocer (Femenías);
  • en qué sentido el ocultismo ocupa un lugar central en la construcción de ese ideal (Egan);
  • y de qué manera el ideal andrógino se conjuga con el impulso utópico (Franco).

 

Cada uno de los componentes —’ocultismo, androginia[23], impulso utópico y cf’— deambulaba aislado o en pares a lo largo de la bibliografía. Reunirlos permitió ajustar con mayor solidez la conexión cf / Sor Juana más allá de la especulación sobre las ‘fuentes’.[24]

 

 

Hacia una definición génerica (gender / genre) del Sueño

 

En el apartado anterior trabajé con la licencia de argumentar a favor del Sueño a partir de postulados que, en muchos casos, responden a un recorrido más amplio por la obra de Sor Juana (aún cuando el Sueño y la Respuesta son centrales en la construcción de un ‘espacio utópico’ que justifica el acceso de la mujer al conocimiento). Esta pequeña falla —todo entramado narrativo sufre de un punto ciego— tiene su primera instancia de reparación en una mayor concreción en lo que respecta al Sueño. A modo de transición, cierro esta “Primera Parte” evaluando el poema a la luz de una definición específica del género y espero dejar el camino allanado para en la “Segunda Parte” abocarme a leerlo específicamente desde la cf.

La clásica definición de Darko Suvin [1978] resulta adecuada a la hora de definir el Sueño como un poema de cf si consideramos la recontextualización de Cano en Intermitente recurrencia para la literatura en Hispanoamérica. Según Suvin, la cf plantea una hipótesis ficticia y la desarrolla con rigor científico con el fin de oponer un nuevo orden al conjunto de normas preestablecido. Lo ‘nuevo’ (novum) provoca el extrañamiento cognitivo al cuestionar en términos ficcionales la configuración de la realidad empírica (Cano 15-16). Carl Freedman, continuador de Suvin, sugiere ampliar el alcance de la idea de cognición. Lo cognitivo excede lo científico en el sentido moderno (18). La cf busca generar un efecto (cfr. Barthes) de extrañamiento. La teología, la psicología, la filosofía, la medicina, el hermetismo, el neoescolaticismo, etc., podrían formar parte de la cognición.

Cano parte de Suvin y propone tres rasgos específicos de la cf vernácula (25-73). El tercero es el uso de ‘la analogía temporal’. Los autores latinoamericanos —el Sueño no es la excepción— han preferido un tiempo presente antes que la remisión al pasado o al futuro dentro del universo ficcional. El primer rasgo —”empleo de un discurso que intenta reconstruir, imitar o parodiar las características… aceptadas como propias del discurso científico”— se aplica a un poema que compendia los saberes al alcance de la sociedad novohispana. El segundo rasgo —una “actitud crítica dirigida… a la evaluación de los proyectos o procedimientos científicos”— parece el más adecuado para determinar la singularidad del Sueño. En la América hispánica esa actitud estuvo históricamente asociada al cuestionamiento de ‘trasplantes’ de paradigmas foráneos (científicos y no) a la realidad local.

En el Sueño no se critica el uso de un corpus determinado de saberes —tendría que haber sido abiertamente ‘hereje’. El ‘efecto de extrañamiento’ surge, en principio, de aspectos formales (su complejidad sintáctica y secuencial) y de contenido (las infinitas referencias hermético-mitológicas), pero se materializa en un ‘nuevo orden’ nacido de una hipótesis desestabilizadora: cómo sería una sociedad en la que, además de hombres dominantes y mujeres dominadas, existiera otra categoría de sujeto cognoscente, el andrógino. Lo ‘nuevo’ (novum) es discutir la potestad de saber, pensar y escribir en base a esa hipótesis: ¿quiénes tienen el poder, por qué y cómo se podría poner eso en entredicho?[25] La tradición hermética, un corpus de conocimiento permeable a “otras interpretaciones”, es el elemento cognitivo que sin levantar excesivas sospechas habilita la construcción de un “espacio utópico” en el que pueda desarrollarse el sujeto andrógino que garantice a hombres y mujeres acceder al saber. El Sueño, entonces, evidencia la interacción dialéctica entre cf (genre) y perspectiva de gender tal como en muchas de otras narrativas de cf posteriores.[26]

 

 

Segunda Parte

 

 

Professor O’Blivion: “The battle for the mind of North America will be fought in the video arena, the Videodrome. The television screen is the retina of the mind’s eye. Therefore the screen is part of the physical structure of the brain… Therefore, television is reality and reality is less than television.”

Videodrome (1983), David Cronenberg

 

En la “Primera parte” cobró especial importancia la tradición hermética en la lectura del Sueño como poema de cf en razón de su incidencia en la construcción de un “espacio utópico” que habilita a hombres y mujeres por igual para acceder al conocimiento. En esta “Segunda Parte”, sin dejar de lado el ocultismo, indagaré mediante el funcionamiento de algunos tópicos genéricos en qué sentido es un poema de cf. Convertiré la ‘ucronía’ (qué hubiera pasado si…) en ‘historia’: el Sueño es un poema de cf y Sor Juana una escritora inscripta en el género. Me propongo relativizar la aserción habitual: el Sueño cuenta un viaje o ascenso del alma. A causa de cierta complejidad en la exposición —argumentar a favor de Sor Juana y de la cf requiere de torsiones— me parece necesario adelantar algunas conclusiones.

El conjunto de tópicos que utilizo para analizar el Sueño pertenece a la producción de cf cinematográfica de los últimos treinta años (cf barroca, neobarroca, posmoderna). El primer tópico (indiferenciación ‘original/copia’) permite advertir que en el Sueño el alma no se libera totalmente del cuerpo sino que, por el contrario, lo toma como un inmóvil y ‘artificioso’ teatro de operaciones en el que escenifica su viaje intelectual. En el poema las acciones ocurren en el interior de un cuerpo cyborg —que se relaciona con el ideal andrógino especificado en la “Primera parte”— pero que va aún más allá. El cuerpo posee una configuración maquínica interna tanto en sus funciones vitales como intelectuales. Hay, por un lado, un sistema mecánico que le permite al cuerpo seguir funcionando dormido y, por el otro, hay un sistema de percepción intelectual que se construye como si fuera una maquinaría fílmica de copia y de reproducción. A la realidad externa se accede mediante los simulacros generados por esa maquinaría óptica y proyectados en el interior del sujeto. Lo que leemos como el Sueño es el resultado de una puesta en escena en un espacio repleto de imágenes monstruosas que danzan, se articulan, ascienden y descienden. A medias arena circense, a medias campo de batalla, la lucha por el acceso al conocimiento sucede siempre en un interior de cuerpo cyborg inmóvil aunque por momentos creamos volar y llegar a las esferas superiores.

 

 

El Sueño y la ciencia-ficción barroca: real /virtual

 

La reapropiación de Rodríguez de la figura de la monja por medio de su ‘pastorela virtual’ desactiva todo intento esencialista de reconstruir la existencia ‘real’ de un sujeto. El par ‘real / virtual’ (“Cualquier semejanza con la vida real es virtual”, afirma Rodríguez 1) reenvía el análisis hacia una categoría estética ineludible a la hora de hablar de la monja jerónima: el ‘barroco’. Si en un plano meramente nominal se considera, por ejemplo, que Kepler —autor del Somnium astronomicum, un relato de proto-cf—, origina lo que Severo Sarduy (55-83) denomina ‘cosmología barroca’, ¿cuál sería la productividad para el caso Sor Juana de asociar su cf embrionaria con una filiación barroca?

Carlos Gamerro —quien se dedica a escritores rioplatenses contemporáneos— distingue entre ‘escritura barroca’ (v. gr., Quevedo) y ‘ficción barroca’ (v. gr., Cervantes). En la escritura el interés recae en el artificioso engarce de conceptos antes que en la remisión a un referente concreto. En la ficción el artificio surge no de la sintaxis ni del juego con los significantes sino de la indeterminación a nivel de la estructura narrativa que impide reconocer en qué plano se desenvuelve el personaje —si en el de su ‘realidad’ o en la ficción dentro de la ficción—. Gamerro analiza las ficciones barrocas de Borges, Bioy, Onetti, Cortázar, etc., y cierra el volumen con un Apéndice en el que recorre un subgénero de la ficción barroca: la “ciencia ficción barroca”. Casi exclusivamente cinematográfica, la cf barroca es un cúmulo de notas al pie a la obra del hiper-plagiado Philip Dick.[27] La cf de Dick plantea un tema barroco determinante en la posmodernidad: la disolución de la diferencia ‘original / copia’.

En principio, mucho tiene que ver el Sueño con la escritura barroca y poco con la indeterminación ‘original / copia’ y con la puesta en escena de esa disquisición ontológica. Sin embargo, si se consideran tópicos de la cf barroca reciente se puede entender en qué sentido el Sueño posee en ciernes rasgos del género. Al igual que con Holmberg y Gorriti, hay que operar retrospectivamente: desde la cf actual se realiza una arqueología del género en Sor Juana.

 

 

La barroca “linterna mágica”: natural combustible de la paranoia interpretativa

 

Antonio Domínguez Leiva en su artículo “El barroco cinematográfico” recorre la inextricable relación entre dos maquinarias de la representación: el cine, en tanto arte de masas, y el barroco, una estética de lo espectacular anclada en el siglo XVII (y con continuidad hasta el presente) que —como aquel— hizo del simulacro su producto predilecto. Los puntos de contacto son múltiples, pero existe un detalle fundamental sobre el origen barroco del cine. Con mayor o menor precisión hay consenso en que la “linterna mágica” es uno de los antecedentes directos del cinematógrafo. Ese artefacto barroco surge a mediados del siglo XVII y el inventor es un viejo conocido nuestro: Athanasius Kircher.[28] Sor Juana —lectora del jesuita— se refiere a la “linterna mágica” en el Sueño (verso 874). Podría remarcar que Sor Juana anticipa el desarrollo del cinematógrafo y, si no la primera, es una de las primeras en referirse al proto-cine de este lado del Atlántico. Pero lo interesante del asunto excede la cita de la novedad técnica. Para comprender su importancia, se debe contextualizar en qué circunstancias aparece la “linterna mágica” en el interior del poema.

 

 

Cronenberg I: cuerpo inmóvil / mente activa

 

Suspendan por un momento la incredulidad y convoquen a la memoria filmes de cf barroca. Aunque existen innumerables factores narrativos, en ese tipo de ficciones el mundo virtual, indiferenciado del mundo empírico, se sitúa en la psique de un individuo. Un ejemplo paradigmático para pensar la peculiaridad del Sueño es eXistenZ (1999) de David Cronenberg. En este film el mundo virtual es el de un videojuego. Una de las condiciones para participar de ese mundo, a posteriori indiscernible del real, es un cuerpo inmóvil que funciona como intermediario. Se accede a la realidad virtual a través de un bio-puerto al que se le conecta un ‘cordón umbilical’. El ingreso a ese otro mundo requiere de una cuasi-igualdad de género: es necesario que el cordón penetre el bio-puerto, un orificio artificial, ubicado en la espalda del individuo a la altura de la cintura (las escenas de conexión no dejan dudas sobre ‘la penetración’). El origen de la realidad virtual es una mujer. Allegra Geller, diseñadora del videojuego ‘eXistenZ’, es caracterizada como una “diosa” que permite a los usuarios entrar en “trance”.[29] La divinidad virtual pasa mucho tiempo sola en un cuarto diseñando juegos, lo presenta al público en el interior de una iglesia y es víctima de un complot.[30] El mundo de Cronenberg parece la concreción del anhelado por Sor Juana. Las mujeres gobiernan, ahora, el acceso a un espacio deseado (de vida, de placer, de conocimiento) y si bien formar parte de la realidad virtual no supone una femenización de la psique, poder ingresar —invirtiendo la estrategia sorjuaniana—requiere de una androginización de los individuos marcados como hombres en su materialidad corporal. Tal vez de un modo menos evidente que en otros filmes (Videodrome, 1983; The Fly, 1986), Cronenberg trabaja en eXistenZ con la problemática del sujeto cyborg. En el Sueño (y en la Respuesta) el ideal andrógino justifica que una mujer, frente al universo masculinista, también pueda conocer. El andrógino —a través del cual Sor Juana discute la estructura binaria de la configuración de género (gender) en lo que respecta a ‘poder conocer’ en el contexto virreinal— aparece representado en el poema por el sujeto que sueña en cuyo interior corporal cyborg se batalla por esa posibilidad. En el próximo apartado retomo la problemática del cuerpo.

¿En el Sueño se narra un ‘viaje del alma’ o, como en eXistenZ, una actividad psíquica interior? Consideremos la síntesis comentada de Franco.

 

[El Sueño] suele leerse como el vuelo del… alma liberada de sus ataduras corpóreas gracias al sueño, como un intento de alcanzar el conocimiento absoluto del mundo mediante la visión panóptica (‘platónica’) intuitiva; cuando esto fracasa, el alma intenta alcanzar el mismo fin mediante una progresión ordenada a través de las categorías aristotélicas. La segunda búsqueda se interrumpe porque el alma no puede comprender los fenómenos más sencillos de la naturaleza, aunque persiste su deseo de saber. Al llegar la luz del día y despertar el yo, el oscuro mundo interior de la fantasía incorpórea desaparece en esa luz diurna… (64)

 

La interpretación tradicional, basada en la escisión cuerpo / alma de raíz hermético-neoplatónica, sustenta las palabras de Franco. En el Sueño el cuerpo entra en letargo, el alma se libera y va hacia las altas esferas para llevar adelante su batalla epistemológica. Pero esta afirmación es correcta solo parcialmente. La tradición hermética muestra variantes narrativas que se alejan del tópico del ‘vuelo del alma’. Garth Fowden cita el fragmento de un texto de mediados del siglo II d.C. (Cyranides) que evidencia, en el contexto de una discusión sobre la inmortalidad del alma, qué relación guarda esta con el cuerpo:

 

But the soul is its own master; for when the body is at rest on its bed, the soul is reposing in its own place (in the air, that is to say), whence we received it; and it contemplates what it happening in other regions. And often, feeling affection for the body in which it dwells, it foretells good or ill years before it comes to pass – in what we call a dream. Then it returns to its own habitation and, waking it [the body] up, explains the dream. From this let it be clear to you that the soul is immortal and indestructible… (Fowden 88)

 

Dejando a un lado el contenido del sueño como “premonición”, el fragmento muestra semejanzas con el poema de Sor Juana. Se apela a la distinción micro / macrocosmos: el hombre dentro de la habitación, el alma dentro del cuerpo. Mientras el cuerpo inmóvil está en la cama, el alma descansa en el aire y contempla lo que sucede ‘en otras regiones’. Pero el alma no sale de la habitación ni vuela. Sale del cuerpo, reposa sobre él y le comunica lo que ha visto. Lo que el alma ve, es el contenido del sueño. En ese fragmento el alma, “its own master”, mantiene contacto con el cuerpo, aunque funciona sin necesidad de él.

En el Sueño la acción ocurre en un continuum —entre las funciones vitales y la intelección— en el interior del sujeto dormido. El alma no asciende excepto a un extremo mental. El cuerpo dormido se convierte en el mejor estado para que el alma discurra con mayor libertad sobre cómo conocer y que pueda ver lo que durante la vigilia, por estar ocupada en asuntos terrenales, le es imposible. Paz, por lo demás un lúcido comentarista del poema, nunca resuelve si se trata de un viaje por el exterior o por el interior (470-472). Dice que el alma peregrina “por las esferas supralunares”, pero cita a Festugiére: “hablan [los autores] de éxtasis y de ascensión celeste, [pero] tienen clara conciencia de que… se trata de… un fenómeno psicológico…” (479). Paz, tal vez en aras de la simpleza, descuida una arista fundamental: el cuerpo está inmóvil, el viaje es interior.[31] Indaguemos estas dos aserciones.

 

Viaje por el interior del cuerpo cyborg: cuerpo mecánico / cerebro cinematográfico

 

En el Sueño, como en un film de cf contemporánea, las peripecias ocurren dentro del sujeto (aun cuando por momentos tengamos la sensación de recorrer el mundo empírico exterior). Los 975 versos del poema conforman un arco que va desde la llegada de la noche en el mundo y del sueño para el cuerpo hasta el triunfo del sol con el amanecer y el despertar del sujeto. Durante ese lapso se narran los avatares del alma por acceder al conocimiento. El contenido del viaje hizo correr —y con justicia— ríos de tinta y es el eje del poema. No es mi interés repetirlos, sino detenerme en las transiciones vigilia / sueño y sueño / vigilia para ver cómo es y qué sucede en ese interior cyborg.

El arribo definitivo del sueño ocurre hacia el final del primer tercio del poema (versos 191-291). No se advierte una escisión tajante entre cuerpo y alma. El alma aparece “suspensa/ del exterior gobierno” (v. 191-192) “del todo separada/ no” (vv.197-198) de los “sosegados huesos” (v. 199). El cuerpo es “un cadáver con alma,/ muerto a la vida y a la muerte vivo” (v. 202-203) sustentado por el corazón, “reloj humano” (v. 205).[32] Las funciones vitales mínimas permiten que el cuerpo mantenga latente su fuerza para despertarse y, a la vez, le posibilitan al alma actuar. El sueño llega a través de una simbiosis química en el interior de un cuerpo inmóvil representado como una maquinaria: “vital volante” (v. 206), “arterial concierto” (v. 207), “respirante fuelle” (v. 212), “pulmón, que imán del viento es” (v. 213), “claro arcaduz blando” ["arcaduz": caño o acueducto y también recipiente de metal] (v. 216) , “alambicó quilo el incesante/ calor” (v. 243-244), “científica [o centrífica] oficina” (v. 235), “templada hoguera” (v. 253), etc. Según Paz, esas referencias son parte de “un eco literario: la poesía del siglo XVII usó y abusó de las metáforas científicas…” (487). Me parece más factible considerar la imaginería alquímica. El verbo ‘alambicar’, en la familia de palabras de ‘alambique’, es una de las pruebas más notorias.[33] El hermetismo del que se nutrió Sor Juana justifica esa suposición. La tradición alquímica, en principio una actividad manual, pergeñó una imaginería en torno de la transmutación de los metales, su refinamiento en oro y plata, con el fin de simbolizar una purificación espiritual (Fowden 89-90).

En el Sueño el cuerpo es cyborg por el sistema digestivo mecánico-alquímico recién mencionado y también por la actividad desarrollada en la parte superior.[34] El estómago envía los humores destilados hacia el cerebro que le permiten a la “fantasía” formar “imágenes diversas” para mostrárselas al alma (vv. 234-265). La “fantasía”, como el Faro de Alejandría, un portento de la óptica, reproduce en su espejo los objetos más lejanos incluyendo las abstracciones[35]

 

…así ella [la fantasía]… iba copiando/ las imágenes todas de las cosas,/ y el pincel invisible iba formando/ de mentales, sin luz, siempre vistosas/ colores, las figuras/ no sólo ya de todas las criaturas/ sublunares, mas aun también de aquéllas/ que intelectuales claras son estrellas,/ y en el modo posible/ que concebirse puede lo invisible,/ en sí, mañosa, las representaba/ y al Alma las mostraba. (El Sueño, vv. 280-91)

 

En ese ‘cuerpo muerto en vida’, y con la asistencia de la “fantasía”, el alma emprende su “vuelo intelectual” (v. 301), un vuelo interior.[36] Sor Juana remarca que existe una sutil ligazón entre el alma “juzgándose casi dividida” (v. 297) y la “corporal cadena” (v. 299). El alma se eleva metafóricamente

 

…a la mental pirámide elevada/ donde —sin saber cómo— colocada/ el Alma se miró… pues su ambicioso anhelo,/ haciendo cumbre de su propio vuelo,/ en la más eminente/ la encumbró parte de su propia mente,/ de sí tan remontada, que creía/ que a otra nueva región de sí salía. (El Sueño, vv. 423-434).

 

El alma “casi” separada “creía que salía” hacia una nueva región, pero ha ascendido a la ‘mental pirámide’.[37] En ese nuevo estadio de intelección puede ver con sus “intelectuales bellos ojos” (v. 441) “lo criado” (v. 445). Se conjugan la función de la “fantasía” y la del alma: “La luz con que la fantasía pinta las figuras mentales es la luz del alma racional: este es otro rasgo que Sor Juana comparte con los neoplatónicos, que atenuaron las diferencias entre la fantasía y el entendimiento.” (Paz 489). La “fantasía” copia y reproduce. Egan, quien a continuación habla del vuelo del alma, sugiere que en el Sueño “we can see, as in a videotape, the way the mind’s ‘fantasía’ (fantasy, or imagination) forms ‘imágenes diversas’ (diverse images) of the Cosmos and shows them to the soul” (41).

Ahora sí. En el interior de ese cuerpo proto-cyborg la mención de la “linterna mágica” pierde su carácter eventual. El invento de Kircher es mencionado hacia el final del Sueño. El cuerpo comienza a despertarse, el alma culmina su trasiego. El aparato de video que copia —la “fantasía/Faro”— es secundado por “la linterna mágica” en las cavidades del cerebro:

 

Y del cerebro, ya desocupado,/ las fantasmas huyeron/ y —como de vapor leve formadas—/ en fácil humo, en viento convertidas, su forma resolvieron./ Así linterna mágica, pintadas/ representa fingidas/ en la blanca pared varias figuras,/ de la sombra no menos ayudadas/ que de la luz: que en trémulos reflejos/ los competentes lejos/ guardando de la docta perspectiva, en sus ciertas mensuras/ de varias experiencias aprobadas,/ la sombra fugitiva,/ que en el mismo esplendor se desvanece,/ cuerpo finge formado,/ de todas dimensiones adornado, cuando aun ser superficie no merece. (El Sueño, vv. 868-886)

 

Sor Juana alienta la analogía de la linterna mágica con la factibilidad técnica del cinematógrafo en el interior del sujeto. Sobre una blanca pared (la pantalla) por medio de luces y sombras (el claro oscuro de la proyección) se representan con ‘docta perspectiva’ (manteniendo la proporcionalidad renacentista) figuras que aparentan poseer las dimensiones de un ‘cuerpo real’ cuando ni siquiera merecen ser superficie. Dentro del cerebro hay dos sistemas de copia y reproducción: el Faro y el dispositivo semejante a la “linterna mágica”. Estos mecanismos ópticos parecen explicar la necesidad de mantener activo el cuerpo. Se requiere de una mínima actividad corporal para conservar en la memoria lo que después es discurso.

Si mi lectura es aceptable, así como en eXistenZ la acción transcurre en la mente de los personajes (la narración sucede allí dentro), en el Sueño asistimos a una eventual filmación / proyección en el interior de la mente de un sujeto inmóvil. Esto deriva en una dificultad a la hora de interpretar. ¿Es posible diferenciar entre aquello que el alma ve o intuye y las “fantasmas” —las imágenes oníricas[38]— que se proyectan en el cerebro? ¿O en realidad la resultante del viaje intelectual se corresponde con lo que proyecta la “linterna mágica”? Según Paz (471) el “poema es demasiado arquitectónico y complejo para ser confundido con un ‘sueño’…” Estoy de acuerdo. En apoyo de esta idea valdría recordar el pasaje del texto hermético citado por Fowden: lo que el alma ve en otras regiones mientras el cuerpo duerme es denominado ‘sueño’ (“dream”). Y más aún, aunque en el Sueño existiera una distinción entre lo que se sueña y el viaje intelectual, abogaría por entender que en el final del poema “las fantasmas” que abandonan el cerebro no son el contenido de un sueño alternativo sino lo que el alma ve. El vocablo “fantasmas” está asociado —inclusive en términos etimológicos— a lo que percibe “la fantasía” (aunque en la tradición las “fantasmas” remitan a los sueños espurios). Además, se da una simetría de vocabulario entre el comienzo y el fin del sueño. El “vapor” (v. 870) utilizado para referirse a las imágenes que se disuelven en el despertar, se relaciona con los “vapores tan claros” (v. 256) que con la llegada del sueño le permiten a la “fantasía” funcionar. Esta servidora asiste a un alma que, cuando duda sobre cómo organizarse para conocer, apela a ‘las categorías’ calificadas por la voz poética como “artificiosas” (v. 581) y “mentales fantasías” (v. 586).

En consecuencia, lo que consideramos como el núcleo del Sueño —pero puede extenderse al resto del poema— sería el producto de la captación de un gadget cinematográfico ‘instalado’ en un sujeto en ese momento inmóvil. Al leer, estamos viendo lo que se proyecta en la cámara oscura. El poema en su conjunto es una sucesión de imágenes virtuales proyectadas en el cerebro del sujeto (de allí la importancia del cuerpo). Tal vez en eso resida su carácter barroco. Los fragmentos, las digresiones y las volutas narrativas remiten a un montaje cinematográfico no clásico. Simulacro barroco y simulacro cinematográfico se aúnan en el Sueño.

 

Cronenberg II. Un sueño virtual: monstruos, circo y televisión

 

Suponer para el Sueño un tópico de cf barroca —la disolución de la distinción original / copia— me permitió subrayar otro tópico concomitante: ‘el viaje’ sucede en el interior de un cuerpo inmóvil, el alma racional discurre con lo que le facilita la fantasía y con la abstracción de lo que acopió en sus experiencias previas. Es complejo sostener que mientras leemos el Sueño no sabemos en qué nivel de la realidad transcurre la acción. El final “y yo despierta” restituye el mundo empírico al que por consenso se considera ‘real’. Pero como antes indiqué, el devenir del Sueño confundió a comentaristas que descuidaron remarcar que la salida o elevación del alma era pura retórica.

En el poema se accede a la realidad empírica no por ‘la visión a vuelo de…’, sino a través de la copia y de la proyección de un constante flujo y reflujo de imágenes en el interior de un sujeto. En ese discurrir cinematográfico se está siempre entre simulacros, entre “mentales fantasías”. Las imágenes alegóricas y simbólicas remiten sin cesar a imágenes previas y así ad infinitum. El arsenal alegórico-mitológico y las referencias a las categorías epistemológicas instalan una segunda realidad superpuesta a la eventual realidad empírica. El papel de la tradición hermética también en este caso es determinante. Sor Juana toma la concepción hermética de Kircher de ‘la cadena del ser’ que estructura al mundo en un continuum (divinidad, ángel, hombre, animal, vegetal, mineral) y accede así a la realidad empírica mediante “el lenguaje simbólico de las cosas” (Franco 62). En el Sueño, la alegoría (cuyas imágenes nunca tienen una significación estable) cumple una doble función: “hacer visibles asuntos de fe… demasiado abstractos, y… ocultarle al vulgo ciertos temas, como lo hicieron los egipcios…” (Franco 61). Sor Juana pone en juego una forma distinta de comprender. El hermético sufre una especie de paranoia: ve en los símbolos de las cosas mensajes cifrados. Genera sentido con lo que ‘el vulgo’ considera datos inconexos. La concepción de la ‘cadena del ser’ desactiva la idea del vuelo y permite suponer que leemos el poema como si se tratara de un ascenso aunque permanecemos en el interior mental.[39] A continuación reformulo apenas la sinopsis del Sueño para especificar a qué puesta en escena asistimos cuando leemos:

 

Es de noche, un sujeto se dispone a dormir dentro de una habitación a oscuras. Su cuerpo cae bajo el sopor. El alma se libera de las tareas habituales y, ayudada por la fantasía, analiza a través de todas las cosas de qué manera se accede al conocimiento. Ve, copia y reproduce con sus intelectuales ojos ‘videoformes’. Lo que se encuentra en la habitación —desde los libros (su contenido mitológico incorporado previamente, su materialidad concreta de objeto) pasando por las paredes hechas con algún mineral y las alimañas que la habitan, hasta el propio cuerpo— le es útil para discurrir por toda la cadena del ser. Cada cosa es símbolo de otra. En el recinto hay una ventana por la que entra luz no visible para los sentidos corporales, pero sí para el alma que reconoce su procedencia de los ámbitos superiores.[40] Semeja su complejo análisis un ascenso y un descenso. Cuando entra la luz diurna, el cuerpo despierta, el alma vuelve a lo cotidiano.

 

Esta síntesis hace innecesario suponer vuelo alguno. Todo lo que se requiere para indagar y analizar está al alcance de la mano o del gadget que registra. Esos ojos intelectuales pueden recorrer en giros sin abandonar completamente el cuerpo como si se tratara de un Faro. Esa virtualidad del mundo exterior construida en un sujeto cyborg con órganos intelectuales de percepción que funcionan como un mecanismo que registra, reaparece —con las variantes obvias— en otro film de cf posmoderna. El artífice, Cronenberg.

En Videodrome (1983) —recomendaría releer el epígrafe de esta “Segunda Parte”— conspiran dos fuerzas con el fin de obtener el dominio de la mente humana. Luchan en una ‘arena’ virtual. Una fuerza conservadora busca aniquilar a quienes consumen pornografía por televisión filtrando en videos snuff (sexo más muerte real) un tumor maligno. La otra se propone la liberación de esa amenaza y está comandada por el profesor O’Blivion quien sólo existe en las mil horas de video (administradas por su hija) que dejó antes de morir. Él sostiene que el ser humano ha llegado a un estadio en el cual la pantalla de televisión se ha convertido “en la retina del ojo del alma” modificando el cerebro. La realidad generada por la televisión es superior a la realidad a secas.[41]

En Videodrome todo cuerpo es cyborg por su ‘retina mental televisiva’, por su sometimiento a fuerzas tecnológicas o por su incipiente androginia.[42] Este film impulsa una reconsideración de la importancia del cuerpo. El cuerpo cyborg asediado por el fluir catódico es un ‘dromo’, arena y campo de batalla en el que se lucha por la dominación del sujeto. En el Sueño, el cuerpo invadido por las copias del Faro y por las ‘fantasmas’ de la linterna mágica es también un ‘dromo’. En este caso, se trata de un escenario en el que se batalla por el derecho a conocer. Margo Glantz habla de circo (53). El camino “en busca del conocimiento [del Sueño], mediante ascensos y descensos, [es] un mester de cirquería y… hasta una teratología, la que se implica en el juego de las metamorfosis que sor Juana toma prestada de Ovidio.” El escenario del Sueño (el interior del sujeto) parece el espacio virtual de un circo. Se encuentran en él las atracciones más extrañas: un faro, una linterna mágica, una galería de monstruos y de seres metamorfoseados. Según Glantz la primera parte del Sueño “…apunta hacia un tratado de teratología construido por sor Juana… que parece volverse autorreferente” (57). La irrealidad de lo circense y del compendio freak ilusiona al lector con escapes, salidas, acrobacias y un vuelo. Más allá de las citas culteranas que parecen ponernos sobre la pista de una tradición intelectual sobria, el interior del ‘dromo’ bulle como un circo romano. Con un tono diferente al de las extremas personalidades de Cronenberg, en el Sueño Sor Juana también invoca a personajes alegóricos monstruosamente metamorfoseados.[43] La galería de ‘adorables perversos’ incluye al voyeur Acteón convertido en ciervo y descuartizado por espiar a Diana, a la incestuosa Nictimene quien —como Anaïs Nin— cumplió la fantasía de acostarse con su padre, a la deliciosa e insaciable Almone que unificaba en sus amantes sexo y muerte. Esta teratología es, por supuesto, consecuente con la imaginería de la cf. Sean presentadas como negativas o positivas, las transformaciones y las mutaciones hacia el interior de un texto de cf indican un nuevo tiempo. En Sor Juana, señalan la lucha por un tiempo que ha de venir.[44]

 

 

Inner space y ciencia-ficción barroca posmoderna

 

La cf barroca me ha permitido convertir en una aserción plausible que el Sueño es un poema de cf. Como ya señalé con Volek, es necesario andar con cuidado al proponer paradigmas teóricos para abordar la polisémica y esquiva Sor Juana. Por el afán de argumentar a mi favor pude haber incurrido en interpretaciones hiperbólicas o en ciertos misreadings. Las tentaciones de ‘falsos amigos teóricos’ pululan por doquier. De todas formas, si la productividad textual surge de supuestos explicitados, la única condición es mantener la rigurosidad. En ese sentido, antes de avanzar hacia el final del escrito me interesaría atacar mi propio planteo.

La hipótesis del ‘viaje interior’ no convierte per se al Sueño en un poema de cf. La literatura fantástica abundó en ficciones que situaron la acción en el plano mental en sustitución de la realidad empírica. Esto se advierte tanto en el romanticismo como en el fantástico producido a lo largo del siglo XX. Voy a poner un ejemplo no inocente.

En el relato “Las ruinas circulares” de El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) [Ficciones (1944)] de Jorge Luis Borges, un hombre se propone soñar a otro desde cero, en su más mínimo detalle, e introducirlo en el mundo real. Ese hombre, un mago, utiliza los sueños para componerlo y se preocupa de ir poco a poco, órgano por órgano. Como resultado obtiene un ser “inhábil y rudo y elemental” como les sucedía a los demiurgos de las cosmogonías gnósticas (Borges, “Las ruinas circulares”, 453). En el final, el mago reconoce que él también es una apariencia y que es soñado por otro. Gamerro ubica a ese relato entre las ‘ficciones barrocas’ borgeanas (45-46). Ahora bien, ¿a qué género pertenece “Las ruinas circulares”? Si la respuesta es a la “literatura fantástica”, entonces podría defenderme argumentando que fantástico y cf son configuraciones genéricas contiguas, y más aún, podría citar a Cano: “…la cf de Hispanoamérica se ha asimilado a la escritura de lo fantástico…” (55).[45] Pero esto echaría por tierra parte de lo construido hasta aquí. No existirían razones concretas para focalizar más en la cf que en el fantástico a la hora de leer el Sueño.

Supongamos que esa no es la respuesta. Progresivamente y con el transcurso de los años, se hizo cada vez más evidente que Borges no sólo se había interesado por ciertos tópicos de la cf, sino que además había reescrito textos de cf con recursos propios de otros géneros (Carlos Abraham). Cano (190-209) propone un marco más amplio: la cf en la literatura de Hispanoamérica después del modernismo fue obliterada. Su ejemplo capital, el cuento “El jardín de los senderos que se bifurcan” de Borges, se hace extensivo al resto del volumen homónimo. Varios de los relatos allí compilados trabajan con tópicos de cf reducidos a su mínima expresión. En “Las ruinas circulares”, dice Cano, el tópico de cf que subyace es la creación artificial de vida (208). A esa pertenencia genérica, le sumo que Borges compara lo que realiza el mago con la acción de los demiurgos en las cosmogonías gnósticas. Los gnósticos tuvieron acceso a los libros de la tradición hermética (Fowden 114). El interés por crear vida artificial es gnóstico y pertenece, además, a la rama alquímico-hermética de la concreción del ‘homunculum’. Nadie ignora el lugar que ocupa en la imaginería borgeana la figura del ‘golem’.[46] Mi tesis parece defendida: cf, ocultismo (alquimia), viaje interior (los sueños) y androginia (tema complejo en Borges, pero en todo caso su mago procrea unificando los roles madre / padre) van de la mano.[47]

Y aunque resulte inverosímil, Borges con su invocación del tópico de ‘vida artificial’ en un texto de cf ilumina un término alquímico utilizado por Sor Juana cuando cuenta cómo el ‘alma’ retrae la atención al sentirse asombrada por la diversidad de objetos vistos:

 

…aun no sabía/ recobrarse a sí misma del espanto/ que portentoso había/ su discurso calmado,/ permitiéndole apenas / de un concepto confuso/ el informe embrión que, mal formado,/ inordinado caos retrataba/ de confusas especies que abrazaba… (El Sueño vv. 543-551) [énfasis añadido]

 

Como en el relato de Borges, en el poema el sujeto sueña en su interior la creación de un ‘ser’ que culmina como un informe embrión. El mancebo del mago de las ruinas circulares no supera la categoría de simulacro (el anfiteatro circular en ruinas también es, de paso, un ‘dromo’). El embrión de Sor Juana originado en el interior de un sujeto andrógino (ambos, embrión y androginia, tópoi alquímicos) no logra transformarse en hombre, es decir, no puede ser un pleno producto del entendimiento de todas las cosas.[48]

¿Borges y Sor Juana? Esta arbitraria e inesperada pareja me conduce hacia la parte final del escrito a la vez que me retrotrae a los ‘falsos amigos teóricos’. La figura de Borges, cuya posmodernidad reconozco es por lo menos discutible, convierte en viable una lectura post- de Sor Juana. El factor común es la cf. Este género popular en su desarrollo mantuvo una estrecha relación con el posmodernismo. Para el caso de Borges, dicho género podría ser la clave que permitiera justamente explicar su carácter post-.[49] En lo que respecta a Sor Juana, y por razones obvias, es mayor el número de críticos que con cautela deslizan su eventual ‘modernidad’ que los que abogan por asociarla con posturas posmodernas.[50] Aún así, hay datos indirectos a favor de esa lectura: la recepción de Sor Juana por Rodríguez; la conexión —ideal andrógino mediante— entre lo cyborg y la configuración maquínica del cuerpo en el barroco; las semejanzas tópicas entre el Sueño y los filmes de cf barroca que en términos de Domínguez Leiva es ‘neobarroca’; y, en particular, a lo que me referiré ahora, la coincidencia entre el ‘viaje interior’ en el Sueño y el giro en la cf a partir de la década del sesenta con la ‘New Wave’.[51]

Contra el agotamiento en la producción de cf de las décadas anteriores, la New Wave registró los cambios sociales de los años sesenta: el uso ‘espiritual’ de drogas, la búsqueda de una nueva trascendencia, la incidencia de la peculiar religiosidad ‘new age’, etc. (Broderick 48-56). Una figura representativa para entender este giro es James G. Ballard.[52] Voy a tomar, sin embargo, un camino alternativo.

En 1965 el crítico norteamericano Leslie Fiedler da una conferencia —convertida, luego, en un artículo famoso, polémico y hoy bastante olvidado— con el título “The New Mutants”. Ese artículo tiene, entre otras, la virtud de ser uno de los primeros en usar el prefijo post- para designar “la nueva época” surgida a partir de los años sesenta y, por sobre todo, es uno de los que inauguran el abuso de la parafernalia de la cf (el ‘mutantes’ del título) para decir que han llegado nuevos tiempos (veinte años después Haraway haría algo semejante con el cyborg). Su contenido es denso y lo analizo en otro escrito. Aquí me interesa un aspecto. Con cierto pesimismo Fiedler señala que el pasaje de la modernidad —asociada a la expansión territorial y económica iniciada en el Renacimiento con los viajes de exploración y conquista (el capitalismo)— a la posmodernidad puede detectarse en el fin del afán de acumulación. Lo que prima en este nuevo mundo de mutantes es desconexión (jóvenes sin interés en el trabajo ni en los estudios), drogas, dilución de la masculinidad, ausencia de una idea de progreso, culto a las personalidades esquizofrénicas

 

In any case, poets and junkies have been suggesting to us that the new world appropriate to the new men of the latter twentieth century is to be discovered only by the conquest of inner space: by an adventure of the spirit, an extension of psychic possibility, of which the flights into outer space —moonshots and expeditions to Mars— are precisely such unwitting metaphors and analogues as the voyages of exploration were of the earlier breakthrough into the Renaissance… (Fiedler)

 

Tomando como referente la obra de William Burroughs, en esa nueva época post- quedan de lado los viajes a la Luna y la conquista del espacio exterior (análogos a las naves españolas y portuguesas del siglo XVI) y se privilegia una indagación del “inner space”, de la vida interior, de la aventura del espíritu. Esta constatación de Fiedler antes que celebrar —su texto es riquísimo y contradictorio— critica la nueva época. Se refiere a los mutantes como a los nuevos irracionales, los nuevos bárbaros. Fiedler supone que en la década del sesenta han reaparecido fuerzas no-racionales de la mano de tradiciones religiosas que no provienen de Occidente o que estaban allí antes de la llegada de ‘los blancos’.

 

The post-modernists are surely in some sense “mystics,” religious… but they are not Christians [...] …his religion… claims to be derived from Tibet or Japan or the ceremonies of the Plains Indians, or is composed out of the non-Christian submythology… (Fiedler)

 

No hay una mención explícita al esoterismo, pero en el sincretismo caótico del ‘new age’ todo habría de ser procesado. Esa nueva forma de espiritualidad que se manifiesta en una cf interesada por explorar el espacio interior del sujeto está asociada a corrientes religiosas que van contra la ortodoxia. Uno de los ataques —no programático— a la ortodoxia religiosa es la ambigüedad sexual de esos mutantes. En su artículo, Fiedler habla de nuevos tiempos, tan nuevos que hacen inimaginable que alguna vez se hubiera dado una conjunción semejante entre cf, discursos religiosos no ortodoxos, metamorfosis y mutaciones, identidades sexuales diversas y vida espiritual. Imposible. Un sueño.

 

 

Breve póslogo

 

La conspiración. En Jesusa Rodríguez, una forma de comprender desde la asediada Sor Juana parte de la sociedad actual. En Piglia —al complot se suma la paranoia— un delirio relacionado con el saber. Artefactos conspirativos y paranoicos como las películas de cf neobarroca, en especial las de Cronenberg, fueron útiles para pensar diversas instancias del Sueño. Las conspiraciones de Videodrome no pasaron desapercibidas a la escasa crítica que desde hace tiempo acepta tomarse en serio un film de cf para evaluar la compleja configuración del sistema social de estos últimos cuarenta años.[53] Fredric Jameson en La estética geopolítica afirma que “el cine de conspiración asesta una salvaje puñalada al corazón de todo esto” (23). Y con todo esto se refiere a la lógica inasible del capitalismo tardío: “…en la actividad conspiratoria las formas cambiantes del poder expresan la organización económica del capitalismo multinacional” (93).

Con apenas un año de diferencia Piglia (1991) y Jameson (1992) piensan las narrativas finiseculares por medio del par “conspiración / paranoia”. Coincide Jameson: “Nada se gana con estar convencido de la definitiva verosimilitud de ésta o aquella hipótesis conspiratorias; pero en el intento de aventurar hipótesis… se encuentra el principio de la sabiduría.” (23). En su análisis de Videodrome, a partir de las vicisitudes del protagonista Max, víctima, detective, victimario en recursivas conspiraciones, Jameson detecta de qué manera se desarrolla el ‘ideologema’ de la “paranoia”. Se suceden desplazamientos estructurales en los que “los actores físicos sig[uen] siendo… ‘los mismos’, mientras que sus funciones sustanciales cambian incesantemente debajo de ellos” (55). Así como Jameson entiende las narraciones conspirativo-paranoicas, he esbozado esta propuesta de crítica paranoica. El ‘volver a contar’, basado en el mito cyborg (Haraway) y en las narrativas paranoico-conspirativas, permite leer Sor Juana desarmando el complot que llevó a que nunca se escribiera sobre ella como si fuera una autora de cf.

Por supuesto, cyborg, paranoia y conspiración están relacionados. El cyborg u organismo cibernético concreta la fantasía de un ser, a la vez humano y máquina, imposible de diferenciar de un ser humano biológico. Esta indeterminación conduce a la paranoia, tantas veces visitada en los relatos de cf, de ser dominados por entes no completamente humanos. La propuesta de Haraway a nivel identitario invierte la carga de la prueba. Todos somos cyborgs y el problema está en las narraciones estructuradas en base a binarismos que nos constituyen como sujetos: las ‘víctimas’ del complot son quienes viven enmarcados en esas dualidades jerárquicas. La única manera de reconocerse cyborg es volver a contar la historia, renegar de los orígenes preestablecidos, aceptar la fluctuante hibridez y mantenerse ‘paranoicos’ para no ser presas de narraciones esencialistas. Por el lado de la crítica paranoica, las pretensiones de invertir la carga de la prueba son más acotadas, pero tienen un objetivo semejante. Existen muchos más textos de cf de los que se aceptan. Junto a las particularidades genéricas del policial y del fantástico —en textos ficcionales y/o críticos— conviven en promiscua mezcla rasgos de cf. Y es en la mezcla, en el collage, en la suma de fragmentos donde la cf se define.[54] Sólo se harán evidentes esos retazos si se asume el riesgo de intentar re-narrarlos por medio de un paradigma crítico que permanezca alerta al más mínimo dato válido y utilizable. El error ocurrirá, en todo caso, si no se es capaz de reunir un número suficiente de datos, es decir, si no se es efectivamente paranoico.[55]

 

 


Bibliografía primaria

 

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Notas

 

NOTA 1: Agradezco la invitación, y las sugerencias, a Juan Carlos Toledano Redondo. Es factible su observación: detrás de “Zopilotea” aparece una referencia política hacia los “zapatistas”. Además, me gustaría mencionar la atenta lectura de Luis C. Cano. De su lateral referencia al ocultismo en Sor Juana surgió la posibilidad de este análisis.[VOLVER]

NOTA 2: El capítulo sexto —”De la excepcionalidad a la impostura: Sor Juana Inés de la Cruz ante la crítica (1700-1950)”— de Perelmuter (Los límites de la femineidad en Sor Juana) otorga una mirada integral sobre lo que se ha especulado en torno de esa rara avis. Una de las más habituales es qué hubiera pasado si Sor Juana hubiera vivido en el siglo XIX, XX, etc. Mi sugerencia ucrónica se distancia de ese conglomerado de suposiciones inversas.[VOLVER]

NOTA 3: En la ‘pastorela virtual’ no se menciona Primero sueño. Rodríguez complementa su tarea artística realizando una performance teatral no tradicional del poema con los 975 versos como texto.[VOLVER]

NOTA 4: En este artículo, extenso a pesar de intentar un planteo acotado, no habrá lugar para revisar desde la cf el texto que Octavio Paz (538) denomina la ‘versión en prosa’ del Sueño: la Respuesta a Sor Filotea [la Respuesta] (publicada en 1700). Ver nota 45[VOLVER]

NOTA 5: Sigo esa discusión con más de una década de existencia a través de una reactualización en la revista Katatay por medio del artículo de Emil Volek “Trabajo crítico y metáforas barrocas”.[VOLVER]

NOTA 6: En su análisis de Sor Juana en Almoloya, Amalia Gladhart (6) establece que “Haraway’s suggestive image of the cyborg —part human, part machine— might find an analog in Rodríguez’s Sor Juana…”.[VOLVER]

NOTA 7: La grafía en castellano es ciborg: “ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos” (Diccionario Real Academia Española). Surge de la imaginería de la cf. Sobre su etimología en conexión con el Sueño, ver nota 35.[VOLVER]

NOTA 8: Este punto de vista no desestima trabajar con géneros concomitantes a la cf. No sostengo una pureza genérica.[VOLVER]

NOTA 9: Este desarrollo continúa un planteo embrionario acerca de la paranoia aplicada a la re-narración desde la cf. Ver la sección final de mi artículo citado en la bibliografía.[VOLVER]

NOTA 10: Para otra recensión, ver “Science Fiction Before the Genre” de Brian Stableford. En las secciones siguientes, siempre que sea posible, hablaré de cf en lugar de proto-cf por cuestiones de comodidad (o de pertinencia).[VOLVER]

NOTA 11: Todo el volumen Arqueologías del futuro de Fredric Jameson es útil para pensar la relación utopía y cf, además de presentar en particular el análisis de la utopía de More como origen del género literario.[VOLVER]

NOTA 12: – Rivas tuvo problemas con el Santo Oficio a causa de su escrito. En el título de la obra aparece ‘sizygya’, término de la tradición hermética (ver nota 27). Más adelante quedará en claro que lo que la ortodoxia católica tachaba de hereje —hermetismo, gnosticismo— era un corpus que apuntaba a la libertad de interpretación.[VOLVER]

NOTA 13: El tema del hermetismo es amplio y ríspido. Recomiendo The Egyptian Hermes de Fowden. En lo que respecta a Sor Juana, una gran porción de la bibliografía se encarga de desandar ese tópico. Acerco una mínima definición: “…el Corpus Hermeticum, [es una] serie de textos recopilados entre el año 100 y 300 d.C. y… atribuidos a Hermes Trimegisto… donde se propone la salvación religiosa por medios místicos y no racionales que suelen apelar a procesos de síntesis de diversas polaridades…” (García, “Androginia” 259).[VOLVER]

NOTA 14: Pablo Crash Solomonoff (17) duda si Holmberg practicaba o no el espiritismo, pero señala el uso en sus ficciones. El término ‘fantasía’ y no ‘ciencia’ junto a espiritista marcaría cierto distanciamiento. Tiene otra entidad ‘fantasía’ en Sor Juana. Volveré sobre esto en la “Segunda parte”.[VOLVER]

NOTA 15: Me permito un excursus: “Textos en los que desde el pasado late silente el futuro”. La tríada ‘Sor Juana, ocultismo, cf’ permite releer el canon de la cf hispanoamericana. Abandono, por un momento, el ocultismo para referirme a dos textos que rozan la cf y que ‘se comprenden mejor’ si se supone que Sor Juana y cf van de la mano.

En 1963 la escritora chilena Elena Aldunate publica “Juana y la cibernética”. El relato anclado en el presente trabaja con un tópico de la cf: la rebelión de las máquinas. En realidad, no hay tal rebelión sino la fantasía que el poder mecánico despierta en Juana, la protagonista —una obrera con un trabajo alienante— quien un viernes, en vísperas de Año Nuevo, se queda encerrada en la fábrica. Juana es virgen. La soledad del encierro y su propia soledad en la vida la conducen al deseo irrefrenable de acoplarse a una máquina cuyo émbolo enloquecido la posee con la fuerza de un ‘superhombre’. La alienación reside en fantasear que la fuerza implacable y mortal del metal la liberará. Detrás de ese amor maquínico emerge una identidad cyborg. Su amor / muerte escenifica los efectos destructivos de la sociedad capitalista patriarcal que dispone del cuerpo de la mujer mediante la violencia. Este análisis esquemático podría extenderse, pero me gustaría resaltar otros aspectos. No parece muy complicado atisbar detrás de la protagonista una referencia a la figura de Sor Juana y no sólo por el nombre: “…de todas sus compañeras de trabajo, venía a sucederle a ella ese percance idiota. A ella… que vivía sola. A ella, que en sus cuarenta y cuatro años no conociera el amor… [...] Ella, una mujer no demasiado religiosa, sin tantos prejuicios, no tan fea…, no sabía físicamente lo que era un hombre…” (Aldunate 21). La Juana de Aldunate posee características —es linda, es poco religiosa, es célibe (en otro momento, después de bañarse, se recoge su “corto cabello” en la nuca)— que podrían coincidir con algunos rasgos de Sor Juana (amén del celibato). E incluso hay un dato significativo. Más allá de las dudas sobre la fecha de nacimiento de la mexicana, si se acepta 1651, muere ella aproximadamente con 44 años, la misma edad que Juana la cibernética tenía al momento de entregarse a la máquina. Como la de Aldunate, Juana de Asbaje finaliza sus días bajo el poder de una poderosa maquinaria.

En 1998 el escritor argentino César Aira publica una novela con un leve tono de cf titulada (apenas una particular coincidencia) El Sueño. La acción transcurre alrededor de un convento de monjas donde se prepara una conspiración. La trama presenta algunas otras pistas que permiten fantasear con un homenaje muy al estilo Aira a la figura de Sor Juana: la muerte por epidemia de decenas de personas (las monjas prestan un lugar para velarlas), las monjas como robots travestidos con hábitos, etc. Y como dato sorprendente, la última página del texto indica que la novela se terminó de escribir el 24 de abril de 1995, trescientos años y una semana después de la muerte de la monja jerónima. (Sobre la androginia en Aira, ver Mariano García, Degeneraciones textuales).[VOLVER]

NOTA 16: El género es “una forma de los modos posibles de atribución a los individuos de aquellas propiedades y funciones que aparecen —imaginariamente— como dependientes de la diferencia sexual. Esta forma es siempre relacional y se refiere a relaciones entre acciones o prácticas que devendrán masculinas o femeninas según los modos históricos y culturales. En este sentido, debe entenderse al género como un conjunto entrecruzado de prácticas (lingüísticas, figurativas, raciales, sexuales, de clase, de edad, etc.) que producen mujeres y varones.” (Margarita Roulet 71-72).[VOLVER]

NOTA 17: El sujeto andrógino legitima la acción de la mujer borrando las determinaciones materiales del cuerpo femenino. Es el límite del ‘feminismo’ de Sor Juana. (Femenías 13).[VOLVER]

NOTA 18: Franco titula rondando la cf. El volumen se denomina plotting women (‘las conspiradoras’) y su artículo Sor Juana explora el espacio. Es sintomático que cuando se refiera a las escritoras místicas, Franco indague su producción comparándolas con la literatura fantástica, pero cuando aborda Sor Juana no considera viable remitirse a la cf.[VOLVER]

NOTA 19: Sobre la relación entre “Filosofía y feminismo en Sor Juana…” ver el artículo de María Isabel Santa Cruz.[VOLVER]

NOTA 20: Franco especifica que Kircher no introducía ideas herejes, las compendiaba para su análisis.[VOLVER]

NOTA 21: Menos ‘Sor Juana’, por razones obvias, el resto de los elementos participan de un ícono de la cf creado a partir de disjecta membra: a) ocultismo (Agrippa, Paracelso, Alberto Magno), b) androginia y c) cf se fusionan en Frankenstein de Mary Shelley (1818). En la “Segunda Parte” me refiero a la creación de vida artificial.[VOLVER]

NOTA 22: En cuanto a la cf argentina, Cano y García (“Androginia”) van por carriles paralelos. Si se los cruza, el resultado es interesante. Para Cano, Gorriti y Holmberg inauguran la cf. Según García, esos autores introducen los primeros personajes andróginos en la literatura argentina. Si bien los textos literarios de referencia no siempre coinciden, la correspondencia es significativa. El factor común para la androginia y la cf es el ocultismo.[VOLVER]

NOTA 23: Ver Helen Merrick, “Gender in Science Fiction”.[VOLVER]

NOTA 24: Para una mirada tradicional sobre ‘fuentes’, ver Georgina Sabat de Rivers “El Sueño…: tradiciones literarias y originalidad”.[VOLVER]

NOTA 25: Jameson remarca con insistencia que el futuro en la cf no anticipa sino que ‘des-familiariza’ el presente cultural.[VOLVER]

NOTA 26: Que Sor Juana sea la ‘primera’ es importante. Algunos corolarios: a) la cf Hispanoamericana comienza con una mujer b) esto retrotrae los inicios de historias y cronologías por lo menos un siglo, c) dos características de esa primera obra: i- es poesía, ii- en primera persona, d) no comparte el género (genre), pero sí el “yo que cuenta” con el clásico inaugural de la cf en inglés: Frankenstein, f) la escritura femenina parece impulsar la perspectiva de gender hacia el interior del género, g) no es un rasgo distintivo de la cf, aún así propondría la perspectiva de gender como una manera de graduar la cf en un arco que va desde una cf anti-esencialista a otra más conservadora con una zona de grises que combina ambas instancias, h) en esa zona de grises se pueden presentar ataques a la oposición binaria “nosotros/otros” (buenos/malos, capitalistas/no-capitalistas, cultos/incultos, etc.) y dejar intacta la configuración de género o, como en el Sueño, socavar esa configuración sin una crítica explícita y abierta al sistema.[VOLVER]

NOTA 27: Philip Dick se interesó por el hermetismo, el gnosticismo, etc. En América Latina, además de Rubén Darío y de Leopoldo Lugones entre otros (Cano 90 y ss.), el uruguayo Levrero mixtura cf con parapsicología (Martínez). El ocultismo vía Sor Juana tal vez no modifique su hipótesis, pero le permitiría a Martínez sumar a la línea argumentativa de Dick una nueva línea latinoamericana. Por otro lado, acerca del interés de Dick por el hermetismo y el gnosticismo recomiendo Idios Kosmos de Capanna. Hasta tal punto llega esa confluencia que —producto probablemente del azar— Capanna (Idios Kosmos 96) cita una carta en la que Dick se autodenomina la mitad de un ‘sizygya’, término hermético que designa la pareja macho / hembra (andrógina) que ‘engendra’. Ese término aparece en el título del texto ya citado de Rivas (ver nota 12).[VOLVER]

NOTA 28: Domínguez Leiva (1023) y Roman Gubern (14-15) lo dan como el inventor de la linterna mágica. Es un dato de la tradición no confirmado. Kircher podría ser solo el divulgador.[VOLVER]

NOTA 29: El ingreso a lo virtual construido como si fuera un viaje causado por una droga pesada es otro de los subtextos del film. En el Sueño, el dormir está asociado al uso de drogas naturales: “natural beleño” (v. 868). Galeno representa a quien compone remedios con “mortífero veneno” (v. 521) y consigue una “admirable triaca” (v. 538). El término triaca alude a un antídoto basado en el opio.[VOLVER]

NOTA 30: En la parte final del film, el juego que se testea en la realidad empírica es Trascendenz, diseñado por un hombre (‘eXistenZ’ forma parte de él). Allegra participa de un complot realista para matar a quien afecta a la humanidad. La última línea de diálogo deja irresuelto si Trascendenz es “real” o si se trata de un juego dentro de otro.[VOLVER]

NOTA 31: Cuerpo cyborg inmóvil, viaje interior, cf barroca aparecen en el segundo film de Duncan Jones, Source Code (2011), de dudoso casting y de pésima trama terrorista. A su favor tiene el uso de un dato científico que funcionaría en Sor Juana: el cerebro, aún después de muerto el cuerpo, percibe y registra. Su primer film, Moon (2009), complementa con (pseudo) viaje astronómico el arco que va desde el outer space al inner space.[VOLVER]

NOTA 32: Javier Lorca (67-73) señala la relación en la imaginería de los siglos XVII y XVIII entre el cuerpo humano como máquina que funciona por sí misma (‘autómata’) y la consideración del reloj como un ‘mecanismo de mecanismos’ (que a su vez permitía pensar la figura del demiurgo, frente a la máquina del mundo, como la de un relojero).[VOLVER]

NOTA 33: En la parte final del poema se menciona el “natural vaso” (v. 843) como sucedáneo del alambique. Sobre la filiación alquímica de vaso (ver nota 48).[VOLVER]

NOTA 34: Esta configuración podría explicarse con la imaginería barroca del cuerpo y del mundo como ‘máquina’ y hasta podría remitir a la ‘monodología’ de Leibniz con su analogía mecánica de la comunicación cuerpo / alma. Sor Juana repite incesantemente que el mundo es una maquinaria (El Sueño, v. 165, v. 331, vv. 770-780, etc.) (ver nota 32). Por otro lado, personifica la Tierra a la que presenta repleta de “senos” (El Sueño, v. 91. V. 97, v. 628, v. 716) como si afianzara la idea de la Madre Naturaleza (ver nota 48). Estas feminización de la Tierra se clausura con la aparición de la bella, atrevida, exultante y guerrera Aurora, una andrógina amazona que lucha contra la noche. Para las amazonas y la androginia en Sor Juana, ver Egan (31 y ss.). En el uso de esa andrógina figura mitológica, Egan advierte una anticipación posmoderna (ver nota 50). Aporto un dato lateral. Se menciona muy poco el señalamiento de Robert Graves (Los mitos griegos I, # 100.1, 405) quien apunta que la voz amazon no significa ‘mujer sin un seno’. Amazon es una voz armenia que remite a sacerdotisas de la diosa luna. Las amazonas son, entonces, ‘las mujeres luna’. No tiene el sentido ‘procedentes de…’, pero entendido así el vocablo gana en riqueza semántica. ¿Hay film de cf relacionado? Sí. En un registro hiper-paródico, Amazon Women in the Moon (1987).[VOLVER]

NOTA 35: Si nos remitimos a la etimología de ‘cyborg’ emergen otros sentidos. Kybernétes (griego) significa “piloto de nave” (en latín, gubernator). En varios pasajes, Sor Juana se refiere al recorrido del Alma como navegación. En el primer fracaso por conocer, recoge la atención (‘las velas’) pero no puede impedir que el barco se destroce contra la “mental orilla” (Sueño, vv. 540-580). El Alma, entonces, es un kybernétes. Esto se relaciona, además, con la función del Faro de Alejandría de reflejar las lejanas naves y disuelve desde otro punto de vista la idea del ‘vuelo’. Yendo aún más lejos, la cibernética en un sentido moderno (la autorregulación de los sistemas mecánicos y/o animales) fue desarrollada a partir de las investigaciones de Norbert Wiener en los años cuarenta. En God & Golem,Inc. (1964) Wiener, entre otras cuestiones, sugiere una herencia mágica de la cibernética cuyo tradición se remonta a la idea cabalística del hombre jugando a ser Dios con la construcción de un autómata (golem) y cuyo antecedente intermedio es el autómata bautizado ‘robot’ por el checo Èapek en R.U.R, obra de teatro de 1920. ¿Casualidades? Praga es el factor común para estas dos últimos ‘criaturas’. Sobre el golem ver la mención posterior en Borges.[VOLVER]

NOTA 36: La referencia es, nuevamente, la cf barroca. Tanto en la novela Ubik (1969) de Philip Dick como en su no reconocida versión cinematográfica Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar (la sugerencia sobre la semejanza entre ambas ficciones es de Gamerro 201) los sujetos viven ‘vidas reales’ por medio de un sistema que interviene y conserva sus cuerpos muertos mientras le transmiten una vida mental que es un sueño o una variante de él. Por supuesto que los objetivos —vamos a decirlo así— de los tres textos son diferentes, pero en su situación básica cuentan el discurrir de una mente en el interior de un cuerpo muerto o en el límite de estarlo.[VOLVER]

NOTA 37: “No hay que olvidar… que el paisaje del poema es mental.” (Paz 491)[VOLVER]

NOTA 38: El carácter onírico del cine es otro lugar común de la historia del arte.[VOLVER]

NOTA 39: Dentro de la concepción de ‘la cadena del ser’, el hombre como “bisagra engarzadora” (el Sueño, vv. 659) y “compendio que absoluto/ parece al Ángel, a la planta, al bruto” (el Sueño, vv. 692-693) también alienta a una hibridez cyborg.[VOLVER]

NOTA 40: En base a la distinción micro / macrocosmos, la ventana que supongo para la habitación replica la existencia de los ojos intelectuales en la parte superior del sujeto.[VOLVER]

NOTA 41: El afán redentor de padre e hija se materializa convirtiendo a Max, el protagonista, en un agente del bien y, sobre todo, ‘salvando’ a parias afectados por la televisión. Esa tarea se desarrolla en “Cathodic Ray Mission”. En esta lucha por lo virtual, esa institución es una “mission” (misión) y su símbolo es un corazón rojo atravesado por un rayo catódico. Tal vez mera coincidencia, Cronenberg alude a la orden jesuítica a la que pertenecía Kircher.[VOLVER]

NOTA 42: Quienes como Max ven las imágenes fatales de Videodrome, experimentan la transformación de su estómago en una gran vagina.[VOLVER]

NOTA 43: A la recurrencia de personalidades raras [queer], habría que añadir el juego con los fluidos corporales en el interior del sujeto (recordar la mención coprofílica del “quilo”, v. 243). Este aspecto merece un mayor desarrollo. Por otro lado, ignoro en qué contexto Elías Trabulse prefigura esa conexión, pero sugiere y me interesa: “En Sor Juana encontramos —como Anaïs Nin lo notaba en sí misma— el cotidiano tornar… [etc.]” (citado por Perelmuter 9). Para una perspectiva de lo monstruoso aplicada a la Respuesta, ver Solodkow, “Mediaciones del yo y monstruosidad…”.[VOLVER]

NOTA 44: Sobre la relación entre las figuras mitológicas y la construcción de una genealogía autorreferencial para defender su saber, ver Franco.[VOLVER]

NOTA 45: Es una hipótesis que no puedo desarrollar aquí. Me gustaría reformular la propuesta de Paz —la Respuesta es la versión en prosa del Sueño— y decir: en términos génericos, la carta es la versión en clave fantástica del poema de cf.[VOLVER]

NOTA 46: En Siete Noches (1980) Borges incluye dos textos que cruzan sus caminos: “La pesadilla” y “La cábala”.[VOLVER]

NOTA 47: Sobre esa relación, en ambos escritores, entre hermetismo y ciencia ficción, presenté en 2012 un escrito en el I Congresso Internacional Vertentes do Insólito Ficcional con el título “Del informe embrión de Sor Juana al inhábil y rudo y elemental Adán de sueño de Borges, o de cómo intuir la pervivencia en la literatura latinoamericana de la conjunción ciencia ficción / hermetismo” (Rio de Janeiro). Por otro lado, una lectura paranoica de Borges la intento en el análisis del relato “La lotería en babilonia”, Cuadernos del Sur 40, 2010, p. 115-134, Universidad del Sur (BB).[VOLVER]

NOTA 48: La mención en el verso 558 del “pequeño vaso” que no alcanza a contener todo lo visto, se une a la idea del embrión informe y remite también a la alquimia. En esta tradición, asociada a la minería, la Madre Tierra aparece como útero y/o vaso (vas) en el que se desarrolla el embrión mineral (la piedra preciosa). El crecimiento de la piedra tiene su correlación espiritual iniciática. Ver Eliade Herreros y alquimistas.[VOLVER]

NOTA 49: Desarrollo esto en Lépori. Sobre la posmodernidad de Borges en relación con la cf, ver Cano.[VOLVER]

NOTA 50: Sobre la ‘actitud moderna’ en ciernes de Sor Juana, ver Paz (502-503), Femenías (11), Santa Cruz (161). Acerca de lo posmoderno, las menciones son menos evidentes al menos en la bibliografía consultada por mí. Egan (31) sugiere esa conexión. Ahora bien, y se trata de una apreciación que por el momento solo puede tener carácter de nota al pie hasta mejor análisis, podría aventurarse que una vez aceptada la cf como protocolo de lectura del Sueño los embates posmodernos son, si no deseables, esperables. Sor Juana usa la primera persona para la voz que enuncia en su poema de cf construyendo una subjetividad cuya contraparte es la autobiográfica Respuesta. Algunos críticos consideran que el género posmoderno “autoficción” (fabulación de sí) remonta sus orígenes a Luciano de Samosata, comúnmente citado entre los antecedentes de la cf (el personaje de sus aventuras fantásticas lleva el nombre ‘Luciano’). Sobre Luciano, cf, autoficción y posmodernismo sigo la mención de Ignacio Lucia dedicado a analizar al escritor Raúl Damonte (Copi).[VOLVER]

NOTA 51: Un film de cf —Innerspace(1987) de Joe Dante— permite detectar cuánto hay de cf germinal en aquel texto de fines del siglo XVII. Si bien es una parodia, en Innerspace el espectador comparte el punto de vista de un hombre que, miniaturizado en un experimento, recorre el interior de un cuerpo humano. Ese interior no es semejante al cuerpo que concebía Sor Juana por razones obvias, entre ellas, la de la circulación de la sangre.[VOLVER]

NOTA 52: “La ciencia ficción debería olvidarse del espacio, de los viajes interestelares… Los mayores adelantos del futuro inmediato no tendrán lugar en la Luna ni en Marte sino en la Tierra, y es el espacio interior [del hombre], no el exterior, el que ha de explorarse.” (Ballard citado por Lorca 128).[VOLVER]

NOTA 53: Mi afirmación se circunscribe a la Argentina por no tener el pulso de otros espacios de estudios literarios.[VOLVER]

NOTA 54: Ver “Discontinuidades genéricas en la ciencia ficción: La nave estelar de Brian Aldiss” (Jameson, Arqueologías del futuro 303-317) para pensar en qué sentido el collage es intrínseco a la constitución del género.[VOLVER]

NOTA 55: Esta historia tiene otros capítulos que incluye la fuerza desencadenante, e involuntaria, de la ‘tragedia’ de Sor Juana —el jesuita luso-brasilero padre Antônio Vieira— quien, por su parte, no solo escribió los primeros textos de ciencia ficción en lengua portuguesa, sino que, además, sembró entre esos textos señales que fueron retomadas por alguien perteneciente al entorno de Borges en Buenos Aires.[VOLVER]

 

 

Roberto Lépori (La Cesira, Córdoba – 1976). Graduado como profesor en letras (UNLP). Graduado como guionista cinematográfico (ENERC). Trabajó en ambas áreas. Actualmente realiza una maestría en Brasil (UNESP). Investiga la conexión entre ciencia ficción y hermetismo en América Latina.

Hemos publicado en Axxón sus artículos LA PLATA Y LA CONEXIÓN JULES VERNE y ACERCA DE LA SINGULAR INTERVENCIÓN DE FARETTA EN LA REVISTA FIERRO.

Este artículo fue publicado en Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos. Número 23, julio-diciembre de 2011. ISSN: 1535-2315.

 

 


Axxón 240 – marzo de 2013

“Una muerte en casa”, Pé de J. Pauner

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MÉXICO

I

La tarde que Adrián volvió a casa había sido especialmente fría: abajo, en el terreno baldío de al lado, los paramédicos habían sacado el cuerpo reseco de un indigente y lo habían arrojado a una ambulancia muy parecida al vehículo usado para llevar perros callejeros. Seguían, por supuesto, alguno de sus procedimientos de rutina. Así que, subiéndose las solapas del abrigo, entró al vestíbulo del edificio. Sombras y restos de humedad le penetraron por ojos y nariz. No importaba cuánto se la pasara dentro, los olores y colores desvaídos del inmueble eran imposibles de borrar o ignorar.

Subió la escalinata deslizando la palma de la mano por la baranda mugrienta, resignado. En la otra mano llevaba el portafolio de piel ajada. Llegó al rellano y respiró hondo el miasma fúngico que emanaba del inmueble y siguió sin detenerse hasta su piso. El ascensor estaba descompuesto desde hacía una pequeña eternidad… (¡Una pequeña eternidad, una pequeña eternidad! Los fractales de la eternidad son todos iguales, se sufre sin descanso… ahí no hay rellanos a media escalera…).

Llegó al último piso. Abrió la puerta del departamento. Caminó dos pasos y se desplomó en el sofá. El portafolio cayó a su lado. Le dolía la cabeza. Se tocó las sienes con las yemas de los dedos. Habían estado recortando personal las dos últimas semanas. Aún tenía en la mente las caras asustadas de sus compañeros, que veían con horror el contenedor de sobres amarillos del día de paga, esperando que el pagador, detrás de ese impersonal cristal esmerilado, les anunciara:

—Vamos a prescindir de sus servicios… pase, por favor, a recoger su liquidación en el departamento de Recursos Humanos.

Era brutal. Habían fomentado la paranoia. El horror. Pero ¿a quién le importaban los derechos humanos últimamente? ¡Por Dios… aún no le llegaba la hora a él! Soportaría un poco más. Hasta que las cosas se estabilizaran. Pero ¿cuánto soportaría? ¿Días, semanas, meses…? Después de todo, tal vez hubiera sido mejor anunciarles a los empleados que los primeros mil números de ficha estaban despedidos. Podrían ahorrarse el trabajo de decir esas hipócritas palabras: Vamos a prescindir de sus servicios… Y para los altos ejecutivos, una llamada. Así intentaban ahorrarse la vergüenza.

La llamada telefónica llegó una hora después. Se dio cuenta de que había estado durmiendo cuando abrió los ojos. El sonido del aparato era angustioso. O eso parecía. Como si no pudiera demorar más en ser atendido. Como un viejo que reclama una última mirada compasiva. Tropezando con la alfombra y con los muebles llegó a la mesita. Descolgó. Tras la línea esas palabras. Soltó el aparato antes que el interlocutor finalizara. Volvió al sofá. Hiló de nuevo el sueño y comenzó a soñar.

En eso estaba cuando el olor lo agarró por la nariz. No, no era exactamente un olor. Era una pestilencia. Llegaba en olas delgadas, hilos de miasma, ondas flameantes. Era como si le hubieran introducido dos dedos en las fosas nasales, estando así dormido, y lo hubieran levantado en vilo de ahí mismo. Arrugando la nariz siguió el flotante rastro de peste. Llegó a la cocina. Pensó en ratones muertos. En comida echada a perder. En la nevera descompuesta. Nunca pensó en aquello que vio.

Sobre la mesa de la cocina se había dejado el teléfono móvil. En la oficina, por la mañana, había echado de menos el teléfono. Ahora le encontraba ahí. El ligero y delgado aparato yacía sobre una huella líquida, un charco de color bilioso, una mancha viscosa sobre la cual se posaban varias moscas. Asombrado, un poco temeroso, levantó el móvil con dos dedos y lo observó. Una frase acudió a su mente (¡el móvil está muerto…, no sólo eso, ha entrado en proceso de putrefacción…!), pero era demasiado obvia y horrorosa para tomarla en serio.

Sin embargo, no lo abandonó cuando se fue a dormir. Y le provocó pesadillas toda la noche.

II

Abrió la alacena. Quedaban tres latas de atún. Cogió una y tiró del aro en la tapa metálica para abrirla. Introdujo un tenedor y comenzó a comer, mirando sin ver la silla de enfrente. Sintió deseos repentinos de ir al baño. Cuando se lavaba vio ese rostro avejentado y con barba de días que le devolvía una mirada perdida en el espejo. No le asombró lo más mínimo. Apenas tuvo fuerzas para girar la llave y se echó a dormir sobre el sofá hasta bien entrada la noche.

La siguiente oleada de peste lo despertó hacia las tres de la mañana. Sabía dónde ir. Tropezando con los muebles y las sillas del minúsculo comedor se dirigió a la cocina. Miró la licuadora. Escurría un líquido viscoso por todos los orificios. Las hormigas se ahogaban en el fluido. Tenía ese inconfundible aspecto de cosa muerta que identificara en el móvil. Y las moscas sobrevolaban el charco como si se tratara de un despojo animal…

III


Ilustración: Duende

Llevaba una semana sin salir de la casa. Había consumido todas las latas de atún, había seguido con las latas de conservas. Ahora comía pan. El poco pan que quedaba estaba lleno de gorgojos que separaba con los dedos cuando los veía. Los dejaba caer al suelo y pensaba: ¿Cuándo será el día que tenga que comerme a esos bichos?

De la sala llegó una cacofonía de sonidos en la que, de vez en cuando, podían percibirse diálogos, conversaciones. Rápido, acudió a la sala. La televisión estaba encendida… y él no la había tocado. Escuchó y vio a dos tipos con cara de intelectuales estirados que discutían sobre el Fin del Capitalismo. Pero después, en la pantalla comenzaron a desfilar ráfagas de imágenes. Entendió que múltiples canales se trastocaban, se empalmaban, se unían y doblaban. La chica que hacía strip tease en el noticiario se encontraba hablando con Bugs Bunny y el conejo de la suerte se colaba por la puerta grande en la Mansión de Play Boy. Sí, algo andaba mal… acaso la televisión estaba enloqueciendo. Reality shows mezclados con caricaturas obscenas. Dentro de su cabeza escuchó las palabras que designaban terribles enfermedades de la vejez: Alzheimer y Parkinson… demencia senil, cáncer, incluso VIH… O, mejor dicho, VHS, ya que su televisor pertenecía a un modelo más reciente, el de los lectores de DVD, y si padecía vejez prematura… La idea le causó gracia. Una gracia atrevida en aquel momento y lugar. Por fin, el aparato chisporroteó. Humeó. Se apagó. Y comenzó a fluir el líquido viscoso aquel que ya conocía tan bien.

IV

Al día siguiente no se preocupó por enterarse de cuáles eran los aparatos electrónicos que habían entrado en proceso de putrefacción. La casa olía a matadero venido a menos. A carroña. Era una pestilencia a todo lo largo y ancho. Flotaba de arriba abajo. Lo impregnaba todo. Escurría por todos lados. Se extendía por el suelo. Una mancha voraz hecha de aguas turbulentas… ¡je je!, rió para sus adentros.

Sobre la calva del vecino que miraba la televisión en el piso de abajo había goteado un líquido asqueroso que lo obligó a levantarse de inmediato cuando se le escurrió desde la frente a la punta de la nariz. Hizo que mirara el techo y descubriera una mancha informe que supuraba por los bordes.

El vecino salió de inmediato. Subió las escaleras y comenzó a golpear la puerta de Adrián.

—¡Hey, idiota! ¿Qué has derramado en el suelo? —Pero nadie abrió.

En algún momento el vecino calvo hizo tanto ruido que los demás comenzaron a salir. Al acercarse se tapaban la nariz con los dedos. Como una bofetada, la pestilencia los hacía girar el rostro hacia el otro lado. Nubes de moscas como ráfagas de metralla volaban hasta debajo de la puerta de Adrián. Entraban y salían por ratos.

—¿Pero qué diablos…? —se preguntaba el calvo.

—¿Se habrá muerto este tipo? —se preguntaban todos.

Alguien llamó a la policía y la reacción fue la misma: el olor hizo que los agentes se echaran atrás. Intentaron abrir, pero la puerta estaba extrañamente húmeda, rezumaba un líquido apestoso que se impregnaba en las manos y no se podía quitar. Un policía olió sus manos después de intentar abrir y vomitó. Otro intentó derribar la puerta golpeándola con el hombro. Al darse cuenta del error, se retiró, asqueado, y corrió a la patrulla. Llegó a su casa y se metió bajo la regadera con ropa y todo.

Los paramédicos subieron y supieron que ese era el olor de la muerte. Pero no era común. Sobre la base de olores pútridos había algo como metálico, como el ácido de las baterías de los autos. Como a cable de cobre recubierto de plástico cuando se quema…

Tras un buen rato, durante el cual los vecinos se retiraron a sus casas a bañarse, a rociar desodorantes ambientales en aerosol, a encerrarse y vaciar el estómago, por fin lograron abrir.

V

Dentro del departamento de Adrián el caos anunciaba la ruina moral y económica. Latas vacías. Empaques tirados por el suelo, náufragos de su propia existencia, de su propia esencia. Escollos en un mar infestado. Los policías fueron de sorpresa en sorpresa. Los aparatos electrónicos aparecían derretidos, desinflados, como si sus estructuras internas se hubiesen desmoronado sobre sí mismas. La licuadora parecía una muda de piel de serpiente. Al reproductor de DVD, vaciado, le goteaban colores en vetas alucinadas. Todavía se movían imágenes alargadas, distorsionadas, licuadas, de figuras humanas en los colores que formaban charcos escurridizos. Con un poco de valor para soportar el asco y el olor, podían seguirse las acciones de los personajes de la película en los fluidos. Hasta parecía que se escuchaba un ligero rumor de conversaciones de algún disco de película de horror olvidada dentro del reproductor. Imágenes moribundas. Sonidos que apenas tenían fuerza para dejarse oír.

Sobre la mesita de la cocina encontraron el exoesqueleto del teléfono móvil. Era como si las hormigas hubieran devorado el interior y hubieran dejado la cáscara, dura e incomible. Un polvo plástico se amontonaba en sus bordes como la tierra pulverizada afuera del hormiguero.

Y, en la habitación, el cuerpo descompuesto de Adrián coronaba la escena dantesca de olvido y muerte.

VI

Fuera, los periodistas aguardaron a que sacaran el cuerpo. Luego, un ejército de funcionarios de salubridad empezó a desalojar los aparatos muertos. Pusieron el cadáver en una ambulancia, y a los aparatos en un camión, mientras la gente se arremolinaba para ver y la chica del noticiario decía ante las cámaras:

—Otro caso del Síndrome de Diógenes… el olvido, la depresión, la pobreza, orillan a estas tristes personas a acumular basura y, al final, ellos mismo forman parte de esta…

VII

Tres días después, el vecino calvo de Adrián encontró su rasuradora eléctrica en un charco que le recordaba muy vagamente a la sangre. Olía muy mal y ya no servía para nada. La tiró a la basura, sin reparar en el hecho de que, en ese momento, el refrigerador se detenía y empezaba a gotear un líquido pegajoso y al horno de microondas se le abría sola la puertecita y chisporroteaba hasta humear y apagarse.

Una semana después, las bolsas de valores del mundo quebraron. Tres millones de personas fueron despedidas de una vez en un solo día y comenzaron a descubrir que sus aparatos electrónicos entraban en crisis terminal. Dejaban de funcionar. Apestaban y, por fin, morían entre estertores electrónicos.

Las enredaderas tomaron por sorpresa los cimientos grises de los puentes monumentales. Las aceras se agrietaron. Los vehículos tosieron a través de sus depósitos de combustible. Las fábricas dejaron de emitir humos asfixiantes a la atmósfera. Los árboles y las hierbas empezaron a crecer en las avenidas, escapadas sus semillas de los parques. Podían observarse tortugas avanzando sin deberla ni temerla por las calles, pues no había más autos, ni autobuses, ni ningún otro vehículo rodante. Y aves del paraíso escapadas de los zoológicos sobrevolaron los rascacielos. Para fin de año se extendió la noche más larga sobre el vertedero del mundo y empezó el reinado de los buitres que se desplazaron de los campos a las ciudades…

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA, DESPOJOS y ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE (ANTICUADA CANCIÓN PARA SONÁMBULOS).


Este cuento se vincula temáticamente con SHOPPING INFINITO, de Guillermo Vidal; EL SEÑOR DE LA BASURA, de Hugo Perrone; TEMPUS FUGIT, de Carlos Pérez Jara y OCÉANO, de Eduardo J. Carletti.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Distopía, Apocalipsis : Sociedad : México : Mexicano).

“Adiós a la Tierra”, Fernando José Cots

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Introducción

 

Nave generacional
Nave generacional

Nos ha pasado a todos. Estamos haciendo “zapping” y, de golpe, nos encontramos con algo que nos interesa… pero que ya está empezado. En mi caso, no recuerdo si fue en “National Geographic” o en “Discovery”, que vi una escena de naves espaciales.

Se trataba de un documental sobre un hipotético fin del mundo, donde un grupo seleccionado de la Humanidad pasaba a ocupar una Nave gigantesca, un cilindro suspendido en el espacio, dentro del cual habitarían hasta encontrar un nuevo mundo que los acogiera.

Era uno de esos programas que se habían prendido a la moda de la frustrada profecía maya.

Sobre eso —la nave cilindro— ya había leído en un ejemplar de “Muy Interesante”. El interior del cilindro sería habitado y cultivado en toda su superficie. Habría un “eje” luminoso que oficiaría de “sol”, con las alternancias correspondientes de “día” y de “noche”. Y el cilindro giraría continuamente para brindar gravedad artificial.[1]

Quienes recuerdan la serie “Babylon 5″ podrán identificar algo similar en la estación espacial que le da el título; sólo que en ese caso es una especie de “Naciones Unidas Galáctica”, no un arca de supervivencia, así que las exigencias son diferentes.

Pero la pregunta —más que una pregunta, una invitación a la reflexión— es la siguiente: ¿Cómo sería una Nave de esas características?

 

 

Los errores del documental

 

Lo que alcancé a ver mostraba a la Nave como un enorme cilindro hueco, con toda su superficie interior cubierta de tierra, cultivos, construcciones, etc.

En una de las escenas, se muestra una “calle” entre edificios iguales de dos plantas. Al fondo, el cilindro en perspectiva. Unos niños salen a jugar al fútbol, pero apenas hacen los primeros movimientos se detienen y miran preocupados.

Por un ventanal se ve la Tierra que está siendo desintegrada por una estrella de neutrones.

Los niños se acercan y uno de ellos toca el ventanal con actitud apenada. La imagen muestra desde “afuera” de la Nave cómo los niños están asomados por el ventanal sobre el costado, pese a que previamente se ha visto el interior con el cilindro en perspectiva.

Si la Nave fuese un único recinto, enorme, bastaría con que chocara con un aerolito y sería el desastre total. En instantes la atmósfera se perdería en el espacio y todos morirían.

Si la Nave está girando, no podría tener ventanales, por sólido que fuese el cristal. El material con que esté hecho deberá estar en condiciones de soportar un viaje de décadas, tal vez de más de una centuria, en un ámbito desconocido, con micrometeoritos que pueden crear daños importantes. Un material transparente no daría garantía de soportarlo.

Quienes hemos visto “2001 Odisea del Espacio”, de Stanley Kubrick, recordamos la escena en que el enviado de la Tierra habla con su hija mientras por el ventanal del fondo se ve girar nuestro planeta. Es tolerable lo que dura la llamada, pero la gente de la Nave vería toda su vida el cosmos girando. Los pioneros podrían marearse, los nacidos durante el viaje podrían acostumbrarse, pero entrarían en crisis al llegar a la Nueva Tierra y ver un sol y estrellas aparentemente inmóviles.

Tampoco podrían ver la Tierra desintegrarse. El campo gravitacional de la estrella de neutrones atraería también a la Nave. Entonces sería prioritario poner distancia antes que tanta obra fuese inútil.

Más adelante, uno de los entrevistados afirma que ninguno de los que iniciaron el viaje llegaría al final, salvo aquellos muy pequeños en el momento de la partida. De inmediato muestran una bebita blanca, rubia, de ojos azules, que se convierte en una anciana de cabello canoso. La misma está mirando por el ventanal, a través del cual se ve un planeta similar a la Tierra. La flanquean un grupo de jóvenes, entre los cuales hay un negro.

Por enorme que sea la Nave, por enorme que sea la cantidad de gente del inicio, tarde o temprano se darían problemas de endogamia, los que se prolongarían al llegar a la Nueva Tierra; salvo que ésta ya estuviese habitada por humanoides genéticamente compatibles. Un viaje de ochenta o de más de cien años haría que los tipos humanos se homogeneizasen.

Baste decir ahora que, si ese muchacho ha conservado su “negritud”, algo intermedio entre esos dos tiempos no se cuenta debidamente.

 

 

El caso Trántor

 

Quiero citar a Isaac Asimov en su “Trilogía de las Fundaciones” .

Según esa historia, Trántor es la capital del Imperio Galáctico. Es un planeta completamente cubierto de edificios, salvo los jardines del Palacio Imperial. Los nativos de Trántor están acostumbrados, cuanto mucho, a ver inmensas bóvedas de astropuertos; pero el resto de su vida transcurre en cubículos y pasillos. El resultado es que se convierten en agarófobos. Si bien hay un mirador que muestra la superficie, sólo lo usan los turistas.

En esta hipotética Nave, si consideramos que nacerán y morirán generaciones antes de que lleguen a un planeta habitable, los que desciendan al mismo no estarán acostumbrados a mirar a una distancia mayor de pocos kilómetros… en el caso que la Nave haya sido construida como cilindro integral. Si ha sido construida como múltiples unidades semiautónomas, no estarán acostumbrados a ver más allá de cien metros, cuando mucho.

Esto puede causar un verdadero caos cuando los viajeros puedan ver a kilómetros de distancia. Se impondrá buscar una solución a ese problema, de modo que no haya generación de las nacidas en la Nave que no sepa mirar hacia el infinito.

Una alternativa sería un sistema holográfico, como el que muestran en “Star Trek – The Next Generation” , pero es algo que todavía debe investigarse.

 

 

El objetivo de este artículo:

 

No tengo el nivel científico para encarar los problemas técnicos que tal proyecto plantea. Si lo adecuado es un único y enorme hábitat en el interior de un cilindro o un conjunto de unidades conectadas entre sí por pasillos y esclusas de cierre automático, lo que daría garantía de supervivencia en caso de choque con un asteroide; si hay que desarrollar sistemas de energía renovables, sistemas de reciclaje de materiales, etc., son respuestas que la Ciencia deberá dar en su momento.

Mi propósito es reflexionar —e invitar a la reflexión— sobre quiénes viajarían y cómo afrontarían ese viaje.

Y, sobre todo, cuál sería el objetivo: ¿rescatar a la especie humana… o también a la civilización?

 

 

¿Quiénes viajarían?

 

He aquí un dilema serio. Sería imposible construir la cantidad suficiente de Naves para salvar a toda la Humanidad y todas las especies. Se impondrá, necesariamente, una selección de los humanos en primer lugar.

Primero deberían ser humanos sanos; no sólo en el momento de la selección, sino que un análisis genético deberá demostrar que no son portadores de anomalías recesivas que pudiesen perjudicar la salud de la población por medio de sus descendientes.

Asimismo, no se admitiría a ninguna persona mayor de cuarenta años. Sólo personas excepcionales, cuyas facultades y/o conocimientos pudiesen ayudar a sustentar el inicio de esa colonia errante, serían pasibles de obviar la regla.

Y quedará, por supuesto, el filtro más discutible de todos: el que impongan los organizadores del viaje…. que puede ser cualquiera, hasta el más arbitrario. Porque quien organice semejante viaje será indudablemente alguien o algo con mucho poder. Y bien sabemos que quienes detentan el poder tienen su propia escala de valores, que no siempre es la nuestra.

Todos los admitidos y sus descendientes deberán ser dotados de un sistema inmunológico artificial creado con nanotecnología, similar al que describe Eduardo Carletti en su cuento “Defensa Interna” , ante la eventualidad de microorganismos perjudiciales en la Nueva Tierra, hasta que se desarrollen las defensas naturales sin riesgo.

Y deberá evaluarse la cantidad necesaria de individuos para garantizar una diversidad genética adecuada a lo largo de un viaje de duración incierta.

Puede sonar duro; pero, si se trata de lograr que la Humanidad sobreviva, hay que darle la mayor cantidad de oportunidades.

También quedaría el problema de los pasajeros no humanos, como animales para alimento, funcionalidad y/o compañía, vegetales para consumo y otros usos, etc. De más está decir que, si lo que importa es que los humanos sobrevivan, no tendría sentido llevar más depredadores que el humano mismo. Los animales grandes quedarían en la Tierra.

Pero sí podría haber tanques con peces comestibles, cuya crianza y supervivencia se vigile. Lo mismo vale para aves de corral, conejos y otros animales que sirven de alimento al hombre y que, al carecer de depredadores, serían una fuente casi inagotable. No sé si ganado vacuno, porcino o caprino, por sus dimensiones y otros motivos.

Tal vez muchos tendrían motivos para sugerir o descartar animales y vegetales que acompañarían al hombre. Es una agenda abierta.

 

 

Antes que Noé, Moisés

 

Quien o quienes estén al frente de ese proyecto, se enfrentarán al problema de controlar la convivencia de esa población. Por tanto, se impondrá reglamentarla. Tendrán los mismos problemas que Moisés.

Según el Pentateuco, de todos los que partieron de Egipto sólo Joshua llegó con vida. Los demás, incluso Moisés, murieron en la travesía; y los que quedaron, nacidos en el desierto, no guardaban memoria de la esclavitud en Egipto. Es así que la esperanza de la Tierra Prometida a veces no alcanzaba para sustentar la marcha.

Los mandamientos de Moisés, en un marco como el del Éxodo, adquieren sentido: una población grande en un ambiente hostil, desplazándose hacia un destino manifiesto pero proclive a caer en desajustes, es disciplinada por medio de reglas estrictas y castigos rigurosos.

Moisés no establece premios, pero sí castigos y muy duros hacia transgresiones a veces mínimas o inocentes. Algo parecido harían milenios después Adolf Hitler en la Alemania nazi, IósifStalin en la Unión Soviética y Mao Tse Tung en la China comunista, imponiendo una visión del mundo que subordinará hasta la vida privada.

Ahora bien: una vez que los israelitas llegaron a la Tierra Prometida, que las tribus se repartieron el territorio y comenzaron su vida como nación, muchas de las reglas se mantuvieron pese a que habían dejado de tener sentido. Eso causó problemas, al igual que en la Rusia y la China contemporáneas… pero su análisis ya no corresponde a este artículo. No menciono la Alemania nazi porque no tuvo tiempo de que sus restricciones se hiciesen obsoletas.

Aquí se trata de evaluar cómo se gobernará esa colonia humana durante su viaje hacia el nuevo hogar. Al menos en la Tierra había otros lugares con otras sociedades más allá de israelitas, alemanes, rusos y chinos. Aquí estarían sólo ellos y afuera la nada.

Si Moisés contó con los “castigos de Yahvé”, Hitler con la Gestapo, Stalin con la NKVD (antecesora de la KGB) y Mao con los Guardias Rojos para enderezar a los díscolos, esta hipotética colonia errante requeriría también de una forma de control para que la Ley que rige la convivencia se cumpla.

Una forma que no puede ser cruenta como en los ejemplos citados y que deberá tener un profundo compromiso con la Ley y la Justicia para que sea incuestionable. Purgas, ejecuciones, listas negras, arbitrariedades y muerte civil, sobre todo en una comunidad tan restringida, son vías seguras al estallido y la extinción.

Convertir esa sociedad de la Nave en un infierno necesariamente llevaría a la destrucción de los últimos restos de Humanidad, si es que cuando parten ya no queda vida en nuestro planeta.

Si se debe gobernar al humano para que el humano sobreviva, será necesario conocer al humano en lo que es… y en lo que puede ser.

Por tanto, se impondrá definir, con claridad y fundamento, qué aspectos de la actividad individual o grupal perjudican al conjunto social y qué aspectos son sólo factores de distinción personal o grupal que no deben ser controlados en nombre del bien común.

Eso implicará, también, revisar qué tipo de cultura regirá esa población y qué rescatar o no de las culturas preexistentes.

 

 

Aspectos que nos distinguen como humanos:

 

Algo que caracterizó al Humano por encima de los animales fue el uso del fuego. Algo tan normal como una fogata sería algo prohibitivo en esa Nave, ya que el consumo de oxígeno que requiere un simple fuego no tendría toda una atmósfera para nutrirse, sino la restringida atmósfera que llevan y que hay que cuidar como oro. El fuego debería ser reemplazado por el calor eléctrico.

Pero el fuego no puede ser apartado del conocimiento humano, pues no sólo es parte nuestra, sino que deberá ser un recurso a aplicar cuando se encuentre la Nueva Tierra. Sería mejor que los Humanos no se desacostumbrasen al mismo.

Una solución podría ser una “Fiesta Anual del Fuego” o algo parecido, donde, por breve tiempo, se encienda una hoguera y la misma sea presenciada (y tal vez operada) por las generaciones más jóvenes. Eso duraría poco y podría reponerse sin problemas el oxígeno consumido.

Las formas de alimentarse y las actividades físicas deberán ser cuidadas para que la población no caiga en problemas de salud o mal desarrollo, pero con la variedad necesaria para que tales actividades no se conviertan en sólo una necesidad y que se recurra al estímulo antes que a la obligación.

También los vínculos humanos de amistad, de amor, de rechazo incluso, son factores personales que, salvo excepciones graves, no inciden en el desarrollo social. Incluso el sistema inmunológico artificial de cada mujer podría destruir los espermatozoides del varón, lo que aventaría los embarazos no deseados.

Por supuesto, se necesitarán nacimientos; pero, para evitar incluso cruces no deseados (consanguíneos, por ejemplo) podría exigirse que cada mujer, según su predisposición, sea madre al menos una vez (y todas las veces que acepte y sea necesario). Así se “reprogramaría” en ella la actividad de la defensa interna para poder implantarle en el útero un cigoto fecundado in vitro, a partir de óvulo y esperma previamente seleccionado, para evitar cruces genéticos indeseados.

Claro… es posible que la mujer que facilite el desarrollo hasta el parto ni siquiera sea la que emitió el óvulo. Así podría darse el caso que el bebé tendría una madre de gestación, una madre de donación de óvulo y un padre donador de semen… datos que pueden ser conocidos por los otros involucrados, o sólo por la primera de las nombradas.

Sé que estos párrafos apestan a Eugenesia y que su sola mención evoca banderas con esvásticas ondeando al viento. Pero estamos hablando de los últimos seres humanos que buscarán una Nueva Tierra para refundar la Humanidad y que deberán llegar al fin del viaje en las mejores condiciones que se puedan brindar.

Ya será difícil la selección de los que partan. Más lo será mantenerlos a todos con vida y sanos.

También quiero citar el caso de Brasilia, creada por el arquitecto Oscar Niemeyer, fallecido en 2012. No sólo se construyeron los edificios de Gobierno, sino barrios enteros para los empleados de todos los niveles.

El problema surgió cuando, al ser las casas buenas pero todas iguales, los mismos empleados las pusieron en venta y se alojaron en favelas. Al no poder “personalizar” sus casas, optaron por dejarlas.

Por tal causa deberán dejar, en esa hipotética Nave, que cada humano pueda poner su impronta a su ambiente y a su persona sin que eso afecte la funcionalidad ni la convivencia. Eso ayudaría a lograr un equilibro entre la sociedad y sus integrantes.

Eso significa, sólo por dar un ejemplo, que si alguien quiere vestirse como en el siglo XVII, como habitante de Roma, raparse media cabeza o incluso no usar ropa alguna, deberá ser respetado.

Hay reconocer que todo ser humano tiene una individualidad que no puede ser negada, una meta congénita que deberá cumplir. Porque si se le impone otra diferente, sólo porque las necesidades del grupo así lo requieren, se logrará cuando mucho alguien que desarrolle esas funciones con mediocridad y discutible eficacia. En el peor, una crisis de rebeldía de consecuencias imprevisibles.

Así como hay una tendencia a la individualidad, también hay una tendencia a pertenecer, a ser parte de algo que se valora como importante, o simplemente por la necesidad de encontrar seres afines. Eso hace que se configuren religiones, partidos políticos, entidades deportivas, tribus, etc.

El tirano Francisco Franco, con astucia diabólica, fomentó el fútbol. En su España, donde no se podía hacer política y no se podía ser otra cosa que católico, las pasiones futboleras fueron una válvula de escape.

En la Nave, si no en la primera generación en la segunda, se formarán grupos afines por edad, por una costumbre, una preferencia, etc. Pelear contra eso es una derrota segura. La Nave deberá dar lugar a esas sub-sociedades, sin dejar de vigilarlas para que no se conviertan en algo peligroso para todos.

Quedaría revisar el idioma que se hablará en ese viaje. Un idioma que, por sencillo que sea, se irá modificando y complicando con su simple uso. Los demás idiomas de la Tierra quedarían en el plano académico.

Y hay algo que puede ser duro, lo más duro de considerar.

Hemos visto en filmes de ciencia ficción cómo muere uno de los personajes; entonces sus compañeros organizan un funeral, meten el cadáver en una cápsula y lo arrojan al espacio para que se pierda en el infinito.

Muy emotivo, pero eso sería imposible en la Nave.

Tampoco sería posible un cementerio, ni siquiera de urnas para cenizas.

Los cuerpos de los fallecidos contienen elementos que se necesitan reciclar dentro de ese ambiente restringido que es la Nave. En nuestro mundo, cultivos y pasturas se nutren de materias orgánicas que hoy son tierra pero ayer fueron seres vivos. Hay sembrados donde antes hubo una batalla cruenta en la cual no fue posible dar sepultura digna a los caídos.

En la Nave sería lo mismo, sólo que acotado en el tiempo y en el espacio. Esos procesos de reciclaje en los cuales la Naturaleza se toma su tiempo, deberían ser acelerados por medios artificiales.

Y eso, aparte de que a los seres queridos de los fallecidos no les causará gracia, contradeciría un principio básico de nuestra condición humana que es el respeto a los muertos. No en vano las obras humanas que más nos permiten conocer el pasado histórico y prehistórico son en su mayoría sepulturas.

Tal vez la solución sería la que propone Brian Aldiss en su cuento “Invernáculo”, donde los últimos sobrevivientes humanos de la Tierra, en un futuro lejanísimo, tienen una pequeña estatua tallada que representa su alma. Como la muerte por vejez parece no existir ya que todos mueren por enfrentar a un ambiente hostil y no quedan restos, esa pequeña talla es la que conmemora al difunto.

 

 

¿Cuál sería la solución, entonces?

 

Se trata, ni más ni menos, que crear una nueva cultura, una nueva sociedad, que contenga los elementos positivos que ha desarrollado la especie humana a lo largo de toda su historia; pero que avente los aspectos negativos que no son sólo de la Civilización, sino de la naturaleza humana. No para eliminarlos, porque algunos son imposibles de eliminar, sino para darles un canal de escape inocuo que no afecte la convivencia general.

A su vez, si consideramos que en esa Nave se dará satisfacción plena a las necesidades primarias de sus habitantes, hay que cuidar que no caigan en el sedentarismo insalubre, o en la ausencia de horizontes, ya que la llegada a la Nueva Tierra en algún momento será insuficiente como objetivo.

Habrá que plantear desafíos de superación a sus habitantes, que les permitan encontrar su rumbo y destacarse, para que la sociedad se dinamice.

Será necesario encontrar la forma para que esa realización personal que cada humano necesita no implique el menoscabo de otros y la consiguiente animadversión de los “perdedores”, pero sin caer en la mediocridad impuesta para la uniformidad de todos.

En suma, que cada quien tenga derecho a su lugar entre todos, su derecho al amor y a su porción de gloria sin caer en la unificación burda y forzada en la que cayeron Hitler, Stalin, Mao y otros tantos.

Pensar una sociedad así es un verdadero desafío para que la misma pueda habitar la Nave sin sucumbir y que pueda, a su vez, enfrentar los retos de la Nueva Tierra.

Y tal vez hasta sería deseable que esta sociedad nueva se iniciase aquí, en la Tierra, en un lugar aislado, donde los errores pudieran ser corregidos sin riesgo.

Un área que, por sus características, brinde un clima estable y sin extremos, lo más similar posible al que habría en esa hipotética Nave.

Así las cosas, quienes partirían en la Nave serían los nativos de ese lugar, los que sólo tendrían referencias de la Historia y las distintas civilizaciones de nuestro planeta, desde ese momento puro enciclopedismo académico, porque aquellos que los engendraron habrían muerto todos.

Hecho el ajuste en una situación sin riesgo, podrían viajar a la Nave en órbita e iniciar el viaje, que sólo sería una prolongación ligeramente diferente de la vida que ya conocen.

Y, francamente, no sabemos si eso no está sucediendo ya.

 

 

No obstante…

 

Todo este tema que he desarrollado a lo largo de este artículo, más allá de los principios teóricos, requiere de un gran esfuerzo técnico y financiero para convertirse en realidad.

Quienes tienen esos recursos, quienes podrían no sólo construir esa Nave como Arca de Supervivencia, sino también preparar una población que la ocupe, pueden tener otros intereses completamente diferentes.

Les interesará, por supuesto, la supervivencia de la Humanidad y de la mayor parte de su cultura; sólo que no sabemos si les importará crear esa nueva civilización o reproducirán el esquema piramidal e inmóvil de la Edad Media, donde ellos ocuparían la cúspide del privilegio y los demás permanecerían en distintas escalas de servidumbre, con poca o ninguna movilidad social, determinando su destino por su origen y no por sus tendencias y capacidades.

No sabemos si esa hipotética Humanidad, que pueden estar desarrollando en alguna parte, se está formando con criterios humanistas o como una colonia de esclavos para que los sirvan cuando, llegados a la Nueva Tierra, los despierten de un sueño criogénico.

En suma, volver a reconstruir la Tierra alrededor de otra estrella, sólo para cometer los mismos errores.

Si llegan.

 

 

Conclusiones

 

Pese a todos los desastres que hace la especie humana, la Tierra sigue siendo un planeta habitable, aunque cada vez tiene menos oportunidades de continuar siéndolo.

Somos un conjunto de sociedades imperfectas, algunas capaces de sostenerse, pero todas con el germen de la decadencia y la desaparición en sí mismas.

Y ya ven, Gaia apenas nos aguanta. Nos castiga de tanto en tanto pero, si seguimos así, no tardará en encontrar una cura definitiva para ese mal que somos nosotros con nuestra codicia, nuestra soberbia y nuestra estupidez.

Crear nuevos paradigmas de convivencia es el proyecto de los próximos tiempos, viajemos en la Nave o nos quedemos aquí.

Quizá en un futuro, cuando realmente el Sol amague enfriarse o se aproxime una estrella de neutrones, habrá que considerar la posibilidad de ese éxodo.[2]

Para entonces, sería deseable que fuéramos mejores de lo que somos ahora.

 

 


Notas

 

NOTA 1: Otro caso similar se ve en la saga iniciada con “Cita con Rama”, de Arthur C. Clarke. (Nota del editor)[VOLVER]

NOTA 2: Antes de enfriarse, el Sol se convertirá en una gigante roja y muy probablemente la Tierra sea engullida por él. De no ser así, igualmente se convertirá en un mundo tórrido e inhabitable. (Nota del editor)[VOLVER]

 

 

Fernando José Cots Liébanes, escritor, guionista de teatro y cine, cineasta, docente nacido en Córdoba, Argentina, el 1º de Junio de 1950. Es Licenciado en Cinematografía, 1989, recibido en el Departamento de Cine y TV, Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

De sus ficciones, hemos publicado en Axxón: QUILINO, CARACOLES, LA NOCHE DE LA RATA, RECHAZO, OBERTURA PARA DIOSES LOCOS, PROCÓNSUL, LA TRAMPA, SI MARTE FALLA, LOS INVASORES DEL SÁBADO, MADUREZ, RADIO MALDITA, LOS APESTADOS DE TANIT, DONACIANO, CONVOY, CLOTILDE y FACTOR ‘T’ / FACTOR ‘R’.

También publicamos sus ensayos y artículos LAS MALAS COPIAS, ECOS Y SILENCIOS, EL GRAN HERMANO Y SUS MODELOS REALES, EL TRISTE OFICIO DE WINSTON SMITH y LAS GRANDES DUDAS DEL PLANETA ROJO.

 

 


Axxón 240 – marzo de 2013

“Ofrenda a las bestias”, Noelia Emmi

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Sus compañeros ya se agrupan a su alrededor. La dejan deleitarse ante la perspectiva de ese manjar que será su primera comida auténtica.

Ella avanza alrededor de la caja transparente, le enseña los colmillos a su trofeo y lanza un rugido desde lo más profundo de las entrañas. Clava los ojos en la presa y prueba su poder: la chica se sacude convulsivamente.

Sabe que pronto será devorada.

 

 

La celda de cristal parecía frágil, pero mi experiencia probaba que era inexpugnable, de paredes imposibles de quebrar o astillar siquiera. Veía que afuera no había más que una simplona planicie gris extendiéndose más allá del infinito. Pero aún me dolía cada músculo. Sobre todo las manos, seguramente por intentar abrirme paso, a los golpes, hacia aquella sosa libertad.

Al principio, rogué a gritos que me socorrieran. Suponía que alguien debía vigilarme. Pero nadie vino. Y, con las semanas, habría de asumir que nadie vendría.

En esos primeros días me resultó difícil —¿”difícil”? Ilógico, antinatural, demente— aceptar la carencia de necesidades fisiológicas: no precisaba alimentarme ni evacuar. Respecto a aquellos asuntos, me encontraba siempre satisfecha. Incluso el estado de mi higiene se mantenía inalterable: ni mi sexo ni mis sobacos apestaban, mi pelo no se enredaba, mis uñas no se quebraban, los arañazos que me infligía a mí misma no sangraban. El ciclo femenino parecía haberse cancelado. Me había convertido en una perfecta muñeca de porcelana, encerrada en su perfecto cofre de cristal.

De modo que ocupaba mi mente en un único pensamiento: la soledad. Aquella soledad que se me metía por los poros y se incorporaba a mi torrente sanguíneo. Aquella soledad que me obligaba a tararear melodías, sólo por oír mi propia voz, siempre inalterable.

Soledad que duró hasta la noche de las bestias. La noche en que llegaron.

Patrullaban rondando mi prisión. Les chorreaba sangre de los hocicos, enseñaban sus colmillos en medio de tonantes rugidos. Se enfrentaban entre ellas a dentelladas y zarpazos, pero jamás perdían su foco de atención: el cubo de cristal. Esa primera noche no repararon en mí: sólo merodeaban alrededor de mi transparente calabozo mientras yo temblaba y contenía el llanto. Recién se fueron al despuntar la mañana. Visto en perspectiva, esa no había sido una mala noche.

Y volvieron.

Todas las noches volvieron.

Esa primera vez no me mostraron su poder, pero no tardaron en revelarlo: cuando sus ojos ambarinos se fijaban en mí, una descarga eléctrica me sacudía y me dejaba convulsionando durante horas. Así, los días transcurrían enloquecedores y confusos, pero las noches se perpetuaban en salvajismo y atrocidad.

Pasaron las semanas y los meses —al menos, en lo que yo creía medir el “tiempo” —, y ya no buscaba escapar: después de centenares de intentos, admití que sería imposible. Los moretones y los arañazos evidenciaban mi encierro, pero el daño psicológico era mil veces más duro. Y cuando las fieras regresaban, yo sólo deseaba estar muerta.

Y, a pesar de que lo intentaba, no lograba quitarme la vida: no disponía de elemento alguno, y mucho menos de uno cortante o contundente. Llegué a pegarme la cabeza contra las paredes, a morderme las muñecas… pero no hubo magulladura ni sangre. Ayunar para morir de inanición no funcionaba: siempre mis necesidades se encontraban satisfechas, sin importar que mis captores —sean quienes fuesen, si es que existían— no me proveyeran del más mínimo alimento.

Luego de uno de esos intentos fallidos de machacarme los parietales contra el cristal, recuerdo haberme desvanecido. Al volver en mí, me encontré atada de pies y manos, vaya a saber por quién o por qué ser innombrable. Durante dos días no pude moverme.

Un mensaje aleccionador.

 

 

Jamás olvidaré mi última noche de cautiverio. Solamente sé que sobreviví, aunque no podría explicar cómo o por qué.

Las bestias se arrojaban contra el cristal y me enseñaban sus dientes, y esa mueca asesina me hizo desear que mis paredes fueran indestructibles. Intenté superar sus aullidos con los míos:

—¡Déjenme! ¡Déjenme en paz!

Cuando me recuperé, las bestias ya no estaban. Encontré a mi lado un marcador negro. Me asombré tanto que retrocedí hasta la pared contraria y me quedé vigilándolo, como a una bomba a punto de estallar. Pasada la impresión, entendí que era un simple rotulador, entonces me acerqué y lo sostuve entre mis manos: un tesoro. Lo acuné durante horas, sin siquiera atreverme a destaparlo.

No se me ocurría cómo sacarle ventaja. ¿Era otro experimento de quienes me vigilaban?

Lo evalué detalladamente: su peso, su longitud, su dureza. Recordé haber visto alguna vez la técnica de romper tablas utilizando sólo las manos o un objeto de estas características. Quizás el marcador funcionara como un arma. Lo empuñé con el pulgar en un extremo y medí la distancia imaginando un punto en la pared transparente. Respiré profundo y concentré toda mi fuerza en el golpe del marcador contra la pared. Nada pasó, ni un rasguño. Lo intenté una docena de veces, hasta que me puse a gritar de pura frustración.

Supuse que mis carceleros deseaban eso: ver cómo enloquecía de a poco. La única manera de ganarles era consiguiendo lo imposible, lo que ellos procuraban que yo no pudiera hacer: matarme. Traté de clavarme el marcador en el pecho, pero no era un instrumento punzante, así que sólo conseguí un sufrimiento adicional, a pesar de que ningún moretón se hizo visible en mi inmaculada piel. Se me ocurrió tragarlo, hacerlo pasar por la garganta y sofocarme. Pero era de buen tamaño, y las arcadas me hacían expulsarlo.

¿Fue mi locura de tantos días allí encerrada lo que me hizo reaccionar, lo que despertó esa ocurrencia imbécil? Instintivamente, me levanté de un salto, destapé el marcador y dibujé una puerta en el vidrio. Y sobre ella escribí SALIDA, como si fuese un cartel, y delineé un pomo redondo. Retrocedí unos pasos. Al mirarlo parecía resbaloso. ¿Realmente creía que podría salir de allí abriendo aquella puerta de mentira, de dibujo animado? Me acerqué despacio con la mano estirada, cerré los ojos y tomé el picaporte. Estaba frío.

La puerta se abrió sin resistirse, y la brisa en la cara vino acompañada de un hedor que me hizo tambalear.

Dudé en salir. Y no tanto por la posible visita de las bestias: reconocí con horror que me estaba acostumbrando al cautiverio. Con la libertad tan al alcance de mis manos, no sabía si aceptarla o volver a encerrarme. ¿Cuál sería mi plan, una vez afuera? ¿Hacia dónde correría? Era curioso: había pensado más en cómo matarme que en cómo huir.

Sacudí la cabeza para quitarme aquellos pensamientos nefastos, y avancé de a poco, procurando que mis rodillas no temblaran.

Lentamente di algunos pasos —cinco o seis, no más que eso— hasta que me di de frente contra… ¡contra otra pared de cristal! Con la respiración entrecortada, extendí mis manos hacia los costados y seguí el contorno de aquel muro invisible. Y lo confirmé: cuatro lados. Otra prisión transparente, más grande que la anterior.

Me tapé la boca a dos manos para contener el chillido que me subía por la garganta, y apoyé la cabeza en la pared. Horas después —aunque podrían haber sido pocos minutos o incontables días— me volteé. No sé si buscaba la seguridad de la puerta abierta del cubo más pequeño, o si en realidad quería volver a encerrarme en él. Pero al ver que allí no había ninguna puerta —ni abierta ni cerrada— y que el primer cubo de cristal volvía a hallarse perfectamente infranqueable, se me revolvió el estómago y debí doblarme sobre mí misma para contener las náuseas.

Encerrada. Encerrada otra vez. Pero entre dos prisiones.

Persistía ese hedor a noche, a vísceras, a muerte, pero al menos aún contaba con el marcador: podría dibujar otra puerta y avanzar. Este no sería mi fin. Existía una esperanza.

Procesaba aquel pensamiento, cuando un desgarrador bramido hizo que soltara el marcador. Helada, la sangre se arrastraba por mis venas, transformada en algo pegajoso y espeso.

Sin que mi mente hubiera acabado de relacionar aquellos rugidos con su presencia, las bestias prorrumpieron de la nada, y en cuestión de segundos me sitiaron. Por delante de mí, ellas, y por detrás mi vieja prisión, cerrada herméticamente. Ni siquiera portaba el marcador, que acaso hubiera podido usar como arma. No hacía falta ser un genio para descifrar lo que me sucedería: pronto sería devorada. Imposible volver a refugiarme en mi eternidad de cristal.

Una de las fieras se adelantó despacio, sus movimientos felinos, hasta quedar a solo un par de metros de mí. Los ambarinos y brutales ojos, clavados en los míos, al menos no me provocaban convulsiones. Y en ese momento final, ridículamente, me pregunté por qué.

La bestia se relamió y se agazapó, con todos sus músculos en tensión.

Y lo supe: mis segundos estaban contados.

No sé por qué lo hice —quizá por ese incumplible deseo de morir—, pero abrí los brazos y le sonreí con perversidad. Aceptaba la muerte con la frente en alto, orgullosa. No me quedaba más que eso. Mi última y única victoria. Y, por un momento, me pareció que la fiera me devolvía el gesto, aunque todo pasó muy rápido para poder afirmarlo. Se abalanzó sobre mí con las garras abiertas, preparadas para dar el zarpazo.

Después no recuerdo nada.

Hasta que abrí los ojos.

 

 

Dolor, sí.

Después vino el calor: me abrasaba como si me hubieran lanzado a una hoguera.

Estaba hambrienta, pero no de comida. Estaba hambrienta del sufrimiento y del terror ajeno. Necesitaba hacer sufrir, necesitaba devorar.

Estudié qué sucedía a mi alrededor, intentando que mis sagaces ojos se acostumbraran a aquel velo que cubría todo. Me relamí de deseo y avancé hacia la prisión de cristal frente a mí. Mi cuerpo había cambiado. No caminaba erguida, sino que amblaba. Fuerte y ágil, los músculos de mis piernas se contraían y se estiraban con cada paso.

Y la divisé: una chica vestida de gris aporreaba una de las paredes del cubo.

Cuando husmeé su impotencia, su miedo desesperado, mi apetito llegó a un punto que no podía tolerar. Me acerqué lo suficiente para que me descubriera.


Ilustración: Valeria Uccelli

Retrocedió gritando palabras incomprensibles y se cayó al suelo. Ella tiritaba, yo avanzaba. Quería que me viera a través del cristal, quería que se desmayara de terror. Así sería más fácil alimentarme de ella cuando llegara el tiempo de mi primera victoria.

Sí: la presa sería mía.

Veo que mis compañeros se agrupan a mi lado: vienen a acecharla junto a mí.

 

 

Noelia Emmi nació en Buenos Aires hace 29 años. Su pasión por los libros le ha generado una sobredosis literaria y hace unos cinco años, casi sin proponérselo, comenzó a escribir. Su primer intento creativo dio como resultado una novela: Ciudad Oscura. Y a partir de allí ya no pudo parar de escribir. Cursó el Taller de Escritura Fantástica de la Universidad del Salvador y actualmente forma parte del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

Está preparando una segunda novela y escribiendo cuentos, siempre con algún toque fantástico o de ciencia ficción para realzar un poco sus colores.

Aquí, su primera obra publicada en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LA GARRA DEL JAGUAR, de Ricardo Giorno; BLANCO Y NEGRO, de Natalia Andrea Cáceres; ELLA, de Gustavo Courault y LA NOCHE DE TEMPOAL, de Pé de J. Pauner.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Sacrificio : Seres fantásticos : Bestias abominables : Argentina : Argentina).

“Carnavales en Venecia”, Mariláu Sánchez

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ARGENTINA

 

 


Ilustración: Mariela Giorno

Bruno tomó su pañuelo y restañó con ternura el cuello de Victoria: la sangre dibujaba trazos desparejos sobre la piel blanquísima.

Afuera ardía el carnaval veneciano bajo la helada madrugada de invierno: la anteúltima noche para las orquestas, los trajes de colores, los enmascarados que deambulaban entre la llovizna por las calles laberínticas.

Bruno la besó, la mordió. Ella no se quejó. Él la besó de nuevo, la abrazó.

Desde el primer día, supo que ella traería la salvación, que ella traería la perdición.

Se acercaba el alba.

—Tiene que haber una manera, amor mío —Victoria se quedó mirando, ausente, la luz naranja que entraba en la alcoba—.Ya se ha cumplido un año de la noche en que nos vimos por primera vez, entre arlequines y dominós.

Bruno se acercó a la ventana: una remota Venecia aún mojada brillaba como hecha de metal.

—Todos me odian y me desprecian, Victoria, pero tú me amas. En Bulgaria rodearían mi tumba con rosas salvajes. En Rumania me arrancarían el corazón y lo cortarían en dos. En Bavaria… —Bruno hizo una pausa—. Mejor no pensarlo. ¿Y en Prusia? Volcarían aborrecibles semillas de amapolas sobre mi túmulo. Y pensar que yo iría una y cien veces a todos esos lugares, para morir una y cien veces si ya no puedo estar contigo.

La despedida fue muy breve.

Bruno partió con un débil aleteo en el silencio del amanecer.

La mañana helaba Venecia, desde el Gran Canal hasta el Puente de Rialto. Él sobrevoló la ciudad, La Fenice, el Palazzo Ducale. Con los primeros rayos del sol, Bruno pensó en qué triste debió haber sido para sus primeros congéneres no poder ver la luz.

Del otro lado del río, planeó sobre la cúpula de Santa María Della Salute, una de sus guaridas predilectas. Oculto en la torreta del casquete, contempló el movimiento del mundo y de sus pobres habitantes, las ondulantes aguas del canal, los susurrantes puentes de Venecia.

“Renunciaré a todo”, se dijo. “Por ella”.

Sí: renunciaría a deambular por las noches infinitas. Renunciaría a ser cuervo, lobo y niebla. Y recordó cómo se veía la vida con los ojos de un búho. Y pensó: “Ya no me esconderé en las arañas, en las ratas. Ya no moraré en el negro abismo”.

Y el viento le murmuró un áspero escalofrío: la lejana voz del Padre.

Abandónala, hijo.

La voz del Antiguo sonaba pausada, ronca, primitiva.

Abandona a aquella mortal criatura.

Y la voz siguió cruzando las Arenas Oscuras de la Gran Comunidad.

—Por qué abandonarla, Padre, si yo la amo. La amo más que a nada.

Y la voz conminaba en el viento:

Debes dejarla, hijo mío. Tú conocías las leyendas y el riesgo. Sabías que, una vez cada mil años de la Tierra, se suscita un humano que al ser mordido no se convierte en uno de nosotros.

—Padre, valdría la pena dar a cambio…

No olvides —interrumpió el Antiguo— que has roto la primera y más importante de nuestras seis tradiciones: “No revelarás jamás tu verdadera naturaleza a los que no son de tu sangre”. —El Padre hizo una pausa. Cuando habló de nuevo, la voz fue aún más severa—: No puedes volver a estar con esa mujer. Hace un año te lo advertí. Hoy te lo ordeno, hijo mío, con toda mi potestad. Si me desobedeces de nuevo, no podré evitar el castigo. Serás una deshonra, pero tendrás derecho a sufrir la pena que te impondré.

Y la voz se apagó, suave.

La pena, se dijo Bruno, descansando la cabeza en una de las balaustradas. El castigo. La tradición.

Y recordó el Libro Sagrado: estaba esperándolo en la Gran Comunidad, atesorado bajo siete llaves en las tinieblas más absolutas.

 

 

El Libro Sagrado de los No-Muertos podía ser consultado sólo una vez, y sólo con la aquiescencia del Antiguo.

Bruno se hundió en las mohosas catacumbas hasta la biblioteca.

“Debe existir una forma de volverla uno de los nuestros”, pensó, escrutando los pasadizos. “Y también debe existir una forma de volverme yo mismo uno de ellos”.

Atestados de volúmenes y pergaminos, los anaqueles se desvencijaban amenazantes, volcando el polvo y las arañas en los corredores como si de secretos malditos se tratara. Una tenue luz se sugería desde el fondo. Bruno caminó hacia ella: sobre el scriptorium, el descansaba Libro Sagrado. Apenas unas gotas de sangre —de su sangre— bastaron como sacrificio, y el libro cedió a las manos que lo alzaban.

Bruno abrió esa caja mágica —en su antiguo corazón, la culpa palpitaba—. Con cuidado, con devoción, hojeó tres mil años de historia vueltos desquebrajados papiros: tres mil años de oscuros rituales se insinuaban, acechaban desde el papel amarillento. El grimorio, dividido en tres épocas, se iniciaba con el Cuaderno de las Sombras; en él encontró Bruno el Ceremonial del Espejo. Desde el papel y en la oscuridad de la gruta, el Hechizo del Castigo se destacó con una luz propia y maliciosa:

 

 

Cuando una criatura no-muerta deshonre las enseñanzas y principios de la Gran Comunidad, lo castigaréis con un ritual, en la última noche de Carnaval. Esa noche los espíritus de la oscuridad bajan a la Tierra disfrazados. Deberéis pedir ayuda a estos espectros mediante los espejos. Sólo los espejos pueden condenar al inmortal a las tinieblas de la muerte. Arrastrarlo hacia la morada de la putrefacción de la carne y de la repugnante existencia humana. Merece ser mortal, y mortal será.

Para hacerlo procederéis así: utilizaréis un poco de rosas, puesto que ellas tienen la capacidad de la transformación: ante la perfección de una rosa, todo se vuelve digno de mortalidad. Luego agregaréis sándalo e incienso, las fragancias preferidas de los dioses en todos los mundos. El cinamomo seducirá a los Engendradores de Mortales, y con un toque de miel endulzaréis una muerte segura…

Por último, el corrompido deberá tocar con sus manos el espejo encantado. Sin ello, no deberéis pretender jamás que el hechizo posible sea.

 

 

Cuando, horas después, Bruno se había hecho de los elementos que exigía el ritual, a lo lejos una estela de voz recorrió las profundidades:

No lo hagas, hijo. ¡No elijas el destino de los mortales!

 

 

—Te esperaba… —le susurró ella en las penumbras de su alcoba.

—He leído el Libro Sagrado, amor mío. Encontré un modo de ser como tú. Probaré la vida de los mortales. ¿Será tan dulce y dolorosa como dicen?

Entonces Bruno explicó el hechizo. Y, al mirar por la ventana el cielo sin nubes que se desplomaba sobre el Puente de los Suspiros, vio en esa caída un anuncio del destino que le esperaba, vio una premonición.

—No quiero hacerlo —dijo Victoria—. ¡No es justo!

—Victoria, ayúdame.

—¿Ayudarte? ¿Ayudarte a vivir para morir?

—Durante cientos de años vi pasar el tiempo de los vivos —Bruno hundió las manos en el talego—. Cientos de años que no han podido calmar mi sed. No tengo miedo, Victoria—. Tomó del costal un caldero de plata.

—¿Castigarte a ti mismo con la mortalidad? ¡No! Tal vez deberíamos esperar a que llegue de nuevo…

—…ésta es la última noche de Carnaval. Tiene que ser hoy, o no tendremos otra oportunidad.

Victoria movió los labios para hablar, pero ahogó las palabras. Bruno le alcanzó los haces de hierbas, y ella desanudó sus cintas de cuero. Tomó las rosas rojas. Y en sus manos, más blancas que la propia muerte, las flores parecieron sangre fresca.

En las calientes y perfumadas aguas, ya se mezclaban y quemaban los ingredientes del hechizo. Bruno ubicó el caldero frente al espejo de la alcoba.

—Ven, Victoria —dijo, y en el espejo su mirada hablaba de tristeza. De una tristeza y de una soledad más eternas y oscuras que la propia Comunidad.

—Creí —dijo Victoria— que no podías reflejarte en los espejos.

—Supersticiones… —Bruno sonrió apenas, la besó. Miró fijamente el cristal y repitió las palabras del hechizo—: En esta última noche de Carnaval, yo os invoco, desterrados espíritus. ¡Os invoco al espejo de luz! ¡En esta noche, yo soy El Amo y, por tanto, deberán revelarme cuanto os pida! ¡Hagan todo cuanto os ordene!

Los humos se esparcían desde el caldero, envolvían la habitación en una densa niebla.

El azogue reflejaba fantasmas de caras alargadas en ángulos imposibles, niños en cuerpos de animales. Enanos cubiertos por millares de púas, reptiles mutilados.

Victoria cerró los ojos.

Y la voz, el grito de Bruno:

—¡Y dormiréis, espíritus, hasta que yo os despierte, cumplid con las leyes sagradas! ¡Llevad de mí el bien más precioso: convertidme en una criatura mortal, desde hoy y para siempre! ¡Llevad a los abismos de la tierra toda la infinidad de la vida, llevad mi sangre eterna a los dioses y a los espíritus del fuego, el aire, el agua y la tierra! ¡Yo os doy vida, despertad!

Los espectros huyeron del espejo y rodearon a Bruno: manos ásperas y temblorosas que lo atravesaban, acaso para enlazarlo con fuerzas invisibles.

Victoria, aterrada, se acercó al cristal y lo rozó con dedos temblorosos. Y entonces ocurrió: fragmentos de su vida corrieron por el espejo. Vio su infancia en Sicilia, los campos verdes. Olió los azares de los árboles frutales, se encontró corriendo por las vides, una tarde de primavera. Sintió en los huesos el frío de la noche en que lo conoció a Bruno. Y toda esa sangre…

—¡No lo hagas! —gritó, y se arrojó contra el cristal. Cuando los puños lo quebraron, su vida reflejada en él se deshizo en fragmentos.

 

 

Guarecido en su cúpula de la antigua catedral, Bruno terminaba de comprender: volvía poco a poco a su no-muerte. El amor había interrumpido el proceso, y él seguía perteneciéndole a la Noche Eterna.

—¿Por qué, mi amor? —dijo, y se retorció en una punzada—. ¿Por qué lo hiciste?

Pero sólo oyó la voz del Padre:

Déjala ya, hijo, no la acompañes en su existencia mortal. Es una criatura atada al tiempo y a la finitud. Su duda te ha salvado: te hubieses transformado en un miserable mortal. Pero volviste a desobedecerme.

—¡Padre…! —gritó Bruno apretándose las sienes.

Te castigo, hijo mío. Te prohíbo pisar la tierra hasta el día de la muerte de Victoria.

Bruno advirtió que sus propios ojos se le cubrían con lágrimas de sangre. Era como si la temida estaca penetrase su corazón y su alma en forma definitiva.

La voz del Príncipe Vampiro seguía resonando implacable:

La verás morir… para recordar por siempre cuán valiosa es tu inmortalidad. Esa será tu condena.

 

 

 

 

Como afelpado por el invierno que se resistía a marcharse, un débil batir de alas se insinuaba entre las nubes y la tiniebla.

Por los laberintos de Venecia habían pasado cincuenta carnavales desde aquella noche. Italia celebraba la posguerra, pero padecía una profunda crisis.

Entre tanto, miles de criaturas humanas habían discurrido y evolucionado por sus mojados adoquines. Miles de seres deliciosos, ensimismados en la deliciosa humedad de Venecia.

Y esta noche… Bruno lo sabía: era el último baile, la gran velada de la Piazza San Marco.

Gran noche de misterios, se dijo. Máscaras doradas que danzan, arlequines y colombinas y pierrots que se pasean soberbios.

Bruno flotó por la ventana abierta de la habitación. El añejo roble del piso crujió leve cuando él hizo pie, completada su metamorfosis.

—Victoria —dijo—, te eché de menos —y se arrodilló ante el lecho de la anciana.

Tendida, inmóvil, ella levantó débilmente un brazo y se quitó el antifaz. Su cara arrugada, cubierta de purpurina.

Bruno se acercó y la besó.

Victoria cerró los ojos y permaneció quieta.

Y en unos instantes sus cuarteados labios se abrieron.

—¡Mi amor! —dijo—. No me mires: soy una vieja.

—Y muy bella —Bruno la abrazó.

—Bruno, mi amor, creí que nunca volveríamos a vernos. Te pido perdón. No quise…

—¿Perdón por qué, Victoria?

—Interrumpí el hechizo. Pero no fue por duda. Nunca pretendí que renunciaras a la eternidad —relampagueaba su voz: la muerte no se hacía esperar.

—Lo sé, Victoria. Pero es bueno que lo sepas: tal vez el hechizo no hubiera funcionado. De todas formas, esta noche no se hizo para lamentarse. Es noche de despedidas: el invierno, el Carnaval. Nosotros.

Victoria apenas respiraba:

—Aún… —dijo—. Aún conservo un fragmento del espejo. Lo único que me ha quedado de esa noche, lo único que me ha acompañado todos estos años.

Sus ojos se entornaban.

—¡Victoria! —Bruno la sostuvo. Su fragancia, sus sedosos cabellos. ¿Era posible amar así?

Lloró, y sus lágrimas de sangre calaron las sábanas, el rostro de ella. Mojaron esos labios resecos.

La respiración de Victoria cesó. Del brazo extendido hacia él se abrió lánguidamente el puño, y la mano ensangrentada dejó caer ese destello agonizante de espejo.

Bruno lo tomó, limpió la sangre… y vio en él fragmentos de todas sus vidas: Babaria, Prusia, Transilvania, medianoches de huidas, hachas filosas brillando bajo la luna, crucifijos y miríadas de amapolas.

Lo soltó, horrorizado, y el trozo de espejo se estrelló contra el suelo.

El Carnaval se apagaba a lo lejos, una caja musical agonizando.

—Victoria —Bruno tomaba sus manos—. Cuánta vida me espera aún, cuánto dolor —y acarició su mejilla: un mapa del tiempo, del destino de los hombres.

Antes de irse, Bruno concedió a la muerta una última mirada: ella ardería por siempre en su corazón helado.

Con apenas el rumor de la seda de su capa, subió a la ventana para marcharse. Pero un fuerte dolor en las entrañas lo arrojó al suelo, rodó al pie del lecho de muerte de su amada. Reprimió una náusea. Quiso incorporarse, pero otra punzada lo obligó a encogerse.

Y después, la densa niebla, el aroma de las rosas envolviendo la alcoba.

Los espectros abandonaron el trozo de espejo. Uno a uno, volaron hacia Bruno y lo rodearon de sombras. Los espectros, esos horribles entes que habían esperado cincuenta años para que el hechizo se completara. Para ser de nuevo invocados por el no-muerto. Aguardando en los abismos a que el corrompido tocara con sus manos el espejo encantado.

Bruno se asió de una de las columnas del baldaquín. Se retorcía, se estrujaba, lo asfixiaban hálitos de podredumbre y cementerio. En medio de la convulsión, descubrió cómo el rostro de Victoria se iba iluminando, sonrosando. Los músculos se tensaban, la piel se alisaba, se perfilaban los rasgos de la juventud. Desaparecían la vejez, la lividez de la tumba.

—Victoria… —llamó desconcertado Bruno, asombrado de su propia voz centenaria.

Pero, entre la niebla, ella parecía dormir y soñar en silencio. El pecho tembló en un denso estertor. La boca se abrió apenas, los brazos y piernas se movieron.

—Victoria… —volvió a llamar Bruno, incrédulo—. ¿Amor, qué…?

Los intensos ojos azules de la muerta se abrieron. Nuevamente sobrevino en su piel la blancura más sepulcral. Sólo resplandecían en las sombras los vestigios de la brillantina.

Bruno se retorcía en el suelo:

—¡Victoria! —gritó—. ¡Contéstame!

Ella se levantó de pronto, se quitó las sábanas que la cubrían. Tersa, curvilínea, se balanceó en el frío del amanecer. Se llevó las manos a la cara, y las uñas largas y amarillentas recorrieron en inefable asombro las ondulaciones del rostro, cada línea del cuerpo.

Al claror de la mañana, la belleza de Victoria temblaba sorprendida: la pelirroja cabellera desordenada, los labios escarlata, las piernas marfileñas. Sensual y exquisita, Victoria había regresado.

Bruno sentía cómo la no-muerte le era arrancada del cuerpo, cómo tendones y músculos se abrasaban, los ojos se humedecían de rojo.

Los espectros volvieron al fragmento de espejo, que destelló unos instantes. La niebla se disipó. Bruno se alzó pesadamente. El dolor iba cesando, las manos se tornaban tibias, el corazón latía turbulento. Respiró hondo, y los pulmones se llenaron de aire: una agradable sensación de calor.

—¡Victoria, soy mortal!

Pero entonces advirtió que Victoria lo observaba. Había malicia en la mueca fantasmal que se apoderaba de la boca. Dos colmillos asomaron amenazantes.

—¿Quién eres? —preguntó ella, con una voz arrogante y desconocida—. ¡Quién eres! —repitió, acercándose como una pantera —¡Me devora una sed espantosa!

—¡Soy yo! ¡Tu Bruno! Has bebido mis lágrimas de sangre antes de morir. Te he salvado la vida, Victoria.

—Yo no tengo nombre —dijo la vampira, y se acercó más.

Sus manos membranosas acariciaron el rostro de Bruno. Sólo cuando miró en sus profundos ojos azules, él, exangüe, supo que ella ya no estaba ahí. Ese cuerpo, las manos, los ojos, ya no le pertenecían. Y tampoco a Victoria. Reconoció la mirada perdida en la sed eterna. Por un instante sintió pena. El único ser que lo había apartado de la oscuridad se había convertido en algo mucho peor que un monstruo.

Y, después, dos fríos y filosos colmillos se hundieron en su cuello.

“Adiós, Victoria”, pensó Bruno. Y se desvaneció.

Cuando hubo bebido toda la sangre, la no-muerta le clavó las uñas en el pecho y le arrancó el corazón.

 

 

María Laura Sánchez nació en 1980 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudió Filosofía y Letras en la U.B.A. Asiste desde el año 2006 a los talleres de poesía y narrativa de Marcelo di Marco.

Menciones y premios destacados: En el año 2008 obtuvo mención de honor en el Certamen Internacional de Junín País 2008 con el poema “¿Dónde estás?”. Participó en la antología de dicho certamen con la publicación de cinco poemas. Su poemario Cristales Vampíricos obtuvo mención especial en el VI Concurso Nacional Macedonio Fernández. Sexta Mención especial en el Premio Nacional de Literatura – Tres de Febrero 2009, con el poema “Premonición”. Participó en el libro-antología de dicho certamen. Un jurado internacional otorgó a su poema “Fénix” el 2do Premio en el concurso PREMIO MOROSOLI INSTITUCIONAL 2009, 2ºs Juegos Florales del Siglo XXI, organizado por Movimiento Cultural aBrace, de Uruguay. Mención de Honor en el VII Concurso Hespérides de Cuento y Poesía. Primera Mención en el II CERTAMEN NACIONAL DE POESÍA RAMON EMILIO CHARRAS. Semifinalista en el concurso del Centro de Estudios Poéticos, de Madrid. Con la obra Primera Sangre obtuvo el Primer Premio en el Certamen Nuevas Promociones SESAM de Poesía 2010, organizado por la Sociedad de Escritores de San Martín.

Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía, y secretaria de redacción del diario informativo cultural Fin, de elaleph.com

Hemos publicado en Axxón UNA BATALLA PERSONAL, UN ARMANI y AMARILLO.


Este cuento se vincula temáticamente con AHÍ FUERA, de Pé de J. Pauner; CAFÉ CON SANGRE, de Juan Pablo Noroña y ROJO FEDERAL, de Alejandro Alonso.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Vampiros : Argentina : Argentina).

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