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“Siempre contigo”, Ismael Rodríguez Laguna

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ESPAÑA


Ilustración: Duende

Oí abrirse la puerta. Eras tú. Noté algo diferente en tu rostro. Sonreías.

—¿No ibas a estar de viaje durante toda la semana?

—Se ha cancelado. Quería volver contigo. Por cierto, quiero contarte algo muy importante.

—Dime.

Fue entonces cuando me lo contaste. No todos los días te cuentan que tu novio tiene dos hijos de una relación anterior.

Por supuesto, me enfadé. Después de ocho meses de relación y tres viviendo juntos, pensaba que era el tipo de cosas que tendría que saber ya de ti.

Tras mucho insistir, finalmente me convenciste de que te perdonase por no haberme dicho nada hasta ese momento. Me propusiste presentármelos. Acepté.

Aquel encuentro con tus hijos fue extraño. El pequeño, de tres años, era una ricura. Respecto al mayor, de doce, su reacción al verme fue difícil de describir. Me miraba fija y constantemente con sus ojos abiertos como platos, como si yo fuera una extraterrestre. Pensé que ese niño tenía algo raro.

Los siguientes días estuviste simpatiquísimo conmigo. A pesar de nuestro desencuentro inicial, fueron maravillosos. Recuerdo que fue uno de esos días cuando me regalaste mi colgante, esta baratija con nuestros nombres inscritos de la que nunca me he desprendido desde entonces.

Pero apenas unos días después, cambiaste. Empezó tu locura. Cierto día, poco después de que entraras a casa, te hablé de las cosas que habíamos hecho durante los últimos días. Sorprendentemente, parecías no recordar nada. Decías que realmente te habías ido de viaje y que acababas de volver en ese momento.

Aquella noche fue rara. Cada uno decía al otro que debía recibir tratamiento porque probablemente se había vuelto loco. Te hablé del día en que me presentaste a tus hijos. Me dijiste que no tenías hijos. También te enseñé el colgante que me habías regalado. No lo reconociste, dijiste que me lo habría comprado yo. Nada tenía sentido. Discutimos.

La situación fue tensa hasta que unos días después volviste a irte a otro de tus viajes de trabajo, que supuestamente te tendría fuera una semana. No sabía cómo serían las cosas cuando volvieras.

Sin embargo, volviste a presentarte en casa apenas unas horas después de irte. Venías con tus hijos. Me dijiste que el viaje se había suspendido y que habías aprovechado para recoger a los niños. Volvías a estar amabilísimo conmigo, como si nunca hubiéramos discutido. Volví a notar algo diferente en tu rostro, como si hubieras trabajado mucho últimamente, pero no te recordaba así cuando saliste por la puerta.

De nuevo, los días siguientes fueron maravillosos. Cada vez traías más a tus hijos a casa y, poco a poco, fui acostumbrándome a ellos.

Pero aquello duró poco. Unos días después, cuando entraste a casa, volviste a decir que en realidad regresabas de un viaje de una semana. Volviste a no recordar nada de los últimos días que habíamos pasado juntos. Negabas que hubieras estado en casa y ni siquiera admitías la existencia de tus hijos. Volvimos a discutir y a llamarnos loco el uno al otro.

Continuamos instalados en esta extraña rutina durante meses. Cada vez que volvías de un supuesto viaje, que obviamente no había tenido lugar porque habías estado conmigo, tu rostro volvía a estar pletórico, pero tu espíritu enloquecía, no recordabas nada y me gritabas. Llegué a preguntarme si utilizabas algún tipo de cosmético que te estaba afectando al cerebro. Por tu parte, tú no dejabas de llamarme loca, decías que me inventaba amigos imaginarios. Nuestras discusiones se oían en toda la planta del edificio, y más de una vez nuestro vecino de planta, aquel señor tan mayor y tan amable, llamó a la puerta preocupado, intentando mediar. Incluso hubo algunas veces en que, cuando su hijo estaba de visita en su casa, se presentaban ambos en nuestra puerta ante nuestros gritos, siempre con rostros compungidos, tratando de evitar la disputa.

En realidad, sólo nuestras fogosas reconciliaciones conseguían que nos aguantásemos mutuamente durante esos días. Pero los momentos posteriores al sexo eran extraños: sabíamos que el otro seguía creyendo su propia versión, totalmente incompatible con la otra. Seguíamos pensando que el otro estaba loco, así que evitábamos hablar para no volver a discutir. No te sale discutir con quien acabas de hacer el amor. Al menos, no inmediatamente.

Cada vez que te ibas de viaje, volvías de repente al cabo de unas horas, con tu rostro más curtido pero con tu alma más amable y cariñosa, y hacías como si jamás hubiéramos discutido. Volvía a ver a tus hijos, a esas pobres criaturas de las que renegabas en tus momentos malos. Les tomé verdadero cariño, y tras unos meses se atrevieron a llamarme mamá. Se les veía faltos de cariño por parte de su propia madre. Los pobres habrían llamado mamá a cualquier mujer adulta que les hubiera tratado como yo lo hacía.

Tu otra personalidad, la que volvía de los viajes, aumentó su paranoia. Un día me confesaste que, viendo que alguien usaba tu ropa y tus cosas en tu ausencia, contrataste a un detective privado para que vigilase nuestra casa. No obstante, admitiste que el detective no vio entrar en casa a nadie que no fuera tú mismo. Incluso mandaste a analizar restos de pelo en la casa para demostrar que tenía un amante. Todos los restos que encontraste en la casa eran tuyos o míos, salvo unos pocos que, según los tipos de la clínica de análisis genéticos, eran de un familiar directo tuyo. ¡Por supuesto, eran de tus hijos, tal y como te decía una y otra vez sin que me escucharas! ¡Tus hijos! ¡Tenías que reconocerlos, maldita sea!

Cierto día, hablando con tu yo amable, el que siempre volvía cancelando sus viajes, el que tenía el rostro cada vez más envejecido, me revelaste que tu padre era, en realidad, uno de mis compañeros de trabajo. Se trataba de un tipo con barba y gafas, muy afable, al que le faltarían un par de años para jubilarse. Llevaba años coincidiendo con aquel tipo en el descanso para el café, y de hecho solíamos charlar. ¡Menuda sorpresa! Él mismo me lo pudo confirmar al día siguiente en la hora del café, cuando le pregunté por su familia. Se mostró muy gratamente sorprendido de que yo fuera aquella novia de la que su hijo le hablaba.

Pero, tal y como me imaginaba, la siguiente vez que “volviste” de viaje negaste que tu padre fuera tal persona, e incluso negaste que tu padre viviera en la ciudad. Decididamente, vivíamos en realidades paralelas. Tuvimos más discusiones y más reconciliaciones.

Mi embarazo desató la euforia de tu personalidad amable, que por aquel entonces ya aparentaba unos diez años más que la otra. Tu otra personalidad también se ilusionó, y esto sirvió para rebajar el nivel y la frecuencia de nuestras discusiones. Llegamos a un punto en que los dos aparentamos aceptar la locura del otro y evitábamos cualquier tema de conversación que la recordase. Cuando “volvías” de tus viajes, ninguno de los dos comentaba los días anteriores. Sabíamos que, si lo hacíamos, volveríamos a discutir.

Siempre ocurría que, horas después de irte a cada viaje, regresaba tu yo algo envejecido y maravilloso. Tus hijos se entusiasmaron cuando mi tripa empezó a ser visible. Se pasaban el rato acariciándomela, especialmente el mayor. El chico miraba a su hermano y, volviendo su mirada hacia ti, te decía que se acordaba de todo. Era bonito ver el entrañable recuerdo que parecía tener de cuando su madre había quedado embarazada de su hermano pequeño.

El día del parto ocurrió en una de tus fases de aspecto juvenil en las que me tomabas por loca. No obstante, me trataste muy bien. Hacía tiempo que evitábamos totalmente cualquier tema de conversación que nos hiciese discutir. Aquel día era importante y nada podía estropearlo. Tras un parto sin complicaciones pero agotador, conociste a tu bebé.

En tu siguiente viaje, tu yo algo envejecido se dedicó con devoción al cuidado de su nuevo hijo. Tus otros dos hijos recibieron con entusiasmo a su hermano, especialmente el mayor, que era capaz de estar largos ratos contemplándolo sin decir nada.

Un día, mirando al bebé y a tus otros dos hijos, no pude contenerme.

—Antonio, dime la verdad —conseguí articular al fin.

—¿Qué quieres decir? —respondiste.

—El bebé no se parece mucho a sus dos hermanos. Esa no es la palabra apropiada.

Callaste.

—No se parece mucho —volví a hablar— porque, de hecho, el bebé es ellos. Los tres son la misma persona exactamente.

Seguías en silencio.

—Y el mayor de los tres lo sabe —continué—. Sabe que se mira a sí mismo cuando mira a su supuesto hermano de cuatro años o cuando mira al bebé.

Tu rostro se transfiguró. No esperabas que me diera cuenta. Subestimaste la capacidad de una madre para reconocer a sus hijos.

—Explícamelo todo, Antonio. La maquinita esa que estabais haciendo en tu empresa… ésa que por la que tanto tenías que viajar a los laboratorios y a las fábricas… funcionó finalmente, ¿verdad?

Inicialmente no lograste articular palabra. Poco después, por fin hablaste.

—Vale, creo que debes saber la verdad —admitiste, finalmente—. La máquina funcionará.

Ahora todo cuadraba en mi mente.

—¿Cuántos años más tienes?

—Cuando vine por primera vez, hace año y medio, tenía tres años más. Ahora tengo doce años más. Todo este tiempo he estado yendo y viniendo desde mi tiempo hasta aquí. No puedo quedarme aquí porque tengo que pasar tiempo allí, en el futuro. Es su verdadero tiempo —dijiste mientras señalabas al bebé, y luego a los otros dos chicos—, no puedo robarles su tiempo. No puedo permitirme envejecer aquí, le debo a él mi tiempo de juventud, y su verdadero tiempo es aquél. Pero cada dos o tres meses viviendo allí vuelvo aquí, donde sólo han pasado una o dos semanas. No puedo evitarlo. A veces me voy a sus respectivos tiempos —dijiste, mientras señalabas al chico de trece años y al niño de cuatro— y me los traigo para que te vean.

Guardé silencio.

—¿Por qué? ¿Tan mal envejeceré? —pregunté entre risas nerviosas—. ¿Tan fea seré en el futuro como para que tengas que volver para recordarme joven? ¿Por qué no te quedas en el futuro envejeciendo conmigo?

Miraste al suelo. Entonces sentí una punzada en el corazón. Fui incapaz de pronunciar una palabra.

—Ya te has dado cuenta… —dijiste por fin—. Solo aquí estás. Allí nos dejaste. Quería volver a verte. Y ellos… quiero decir, él merecía volver a verte.

—¿Cu…cuándo ocurrirá?

Me tapaste la boca con la mano.

—No… Dejémoslo en que aquella máquina funcionará un par de años después de… no, es mejor que no lo sepas.

Mi hijo de trece años se acercó para abrazarme. Su versión de cuatro años se sentía confusa. Su versión de bebé seguía feliz en su cuna.

—¡Cuánto te eché de menos cuando nos dejaste…! ¡Cuánto…! —dijiste, mientras me acariciabas la cara—. No podía evitar hacer todo lo posible para volver a verte. ¡No podía! Al poco de que lográsemos hacer funcionar aquella máquina, recordé y lamenté todo el tiempo que había pasado durante los años anteriores sin ti por culpa de mis viajes de trabajo, todo el tiempo que perdí sin pasarlo contigo. Recordé también lo que siempre creí que fue tu locura, todas aquellas historias que me decías de que yo volvía poco después de irme y me quedaba contigo. Por aquel entonces, yo pensaba que todo aquello era un truco de tu mente para hacerte olvidar que te encontrabas sola. Nunca lo admití, pero en esa época me sentía culpable porque creía que era mi actitud, mi tendencia a dejarte tanto tiempo sola, lo que te había vuelto loca. Pensaba que esos supuestos hijos míos de los que me hablabas eran tu proyección del deseo de tener hijos… Recuerdo también que, durante algún tiempo, me planteé que quizás la explicación fuera más simple y que tuvieras un amante, pues mis cosas siempre estaban desordenadas cuando volvía de mis viajes de trabajo. Cuando el detective me dijo que sólo yo entraba en casa, pero que había restos genéticos de alguien que parecía un familiar directo mío, pensé que la cosa no tenía sentido pues ni siquiera tengo hermanos. Pero años más tarde… cuando ya no estabas con nosotros… cuando por fin logramos que aquella máquina funcionase… recordé aquello y descubrí que todo cuadraba. No sólo podía hacerlo: iba a hacerlo. Era más plausible que todo fuera el resultado de lo que iba a hacer y no el fruto de tu locura. La posibilidad de que aquel misterioso visitante siempre hubiera sido yo mismo tenía mucho más sentido que cualquier otra explicación.

Me sentía aturdida por lo que decías. Seguiste hablando.

—Decidí que me presentaría en tu tiempo cada vez que mi yo de tu tiempo se fuera de viaje. Literalmente, aprovecharía el tiempo perdido. Me di cuenta de que, cada vez que me presentase en casa y te dijera que el viaje se había cancelado, sólo podrías creerme mientras yo no fuera mucho más viejo que mi yo de tu época. Sólo podría presentarme como yo mismo hasta una determinada edad. Sé que, cuando tenga más edad, ya no podré presentarme como yo mismo. Me tendré que limitar a tenerte cerca y a mirarte. Si piensas un poco, sabrás de quién estoy hablando.

Entonces recordé a mi compañero de trabajo, aquel tipo que estaba a punto de jubilarse.

—¡Mi compañero de trabajo, el que dices que es tu padre!

—Efectivamente, no es mi padre. Seré yo. Y más adelante seré el anciano que ahora tienes como vecino en la puerta de enfrente. Cuando nuestro hijo sea mayor y ya no me necesite constantemente a su lado, empezaré a vivir en este tiempo permanentemente para seguir estando junto a ti. Siempre contigo.

Me llevé la mano a la boca.

—Entonces, el hijo del vecino, aquel hombre que viene a veces a visitarle, es… —logré articular mientras miraba la cuna, luego al niño de cuatro años, y luego al de trece.

—Efectivamente.

No pude contener mis lágrimas. Me abracé al chico de trece años, que ya no podía ocultar su propia emoción. Luego, me abracé a ti.

—¿Cómo moriré? —pregunté por fin.

—No es bueno que te hayas enterado. Cuanto menos sepas, mejor. Sólo sé que no puede evitarse. Lo intenté, muchos yo lo intentamos. No pudimos, no podremos. La línea del tiempo es única, el futuro es consecuencia del pasado y, desde que aquellas máquinas entrarán o entraron en juego, el pasado también es consecuencia del futuro. No se puede cambiar. Por ejemplo, no puedo viajar al pasado y matar a mi madre antes de concebirme, pues entonces yo no habría nacido y no podría haber llegado a viajar al pasado para asesinarla. Si viajo desde el futuro al pasado, al llegar al pasado sólo podré hacer cosas que de hecho den lugar al futuro del que efectivamente procedo. Sólo hay una línea temporal en la que el futuro es consecuencia consistente del pasado y el pasado es consecuencia consistente del futuro. Me temo que lo de ir al pasado para cambiarlo y crear líneas temporales alternativas es sólo cosas de las películas. No funciona así.

Medité sobre aquello. Tenía que prepararme.

Al día siguiente, al llegar la hora del café en el trabajo, esperé a quedarme sola con tu yo mayor que estaba a punto de jubilarse, tu yo de sesenta y pico años al que había tomado por tu padre. Sin mediar palabra, te dije que me acompañases a los baños de la empresa. Allí comencé a besarte y cerramos con llave. Llorabas de alegría.

Aquel día me despedí del trabajo.

Al volver a casa, llamé a la puerta del vecino. Saliste, anciano, leal y enamorado como siempre. Te besé en la boca. Nunca he visto un rostro de mayor felicidad en un ser humano.

Entonces sacaste un colgante de tu bolsillo. Era igual que el que llevaba puesto yo misma desde que me lo regalaste tanto tiempo atrás.

—No es igual, es el mismo —dijiste, con tu voz quebrada por la edad—. Lo guardé cuando nos dejaste, y desde entonces lo he tenido siempre conmigo.

Me llevé la mano al cuello para tocar mi propio colgante. Mientras tanto, tu mano nudosa y arrugada mostraba, extendida, el otro colgante.

—Estará conmigo hasta el día en que yo mismo muera —continuaste—. Ese día, mi yo más joven vendrá y lo tomará para regalártelo a ti el día que recuerdas que él te lo regaló. Fue así como llegó a ti, así que procedía del futuro. Pero, en el futuro, yo lo tendré porque tú lo tuviste. Así que en el pasado procede del futuro y en el futuro procede del pasado. Nunca fue forjado y nunca será destruido. Es tan eterno como nosotros —dijiste, mientras me cogías la mano.

Me emocioné mientras miraba mi propio colgante, que era el mismo que el que tú sostenías en tu mano aunque unos años más viejo… o unos años más joven, según se mirase.

—¿Cómo es posible que tenga nuestros nombres inscritos?

Te encogiste de hombros.

—Supongo que, si no los hubiera tenido, no habría decidido regalártelo —respondiste.

No creo que las personas estemos hechas para entender la causalidad circular ni las cosas sin principio ni fin, así que simplemente decidí que no perdería el tiempo que me quedaba intentando entender aquello. Por el contrario, pasé las siguientes semanas tratando de aprovechar cada momento, cada segundo, contigo y con el niño (los niños). Salimos, reímos, hicimos pequeñas cosas que siempre había deseado, disfrutamos, nos amamos.

Esta mañana, una versión tuya apenas algo mayor que la que corresponde a este tiempo se presentó en casa y, acalorada, se empeñó en que me tomase una pastilla y en que nos fuéramos al hospital. Entonces, tu yo anciano salió del apartamento de enfrente y trató de frenar a tu yo más joven, diciéndole que sería inútil. No logró hacerle desistir.

Ya en la calle, nos encontramos con otro tú que cargaba con un desfibrilador. Otros tús más mayores se presentaron y trataron de convencer a los dos más jóvenes de que era inútil. Se sumaron a la escena más tús de diferentes edades.

Ahora me encuentro en el coche, yendo hacia el hospital, acompañada por otros cuatro tús. Varios coches nos acompañan y tú vas en todos ellos. Comprendo que no has podido evitar volver una y otra vez a este momento.

Me encuentro rodeada por la persona que más me ha querido y me querrá jamás.

Sonrío. No podría estar más plena.

Admito mi destino. No tengo miedo.

Ismael Rodríguez Laguna es profesor universitario en la Facultad de Informática de la Universidad Complutense de Madrid. Es editor de Sci-Fdi, la revista de ciencia ficción de su facultad, donde publicó dos cuentos. El resto de sus relatos accesibles al público están disponibles en su blog, Historias tras salir del Mundo Ciénaga. Respecto a sus gustos literarios afirma que, tanto cuando lee como cuando escribe, siente especial debilidad por las historias de ciencia ficción algo desconcertantes que, súbitamente, cobran una armonía diáfana al llegar a un desenlace sorprendente, así como por la ciencia ficción donde la ruptura de la realidad y los casos extremos se utilizan para mostrarnos algo sobre la naturaleza humana, algo que quizás no podría expresarse tan bien desde un mundo normal.

Con este cuento se presenta ante nuestros lectores.


Este cuento se vincula temáticamente con SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO, de Geoffrey W. Cole; DESHECHO, de James Patrick Kelly y MUERTE, de Eduardo Carletti.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viajes en el tiempo: Amor: España: Español).


Axxón 241, abril de 2013

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Revista Axxón 241 – abril de 2013


EDITORIAL  Bajar los brazos, Dany Vázquez, Axxonita
(8/abr)
ENTREVISTA  Entrevista a Luis Pestarini, Ricardo Germán Giorno
(8/abr)
FICCIONES  Una pequeña mentira, Pé de J. Pauner
ilustró Pedro Belushi(8/abr)
FICCIONES  Los Despojados, Enrique José Decarli
ilustró Valeria Uccelli(14/abr)
FICCIONES  Capitán Soloza, Carlos Pérez Jara
ilustró Guillermo Vidal(14/abr)
TAPA:

Por Derrewyn

La revista se va ampliando a lo largo del mes, agregando cuentos, notas, imágenes, secciones, etc.



Editorial: “Bajar los brazos”

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ARGENTINA

 

 

 

Eduardo Carletti, hace unos días nomás, decía a través de una de las cuentas de Facebook (Axxón Ciencia Ficción):

 

 

Hoy es un día gris en Buenos Aires, y estuve leyendo palabras de derrota en algunas personas. Amigos, tanto escribir como editar es muy difícil. Si la motivación es buscar la gloria, el aplauso, olvídense… no es el ámbito adecuado. Quizás sientan la sensación de haber hecho lo correcto luego de MUCHO TIEMPO… y, sinceramente, después de MUCHO trabajo y persistencia. Pero no se logra la felicidad en este ambiente de la ciencia ficción hispano-latinoamericana en poco tiempo, sépanlo. No se logra ni siquiera en mucho tiempo; incluso, seamos claros, en el país donde la ciencia ficción manda MUCHÍSIMA gente que hace cosas —incluso cosas muy buenas— lo sufre igual. No hay tantas oportunidades ni tanto triunfo como creemos. Sus convenciones literarias no son multitudinarias; quizás sí las relativas a películas, cómics o disciplinas como el manga. De modo que déjense llevar por lo que les dicte el corazón (sin ponerme en Coelho ni en discurso de púlpito… estoy lejos de todo eso) y hagan lo que les gusta con todas las fuerzas que puedan sacar de ustedes mismos. No se enojen con los demás si no logran lo que esperan. Nadie tiene la culpa: todos, todos, todos tenemos la culpa si es que no hicimos algo por impulsar; algo que no sea impulsarse a sí mismo, sino impulsar el género. Si quieren hacer alguna cosa que mejore la situación, no lo digan: HÁGANLO. Cada vez que se debate este tema surgen decenas, centenares de propuestas del estilo “Deberíamos hacer”, “Estaría bueno que”, “Lo que hay que hacer”… pero esto no es más que un fósforo (cerilla, para algunos que siguen esta revista fuera de Argentina) encendiéndose aislado. Si no está el combustible cerca, el fuego es momentáneo: se enciende, brilla un instante y se consume sin efectos. No es fácil reunir la leña, apilarla, mantenerla seca, darle el aire suficiente, y una vez encendida esa hoguera, lograr que quede iluminando para siempre, como un fuego eterno. Hay un trabajo constante en mantener los logros, y es un trabajo duro si no se obtiene lo que se espera, y sí se adquieren algunos enemigos que te hieren. No estoy hablando metafóricamente, les habla un soldado cubierto de heridas, caído muchas veces en el campo de batalla, trastabillando aún y viendo siempre —cada vez— por dónde se puede dar un golpe de espada para mejorar la situación. Cuando hayan estado décadas en esto, podrán comprender en plenitud lo que digo. Si son jóvenes, quizás digan que esto se muere —lo han dicho muchas personas, decenas, centenares de veces— mucho antes de haber batallado lo suficiente. No es un ambiente muy gratificante, lo sé muy bien. He persistido mucho tiempo, me han abandonado muchos atrás de proyectos que pintaban mejor, me ha dolido, me han acompañado algunos y algunas con enorme fidelidad y gran esfuerzo, otros se han ido, hemos logrado algunas cosas, tenemos un nombre, muchas personas encontraron su primer peldaño en esto, y esto es como una vida. Como la vida de muchas personas. De la mayoría de las personas. Agridulce. Con momentos felices y momentos de dolor y derrota. Pero aquí no hay billetes de lotería premiados: se logra en proporción al esfuerzo, en la enormísima mayoría de las veces. Pero lo que sí no se logra es con el pataleo, la queja o esperando de los demás: doy fe.

Mucha suerte en sus proyectos, a todos. Los más jovatos tenemos derecho natural a estar cansados. Hay mucha gente joven en este ámbito. Si aman lo que hacen, pondrán lo suyo para que las hogueras no se apaguen.

O encenderán nuevas…

Y esto seguirá vivo.

Un abrazo.

 

 

Imagino que les suena a despedida, pero no lo es. La generación a la que pertenece Eduardo nos ha dado grandes campeones dentro del fantástico, y los conozco lo suficiente como para saber que no dejarán de estar por ahí, tal vez no en la primera línea, pero siempre presentes, hasta el último aliento.

Axxón es un monstruo grande y con muchas patas: una es esta revista, pero también están el sitio que le da cobijo, las noticias, la presencia en las redes sociales, la lista de Yahoo… Es allí, en esta última —y también, un poco, en Facebook— donde resurgió la ya consabida queja sobre lo mal que le va al fantástico por estos lugares, y lo lejos que estamos del triunfo con respecto a la literatura general. Por suerte, la cosa no terminó allí, y surgieron algunas ideas que resultan interesantes, muy gratas (como la próxima apertura del Planetario de la Ciudad de la Plata, en donde se podrían hacer muchas cosas) y, por sobre todo, las ganas que demuestran algunos a la hora de hacer, y que espero se concrete en hechos).

Por lo pronto, creo que como fanas de lo fantástico tenemos muchas más posibilidades que cuando esta revista comenzó a salir. Estamos mucho más conectados. Claro que hay muchos más estímulos y alternativas, muchos más canales. Y también es común y totalmente válido que cada uno quiera hacer su propio camino. Yo prefiero sumar aquí, en Axxón, que es mi propia casa.

Les voy a contar algo que me gustaría: tener, cada tanto, una reunión real donde leamos cuentos, donde compartamos lo que hacemos. No una reunión de bar: la pasamos bárbaro, pero es algo más afectivo y de contacto que otra cosa. Que se pudiera filmar cada lectura, y que la misma fuera compartida con aquellos que, por la razón que sea, no pudieran estar presentes. Por supuesto, con todo gusto aquí habría un lugar para compartirlas, si fuese necesario.

No sé, son cosas que se me ocurren distintas a las que ya venimos haciendo, a las que solemos (o solíamos) hacer. Quisiera que ese fervor que parece estar ahí, agazapado, pueda bullir y dar más vida a ese movimiento que no es terriblemente grande, pero que está.

Mientras pasan todas estas cosas, mientras pensamos, como creadores y/o gourmets del fantástico, qué queremos hacer y cómo —o, al menos, tomamos conciencia de si realmente queremos hacer algo—, recorro las páginas de estos últimos Axxones (¡y también de los primeros!) y siento, ¿saben?, el mismo orgullo. Muchos años de trabajo duro, pero también de satisfacciones: conocer autores “nuevos” es algo muy gratificante, saber que el brindarles un espacio es parte del camino que debemos recorrer, que sin importar el lugar de residencia se trata de alguien cercano, alguien con quien compartimos los mismos sueños, esperanzas y —a veces, por qué no— frustraciones. Y ni les cuento de los ilustradores, y de los pocos pero siempre leales colaboradores que están allí, apuntalando, para que cada número llegue a ustedes.

Aprovechen, la casa es grande: háganla suya también. O vengan de visita, tan seguido como quieran. O hagan e inviten, pues seguimos teniendo ganas de compartir, también fuera de casa.

Para eso mantenemos siempre las puertas abiertas.

 

 


Axxón 241 – abril de 2013

Editorial

“Entrevista a Luis Pestarini”, Ricardo Giorno

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Luis Pestarini

AXXÓN: ¿Por qué Cuásar?

Luis Pestarini: En 1983, cuando comenzaron a aparecer revistas no comerciales dedicadas a la ciencia ficción y la fantasía, como Sinergia y Nuevomundo, sentí que había un espacio grande que no estaba cubierto. Por entonces, apenas se podía leer en español a los autores que, en inglés, estaban gestando una revolución dentro del género. Por otro lado, me parecía que la crítica y el ensayo todavía estaban en manos de aficionados, que había que hacer crítica con más rigor. Y, por último, que no vendría mal ofrecer otro espacio a la literatura escrita en nuestra lengua. No fue sencillo, costó mucho trabajo alcanzar algunos de los parámetros de calidad que nos habíamos fijado. Creo que número tras número Cuásar fue madurando y mejorando y hacia la sexta edición nos acercábamos bastante a lo que queríamos. Por entonces publicábamos los primeros cuentos en español de autores como Gibson, Willis, Sterling y Kim Stanley Robinson, junto a autores argentinos y españoles de primer nivel. Ésa fue la génesis de la publicación.

AXXÓN: Respuesta impecable, pero un tanto fría y distante, ¿no? ¿Dijiste 1983? Bueno, je, por esa época eras muy joven —no es que ya seas veterano—. Así que me imagino a un Luisito soñador. Y eso me interesa de la pregunta: la parte del corazón, de los sueños. Y ya que estamos en ciencia ficción, viajá a 1983 y dejá salir al Luis de aquellos tiempos.

LP: 1983 fue un año muy particular, como todos sabemos. Después de una época muy oscura volvió la democracia, una democracia limitada en muchos aspectos pero que permitió la aparición de varios fenómenos culturales, entre ellos el fandom de ciencia ficción, caldo de cultivo para las revistas. Yo tenía 21 años cuando publicamos el primer número de Cuásar y, más que soñador, era bastante inconsciente y obcecado. Y también muy apasionado, porque era muy complejo sacar una revista, no tenía recursos económicos, no tenía experiencia, todo lo hicimos muy a pulmón. La diagramación se hacía con una mesa, una tijera y plasticola, nada de programas ni computadoras. Después de los primeros dos números, que hicimos en una imprenta llevando los originales ya armados, por una cuestión de costos imprimimos el interior en una casa de fotoduplicación, en otra las tapas color, llevaba todo a cortar a otro lugar y luego lo encuadernaba con una máquina que anillaba. Más tarde, en lugar de anillar, aprendí a encolar el lomo yo mismo, luego lo llevaba a una imprenta a guillotinar los bordes. Así se hizo Cuásar en un principio. Nunca me vi, ni ahora ni entonces, como un soñador: había mucho trabajo detrás de cada número, mío y de todo un equipo de gente talentosa y generosa.

AXXÓN: Perdón de antemano, pero si no eras un soñador ¿qué eras? ¿Un comerciante buscando rédito? ¿Un apostador poniendo unos cobres en un proyecto que podría devenir en una poderosa editorial? Perdoname, Luis, pero no puedo “verte” en esos inicios sin el corazón en una mano y la revista en la otra. Por favor no te ofendas, posiblemente sea mi sentimentalismo tano que me lleva por esos caminos. Volviendo a la revista: ¿cómo conocías a los escritores por aquella época? Porque ahora con Internet todo es más fácil.

LP: Es cierto, con Internet todo es más fácil. Para los dos primeros números contactamos a los autores de diversas maneras: por carta, por teléfono y, por supuesto, a través del entonces burbujeante Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía (CACyF). En las reuniones semanales, que podían llegar a juntar cincuenta personas, había un clima de nueva época, se acercaban muchos escritores, algunos tenían una extensa obra inédita de mucha calidad, otros estaban haciendo sus primeros intentos de publicar. Una convocatoria de Sergio Gaut vel Hartman a través de El Péndulo permitió la conformación del CACyF, donde se juntaron escritores, editores, ensayistas, mucha gente joven con ganas de hacer cosas.

AXXÓN: Je, je, esa “mucha gente joven” ahora pasó a ser veterana. ¿Qué pasó, no hubo recambio?

LP: Creo que en los ’80 se alcanzó una masa crítica que, por diversos factores, no pudo ser reiterada. En los últimos diez años volvieron a aparecer voces nuevas con cada vez más frecuencia. Para Terra Nova, la antología que preparé junto a Mariano Villarreal, recibimos casi 200 cuentos inéditos y la mayoría de los autores argentinos (36) eran desconocidos para mí. Puede que haya algo subterráneo que está a la espera de estallar en la superficie, como un géiser.

AXXÓN: ¿Qué distancia hay entre un escritor de habla inglesa y un hispanoparlante?

LP: Hay más escritores anglosajones que pueden vivir de lo que escriben porque hay más lugares donde publicar, pero que nadie piense que tienen todo resuelto. Son pocos los escritores iberoamericanos, en cualquier rama de la literatura, que pueden vivir de lo que escriben. No sé si es bueno o es malo porque, por un lado, vivir de la escritura te condiciona a producir en cantidad y respondiendo a ciertos parámetros comerciales; por otro lado, si no vivís de la escritura, se convierte en una actividad secundaria en la vida de un escritor. En el mundo anglosajón muchos escritores de calidad, para sobrevivir, terminan escribiendo novelizaciones o libros por encargo. Una vez le pregunté a Haldeman por qué había escrito dos novelas de “Star Trek” y me respondió que firmó el contrato en un mal momento económico, que luego se había arrepentido y quiso recomprar el contrato (una forma de rescindir) y que la editorial no aceptó. Por eso, es difícil decir qué es lo mejor. Tanto allá como acá hay muchos escritores de valía, incluso algunos que supieron conocer cierto éxito, que murieron en la miseria.

AXXÓN: Si estuviésemos hablando de cine, diría que el dinero hace la diferencia. Pero en el caso de los escritores es solo un chabón enfrente a una pantalla. Y por más cara que sea una pantalla, todavía no escribe sola.

¿Cómo puedo entender que un escritor de habla inglesa tenga más ventas que uno de estas pampas? Me imagino que no debe haber una sola razón, ¿no?

LP: Primero, una observación: la herramienta de trabajo del escritor no es la computadora sino su cabeza. Aquí y en Estados Unidos. Y si no tiene dinero para comer, para resolver problemas de salud, problemas familiares, de todo tipo, el esfuerzo para que funcione bien cuando escribe es mucho mayor. El dinero a veces también hace la diferencia en este caso.

Sobre la pregunta en sí, supongo que te referís a ventas en nuestro país, y a escritores de ciencia ficción. Creo que ese fenómeno se extinguió en los ’90: lo que se vende más o menos bien, en el campo de la literatura, es cierta ciencia ficción, no importa la nacionalidad del autor, que no aparece rotulada como tal. En las grandes librerías se pueden ver pilas de ejemplares de La chica mecánica, de Paolo Bacigalupi, que ganó el premio Hugo, y por ningún lado se lee la expresión ciencia ficción. Y está muy bien que sea así, porque lo importante es que se lea si el libro es bueno, no indicar su género de pertenencia. Kryptonita, de Leonardo Oyola, fue elegida como mejor libro argentino de 2011. Es una novela de ciencia ficción pero no lo dice por ningún lado. El mercado del libro en Argentina no soporta un nicho tan chico como el de la ciencia ficción, entonces los libros se venden por fuera de él, aunque sean el mismo producto.

AXXON: En una época se decía que no podía haber ciencia ficción latinoamericana (ni rock en castellano). Si bien ahora hay ciencia ficción latina, creo que se tratan temas diferentes, ¿no?

LP: Es difícil hablar de ciencia ficción latinoamericana como algo homogéneo, más allá de que tenemos una lengua común. Por otro lado, hay que tratar de evitar la simplificación de pensar en este género como algo fácilmente escindible del resto de la literatura, en particular en países como los nuestros donde poco o nada se ha conformado como una categoría editorial. Un rasgo que se puede detectar con cierta reiteración es la tendencia a emplear los elementos más superficiales del género (el futuro como exposición de maravillas tecnológicas, por ejemplo) sin llevarlos más allá.

AXXÓN: O sea que la ciencia ficción se cuela en el bocho de la gente sin que esa misma gente se dé cuenta. ¡Magnífico! No lo sabía, gracias por aclarar. ¿A vos qué te gusta publicar en Cuásar? ¿Te varió el gusto desde 1983?


Tapa de Cuásar 52

LP: Yo no diría que la CF se cuela sin que la gente se dé cuenta, simplemente ya está instalada como parte del menú cultural. Las etiquetas se están desvaneciendo, por suerte.

¿Qué me gusta publicar en Cuásar? Primero, no hay que pensar en la revista como una acumulación de contenido: tengo cinco cuentos que me gustan, dos artículos, plín caja, cerramos el número. Trato de mantener cierto equilibrio entre distintos tipos de relatos. Por ejemplo, me gusta combinar cuentos que trabajen fuerte una idea novedosa con otros que lo hagan con situaciones o personajes. Y prefiero que lo literario no quede subordinado al contenido de ciencia ficción. También trato de estar muy atento a los nuevos autores, tanto de aquí como anglosajones, que muchas veces demoran años en encontrar un espacio para publicar. No me interesa la ciencia ficción de aventuras, ni la que sólo gira en torno a algún gadget.

En cuanto a si me varió el gusto desde 1983, es natural una evolución hacia una literatura más madura, sofisticada, porque salvo casos excepcionales, entre los 21 y los 50 años la visión del mundo, de las relaciones humanas y de la vida misma se transforma. ¿A quién no le ha pasado releer libros treinta años después y sentir una profunda desilusión, mezclada con culpa y conmiseración? La literatura de cualquier tipo, pero en particular la ciencia ficción, está muy anclada al período de madurez del lector para alcanzar cierto disfrute. Hay libros que, cuando los leí a los 20 años me parecieron complejos, multidimensionales, y ahora los veo ramplones. Pero pasé muy buenos momentos con esos libros, los añoro y desde hace un tiempo decidí no intentar relecturas que terminen ensombreciendo el recuerdo.

AXXÓN: ¿Para llevar una revista adelante es necesario ser escritor?

LP: Para dirigir una revista literaria es necesario saber de literatura en el sentido más amplio, y si es una revista literaria de ciencia ficción, hay que agregar el plus del conocimiento del género. Por supuesto que estos atributos no alcanzan, pero me parece que no es una buena señal que un escritor dirija una revista de literatura porque eso implica que debe generarse él mismo el espacio para difundir su obra y, por otro lado, la tarea de llevar adelante una revista le restará tiempo a su escritura. Claro que esto parece estar planteado en las tierras de Utopía porque, de hecho, la mayoría de los directores de revistas literarias son escritores. Y hay algunos muy buenos.

AXXÓN: ¿Qué relación hay entre Cuásar y Axxón?

LP: Las relaciones entre ambas revistas son múltiples y se dan en distintos niveles: desde compartir colaboradores hasta cierta coincidencia general en los gustos literarios entre Eduardo y yo. De alguna manera, me las imagino como dos publicaciones veteranas de muchas batallas —léase crisis económicas, vaivenes personales, etc.— que no necesitan un contacto muy explícito, como si se pudieran reconocer con gestos que son invisibles para la mayoría de los lectores. Claro que ésta es una apreciación muy personal porque ni Axxón ni Cuásar son entes vivos sino productos culturales realizados por un colectivo vinculado a la ciencia ficción y la fantasía.

AXXÓN: ¿Te imaginás una Axxón sin Carletti y una Cuásar sin Pestarini?

LP: Bueno, si mi memoria no me falla hubo un período de Axxón sin Eduardo. Pero tanto Axxón como Cuásar son propuestas muy ligadas al esfuerzo personal, cotidiano, de sus editores. A mí me encantaría que Cuásar pudiera continuar su andadura sin mi presencia, pero la verdad es que no lo veo posible, al menos en este momento. De todos modos, habría que preguntarles a los lectores cómo se imaginan que podría ser la revista sin mí. Yo siempre traté de que la revista fuera lo más “neutra” posible en cuanto a no parecer un medio de publicación de escritos míos, ni de expresión de mis opiniones, al menos no más que la de otros colaboradores, y creo que eso se nota.

AXXÓN: ¿Qué le sugerirías a un joven de 21 años que desea ser editor, montar su propia editorial?

LP: Editar formas particulares de la literatura como son la ciencia ficción y la literatura fantástica es algo maravilloso si te apasionan estos géneros. Yo estoy muy agradecido de haber podido hacerlo durante tanto tiempo, ha sido una fuente constante de placer más allá de circunstanciales complicaciones y marchas atrás. Ahora editar es más barato porque está la Web con sus enormes posibilidades, y cuando digo que es barato no estoy diciendo que sea gratis sino que es más económico que hacerlo en papel, y tiene mucho mayor alcance.

Hay algunos consejos sencillos y de puro sentido común. Por ejemplo, tener en claro a qué tipo de lector está dirigida la publicación (sea impresa o digital) y cómo se puede promocionar entre esos lectores. Yo no creo que una revista sea una mera acumulación de contenidos, hay que establecer líneas editoriales y aplicarlas con rigor. Hay que balancear relatos y ensayos: por ejemplo, si tengo tres relatos dramáticos y dos livianos, intercalarlos. También si contamos con historias con temas parecidos, tratar de no publicarlas en un mismo número. Son criterios de sentido común. Después hay que hilar mucho más fino, hacer una buena corrección de estilo, un buen diseño. Yo fui muy kamikaze al ponerme a editar a los 21 años, pero hubo dos condiciones que me ayudaron mucho a salir adelante. Por entonces era estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, lo que me permitió tener cierto rigor crítico, y, fundamentalmente, se sumó un equipo de colaboradores mucho más entrenado que yo en el arte de la escritura y la crítica. De todos modos, si hoy tuviera que evaluar los primeros números de Cuásar, seguramente les pondría un aplazo, pero por suerte tuvimos fuerzas para superar esa etapa.

AXXÓN: Me quedó picando un asunto en el área: ¿es degradante escribir novelas de Star Trek?

LP: No, por supuesto. Pero artísticamente un escritor que trabaja para una franquicia está muy limitado, no puede jugarse mucho, ya tiene las psicologías de los personajes armadas, hay ciertas cosas que no se pueden hacer y otras que tiene que hacer… Ahora bien, hay grandes escritores que escribieron para franquicias o hicieron libros por encargo, y algunos han salido muy bien.

AXXÓN: ¿Qué “necesita” un escritor para publicar en Cuásar?

LP: La respuesta más sencilla es que un cuento le tiene que gustar al editor, o sea a mí. Y por supuesto al decir esto lo que afirmo es que siempre juegan en la selección una serie de subjetividades que no pueden manifestarse como “criterios de selección” de manera palpable. Por otra parte, lo que siempre me gratificó de la ciencia ficción es su capacidad de subvertir lo establecido como verdad, ya sea una cuestión social o científica. Su capacidad de especular sobre hipótesis que —al menos por ahora— sólo se pueden contemplar desde el terreno de la imaginación y profundizar estas hipótesis con las tensiones dramáticas y morales que podría provocar. Doy un ejemplo para que quede más claro (es el ejemplo que ofrezco siempre): “Aprendiendo a ser yo” de Greg Egan. En el futuro a todos los individuos al nacer les implantan un dispositivo en el cerebro que va almacenando sensaciones, pensamientos, emociones, en fin, todo lo que pasa por ese órgano, hasta que cerca de los cuarenta años este dispositivo reemplaza al cerebro. Ésa es la hipótesis o planteo. El protagonista alcanzó la edad del reemplazo, que es voluntario, y se cuestiona si él va a seguir siendo él mismo o se va a convertir en una suerte de autómata autoconsciente. La indagación filosófica que plantea la historia —¿quées el hombre? ¿qué nos hace humanos?— es milenaria, pero la aproximación es completamente renovadora. Ojalá hubiera muchos cuentos así, son los que más atractivos me resultan para publicar.

AXXÓN: ¿Cómo ves —en general— la ciencia ficción en la actualidad?

LP: Muy bien, por suerte. Creo que cuanto más lejos está de las listas de best sellers, mejor es la calidad promedio del género. Esto haciendo todas las salvedades del caso. Hay muchos autores de extraordinaria calidad que han comenzado a publicar en los últimos diez o quince años: China Miéville, Paolo Bacigalupi, Ken Liu, Jeffrey Ford, son muchos. También en español. Es un buen momento para la ciencia ficción, ha renovado temas, se ha desprendido del complejo de inferioridad que tenía con relación a la literatura mainstream, ha tomado muchas cosas de otros géneros. Tal vez también tenga que ver que prácticamente ha desaparecido la generación “dorada” de la ciencia ficción anglosajona, sólo están vivos Frederik Pohl y Jack Vance, dos ancianos venerables que ya han cerrado sus carreras literarias.

AXXÓN: ¿Pensás que hay temáticas que se mantienen vigentes desde el inicio del género hasta hoy día? ¿Hay escritores actuales que producen repeticiones de los principios de la ciencia ficción?

LP: Los temas trascienden a la ciencia ficción, aunque el género a veces se los intente apropiar. Por ejemplo, los conflictos que generan las nuevas tecnologías (en todas las épocas hubo “nuevas tecnologías” ) y los avances científicos parecen un tema de la ciencia ficción, pero en rigor es una cuestión que aparece en las artes desde el siglo XVIII, cuando el hombre comienza a ser consciente de que el futuro puede ser distinto a su presente y a su pasado gracias a los cambios tecnológicos. Un ejemplo de temas que atraviesan todas las formas literarias es la condena que sufren los individuos que quebrantan un tabú en una sociedad rígida. Está tanto en La ciudad & la ciudad, una novela reciente de Miéville, como en Dickens. La ciencia ficción ofrece recursos que a veces permiten una mirada distinta a los viejos temas.

AXXÓN: ¿Cuando considerás que un relato queda “mohoso”?

LP: Cuando tiene moho… Un relato envejece mal porque está detenido en la coyuntura en que fue escrito. Por ejemplo, las historias que se detienen en describir una determinada tecnología como el centro de su interés están condenadas de antemano. También puede ser una costumbre social. Hay una obra de teatro que se llama “Los injertados”, de Carlos Bertarelli, de los años ’20. En esta obra, ambientada en el futuro, se habla de las consecuencias horribles de la aplicación del Método Voronoff, pero no tenemos ninguna explicación de tan terrible método. Bueno, el Método Voronoff era un injerto de testículo de mono en el testículo de un hombre que le permitía rejuvenecer y recuperar vigor, muy popular entre los hombres adinerados de aquella época. La obra teatral hoy es obsoleta e ininteligible.

Pero en la ciencia ficción en particular hay otra causa de obsolescencia: gran parte de lo que falsamente se llamó “Edad Dorada” (parte de los ’40 y los ’50) está muy mal escrita, con tramas insostenibles y personajes ridículos. Aquellas historias, al lector más maduro y formado le parecerán mohosas.

AXXÓN: ¿Por qué será que las películas de ciencia ficción baten records de recaudación y a los libros identificados como ciencia ficción el “gran público” les raja?

LP: Pero las películas no recaudan mucho porque sean de ciencia ficción… Más allá de su calidad, las producciones industriales de Hollywood prometen una espectacularidad que raramente puede ser puesta en escena en el “mundo real”. Ese gran espectáculo sólo puede darse a través de la ciencia ficción o del cine de acción estilo Duro de matar, porque está en su naturaleza mostrar algo increíble, extraordinario, que es el centro de su atractivo. En la literatura este dispositivo o estrategia no tiene sentido, nadie va a leer un libro para ver a extraterrestres persiguiendo y desvaneciendo humanos como en el La guerra de los mundos de Spielberg.

AXXÓN: Una mención a la colección de libros Cuásar.

LP: Fue una experiencia agradable y económicamente muy frustrante. Estoy muy orgulloso de los cinco libros que publicamos, creo que son extraordinarios, sinceramente, pero es muy difícil entrar en el mercado del libro si no tenés cierta estructura. En los últimos tres libros (MacLeod, Swann y Ruggeri), además, tuvimos la colaboración de Daniel Vázquez en el diseño y la ilustración de tapa, de una calidad extraordinaria.

AXXÓN: Antes nos contabas que para sacar un número de Cuásar esperabas a reunir cierta cantidad y calidad de material. ¿Eso es condición excluyente? ¿No trabajás con un plazo límite para la salida de un nuevo número?

LP: Como nos esmeramos en demostrar a lo largo de los años, nuestro límite es el infinito. Hablando en serio, es muy difícil trabajar con plazos con una publicación con tanta variedad de contenidos: cuentos, artículos, traducciones, notas breves, bibliográficas, etc. Además de mis tiempos están los de los colaboradores, cuya única retribución es mi eterno agradecimiento y el reconocimiento de los lectores, pero lamentablemente no los pueden cambiar por efectivo en un banco. Si simplemente publicáramos cuentos sería más fácil cumplir con plazos, más allá de que también implica un enorme esfuerzo, como demuestra Próxima.

AXXÓN: Cómo influyó en la salida de la revista la colección de libros de Cuásar?

LP: Es sencillo: tengo x horas para dedicarle a la edición de ciencia ficción. Cuando no había libros, todas estaban dedicadas a Cuásar, cuando salieron los libros entonces hubo que repartir esa disponibilidad de horas. Corolario: las apariciones de Cuásar se espaciaron.


Los libros de Ediciones Cuásar

AXXÓN: ¿De estos libros, alguno te causó más placer que otro a la hora de publicarlo?

LP: Ah, me estás preguntando a cuál de mis hijos quiero más… Los quiero a todos por igual :-p.

Como te comentaba antes, estoy más satisfecho con los tres últimos, pero no por su contenido sino por el trabajo gráfico que hizo Daniel Vázquez. Sus tapas son extraordinariamente fieles a los textos, pero además tienen una composición y un nivel de detalle que no se ve en ediciones comerciales. Ahora bien, te voy a comentar algo sobre cada libro para resaltar porqué estoy muy satisfecho de haberlos publicado. El primero, que tiene una tapa feúcha, es una colección de tres novelas cortas de Greg Egan, Oceánico. Egan es probablemente el cerebro más complejo de la ciencia ficción en cuanto a especulación, y estas novelas cortas están entre lo mejor de su producción. Aterrizaje de emergencia fue el segundo libro. Budrys es el gran escritor secreto de la ciencia ficción, un maestro cuyas obras de hace medio siglo se pueden leer sin pudor literario. Aterrizaje… es casi un testamento magistral donde entrelaza la historia del siglo veinte con unos náufragos extraterrestres, narrada sin desbordes e hiperrealista. El día del minotauro es una fantasía juguetonamente erótica anclada en la mitología cretense; fue un placer traducirla, disfruté cada página. Ojalá algún día se redescubra a Thomas Burnett Swann, es otro gran escritor olvidado que nos recuerda que las leyes del mercado editorial son muy crueles. Me quedan dos libros. Uno es Las islas del Verano, una colección de tres novelas cortas de Ian MacLeod. MacLeod es un escritor finísimo y sutil; las últimas páginas del libro son de lo más bello y trascendente que leí en el género. El último es El jardín de las delicias, de Paula Ruggeri, el único libro de autor argentino. Más allá de su prosa extraordinaria y su sucesión de situaciones geniales en el infierno, la resolución de lo que significa el infierno es brillante y absolutamente original.

Ya sé que parezco un vendedor tratando de encajar un producto pero yo no publiqué estos libros por sus posibilidades comerciales (más bien lo hice a pesar de sus expectativas comerciales), sino porque me parecieron notables. Estoy orgulloso de haberlos publicado.

AXXÓN: Che, Luis, así, entre nosotros, extraño mucho la Cuásar.

LP: Paciencia, pronto tendremos novedades. Ojo que el pronto es en términos cuasarianos…

AXXÓN: ¿Podés decir algo respecto a otras revistas? ¿Leés alguna, aunque sea esporádicamente?

LP: Sí, claro. Pero mi manera de leer revistas ha cambiado con el tiempo. Antes tomaba una revista y la leía de la primera a la última página, ahora sólo leo lo que parece interesante. Supongo que así se pierden cosas que valen la pena, pero el tiempo es el tirano.

Leo bastante en inglés, donde ha sucedido un proceso interesante en los últimos años: las revistas web son muy competitivas en calidad con relación a las publicaciones impresas. Clarkesworld, Eclipse o Lightspeed son comparables con el Asimov o The Magazine of Fantasy & SF. Y son gratuitas.

En español también leo lo que puedo. Ahora mismo estoy a cargo de la preparación de Fabricantes de sueños, una antología que publica la asociación española de ciencia ficción recopilando lo mejor del año (en este caso de 2011/12), así que estoy leyendo a todo vapor, y también solicitando la colaboración de editores porque es imposible leerlo todo. Como soy hijo de la cultura impresa prefiero leer un cuento en Próxima que uno en Axxón, pero ya me voy a curar…

AXXÓN: ¿Hay algún autor que te hayas quedado con ganas de publicar? ¿Hay algún autor que hoy te resulte interesante?

LP: Me hubiera gustado publicar algo de Fritz Leiber, un escritor que leía con mucho placer, pero prácticamente todo lo de interés está en español. Por supuesto, me hubiera encantado publicar a Bioy Casares, pero, en fin, nuestros tiempos no coincidieron… :-p

Hay muchos, muchísimos autores interesantes, algunos ya los mencioné. La ciencia ficción, aquí y en el primer mundo, está en buen estado de salud.

AXXÓN: Anteriormente nombraste al CACyF, ¿creés que hoy falta algo que cumpla aquella función?

LP: No, no lo creo. Viví muy de adentro la experiencia CACyF y creo que la institucionalización cuando trabajás en tan pequeña escala termina provocando más problemas que soluciones. Tampoco creo que haya que tener un premio anual o algo por el estilo.

AXXÓN: Tengo ahora mismo en mis manos “Terra Nova”[1]. Por ahora tengo leído “El zoo de papel” de Ken Liu, y el extraordinario “Memoria” de Teresa P. Mira de Echeverría. Creo que voy a seguir por el de Víctor Conde. Pero contame un poco cómo nació el proyecto, qué querían lograr y, entre otras cosas, cómo fue la elección definitiva.

LP: El origen habría que preguntárselo a Mariano, porque yo recibí su propuesta desesperada diciéndome que si no aceptaba colaborar en este proyecto de cuentos contemporáneos de ciencia ficción lo iba a archivar (supongo que fui su plan Z). La idea era sencilla, aunque la discutimos y perfeccionamos largamente: una antología de cuentos de ciencia ficción que tratara temas contemporáneos, desde la política hasta la ecología. Fue interesante, y también trabajoso, coordinar los puntos de vista, porque Mariano vive en una sociedad que está pasando una crisis parecida a la que vivimos hace algo más de una década, mientras que nosotros estamos en otra situación. También queríamos brindar espacio a la ciencia ficción hispanoamericana, un espacio nuevo. El proyecto fue bancado con gran generosidad por Rudy Martínez, que publicó el libro en su editorial Spórtula, y ha sido el que más vendió con su sello.

En cuanto a la selección, fue un trabajo arduo y lento. Cada uno leía y proponía los que entendía que pasaban el primer filtro. En algunas ocasiones tuvimos largas argumentaciones a favor y en contra de algunos relatos, pero creo que el libro ha quedado muy bien, el nivel promedio de los relatos está muy por encima de lo que se suele ver en antologías.


Luis y Terra Nova

AXXÓN: Por último, todavía escucho a la mayoría con la cantinela esa de “prefiero una buena idea a un texto bien escrito que no me diga nada”. Y yo jamás leí un texto bien escrito que no tenga nada para decir.

LP: Es como vos decís: un texto bien escrito no significa solamente que está bien redactado sino que plantea otras dimensiones como lo dramático, la especulación de ideas. Los cuentos que mencionaste en tu pregunta anterior son un buen ejemplo.

AXXÓN: Bueno, hasta aquí llegamos. La redacción de AXXÓN (y yo especialmente) te agradecemos por cómo te brindaste para esta entrevista. Son tuyas las últimas palabras.

LP: Nada más que agradecer por todo el trabajo que te tomás para llevar adelante estas entrevistas.

Notas

NOTA 1: Terra Nova se vende en forma directa. Ponerse en contacto con Luis Pestarini a través de su mail: cuasar@ciudad.com.ar. También se puede adquirir en la Tertulia de Buenos Aires, todos los primeros sábados de cada mes en el bar “La Alameda”, sito en la esquina de Av. de Mayo y Salta, Ciudad de Buenos aires, a partir de las 19 horas (N. de R.)[VOLVER]


Axxón 241 – abril de 2013

“Una pequeña mentira”, Pé de J. Pauner

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MÉXICO

 


Ilustración: Pedro Belushi

El hombre del sombrero de copa caminaba absorto en sus pensamientos cuando algo llamó su atención. Su mirada se situó sobre el letrero clavado en uno de los postes del alumbrado a gas. Los carruajes pasaban lentos, y las calles sucias de lodo y la neblina de la tarde congelaban los ánimos.

El letrero estaba escrito con grandes letras a una tinta y decía:

“Doctor Cronos, alumno de Mesmer. Adivinación. Electricidad y magnetismo animal. Las maravillas del futuro, hoy. Situado en la entrada norte de este pueblo”.

El del sombrero de copa se dirigió rápidamente hacia el norte. Pronto dio con un carromato cerrado. Un hombre alto vestido de negro, de mirada penetrante, barba cerrada y nariz prominente como el pico de un ave, se encontraba sentado con la espalda apoyada en la rueda del carromato, envuelto en una frazada. Ante él, una fogata chisporroteaba con lentitud.

—¿Doctor Cronos?

—¿Quién busca a Cronos y no lo conoce? —respondió el hombre sentado ante la fogata.

—Permítame presentarme —dijo el otro—, mi nombre es…

Expuso un plan extraño ante quien consideraba un charlatán ambulante con un pseudónimo ridículo. Dicho plan consistía en que Cronos le transmitiría una frase aún más extraña a un hombre que el sujeto del sombrero llevaría como acompañante a su presentación estelar.

—Verá —explicó el del sombrero—, es una broma y le pagaré bien por ella.

Extrajo una bolsa de cuero con monedas, la vació en la palma de la mano, se guardó tres en el bolsillo del abrigo y el resto lo tendió al charlatán, quien cogió la bolsa con dos dedos y la puso a su lado, en el suelo, hurgando con los ojos en las llamas.

—Sólo eso… —rió el del sombrero —, es tan cobarde que creerá que es cierto el asunto de su ejecución en la horca… es el pusilánime del pueblo…

Cronos guardó silencio. Cuando el otro se retiraba, levantó la vista de la fogata y dijo:

—Dos…

El del sombrero se volvió ante la voz profunda del charlatán.

—¿Ha dicho algo?

—Le diré que habrá dos…

—¿Dos?

—Dos ahorcados.

El del sombrero lo miró sin entender, esperando algo más. Se sentía algo turbado. Sacudió la cabeza, como espantando un insecto molesto, le dio la espalda a Cronos y se convenció de que esa pequeña mentira no tenía importancia.

—Mientras se lo diga, todo estará bien.

Al día siguiente las sillas delante del carromato estaban ocupadas por personajes de todo el pueblo. Cronos salió de detrás de una cortina negra y pesada que separaba el proscenio improvisado de la concurrencia y el carromato. El hombre del sombrero de copa sonrió ante el oscuro personaje que lo localizó entre la concurrencia. Los ojos del doctor hubieran perturbado a alguien menos cínico. Con una casi imperceptible inclinación de cabeza hacia la derecha, señaló a la víctima.

—Este acto comprende un proceso de contacto mental entre alguien del público que se ofrece como voluntario y yo mismo —empezó Cronos—. Después de unos pases mesméricos sobre el cuerpo del voluntario, estableceré una comunicación íntima y única.

Muy pocos levantaron la mano. La víctima se revolvió en su silla cuando Cronos se le acercó.

—Sería una muestra importante de tu arrojo si te ofreces como voluntario en este acto, querido amigo— insinuó, sonriendo, el hombre del sombrero.

Todas las miradas se dirigieron a la víctima, que tembló un poco. Su mano se levantó como poseída por una voluntad propia. El dedo índice apuntó al cielo. Cronos se acercó y lo miró. Los ojos de la víctima se hundieron en la mirada oscura y su cuerpo en la silla. Cronos le pasó las manos sobre el rostro, sudoroso a pesar del frío. El del sombrero de copa tuvo que llevarse las manos al estómago para no estallar en risas. Cronos se inclinó hacia la víctima y le susurró al oído:

—Escucha y mira en tu propia cabeza… escucha… mira… Cuando venía hacia acá a caballo y mis ayudantes me seguían a distancia en el carro, fui el primero en ver el árbol seco a las afueras del pueblo. Hay un páramo estéril ahí. De la rama más baja y gruesa pendía un cuerpo, algunas aves de rapiña sobrevolaban en círculos el lugar. El cuerpo giró lentamente y vi el rostro del muerto. Esa cara hinchada con ojos desorbitados era la tuya. Lo que tengas que hacer, hazlo pronto.

Los asistentes voltearon a ver cuando el hombre tembloroso se levantó y se marchó aprisa. El del sombrero rió, por fin, casi cayendo de la silla. El resto del tiempo el espectáculo de Cronos —ese charlatán, para el hombre del sombrero—, fue de asombro en asombro y el público olvidó el incidente anterior: pasaba las manos sobre el rostro de alguien y decía cosas que sólo sabía aquél. Afirmaba, a la vez, profetizar cosas buenas y malas.

Al otro día, la noticia pasó de boca a oreja por toda la población. Habían asaltado el banco y matado al cajero con tres tiros a quemarropa. El asaltante había sido detenido en seguida sin oponer resistencia. Ni siquiera había intentado huir. En su mirada había alivio y resignación. Se trataba de “la víctima” de Cronos. ¿Cómo era que un personaje oscuro como aquél, el tonto del pueblo, había cometido tal atrocidad?, se preguntaban todos.

—Lo que me dijo me llenó de seguridad —le reveló el ladrón al comisario—. La seguridad y confianza que jamás había sentido. Me fue fácil hacerlo, pero no era mi intención matar a nadie ni robar nada… sólo… sólo me sentí bien al hacerlo…

Su juicio fue breve y la sentencia, rápida. Lo colgaron del árbol muerto a la entrada del pueblo al día siguiente. Las aves de rapiña se presentaron en seguida. El hombre del sombrero subió al puente entonces: con un gesto solemne se quitó el sombrero y lo arrojó al río.

—Nadie se ahorca con el sombrero puesto —murmuró, horrorizado por la manera en la que había actuado la ahora verdadera víctima. No asistió al sepelio y pasó tres días gritando que él era el verdadero asesino. También murmuraba incoherencias sobre pases magnéticos y mesmerismo. La tercera noche lo encontraron colgando de las vigas del ático.

Primero lo vio una lechera que hacía un camino largo entre varios pueblos, luego lo contó en la cantina un borracho: el rostro del tonto del pueblo se había hinchado, sus ojos estaban desorbitados ante visiones que sólo un muerto podía ver y las aves de rapiña volaban sobre el árbol. También contó que un jinete de negro sobre un caballo negro, seguido por un carromato, se había detenido ante el ajusticiado. Sus ojos penetrantes parecían haberse grabado con fuego las facciones del ahorcado.

Pocas horas después el carromato llegó al pueblo y se instaló al norte, en un terreno baldío. El hombre de negro se anunció con grandes letreros a una tinta que sus ayudantes clavaron en los postes del alumbrado a gas, y que decían:

“Doctor Cronos, alumno de Mesmer. Adivinación. Electricidad y magnetismo animal. Las maravillas del futuro hoy. Situado en la entrada norte de este pueblo”.

 

 

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA, DESPOJOS, ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE (ANTICUADA CANCIÓN PARA SONÁMBULOS) y UNA MUERTE EN CASA.


Este cuento se vincula temáticamente con TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; NARHITOREK, EL NIGROMANTE, de Juan Manuel Valitutti y CUENTAN LOS SOLDADOS, de Yoss.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Magia: Hipnotismo: México: Mexicano).

“Los despojados”, Enrique José Decarli

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ARGENTINA

 

“…y el placer se mezclaba con la tristeza de sentirme ausente,

tal vez para siempre, del mundo de verdad…”

J.C. Onetti.

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Nadie bajó conmigo y nadie subió. El subte cerró las puertas y arrancó en dirección a Lavalle. Tendría que haberme sentado. Sacarme el zapato ahí mismo y revisarme el pie derecho. Un tirón fuerte acababa de morderme la planta y ahora subía por los tendones. Los andenes vacíos, sin embargo, no sé por qué, me acobardaron. Los puestos de diarios cerrados. Las cajas contra incendio, deformadas por la penumbra.

El único sonido provenía (sinfín) desde más allá de una arcada. Salté sobre el pie izquierdo hasta la escalera mecánica y, simplemente, me dejé llevar.

En el pasillo me senté en el suelo. Descansé un rato contra la pared y quizás me adormecí. De pronto la estación había enmudecido y alguien a mi derecha tosió como a propósito. Abrí los ojos. Era un linyera más o menos de mi edad. Me levanté de un salto, y desde esta nueva perspectiva, entendí por qué, de repente, tanto silencio. La escalera mecánica no funcionaba. Pero no es que se hubiera detenido. Ya no estaba. No estaba más. En su lugar había un pozo.

El linyera levantó las cejas y sonrió. Abrió las manos y dijo:

—La escalera mecánica.

Me llamó la atención porque pareció presentarse. Había dicho “la escalera mecánica” como bien podría haber dicho “Juan”. Con la mano derecha señaló mi pie derecho:

—Tenés una tachuela en el zapato.

Antes de que pudiera decir nada el pasillo se inundó de ruido a subte y el linyera me pidió que lo esperara.

—Un minuto.

Ni loco, pensé. Tipos como ése infectarían la estación. Me hubiera ido volando, lo juro, si no fuera por lo que entonces ocurrió. Parado frente a mí y de espaldas al pozo. Sin dejar nunca de mirarme, el linyera levantó los brazos como un clavadista.

—¡Oiga! —le grité—, qué hace… —Cerró los ojos y saltó al vacío.

La estación volvió a llenarse del sonido sinfín. El pozo (milagrosamente) otra vez fue una escalera. La chica apareció de a poco. Primero la cabeza. Después el torso. Después las piernas y al fin los tacos. Pasó adelante mío como si nada y entró en el andén de 9 de julio. El ruido de los tacos, ahora que ya no podía verla, curiosamente se oía más nítido. Otra vez se había detenido el sonido de la escalera, y a mi derecha el linyera estaba de vuelta. A espaldas del linyera, otra vez el pozo.

—Último tren… —dijo exhalando una especie de cansancio crónico. Yo me quedé mirándolo con la pregunta colgada en la cara.

—Cómo hacés —le pregunté.

—Cómo hago para qué.

—Para convertirte en la escalera.

—Ah —dijo él—. Soy la escalera.

Me reí. Una mezcla de fascinación e incredulidad. Iba a preguntarle entonces cómo hacía para convertirse en hombre cuando él me preguntó si yo quería convertirme en algo en particular.

—En millonario —dije.

—¿Y aparte…?

—Aparte, en nada.

Volví a sentarme en el piso y me saqué el zapato. Efectivamente: una tachuela había perforado la suela, la media y también la planta del pie.

—En una época (a los diez años, más o menos), quise ser jugador de la selección juvenil. De adolescente, gimnasta ruso. En la década de los veinte bajista de una banda de rock famosa. A los treinta, actor de cine. Pero más que nada en el mundo: alguna vez, y de alguna manera, siempre, quise ser Jedi. —El linyera rió a carcajadas—. En serio —le dije—, como Skywalker, con la espada láser. —Cuando paró de reírse—. Eso sí: jamás se me ocurrió ser escalera.

—Bueno —dijo él—. No hay muchas y la mayoría están rotas. Si te interesa… Si querés… Yo podría… Vos me entendés, ¿no?

La verdad, no lo entendía. Y mucho menos cuando bostezó y se desperezó y el saco se abrió a la mitad sobre un pecho curtido y engrasado. Rayado. Pisoteado tal cual los escalones de una escalera mecánica. Yo sabía que no soñaba porque la planta del pie derecho emitía constantes señales de dolor. La situación sería una locura, pero el linyera (la escalera o lo que fuere) era real.

—Cómo se hace para ser escalera —le pregunté.

—Escalera o lo que quieras —dijo él. La conversación parecía divertirlo.

—Ya te dije: entonces, millonario.

Rió y sacudió la cabeza. Me miró bien a los ojos y, esta vez sí, sonó serio:

—La idea es servir.

—¿Servir…? ¿Servir a cambio de qué?

Frunció los labios como si esto lo hubiera intentado explicar miles de veces siempre sin resultados.

—Vos, por ejemplo —me dijo—: qué hacés.

—Soy abogado —dije.

—Y a quién servís.

No era la primera vez que no podía responder a esa pregunta.

—Esto hago. —Abrí la carpeta y sentado en mi lugar fui mostrándole: cédulas, oficios, demandas, mandamientos. El trabajo para la mañana siguiente.

—Juicios —dijo él—. No recuerdo que hayas dicho que en alguna época quisiste…

—No quise —lo interrumpí.

Le pregunté si él había nacido escalera y dijo que no. Era escalera por opción. Le pregunté qué había sido antes de elegir ser escalera y dijo que no se acordaba:

—Cada tanto, un fogonazo. Una sola imagen que se repite. Nada más. Porque mi vida, en realidad, empieza esa noche que, de casualidad: porque estas cosas pasan de casualidad —puntualizó—, conocí a los Despojados.

Pensé en la tachuela que acababa de reunirnos.

—¿Los Despojados? —dije.

—Los Despojados —repitió. Hizo una reverencia y la mímica de sacarse un sombrero—. Vení —me dijo—. No tengas miedo.

Nos asomamos a la arcada por la que hacía un rato se había ido la chica. No había intuido mal. En los andenes ardían fogatas llenas de linyeras reunidos en una especie de olla popular.

—Qué hay de raro en los andenes —me preguntó.

—Los linyeras —dije. Él volvió a reír lleno de decepción.

Me disculpé, pero honestamente: no se me ocurría ni podía ver más rareza que el ejército ése de linyeras. Entonces me pidió que volviera a mirar. Que por favor mirara bien. Que por un segundo me olvidara del mundo de arriba. Que mirara (así dijo y me emocionó) con ojos de despojado. Juro que hice un esfuerzo para ver lo que él quería que viera, y una vez más, no pude ver nada que no fuera andenes. Dos andenes. Cuatro fogatas: una en cada punta de cada andén. Cuatro ollas gigantes. Muchos linyeras. Hombres y mujeres de cualquier edad que metían latas en las ollas y de ahí comían.

—No sé —le dije.

—Los bancos —dijo él.

—Cuáles —le pregunté.

—Precisamente… Los puestos de diarios —siguió—. Las cajas contra incendio…

Era verdad. No estaban. Lo miré maravillado.

—Bienvenido a los Despojados —dijo.

 

A medida que nos acercamos a la primera fogata los linyeras dejaron de hablar y de reír. Las manos se detuvieron adentro de las latas o adentro de la olla. Las miradas pesadas puestas en mí; sólo las sombras parecían moverse con los temblores del fuego. Sólo el crujido de las llamas se oía; el compás irregular de mi único zapato puesto.

—Respondo por él —dijo la Escalera.

—Algo es algo —dijo un linyera señalando mi pie descalzo—. ¿O no…? —Los demás rieron. Las miradas se relajaron y, poco a poco, la escena empezó a moverse. Uno a uno los linyeras fueron acercándose y presentándose. Los bancos. Los puestos de diarios. Las cajas contra incendio me dieron la mano en una larga fila ordenada.

La Escalera Mecánica me presentó en la fogata armada en la otra punta del andén. Después cruzamos las vías (cosa que siempre quise hacer y nunca, hasta entonces había hecho); me presentó en las dos fogatas del andén a Catedral.

—Respondo por él —decía.

No sé de qué ni por qué, la Escalera tenía que responder por mí. Pero escucharlo me hacía bien, y al parecer era clave para ser aceptado. En las otras fogatas conocí durmientes, barandas, ventiladores. Y ahora que lo sabía. Lo sabía o lo creía o elegía creerlo, no sé. Ahora, digamos, que algo de eso se movía en mí, en la fisonomía de cada linyera podía descubrir uno o dos rasgos de esos objetos.

La noche corría y yo, invitado entre los Despojados, asistía a una suerte de interna, un espectáculo que montarían en mi honor. A la Escalera Mecánica, por ejemplo, le echaban en cara los beneficios de ser escalera. Entre otras cosas: conocer todas las bombachas del subte.

—Porque cosa muy distinta es ser uno —dijo una caja contra incendio—. Que para entrar en acción hay que esperar (y Dios no lo permita) a que se prenda fuego la estación.

—Miren… —decía la Escalera—. A esta altura, lo mío es un apostolado. Y ojo… Hay bombachas y bombachas, eh.

Sentados en semicírculo alrededor de la fogata me acordé de un juego de mis épocas de Jedi. Ocurría antes de dormirme. De repente, en algún departamento del edificio se encendía ruido a muebles y mi aliada incondicional, La Fuerza, me permitía ver dónde, exactamente en qué departamento se corrían los muebles. En qué ambiente del departamento. Qué muebles eran y quién o quiénes los movían. Yo podía ver el mundo de cañerías oculto tras las paredes. Un entramado que crecía y se hundía piso a piso y recibía de afluente las cañerías que salían de otros departamentos. El caño maestro enterrado en los cimientos recorría los patios en busca del desagüe. Se unía a los caños maestros de otros edificios y juntos, fundidos en un solo caño más grande, ganaban las veredas, las calles y las avenidas para alejarse del barrio en busca del río. En esa época yo creía en las canaletas y en las rajaduras. En el óxido que bajo tierra estaría avanzando sobre hierros hundidos y olvidados; cosas que entonces intuía vivas, más allá de mi conocimiento y mi control. Porque podrían ser planificadas y construidas, estudiadas y explicadas, pero puestas a vivir, se olvidaban y transformaban.

Enfrente mío, ahora: desdentados y zaparrastrosos. Con pelos como lanas y pieles como cueros. Oxidados pero vivos (mucho más vivos que yo). Serviciales y secretos. Y sobre todo, felices, reían los Despojados.

 

 

Mecánicamente busqué el reloj en los letreros luminosos. No estaban, claro. O sí: jugando a las cartas en otras fogatas. O a la escondida en los túneles. O haciendo percusión con las latas y las ollas. O alimentando el fuego.

Metí la mano en un bolsillo interno del saco y miré la hora en el celular. No tenía señal. Sentí que el tiempo se había detenido pero fue sólo eso: una sensación.

—Cinco menos cuarto —dije. Al día siguiente debía estar temprano en tribunales—. Tendría que ir yendo.

—Te acompaño —dijo la Escalera.

—¿Ustedes no van a dormir?

—¿Dormir…? —dijo un banco y todos rieron—. Dormir, duerme la gente importante.

—Claro…

La ecuación se resolvía simple. A punto de irme creía entenderla. De día nos daban una mano. Trataban de hacernos las cosas un poco más fáciles. A cambio de qué. A cambio de nada. A cambio de la noche. La noche era toda de ellos y la aprovechaban de punta a punta.

—Pero… —Algo no tan simple seguía sin cerrarme—. Si de día trabajan del primero al último subte. Si a la noche se quedan en la estación. Cuándo ven a la familia —les pregunté—. A los amigos…

Entonces no rieron. Me miraron serios y la imagen volvió a detenerse. Me di vuelta para comprobarlo porque lo presentí. Como si desde las otras fogatas hubieran escuchado mi pregunta y mi pregunta fuera una pregunta prohibida, la estación estaba llena de sombras cabizbajas. A algunos (aunque de esto no estoy muy seguro) se les llenaron los ojos de lágrimas.

—Bueno… —dijo la Escalera, buscando las palabras. Era la primera vez que lo veía dudar—. Digamos que, cada tanto, tenemos un día de suerte.

Ver pasar a un familiar. Ver pasar a algún amigo por la estación; quizá servirle, por dos minutos: la miserable suerte de esos tipos. La Escalera había llevado a su mamá, años después de no verla, del andén de Diagonal Norte al pasillo de 9 de julio: el mismo tramo que me había llevado a mí.

—Diez metros de suerte —le dije.

—Derrotada —dijo él. Así la había percibido. Pero lo que más le dolió—: …fue descubrirle la bombacha y los zapatos rotos.

Me quedé mirándolos uno a uno, ahora parados a mi alrededor.

—Están locos —les dije. Y juro que hubiera querido saber la identidad de cada uno de ellos para ir casa por casa y dar la buena noticia de que vivían. Estaban locos (locos de remate) pero vivos, y la verdad, vivían mucho mejor que nosotros. Me imaginé golpeando las manos en la puerta de calle de esa mujer derrotada de bombacha y zapatos rotos diciéndole que su hijo el desaparecido era una escalera mecánica en la estación Diagonal Norte del subte C. Me hubieran sacado a las piñas y ahora sí resolvía la ecuación. Era imposible traicionar el secreto.

—Están locos —repetí.

Entonces debajo de una arcada apareció una chica. La chica del principio, la de los tacos.

—En diez, salimos —gritó.

Los Despojados, uno a uno, fueron dándome la mano.

—Cuando quieras —decían. Y en los ojos de cada uno de ellos. En las miradas abismales que se abrían yo veía el entramado secreto de las cañerías de mis sueños. Sentí que les debía algo invaluable y tuve el impulso reprimido de pedirles disculpas no sé muy bien de qué. Si siempre me había sentido vacío, ellos, de alguna manera, eran la explicación inentendible. Ahí estaban, apagando las fogatas. Barriendo el piso. Escondiendo las ollas y las latas en el hueco bajo las plataformas. Después, en silencio, se distribuyeron por la estación. Los andenes, poco a poco, fueron transformándose en los andenes que me llevan y traen, a diario, del trabajo a casa.

—¿Vamos…? —me dijo la Escalera.

Caminamos hasta el pozo y en el camino le pregunté por la chica de los tacos.

—La última incorporación —dijo—. Un cesto de basura en Diagonal.

—¿Andén?

—Trenes a Retiro.

Ahí había bajado. Ahí había empezado todo.

—Nunca la vi —le dije—. Bah… La debo haber visto, pero… Es muy linda. —La Escalera rió y me preguntó si había pensado algo. Le contesté que sí—. Que ya me olvidaba el zapato y la carpeta.

Seguían en el mismo lugar. En el pasillo, a metros de la arcada.

—Si querés sumarte, digo. A los Despojados.

—¿Por qué a mí?

Se encogió de hombros y levantó las cejas.

—Bueno… Porque estas cosas pasan de casualidad.

—Gracias pero no… No puedo. No podría. Hay cosas… Recuerdos…

—Cuántos.

—Muchos, supongo.

—Cuántos que valgan la pena.

—No sé.

—Porque yo tengo uno —dijo—. Sólo uno. Vacaciones de invierno. Mi mamá junta el dinero para dos boletos ida y vuelta a Constitución. Llegamos a la terminal. Ella se sienta en un banco del hall. Seis años tendré. Corro toda la tarde entre la gente. Grito, subo, bajo… Soy feliz. Feliz, jugando en las escaleras mecánicas.

—Yo también tengo un recuerdo de esa edad —le dije—. También en vacaciones de invierno. Por primera vez entro a un cine con mi mamá. La butaca es comodísima. Por primera vez no me duermo viendo una película. Por primera vez, el bien y el mal se enfrentan en mi vida, ahí empieza mi vida. Luke Skywalker vence a Darth Vader. Un nuevo Jedi llega a la galaxia.

Me abrazó y dijo que entendía. Y algo más:

—Que la fuerza te acompañe —dijo. Y se zambulló en el pozo.

 

 

Enrique José Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (Libresa 2009), finalista del Concurso de Literatura Juvenil Libresa 2008. En 2010 el Ministerio de Educación, en el marco del Plan Nacional de Lectura, lo recomendó para la Escuela Media. Desde 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Municipalidad de Almirante Brown y en instituciones privadas.

Así, con este cuento, se presenta en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL ENIGMA DEL BAR DE LOS VIEJOS Y LOS GATOS, de Cristian J. Caravello; UNA MUERTE EN CASA, de Pé de J. Pauner; ENTRE LA BASURA, de Julio Meza Díaz; LOS EXISTENTES, de Matías D’Angelo y RECUERDOS EN AZUL, de Antonieta Castro Madero.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Sociedad: Metamorfosis: Argentina: Argentino).

“Capitán Soloza”, Carlos Pérez Jara

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ESPAÑA


Ilustración: Guillermo Vidal

Es curioso, pero a veces despierto en mi habitación creyendo que aún estoy en la nave. Abro los ojos en una neblina de conciencia que engaña a mi memoria y que me traslada de nuevo a la pequeña cámara donde dormía cada doce horas, siempre bajo los ritmos constantes del carguero y las normas inflexibles de quien nos gobernaba con la exactitud de un metrónomo. Entonces me sobresalto entre sombras de paredes que ya no existen, o no deberían existir, rodeado de objetos fantasmales. Solo así me doy cuenta de que, de algún modo, Soloza aún me vigila incluso en el amparo nocturno de mis sueños, y que la Santa María de las Estrellas es una nave eterna que atraviesa el espacio en busca de su tripulación perdida.

A mi hija no le hablo nunca de mis viajes de juventud, ni de mi relación con cierto capitán, ni del último periplo que emprendimos más allá de nuestras fronteras conocidas. Algún día quizá lo haga, tal vez le cuente todo para que comprenda mi pasado o lo asuma; pero hoy tengo otro propósito. No puedo engañarme: necesito escribir lo que realmente pasó, cuando solo era un viajero sin patria, sin nadie que lamentara mi partida hacia lugares desconocidos, ni tampoco esperase mi regreso de otros planetas. Cuatro años después de abandonarla, la nave me había atrapado de nuevo con el impulso de una fuerza abrumadora, ineludible: igual que en otra época, me dedicaba a cumplir con las actividades básicas y las instrucciones automáticas del programa de rumbos como el operario que sigue a ciegas su propia rutina. Desde que había embarcado por segunda vez en mi carrera cósmica, no había vuelto a verme con el capitán, salvo en una ocasión en la que vino a encontrarse con los demás oficiales. Aún no sabía qué era lo que pudo haber ocurrido para que el carguero se reconstruyese de forma íntegra, pero Soloza no daba nunca muchas explicaciones.

Alto, con su uniforme oscuro y su insignia de ónice en la solapa, el capitán Soloza siempre parecía estar a punto de decir algo más de lo que contaba, y que finamente terminaba callando. Recuerdo como si fuese hoy el momento en que Olivera me llevó hasta él por primera vez, tantos años antes del último viaje. Sus pensativos ojos negros me miraron un segundo, escrutadores y analíticos, como si yo solo fuese un actor necesario de su drama.

—Olivera me ha dicho que es usted competente, razonable —fueron sus primeras palabras.

Nuestra nueva misión comercial era trasladar seis mil cápsulas de niños criogenizados hasta un mundo colonia cuyas radiaciones habían vuelto estériles a la población. Al parecer, una corporación gigantesca de nombre CMA se había prestado a reconstruirle la nave y asignarle los fondos necesarios para que llevase a buen puerto la valiosa carga humana. En las áreas de máquinas, los hombres y mujeres reclutados para la ocasión y cuyas tareas eran más mecánicas que directivas, no conocían ni podían conocer a Soloza, por lo que para todos ellos solo se trataba de un trabajo anodino como el que habían realizado en tantas otras naves.

Casi dos semanas estándar después de nuestra partida, los oficiales de mando nos reunimos con el fin de dar parte de los percances de la nave y de la situación actual de la tripulación. Aburrido, escuchaba los rumores de conflictos en las salas internas a propósito de ciertos reclamos salariales, un malestar creciente que afectaba a muchos operarios subcontratados. Al parecer, un intrépido cabecilla de Terra Mater estaba enfureciendo cada vez más a sus compañeros e inoculándoles la duda de que la corporación les estafaba.

—Estos mercenarios son un problema —dijo Ursu con las manitas sobre su barriga. El segundo oficial de la nave y mi brazo derecho era un obseso amante de las flores exóticas y de los niños rubios, de los versos malditos y de la comida terrestre; siempre hábil para resolver ciertos problemas entorno a las rutas cósmicas, Ursu se volvía a menudo un pusilánime ante situaciones de presión duraderas.

—¿Quién los reclutó? —preguntó el oficial tercero, un individuo suspicaz y enérgico.

—No creo que eso ya nos importe, señores —dije, pero Germán, nuestro viejo jefe de logística, no opinaba lo mismo.

—Fue Soloza, ¿verdad, Olivera?

El consejero náutico apareció desde un rincón de la sala con las manos en los bolsillos. Su gesto adoptaba ese aire oscuro con el que parecía verse a sí mismo como el oráculo funesto de nuestras decisiones futuras.

—¿Importa eso mucho? —dijo con una mueca de desdén—. Acabo de renunciar como consejero, así que da igual lo que yo piense.

Los oficiales nos miramos un momento. Enseguida, el propio Ursu se atrevió a intervenir:

—¿Qué ha pasado… esta vez?

Olivera no miraba a nadie cuando habló:

—Le he dicho que los depósitos de almacenaje han perdido presión por culpa de esa avería, que esos putos terroristas, esos mercenarios, están saboteándonos, pero ni me ha escuchado. Nada, como siempre. Así que he escrito un informe, he vuelto y se lo he entregado, así de claro. No quiero llevarme veinte años en una cárcel. No, señor.

Nadie creyó la renuncia de Olivera, ni siquiera él mismo, pues era un hecho que se repetía de la misma forma que las turbulencias ipsénicas de la nave o los desperfectos con las luces de nuestras cabinas. No era la primera vez que renunciaba, ya lo había hecho en otros viajes: después de una discusión privada con Soloza por no seguir sus advertencias, Olivera, herido en su orgullo, se despojaba de su placa de consejero náutico. Luego, tras varias jornadas de incertidumbre, y tras haberse encerrado en su cámara a solas, aparecía de pronto en una de nuestras reuniones informales, y se sentaba en silencio a la mesa redonda, a la que nunca asistía el capitán como no fuese una emergencia absoluta. Ninguno supo nunca cuántas veces había dimitido Olivera.

A la tercera semana estándar, la amalgama de inquietudes empezó a costarme muchas horas de sueño, lo que enseguida me condujo hacia los suplementos narcóticos. Aleisa, la directora del pequeño equipo médico, vigilaba nuestro estado físico y las posibles molestias asociadas; de todo el núcleo antiguo de nuestra tripulación, era la más joven, y sin duda la mujer más hermosa, algo en el fondo no demasiado difícil al compararla con las fornidas hembras casi varoniles de los sectores de maquinaria, o con su escuálida ayudante, una morena taciturna de ojos saltones. Según parece, había nacido en la luna de Europa unos treinta años antes, y ya desde allí se había ganado cierta fama promiscua que corría por la nave en rumores de bromas y chismes casi continuos. Fuese o no cierto lo que se contaba de sus aventuras sexuales, yo nunca había sido elegido por nuestra médico para confirmarlo. Accesible y amable a solas, resultaba mucho más distante cuando estábamos en grupo.

—Aleisa —le dije durante un examen, cuando el capitán llevaba ya tres jornadas seguidas sin aparecer ante los oficiales—. ¿Qué está pasando abajo? Solo me llegan informes de protocolo, pero no me sirven. Usted estuvo ayer con varios mecánicos que tienen la gripe, ¿no?

—¿Lo dice por esos operarios, los descontentos? —me preguntó mientras extraía mi sangre con una fina aguja—. No sé más que usted, oficial.

—Por cierto —dije atrevido—, si me permite, querría comentarle algo. Últimamente se comenta que Soloza pagó la deuda con su clínica.

Aleisa me miró con sus grandes ojos verdes:

—Siempre dicen demasiadas cosas. Usted ya sabe cómo es él. Es capaz de remover el universo si las cosas no se hacen a su manera. Pagó mi deuda, y por eso estoy aquí, no es ningún secreto. Pero con lo que gane en este trabajo abriré otra clínica más grande.

En las jornadas de descanso, ya en el interior de mi cabina, no dejaba de recordar la penúltima odisea de la nave, la grave avería del endomotor que nos obligó a refugiarnos en cierto planeta comprado por una empresa independiente; las semanas que pasamos en aquella tierra, en medio de un caos administrativo y judicial, hasta que la tripulación se fue marchando en naves utilitarias o se enganchó a otros cargueros, rumbo a sus mundos de origen. Soloza fue el único que no tuvo la menor intención de abandonar la Santa María, inmovilizada en una llanura pantanosa y objeto de especuladores que pronto asentaron allí sus puestos de vigilancia. La corporación patrocinadora se desentendió de nosotros, delegando toda responsabilidad en las posibles negligencias de sus oficiales. A veces, desde lo alto de una loma, Soloza se acercaba para ver su nave, varada en la llanura. Pero nadie vino a ayudarnos, y pasados unos días decidí marcharme con Ursu en un reactor de transbordos al satélite más cercano, donde remontara el regreso a Terra Mater.

Al abandonar la Santa María de las Estrellas abandonamos también a nuestro capitán, de quien no volví a saber hasta que vi de nuevo a Olivera, varios años más tarde. Pasaba entonces una temporada en un planeta agreste carcomido por el polvo y plagado de cuevas minerales; vivía con un compañero clon que le daba a la bebida y que a veces se enfadaba con su propia suerte, con la empresa minera para la que trabajaba o conmigo mismo, y nos maldecía a todos juntos para luego, a las pocas horas, ya borracho, refugiarse en su propia compasión, entre balbuceos y lloros patéticos. Era una existencia monótona como ingeniero pero al menos no tenía que rendir cuentas a ninguna corporación inmensa y traidora, ni a ningún capitán obsesionado con su nave. De hecho, creo que tal vez hubiese pasado el resto de mis tristes días en aquel sitio si no fuese porque una tarde tormentosa, al volver a mi casa cónica de los barracones, descubrí un silencio sospechoso.

—Quiere verte —dijo una voz en las sombras de mi salón. Al principio me costó distinguir su figura encorvada junto a un mueble, pero al fin me di cuenta de quién se trataba.

—Olivera.

—Hay un viaje, en breve. Necesita a su primer oficial.

—Que se busque otro, las corporaciones ofrecen un abanico muy amplio. Yo ya no vivo de eso. No sé si te has dado cuenta.

—Me temo que tengo el deber de informarte de que tienes un contrato con nuestro capitán de seis viajes, y que has realizado cinco hasta la fecha.

—El sexto se fue a pique, Olivera. Me parece que tú también estabas. ¿O se te ha olvidado?

—Por supuesto, pero no se completó —comentó y salió de las sombras; enseguida me percaté de que llevaba una pistola en el cinto, pero su uniforme de consejero náutico era el de siempre—. ¿Te gusta esta vida?

—¿A qué te refieres?

Olivera miró a todos lados.

—A esta basura de lugar, a tu compañero de casa, a la miseria que ganas aquí, con un nombre falso.

—¿Cómo has dado conmigo?

—El capitán siempre encuentra lo que busca, ya lo sabes.

—Yo… ya estoy retirado de eso.

—Eres nuestro primer oficial y vas a venir con nosotros. Es que no te das cuenta, ¿eh? Aquí no nos quieren. Ni aquí ni en ningún terruño en el que creamos ser lo que no somos, así de fácil. Pero ahí arriba, en las estrellas, somos de la Santa María y eso ya es algo, a pesar de todo.

—La Santa María es historia —le dije, y me senté aplomado por el peso de sus verdades: odiaba mi vida actual—. Oí decir lo que hicieron con ella. Se la repartieron varios armadores, la descuartizaron, y se llevaron cada parte a un lugar, para ensamblarlas en otras naves, ¿me equivoco?

—No del todo. La nave ha regresado, Andrenio.

En aquellas horas que pasaba a oscuras en mi dormitorio, pensando en la forma en que había vuelto a nuestro viejo carguero, un rumor de pesadumbre me asolaba por dentro como un mal presagio. Soloza había viajado por diversos mundos, se había hecho con la financiación de un enorme clan de empresas de traslado, y finalmente había encontrado a sus hombres, a los de siempre, a los que viajaron en sus últimos viajes con él por distintas rutas espaciales. Había pagado la fianza de liberación de Ursu, prisionero por delitos de vicio inmorales en Terra Coma; por medio de su consejero náutico, había convencido al viejo jefe de logística, que vivía como mayordomo en un castillo de rocas preciosas de cierto planeta sin nombre, y se había hecho con el apoyo de Aleisa, de Dagma, de los otros oficiales, de los mismos que le abandonaron, de la misma gente que se dispersó varios años antes por todas partes.

Ninguno de nosotros se sintió demasiado cohibido o manipulado por sus métodos, o al menos disimulamos no estarlo, de la misma forma que Olivera acababa por creerse sus propias dimisiones. Lo cierto y verdad es que cuando vi la Santa María de nuevo flotando en el espacio, tuve la impresión de estar ante un gigantesco fantasma, un monstruo de billones de toneladas que flotaba entre las corrientes electromagnéticas y los campos gravitatorios como si nada la hubiese destruido años atrás. Las doce colas traseras brillaban ante el sol del viejo sistema terrestre, esperando la llegada de su tripulación, la misma que la había dejado engullida en una llanura viscosa, con los motores desintegrados y los ensamblajes laterales desechos.

Al inicio de la trigésimo primera jornada de viaje hacia el planeta de colonos, las alarmas se dispararon en el área de popa. En seguida organizamos una reunión de urgencia entre oficiales, mientras los guardias de protección se desplazaban con las armas de asalto hacia las cabinas inferiores: los alborotadores de la sección de máquinas estaban furiosos por el hecho de que el capitán no escuchase sus demandas, algo que consideraban propio de un tirano sin escrúpulos. No querían causar grandes daños, pero estaban dispuestos a casi todo con tal de que se les escuchase. Protegido por dos guardias de la corporación, Olivera se internó en el área ocupada por los saboteadores que habían alterado las redes de conexión con el planeta colonia. Cuando volvió de su reunión con el cabecilla, adiviné una de sus sonrisas sarcásticas.

—¿Qué les has dicho? —le pregunté.

—Lo que me ha transmitido el capitán. Nada más.

Siguió andando distraído, como seguro de los resultados de su encuentro para resolver aquella pequeña crisis en la nave.

—¿Y han decidido dejar los sabotajes?

—Por supuesto. No les queda otra. El capitán ha decidido doblarles la asignación, y además, cuando lleguemos a nuestro destino, les dará un bonus especial por el trabajo que llevan hecho hasta ahora. Están encantados.

Durante las siguientes jornadas, nuestros esfuerzos se centraron en el funcionamiento de los endomotores y en los cálculos matemáticos para acceder al campo gravitatorio del pequeño planeta estéril. Nunca había sido fácil manejar una nave como la Santa María, y menos ahora con la tripulación mercenaria que habitaba en las plantas bajas, separadas de las nuestras por varios niveles de bodegas herméticas; nuestros encargados nos transmitían cualquier percance o duda a través de cámaras situadas en paneles de salas de comunicación. De esa forma, había partes del complejo con una cierta independencia de mando salvo para las decisiones o directrices comunes, dirigidas siempre por el pulso lógico de la gran computadora con la que solo se comunicaba Soloza: el llamado núcleo.

La Santa María de las Estrellas era un carguero de traslados con una historia muy larga de problemas, dificultades y viajes. Un siglo antes, había sido la primera en acceder a las fronteras de Alfa Centauri con varios radares de investigación terrestre, y una de las primeras en verse envuelta en conflictos diplomáticos entre corporaciones enemigas. Su reputación como nave indestructible se la había ganado en varias ocasiones, de las que siempre salió victoriosa, al parecer incluso después del accidente en la llanura del mundo colonia donde la despedazaron como si fuera una reliquia sagrada. Mucho antes de que nuestro capitán hubiera nacido, ya surcaba el espacio bajo el gobierno de otro hombre, pero había sido Soloza el que le había dado esa aura legendaria de nave independiente.

Cuando quedaban seis jornadas para nuestro destino, Soloza mandó que acudiera a su sala de controles. Allí estaba como siempre, con su traje negro y azul de reverendo de alguna iglesia de colonias, la insignia de ónice en la solapa, y esa figura circunspecta y distante. Por lo general, no dejaba que ninguno de sus oficiales pusiera un pie en ese sitio como no fuese un caso de urgencia, por lo que me sentí algo confuso en aquel entorno. Pronto me miró como el mismo día en que nos conocimos en la nave; detrás de su máscara pensativa, de sus rasgos maduros e inalterables, siempre había notado un brillo inmóvil en sus pupilas, propio de quien observa a sus congéneres desde un inmenso abismo. Las grandes ventanas de la proa eran el escaparate de millares de estrellas y planetas dispersos; estábamos casi en el punto más alejado de todos nuestros viajes comerciales.

—Oficial —dijo con su voz apagada. Me observó de arriba abajo, con indiferencia.

—Capitán —le repliqué cortésmente, a pesar de que nunca había sabido la manera idónea de dirigirme a su persona.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó mientras se giraba a las cristaleras con las manos a la espalda. La pregunta me sacudió por dentro: Soloza nunca había mostrado el menor interés por la comodidad de una tripulación a la que trataba como meros objetos para conseguir sus fines, pero de la que nunca había querido desprenderse, como si fuéramos su único talismán de la suerte.

—Muy bien, capitán, gracias. ¿Y usted?

Casi tuve ganas de decirle lo poco o nada que había cambiado en todos aquellos años, prisionero de una edad intermedia de madurez indefinida. El mismo pelo castaño con algunas mechas grises, la misma nariz curvada y los mismos ojos negros que le conferían ese semblante solitario de siempre.

—Oficial —dijo después de unos segundos—. Esta es mi tripulación, y no le permito a nadie que muera sin mi permiso.

El comentario me sorprendió porque, aunque sonara a una broma absurda si la dijese cualquier otro, en sus labios secos adquiría el tono de una reflexión muy seria.

—¿A qué se refiere, señor?

—Los mercenarios casuales no me interesan, se contrataron solo por exigencias corporativas, una pura formalidad legal. Nada me preocupa excepto mi tripulación, ¿entiende? Cuando Olivera me dijo que Ursu ha intentado suicidarse, he tenido que convocarle para esto.

—No sabía nada, capitán —le dije, y era cierto: acababa de enterarme de la noticia.

—Así es, y su misión será a partir de ahora la de convencerle de que llegaremos a buen puerto, que no se preocupe.

—Capitán.

—¿Sí, oficial? —dijo sin mirarme. De cerca, su aspecto era pálido, céreo; supuse que debía haberse hecho algún trasplante o injerto de piel muchos años antes de que yo sirviera en su nave.

—¿Qué puedo hacer yo por Ursu?

—Se lo acabo de decir. Ustedes son mi tripulación, los demás no me importan en absoluto. Me ayudarán a llegar adonde quiero, ¿queda claro?

—Quedan pocas jornadas para…

—Olivera dice que quiere usted dejarnos cuando lleguemos a nuestro destino, ¿es eso cierto?

—Olivera habla siempre demasiado, capitán. Usted me trajo aquí, y aquí estoy. Cobraré mi asignación, y luego nos despediremos.

Soloza dibujó esa sonrisa apenas perceptible de los momentos en los que parecía querer decir algo sin decirlo.

—Tardé tres años terrestres en encontrarla —me dijo de pronto, y me dirigió una mirada fugaz que me sacudió como una descarga eléctrica.

—¿A qué se refiere, capitán?

—A ella, a la Santa María —siguió contando despacio y dio varios pasos mecánicos en torno a la sala—. Como sabe, los constructores la descuartizaron, y un gobierno local corrupto me encerró en una prisión oscura. Cuando salí, no sabía nada de lo que había pasado, salvo que quedaba un cráter en la llanura como huella de su desintegración. Las piezas sueltas no me interesaron, ¿sabe? Eso se podía sustituir fácilmente. Yo busqué el núcleo, lo único que importa. Por eso estuve en varias estaciones de construcción de cargueros, y en planetas donde se amasa el poder de las corporaciones que llevarán a Terra Mater a su última guerra, hasta que un día me di cuenta.

Soloza se detuvo ante el cuadro principal de mandos y el panel de la enorme computadora que dirigía la nave desde épocas muy antiguas.

—Me di cuenta de que mis pasos no eran casuales, y que en realidad era ella quien me buscaba, al principio débilmente, luego con más fuerza. Sentía sus llamadas aquí (y se tocó en la sien derecha) y al final encontré lo que quería.

—¿Encontró el núcleo, señor?

—El núcleo me encontró a mí. Por algún motivo, el núcleo y lo que quedaba de su armazón habían acabado hundidos en las profundidades de un lago sin peces, en un planeta cualquiera. Olvidado por todos. Pero yo lo hice salir, o fue ella la que me ayudó a sacarlo.

—Capitán —dije después de varios segundos de silencio.

—Haga lo que he ordenado, oficial.

Y no volví a verle durante el resto del viaje. En las siguientes jornadas, Ursu se recobró de su tentativa de envenenamiento con píldoras. Con un método riguroso, Aleisa le sometió a un programa de recuperación médica para subir las endorfinas de su cerebro confuso y agotado. Como distracción, le conté al oficial segundo la extraña historia del capitán; a cambio, Ursu pudo referirme lo que había sabido:

—Saúl dice que se sometió a un trasplante de médula ósea y de ojos en un hospital militar de Marte. Está seguro de que era él.

Por supuesto, no pensaba transmitirle a Ursu, aún convaleciente, ciertos detalles de mi conversación con Soloza ni las sospechas que extraía de sus reflexiones.

—Bueno —dije tras un momento de pausa, observando su estado narcotizado—. Lo importante es que ya estás mucho mejor.

—Cuando esto acabe, no volverá a engañarme, eso seguro —dijo Ursu, mientras se desprendía del parche de su brazo izquierdo—. Lo más cerca que estaré del espacio será cuando lo vea con mi telescopio. Quiero una buena casa, ¿puedes creerlo? Con criados jóvenes a mi servicio, unos muchachos guapos y listos que me ayuden en todo.

En la jornada de nuestra llegada al mundo colonia todo parecía encontrarse bajo una calma perfecta, y ninguna circunstancia alteraba el frágil equilibrio de la nave. Los mercenarios de las máquinas internas estaban al parecer satisfechos de que pronto se les pagase lo convenido, y a todos nos embargó cierta emoción inconfesa de volver a pisar un planeta con gravedad no artificial. Pero hacia la hora octava del segundo ciclo se activaron las alarmas de los paneles de control, y los oficiales nos reunimos en nuestra sala para averiguar qué estaba pasando.

—Se han sellado solas las áreas de máquinas y los depósitos —avisó, nervioso, nuestro jefe de logística.

—¿Y los de abajo?

—Muy perturbados, empiezan a amenazar a nuestro delegado. Dicen que esto es obra del capitán.

—¿Dónde está? —dije, y miré a Olivera, que tenía los ojos algo vidriosos.

—Se ha encerrado también —respondió sin mirar nadie en concreto—. He intentado… hablarle… pero no quiere que nadie le moleste.

—Hay que comprobar los otros sectores —ordené de inmediato—. ¡Vamos!

Fue inútil: pronto asistimos al cierre íntegro del ala de popa, pasando por los compartimentos de cargas sólidas hasta las salas periféricas: una tras otra, las secciones se iban sellado a presión sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo; por mucho que tecleáramos códigos básicos de acceso, la nave ignoraba cualquier orden, como si hubiera decidido aislarnos de las otras áreas. De modo que, finalmente, no pudimos sino acercarnos a los observatorios laterales, con sus múltiples ventanas al espacio, para ser testigos de un horror sin nombre. El planeta cobrizo de los hombres estériles podía distinguirse a nuestra izquierda. Las alarmas sonaban por todos los huecos hasta que de pronto se pararon; entonces un silencio indescriptible se apoderó de todo el carguero; era un silencio cósmico que nos envolvió a todos como un fluido invisible.

—Ya está —dijo Aleisa, con su rostro pálido pegado al cristal—. Han debido de abrirse las compuertas.

De repente sonó un chasquido acompañado de varios temblores mecánicos: durante varios segundos inolvidables, ante nuestros ojos aparecieron las cápsulas de los niños criogenizados flotando como botellines en el espacio, alejándose en silencio por una oscuridad abrumadora. Centenares de cápsulas ocuparon enseguida el espacio, y luego una nebulosa de millares de cilindros que se dispersaban por todas partes, girando con lentitud, una mancha que viajaba en silencio hasta perderse de vista.

—Dios —murmuró Dagma, compungiendo el rostro. Aleisa apartó la vista de aquel desfile desordenado de niños de unos cinco años que ya no volverían a abrir los ojos, tan cerca del mundo donde sus futuros padres adoptivos los esperaban desde hacía muchos meses.

—Esto nos costará la muerte a todos —dijo Germán—. Nos ejecutarán por crímenes de rango supremo. Eliminar carga humana y…

No pudo seguir describiendo nuestras futuras penalidades: enseguida, como partículas extrañas del espacio, emergieron ante nosotros figuras de hombres y mujeres con las manos en los oídos, acurrucados o agitando las piernas frenéticas; decenas y decenas de obreros que adoptaban en su conjunto el aspecto de una marabunta indefensa y ahogada. Desde la distancia los vimos vomitar sangre, o estremecerse en convulsiones flotantes, hasta que se perdieron a lo lejos, atraídos por algún campo magnético o por la inercia de la eyección mecánica. Era una visión tan aterradora como hipnótica, verlos resistirse y luego caer en la apariencia de un sueño profundo.

A la media hora aún estábamos delante de las cristaleras, absortos; la Santa María, que acababa de destruir a las tres cuartas partes de su pasaje abriendo compuertas y aislando secciones, seguía su rumbo como si tal cosa, dejando atrás el mundo colonia.

—¿Adónde vamos? —se atrevió a decir Aleisa entre lágrimas.

—Hay que verle como sea —dijo Dagma.

Tratamos de acceder al área de control y al nivel de su cabina, pero las puertas estaban bloqueadas por dentro. Los oficiales de rango menor intentaron controlar los mandos automáticos de pilotaje, pero fue inútil. Finalmente, como primer oficial de la nave, me refugié en una cabina de comunicación aislada, y encendí un monitor personal de contacto. En la pantalla apareció un sillón vacío, pero supuse que estaba cerca.

—Nos ha metido en algo muy grave, Soloza —le dije rabioso—. Nos acaba de condenar a muerte a todos. Es un crimen horrible, es…

De pronto una voz neutra e impersonal me interrumpió:

—Los obreros de abajo han obtenido lo que demandaban, mi asignación para los traidores o los chantajistas. Respecto a los niños criogenizados, es usted un sentimental, como todos los demás hombres de mi tripulación. Pero les perdono, como siempre, no se puede esperar más de lo que es conforme a su naturaleza.

—¡Ninguno de nosotros le pertenecemos!, ¿me oye? —grité con los puños apretados—. ¡Está usted enfermo!

—Esos seis mil ciento ocho niños congelados solo servían a los propósitos glandulares de una población estéril. Todo el mundo sirve a un interés o a un propósito. Es inevitable. ¿Ha hecho lo que le dije respecto a Ursu?

Que le preocupara el hecho de que Ursu no se suicidase cuando acababa de destruir las vidas de millares de personas era algo que me parecía más allá de lo admisible. Tuve el impulso de apagar la comunicación para reunirme de nuevo con los oficiales y pensar el modo de acceder por la fuerza a la sala de control principal, pero al fin cambié de opinión.

—¿Adónde vamos?

—Al borde conocido —respondió la voz de un individuo invisible.

—¿Para qué? —le dije, reclinando mi espalda en el sillón de la cabina.

—Para lograr todo lo que sea necesario en mi búsqueda, oficial. Ahora dejen de preocuparse por mi estado, y hagan lo que sea oportuno para que la nave esté en buenas condiciones. Cuídenla, como ella les cuida a ustedes.

A lo largo de las siguientes jornadas de aquel viaje interminable, los oficiales, los mandos intermedios, el pequeño equipo médico, los ingenieros de planta y otros grupos del personal que Soloza había considerado como “su tripulación”, logramos adaptarnos a una rutina forzosa donde se dormía poco y se descansaba menos. Algunos iban con frecuencia al reducido jardín botánico del ala norte, o se refugiaban durante horas en sus cabinas, o decidían introducirse en los cilindros de reposo para olvidarse de lo que nos pasaba, al menos durante un rato.

Hubo varias discusiones sobre la forma de conducir aquella crisis, pero se resolvieron sin problemas en la mayoría de los casos: todos teníamos la conciencia de estar juntos en aquello, y de que las razones de Soloza fueran en el fondo más importantes que sus métodos. Olivera estaba ya más taciturno y menos sarcástico, y de algún modo se culpaba con cierta amargura de no haber podido influir en el carácter de Soloza lo suficiente como para evitar que la Santa María fuese una nave maldita. Pero también suponía que aquel suceso era un acto ineludible, necesario, escrito en las estrellas mucho antes de que él mismo naciera.

—Lo llevaremos a la justicia de Terra Mater —dijo Germán, mirando a los demás oficiales—. Explicaremos lo que ha hecho.

—¿De verdad? —interrumpió Olivera, como siempre al margen hasta que decidía intervenir—. ¿Y cómo convenceremos a un tribunal de que toda una tripulación no pudo hacer nada, absolutamente nada, para evitar que su capitán abriera las compuertas de seguridad, eh? ¿Que echase al espacio a miles de inocentes? Dime, Germán, ¿piensas que nos creerían?

—Nos ha condenado —rumió un médico del equipo de Aleisa—. Tengo una familia…

—Su familia es esta nave —dijo Olivera de golpe.

—Pero, señor…

—No compliquemos más las cosas —respondió Olivera, exhausto por varias jornadas tensas; todos le escucharon atentos—. Es evidente que nos necesita para no estar solo. Por alguna razón, se imagina que con nosotros es distinto. Nunca ha hecho mucho caso a mis… consejos, pero los estima como si fuera él quien los hace, estoy seguro. Igual que con todos nosotros. Es como una ilusión, ¿no lo veis?, y sigue empeñado en creerla. Nosotros le abandonamos en aquel pantano, pero aún así nos buscó de nuevo. Sabe que aquí somos mejores que fuera.

—¿Y qué sugiere que hagamos? —dijo un ingeniero hosco llamado Venio.

—Que sigamos siendo su tripulación. La Santa María es nuestra nave, ¿cuántos viajes hemos hecho con ella, eh? Algunos de vosotros habéis viajado con Soloza más de lo que podéis recordar. Aunque sea siempre así de distante, es un hombre justo, lo sé. Todo ocurre por alguna razón, y tengo la sospecha de que el capitán no quiere hacernos daño.

Que yo supiera, la Santa María de las Estrellas nunca había llegado al borde exterior habitable. Por eso pensé lo que había sugerido Olivera: que todos éramos unos parias fuera del carguero, siempre lo habíamos sido de una forma u otra, y cuando nos dejaban en la tierra firme de algún planeta volvíamos a ser individuos mediocres o insanos, gente gris que se dejaba arrastrar por la bebida, el juego, la avaricia, la indiferencia u otros vicios. Queríamos creer o pensar que fuera de la nave éramos algo, pero nos equivocábamos: era dentro donde podíamos percibir lo mejor de nosotros mismos, donde sentíamos ese espíritu común del grupo, de las historias de nuestros viajes, de las incontables horas pasadas en cada traslado, y de esa emoción agridulce al abandonar el carguero en cada estación de turno.

A finales de la jornada quincuagésimo segunda, me levanté de la cama donde rumiaba a solas nuestro grave problema, y me dirigí a la cabina de Aleisa. Me abrió la puerta desnuda, con los ojos entornados.

—¿Qué hora es? —me dijo. Al fondo de su cabina se escuchó un ruido.

—Perdón —respondí confuso—, no sabía que estaba acompañada.

—¿Se encuentra mal? —me dijo, ya despierta del todo.

—Puede haber muerto —dije en voz baja, para que nadie más que ella lo escuchara—. Puede haberle ocurrido algo en la sala de pilotaje. Es una posibilidad. Es la única explicación que le doy, Aleisa. O eso, o se ha hibernado él solo.

—¿Vaa convocarnos ahora? —dijo nuestra médico jefe, a quien no parecía importarle mostrarse desnuda, con sus pechos pequeños pero erguidos—. ¿Ya no recuerda lo que usted nos dijo, oficial? Nos convenció de seguir, y todos le apoyamos.

Era cierto: ni siquiera supe cómo había ocurrido, pero los comentarios de Olivera me llevaron a apoyarle sin fisuras. Nadie puso objeciones.

—Tiene razón —murmuré.

—¿Quiere más zetrozels para el sueño? —me preguntó al fin, siempre comprensiva.

Más tarde, fui al gran salón de reposo a seguir rumiando mis ideas bajo la certeza de que Aleisa no estaba equivocada. Soloza no debía estar muerto, no podía estarlo. El secretismo del viaje debería romperse en cualquier momento, cuando le hiciera falta nuestra colaboración activa, acaso muy pronto. La nave viajaba sola, como bajo los impulsos de una programación establecida de antemano, y nosotros, su tripulación, éramos los únicos testigos de su desplazamiento errante. Pero, por las noches, me despertaba con las pesadillas recurrentes de millares de seres indefensos, reventados por la ausencia de presión y flotando en un espacio inabarcable para cualquier hombre que pretendiera soñarlo.

En la siguiente jornada, tras poner en orden mi pensamiento, me reuní con Olivera a solas en una sala de suministros.

—Creo que no me has dicho toda la verdad.

—¿Aqué te refieres? —me preguntó con aire de asombro.

—Adónde vamos en realidad.

Olivera retrocedió unos pasos, confuso. Como primer oficial, había sido por lo común un individuo bastante tranquilo y razonable, pero ya no podía permitirme ese lujo, no en ese momento.

—Cálmate, ¿quieres? Ahora haremos solo lo que nos diga. No olvides que es nuestro capitán. No tenemos otro.

—Ya no sé qué pensar —le dije—. Ursu es un corrupto, un degenerado, ya lo sabes. Pero dice que Soloza se sometió a un trasplante de ojos y médula, en Marte, hace mucho tiempo. Y Germán cuenta que ha viajado doce veces en esta nave, y que una vez le vio dormido en una cámara de suspensión durante veinte jornadas.

—Vamos, por favor, no me digas que te crees tú eso, eres el mando superior del equipo.

—Pero tú le conoces de antes. ¿De dónde viene?

—No lo sé, nunca me lo ha dicho, nunca hablamos de esas cosas, ni siquiera ahora.

De golpe sus palabras me conmocionaron como un golpe sordo en la boca del estómago.

—¿Cómo que ahora? Olivera, ¿has hablado con él hace poco?

El rostro algo ajado del consejero náutico se arrugó con una mueca de desconcierto.

—Hace dos jornadas.

Nos miramos en silencio, y por un segundo tuve la tentación de golpearle en el rostro.

—¿Te has vuelto idiota? ¿Has olvidado que puedo ordenar tu detención? ¿Por qué no me lo comunicaste?

—Porque el capitán me lo ordenó, ¿contento? Me dijo que no dijera nada. Así de claro.

Después de un silencio incómodo, volví a hablar.

—¿Adónde vamos?

—A un planeta del borde exterior llamado Agadé, eso es todo lo que me ha dicho, nada más. Vamos a ayudarle a llegar hasta allí, ¿entiendes? Escucha, Andrenio: nadie ha hecho nada por nosotros ahí fuera, ni las corporaciones corruptas ni nadie. El capitán no solo nos perdonó por nuestra falta, sino que encima confía en nosotros, hasta el fin.

No recordaba ningún planeta de ese nombre, pero era muy posible que se tratase de uno de los varios mundos dispersos en torno a soles distantes en los que se habían asentado algunos colonos varios siglos atrás.

—Esto quedará entre nosotros, ¿me oyes? —le dije, muy decidido a resolver aquel trance—. Por lo menos hasta que sepamos qué está pasando.

Al comienzo de nuestro tercer mes en la nave, los ordenadores secundarios nos informaron que el destino estaba muy cerca. Según el archivo estelar, Agadé tenía la apariencia de una cáscara de hielo sin vida que flotaba muy lejos de un sol moribundo junto a otros planetas y planetoides rocosos. La tripulación contribuyó a racionar las provisiones en previsión de un largo viaje de regreso a la próxima estación poblada. Ursu analizó en la base de datos la información contenida sobre Agadé, pero apenas encontramos algo de importancia en sus archivos primarios; clásico planeta colonia medio abandonado por las condiciones climáticas y la distancia inmensa respecto a otros lugares habitables, algo económicamente inadmisible para cualquier corporación que quisiera hundir allí sus industrias.

La tripulación estaba por aquel entonces bajo un estado indefinible de expectación y amargura, una mezcla extraña con la que habíamos logrado adaptarnos a la ansiedad de vernos recluidos en una nave hermética durante tantas jornadas, y a creer que éramos importantes por alguna razón asociada a los designios del capitán Soloza.

—¡Control de los radares! —dije a los suboficiales con el fin de que vigilaran los mandos automáticos.

—Señor —dijo mi oficial tercero, mientras estudiaba los datos de seguimiento cósmico—. El endomotor izquierdo propaga una fuerza de ocho gies, y ha torcido el rumbo en quince grados respecto al eje del planeta.

Asustados, nos distribuimos a lo largo de diversas partes del carguero, esperando el momento en que la Santa María se aproximara hacia la escasa atmósfera celeste de Agadé. Los oficiales y los ingenieros ocupamos dos salas de descanso climatizadas, sentados y protegidos con cinturones, mientras el equipo médico de Aleisa se refugiaba en su propia sala, donde se habían asentado como si fuera un cuartel general desde el encierro de Soloza. Algún tiempo después, la nave comenzó a temblar y a sacudirse, primero con lentitud, más tarde con una violencia espasmódica; notamos la presión sobre nuestros cuerpos, aferrándose sobre las articulaciones, las arterias, cada una de las fibras musculares. Pensé en mi refugio en el mundo arenoso de cavernas donde me había ocultado hasta que Olivera dio conmigo, en la sonrisa de Clautta, la puta más célebre de la población donde vivía de forma gris y monótona. Y enseguida me di cuenta de que habíamos sido unos ingratos al abandonarle, y que era nuestra deuda con él, nuestro compromiso.

En cuestión de pocos minutos estábamos atravesando las gigantescas corrientes de ventisca helada de Agadé, que sacudían la nave como si fuera un juguete. La computadora había decidido que el carguero descendiese en su totalidad, y no alguna pequeña nave de remolques que descansara en su tripa, en los grandes almacenes internos; era una decisión muy arriesgada por las dimensiones de la nave y el esfuerzo titánico de sus endomotores; de pronto pensé que si alguno de ellos se estropeaba como la última vez, tal vez no pudiésemos volver nunca, atrapados sin esperanza en un planeta de hielo. Pero la nave aguantó como pudo las tormentas que impedían la visibilidad del entorno y, aunque hubo algunas averías de consideración en las carcasas solares de popa además de un ala rotor destruida por el descenso, resistió casi intacta, flotando a unos mil metros de la tierra.

Al desprenderme del cinturón di las primeras órdenes a los otros oficiales, que estaban exhaustos pero excitados, conscientes de la importancia de nuestra determinación en aquel momento.

—Se ha declarado un incendio en el ala rotor número veinte —informó Ursu, decidido como nunca. De golpe parecía haberse olvidado de sus propias dudas, de sus amagos suicidas, de su debilidad congénita y cobarde.

—Conecten los equipos mecánicos de regulación —dije—, y cierren la compuerta del sector nueve.

—Esto también va solo —corroboró Olivera, y enseguida notamos que la nave avanzaba despacio, por encima de una cadena montañosa de picos de cristal.

Si hubo alguna vez vida en su superficie, no parecía que eso ya importara en absoluto: Agadé estaba tan muerto como cualquiera de los asteroides que habíamos encontrado a lo largo de nuestro viaje sin pausa. Entre el movimiento y la observación de los otros tripulantes, decidí refugiarme en la cabina de contacto con la sala de Soloza.

—Capitán, ¿está usted ahí? Conteste, por favor. Ya estamos donde quería. Ahora díganos qué debemos hacer.

En la pantalla apareció la imagen estática de un sillón vacío.

Como hechizados por nuestra propia suerte, durante casi dos horas observamos en silencio el desplazamiento sigiloso de la nave sobre las montañas y valles de hielo, sobre los cráteres acristalados y las depresiones brumosas de aquel mundo hostil para la vida humana, en lo más lejano de nuestra galaxia. Luego, sin aviso alguno, cerca de un valle ciclópeo, el carguero comenzó a descender del todo gracias a los endomotores. Sentimos los inmensos trenes de aterrizaje de la nave, apareciendo como centenares de patas de un insecto milenario, hasta que al fin algo golpeó desde abajo, y nos sacudimos, hasta tambalearnos.

—Ya está —dijo Aleisa.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó alguien.

—Bajaremos un grupo pequeño a tierra —dije, decidido a concluir aquel enigma cuanto antes—, mientras otro intenta contactar como sea con el capitán.

Decidí descender junto a Olivera en un pequeño vehículo oruga para comprobar las condiciones del entorno y poder averiguar las razones por las que habíamos caído en aquel mundo. No parecía que hubiera ningún poblado, ni colonia viva en muchos kilómetros a la redonda pero la computadora de la Santa María había decidido detener su máquina en aquel sitio, precisamente.

—Volveremos en una hora, como mucho. Germán, permanezca atento a las comunicaciones.

Ya dentro del vehículo de transporte terrestre, tuve la desconcertante sensación de que el capitán nos había abandonado en algún punto intermedio de nuestro viaje sin fin, y que ahora solo éramos los brazos ejecutores de su último deseo.

—Vamos allá.

La rampa bajó con un zumbido suave, hasta depositarnos en la tierra helada de Agadé. Las orugas del vehículo apenas podían avanzar sin dificultades por una tierra llena de socavones y rocas. El viento nos balanceaba de forma atroz, pero poco a poco nos fuimos alejando de la nave, que entre las sombras y brumas heladas parecía un gigante en letargo.

—Aquí no hay nada —murmuró Olivera después de un rato, observando el escáner de rutas—. Esto es un pedazo de hielo sin vida.

Por primera vez en bastante tiempo vi que una duda lacerante empezaba a hacer mella en su conciencia.

—Sigamos por allí —dije, y señalé hacia un punto de sombras al norte, casi en el borde del valle de hielo.

—No —dijo una voz neutra, y al girarnos le vimos sentado en la silla vértice trasera, con las manos sobre los brazos de su asiento y un gesto impertérrito, como el de quien llevara siglos esperando aquello.

—¡Capitán! —gritó Olivera, y detuvimos el vehículo de golpe—. ¿Cómo…?

—Por allí no, oficial —dijo sin mirarnos, y con sus ojos impasibles señaló hacia al oeste—. Iremos hacia allá.

—Capitán —balbuceé—, ¿qué vamos…?

—Oficial, no tenemos tiempo. Ni mi tripulación tampoco.

Obedecimos bajo el mismo hechizo con el que nos había condenado a todos desde el principio. El vehículo rodeó varias grietas profundas, y se internó por una pendiente irregular de rocas afiladas que agitaron el interior con violencia. Podía sentir la presencia de Soloza a mis espaldas, pero no pensé en la forma en que se había escabullido para introducirse como un fantasma en el transporte oruga y eludir preguntas y explicaciones de otros miembros de la tripulación.

Al fin distinguimos algo que nos asombró por su presencia en medio de aquel paisaje monótono de hielos perpetuos: una base, o lo que parecía una base, que relumbraba bajo el sol tenebroso como un fragmento metálico en el fondo de una laguna. Ni Olivera ni yo nos atrevíamos a hacer ningún comentario, ninguna sugerencia, nada que pudiese alterar al capitán, que parecía controlarnos en silencio y en calma. La base presentaba el aspecto inequívoco de cualquier edificio abandonado durante muchos años, con su torre de comunicaciones medio destruida por las tormentas y capas gruesas de hielo sobre una serie de tanques oblongos. Sin embargo, pronto vi unas luces en las plantas superiores del complejo.

—Ahora —dijo al fin Soloza—, bajaremos. No debo visitarle sin ustedes. No quiero que crea que lo he logrado sin mi tripulación.

Nos colocamos los cascos con una mansedumbre absoluta, pero cuando vimos a Soloza sin traje protector, nos asustamos enseguida.

—Capitán —dijo Olivera—. Nunca me hace caso, nunca… pero si sale ahora sin el traje morirá en unos minutos, se lo aseguro. Si sale… Hay una temperatura de sesenta grados bajo cero, señor.

—Señores —dijo sin inmutarse, con las manos en los bolsillos de su casaca—. Sean fieles a su trabajo. Ahora bajemos.

En medio de la ventisca, a unos veinte metros de la base, la capa del capitán Soloza se sacudía como una bandera deshilachada o harapienta. Con los ojos apenas entrecerrados, caminó por delante de nosotros con una parsimonia desconcertante, como si el frío o el hielo no pudieran destruirle. La insignia de ónice de rango superior salió volando, pero Soloza no detuvo su marcha ni se giró para verla. Luego, ya delante de una puerta redonda de grandes dimensiones, tecleó unos números en el panel de códigos. La hoja de metal desapareció de inmediato, permitiendo nuestra entrada.

—¿Esta es su casa, capitán? —le dije justo cuando la hoja volvía a cerrarse a nuestras espaldas. En el interior del enorme vestíbulo, me desprendí del casco.

—Es la primera vez que estoy aquí —respondió con el cabello en desorden, y sus ojos fríos se deslizaron por el entorno como si tratara de analizarlo.

—¿Cómo sabía la clave, señor? —dijo Olivera, aún con el casco puesto.

—No lo sé —respondió, y siguió caminando hasta una sala rodeada por estatuas de hielo con formas de animales monstruosos.

—¿No lo sabe? —dije con el casco debajo del brazo mientras Soloza se colocaba sobre una plancha redonda y plateada. Miré hacia arriba y vislumbré un agujero redondo sobre el techo.

—Es su clave, su puerta, su contraseña —nos dijo; la casaca oscura estaba cubierta de hielo por los hombros y tenía los bordes en jirones—. Pero yo tengo mi nave y mis hombres.

La plataforma redonda empezó a subirnos despacio como por el influjo de algún mecanismo magnético. Pronto atravesamos una planta oscura, y otra, hasta que alcanzamos un nivel que daba a un salón extrañamente cálido, rodeado de acuarios y flores exóticas. Junto a una gran cristalera desde la que se distinguía el espléndido y tenebroso paisaje de Agadé, vi a una muchacha joven arrodillada junto a una cama metálica bajo cuyas sábanas yacía un cuerpo inerme: era un anciano escuálido cubierto de tubos y rodeado de máquinas, con una máscara para respirar y con la cabeza desnuda y calva apoyada sobre una almohada gruesa. Al vernos, la joven se sobresaltó, gritó algo en un idioma desconocido y se apartó hacia una zona de cortinas, junto a la cristalera. Soloza caminó despacio, sin prestar ninguna atención a la muchacha, que ahora se encogía en un rincón. Al vernos, el anciano pareció reaccionar, llevándose una mano a la máscara; al desprenderse de ella, murmuró algo que al principio no pude entender.

—Te he encontrado —dijo Soloza—. He venido para que sepas lo que me pertenece. Para que veas lo que he logrado sin ti.

Supuse que debía tratarse del viejo padre de Soloza, ya moribundo, pero al acercarme un poco más algo me sobrecogió de golpe.

—Mi nave, mi tripulación, mis viajes, ahora ya son míos, no tuyos.

El viejo describió un gesto que Soloza comprendió enseguida. Ni Olivera ni yo podíamos movernos de nuestro lugar. Entonces, el capitán se agachó para atender a los balbuceos del viejo; cuando terminó su confesión, el anciano se puso con dificultades la máscara. Con sus propias manos, el capitán giró entonces la cama hasta colocarla frente a la cristalera, desde donde era posible distinguir la sombra de la Santa María a lo lejos.

—¿La ves? —dijo—. Ya no es tu nave, sino la mía. ¿Comprendes lo que digo?

Soloza se giró hacia nosotros un momento.

—La recuerda. No puede evitarlo.

Aturdido, no dejé de ver los rasgos del anciano, su perfil perplejo, la forma en que sus pupilas se dilataron al distinguir la nave en la llanura. La muchacha se había escabullido hacia otro rincón. De pronto apareció un hombre regordete junto a una puerta. Ni siquiera nos dimos cuenta de que acababa de disparar con un arma, pero el zumbido nos encogió de golpe, resonando por las paredes como un pequeño trueno. El capitán cayó como un fardo sin resistencia.

—¡No! —gritó Olivera.

A su lado, observé la herida en el cráneo de Soloza, y el interior chamuscado por el láser, del que ahora brotaba una humareda débil.

—¡No dispare! —dijo Olivera, y se desprendió de su cinto y la pistola.

El hombre regordete era ya algo mayor, y ostentaba una frondosa barba gris de aspecto venerable. El cañón de su arma aún humeaba.

—Sabía que vendría, tarde o temprano —dijo al fin, y puso un pie sobre el hombro del cadáver—. Conozco bien a Lepso, y está claro que no me equivocaba.

De inmediato se acercó adonde estaba el anciano y al comprobar que aún vivía, nos dirigió una mirada de reproche.

—¿Lepso? —le dije en voz baja.

Contempló nuestros rostros inocentes; luego se relajó, tal vez compadecido de nuestra ignorancia.

—El núcleo de la nave. Cuando el capitán enfermó, tuvo la idea. Fue nuestro secreto.

—No le entiendo —dije—. Esto es una locura, ¿por qué lo ha hecho?

—Construyeron un modelo casi perfecto, una réplica exacta de sus tejidos y su perfil psíquico —y el individuo miró hacia abajo con desaprobación—. Según mi señor, era la mejor forma de que su leyenda nunca muriese, pero yo no estaba seguro. No me hizo caso. En principio no debería haber sabido su origen, pero de algún modo lo supo. Puede que entablara algún vínculo con Lepso, y este le revelase la verdad, todo el secreto…

—No… no puede ser —masculló Olivera, dando varios pasos infantiles hacia el cadáver del capitán—. Es imposible… Acaba de matar al capitán Soloza.

—El capitán Soloza apenas puede oírles, ¿saben? La semana pasada cumplió ciento catorce años de edad, tiene ocho hijos y ha sobrevivido a seis. Vive aquí desde hace cuatro décadas.

—¿Aquí? —dije, incrédulo—. Pero si no hay nada…

—Por lo que veo, no conocen mucho de Agadé. Pero ya que lo dice, tenemos nuestras propias reservas, sintéticas y naturales. Todo lo que nos haga falta.

Con un gesto casi distraído, el extraño metió su pistola en una funda plástica colgada de su cinturón. Luego continuó relatando despacio:

—¿Saben? Hubo una época en la que hablaba de su androide como si fuera su propio hijo perdido, o incluso algo más especial que un hijo. Estaba orgulloso de que le representase, aunque esta copia no lo supiera, claro.

De pronto el suelo pareció desvanecerse debajo de nosotros, como la superficie frágil de una farsa que hubiera sobrevivido durante muchos años hasta convertirse en una costumbre: el Soloza que habíamos conocido, el mismo que dudaba o se alteraba ante las ideas de fidelidad de su tripulación, el hombre distante de la cabina de mandos, había logrado la forma de averiguar su propia naturaleza.

—¿Por qué le ha matado? —le dije. El hombre regordete se acercó despacio.

—No puedo permitir que se ponga en peligro la vida de mi señor. Ese androide estaba loco.

—Era nuestro capitán —dijo Olivera apretando las mandíbulas.

—¿Pero qué les pasa a ustedes? —nos dijo mirándonos perplejo—. ¿Es que no se han dado cuenta de lo que ha hecho? Lepso es el alma de este androide, la imagen de un capitán falso para seguir su rumbo. ¿Por qué le defienden? No era humano, es solo un montón de cables y fibras pseudo-orgánicas.

Y enseguida señaló al anciano de la cama, que ahora nos miraba como si en el fondo de sus ojos pudiese reconocernos de una vida anterior.

—¿Quieren prestarle fidelidad al capitán Soloza? —dijo—. Bien, pues aquí lo tienen, aquí mismo. El único viajero que atravesó la galaxia, el único cuya leyenda sobrevivirá a su muerte real. El único…

Al poco nos marchamos de la base, transportando el cadáver de Soloza entre los dos. Gracias a la pistola láser, pudimos hacer un agujero que nos permitió hundir nuestros guantes en el hielo costroso. Lo enterramos como nos fue posible, seguros de que las tormentas y las ventiscas formarían un montículo apropiado. No muy lejos, en la base se apagó una luz con indiferencia. Exhaustos, Olivera y yo nos miramos el uno al otro detrás de nuestros cascos: no fue necesario que dijéramos nada. Luego nos montamos en el vehículo y volvimos en silencio a nuestra nave.

Poco antes de subir por la rampa, Olivera sacó algo de su bolsillo y me lo enseñó sin decir una sola palabra: era un dispositivo sintético de almacenaje del tamaño de una nuez; lo había extraído del cráneo de nuestro Soloza, del único verdadero posible, antes de enterrarle en la nieve; conociéndole, estaba seguro de cuál sería el siguiente viaje, pero eso ya no me preocupaba demasiado. Tanto si lograba reconstruirlo en base a los planos morfológicos que guardara Lepso en el núcleo interno de la nave como si no, aquélla sería mi última misión con el grupo.

Al entrar en el carguero, cubiertos por costras de hielo frescas, los demás nos esperaban ansiosos por cualquier noticia.

—Nada —les dije—. Este planeta está muerto, no hay un alma por ninguna parte. Descansaremos unas horas, y luego nos iremos de aquí.

—¿Pero y el capitán? —dijo el viejo jefe de logística—. Seguro que ha muerto en la sala de mandos, seguro. Hace semanas que no sale de su cabina, desde aquello. Tenemos que abrirla como sea, ahora. Hay explosivos en las cámaras bajas.

—El capitán se encuentra bien —dije con calma, y descubrí un aire de esperanza soñadora en sus rostros cansados—. Acaba de contactar con nosotros por radio. Dice que la nave le ha puesto en cuarentena por un virus, y que no deseaba preocuparnos. Ahora debe sumergirse en una cápsula para ralentizar la enfermedad. Solo nos pide que no nos preocupemos por él, y que volvamos a las bases más cercanas.

—¿Después de todo este tiempo, de lo que ha pasado? —rugió un médico del equipo de Aleisa—. No tenemos excusa posible. Ninguna.

—Un accidente del sistema, un terrible accidente. Un fallo de transmisión automático que nadie podía haber evitado.

—Pero… —dijo el médico, aunque al ver que nadie le secundaba bajó la mirada al suelo.

—La nave confundió el rumbo cuando Soloza enfermó, eso es todo. Para no ponernos en peligro ha decidido aislarse de nosotros. Le abandonamos una vez, ¿lo recordáis? ¿Vamos a hacerlo de nuevo, queréis dejarle solo? Somos su tripulación, maldita sea.

Se produjo un silencio profundo; durante unos momentos nadie se atrevió a hablar. Enseguida me di cuenta de lo que a veces había sospechado a solas: que los hombres y mujeres vulgares que existían fuera de la nave, los mismos seres mediocres e invisibles de tantos mundos diferentes, eran allí, bajo el amparo protector de la Santa María, unas versiones mejoradas de ellos mismos, una tripulación unida por la misma causa, el mismo patrón de conducta. La causa de pertenecer a la misma familia, guiados por el mismo capitán.

—¿Y los niños de la carga? —soltó Germán—. ¿O los mercenarios? ¿Qué diremos que ha pasado, eh?

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Olivera con gesto ceñudo, y le miramos con el deseo de que pronunciara las palabras que queríamos oír—. No podemos decepcionarle, no ahora que nos necesita.

Todos estuvieron de acuerdo en ese punto.

Hoy, tantos años después, ya no vale la pena que haga referencia a los difíciles episodios que se sucedieron durante nuestro viaje de regreso, las peripecias con la sala sellada de mandos, o las duras maniobras que tuve que realizar más tarde para eludir a la justicia de los distritos de varios planetas conforme al célebre caso de los “niños extraviados”. Baste decir que el carguero fue desintegrado por una orden corporativa. Para no poner en peligro a mi hija y a mi familia, si he rememorado el último viaje con la nave es porque muchas veces, al despertar en medio de la noche, aún creo encontrarme dentro de ella, lo que me recuerda que es posible que la hayan vuelto a reconstruir en algún punto del espacio. No importa: estoy convencido de que algún día, por mucho tiempo que pase, el capitán Soloza volverá como siempre a la Santa María de las Estrellas en busca de su tripulación perdida.

Carlos Pérez Jara nació en Sevilla (España, 1977) y ha publicado hasta la fecha en diversas revistas electrónicas y de papel como Axxón, la revista de ciencia ficción Ngc3660 (“Reliquias mágicas”), Bem On Line (“La ofrenda”) o el fanzine Los zombis no saben leer (“El otro No-Do”). Ha publicado también en la revista de ciencia ficción argentina PROXIMA, de la editorial Ayarmanot, en los números 14 (cuento “El último Protohombre”) y 15 (“Capitán Soloza”). Además suele participar en antologías colectivas de la revista Calabazas en el trastero: Bosques (cuento seleccionado: “El ciclo”) y Calabazas en el trastero: Empresas (cuento seleccionado: “Ascenso”) para la editorial Sacodehuesos.

Hemos publicado en Axxón: TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA, LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA, HIJA DE HELISURPA, PURGATORIO, ESPÍRITUS Y MARIONETAS y ORILÁN.


Este cuento se vincula temáticamente con UN ARMANI, de María Laura Sánchez; ESENCIA Y NATURALEZA, de Fabio Ferreras y Graciela Lorenzo Tillard; LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA, de Alejandro Alonso y LOS MOTIVOS DE MEDUSA, de Gerardo H. Porcayo.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viaje espacial: Androides: España: Español).

“Pareidolias”, Daniel Flores

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ARGENTINA

 

Hay mucho tiempo para estar muerto.

Hans Christian Andersen

 

 

Rojo Florio ya lo dijo una vez: “La Pampa puede ser eterna, si así lo quiere, muchachos”. Yo entonces era un crío en el negocio y no entendía bien de qué hablaba. Bastó un puñado de años para que lo comprendiera. La Pampa —y cabe agregar “si así lo quiere”, como decía Rojo— puede volverse de pronto un monstruo desvaído tan largo como el cielo y no dejar de girar sobre su eje nunca, como un remolino, aunque sin la prisa de un remolino, y sin su belleza. El aire no cambia, ni los olores; la fauna es pobre y el paisaje, inalterable. A veces, en la distancia, da la impresión de que hubiera un espejo puesto en el horizonte y que el camino se copiara a sí mismo o se desdoblara como una mancha simétrica, con una sospechosa precisión en los detalles.

 

 

Tiempo atrás, al Chino y a mí nos tocaba cubrir el trayecto de Trelew a Buenos Aires y de Buenos Aires a Trelew al menos dos veces por quincena. Era lo que nos exigía Rojo, y era también lo que a él le exigían otros a quienes nunca llegamos a ver. En alguna oportunidad le propuse al Chino esquivar La Pampa, no sé, le dije, para cambiar un poco la vista, la rutina del viaje, si no te cansa. Pero al Chino esas cosas le daban lo mismo, mientras hubiera merca y licor podía cruzar siete desiertos sin inmutarse. Además, recuerdo que me había respondido: “¿Cómo carajos querés esquivar La Pampa? No estamos hablando de una cagada de perro, es una puta provincia entera, Narco”. “Está bien”, le dije, “está bien, solamente decía”. Si se calentaba, el Chino te encajaba un cross a la mandíbula o te volaba la cabeza ahí nomás; todo le daba igual, pero francamente igual. Lo conocía de hacía años, sí, pero cuando se trataba de arrebatos no era un tipo con el que se pudiera llegar a ningún acuerdo. Al principio éramos tres.

 

 

A decir verdad, el trabajo era bastante sencillo: alguno de los cuervos de Rojo nos llamaba con la mina ya marcada, nos desplazábamos hasta la localidad señalada y después era cuestión de ver bien los horarios convenientes, agarrar a la paloma, arrastrarla al maletero del coche y emprender el viaje al sur. Un dos por tres, simple. Y el asunto se mantuvo bien y sin remordimientos hasta junio de 1993, cuando vi por primera vez a la Parca Tumbera.

En la cárcel hay muchos códigos. Contrario a lo que se cree, la mayoría no son códigos hablados, no, la vida en la cárcel depende de una buena interpretación visual. Los tatuajes son símbolos de conducta. Una serpiente enroscada en una espada, por ejemplo, está expresando el compromiso de matar a un policía, cosa muy común de encontrar entre los reclusos. En cambio, las rosas y las manzanitas mordidas son exclusivas de los presos homosexuales. Las imágenes de santos y vírgenes o de figuras de Cristo y del diablo son muy comunes en los presos acusados por violación. Las estrellas, palmeras, palomas, son propias de los reos agnósticos o ateos. Y las calaveras, o las Parcas Tumberas, significan que el portador del tatuaje no dudará un segundo en asesinar, y es quizá el único símbolo, entre todos, al que debe tomarse con mayor cautela. Se dice que ver manifestadas dos parcas en un día es indicio de traición; tres, implican que esa traición será cercana y seguida de muerte; cuatro, que esa muerte será de una lentitud y una crueldad rayanas en lo incomprensible. No existe nadie, en la mitología carcelaria, que haya visto cinco calaveras en una misma jornada.

 

 

Aquel junio habíamos secuestrado a una tal Jéssica Robles en las afueras de Cañuelas; la piba no había gritado ni se había resistido, es decir que no hubo necesidad de forcejear o de ponerse duro, “paloma ejemplar”, como solíamos decir. No obstante el Chino, pero porque era un hijo de puta torcido como una guadaña, hizo entrar a Jéssica en el baúl con un brutal empujón y, en la caída, el rostro de la chica dio contra la chapa violentamente. Luego mi compañero cerró la portezuela de un golpe. No sé cuál era la necesidad, realmente, pero como dije, el Chino era un tipo inestable, se le iba la cordura y allá quedaba, y raras veces volvía a su sitio.

—Che, no le hagas así que a Rojo no le gusta, después te caga a pedos y te quejás —lo regañé, ahora apoyado sobre el baúl caliente del Ford. Por un momento creí que se me había ido la mano.

—Sé muy bien lo que hago. Subí al coche, Narco, no me pongas loco…—dijo, meneando la cabeza.

—A mí no me mires cuando el jefe te pregunte quién la magulló.

—Pst, ese Rojo casi ni mira lo que le llevamos. Si total ¿a él qué le importa? Él está para controlar —”Pa’controlá”, había dicho— que lleguen los pedidos, el resto es cosa de los grandotes.

En eso tenía razón, no le iba a discutir. Estaba por entrar al auto cuando noté que la abolladura que se formaba con el peso de mi cuerpo (y esto hay que visualizarlo con cuidado) dibujaba una nítida Parca; observé en silencio, y con asombro, cómo la luz de la tarde se acumulaba con precisión conceptual en unas cuencas semihundidas y borrosas; más abajo había una nariz, que era un pedazo de pintura saltada; no tenía boca o la boca solo era un diente superior que se completaba con la cerradura oxidada del maletero. El brillo del sol sobre la pintura negra —por momentos, de una claridad aceitosa, con un leve tornasol que se disgregaba continuamente— le concedía a los ojos de la calavera un aspecto demencial.

El Chino me fulminó con la mirada.

—¿Vas a entrar, pelotudo?

—Pará, dame un segundo.

Abrí la puerta del maletero y vi que Jéssica se comprimía con terror. Llevaba la boca y los ojos vendados. Le dije que se quedara quieta y le eché un poco de agua en la herida. Gimió. La sangre que le caía del pómulo, un pómulo saliente y agudo, al comienzo no era más que una línea nerviosa. Bajé el bidón al piso y saqué un pañuelo descartable de la camisa; le limpié la sangre, volví a guardar el pañuelo. Entonces la sombra del Chino se interpuso. Sin una palabra, me arrebató el bidón de agua y me corrió de un manotazo. Se movía rápido. Ajustó a la chica y antes de cerrar la puerta noté que se quedaba mirando algo. Me pareció descubrir en él un rictus de miedo, lo vi en sus ojos, lo vi también en su mandíbula saliente de mono feo, y no entendí qué le pasaba. Di un paso adelante y, como un reflejo, el Chino estiró una mano y borroneó la sangre del pómulo de Jéssica. Luego cerró el baúl con violencia y me ordenó que subiera al coche.

 

 

Viajamos las primeras horas en silencio. El Chino detestaba la música. Todo tipo de música. Tampoco era de conversar mucho. Llegando a Bahía Blanca me quité el gorro de lana, me puse los auriculares por encima de los pelos y escuché música durante una hora o más. En algún momento me pareció que el Chino hablaba con alguien, bajé el volumen sin que se percatara y descubrí que, en efecto, se hallaba en plena discusión con un sujeto imaginario, era algo acerca de un vino del que alguien había tomado de más sin pagar o un asunto por el estilo. Volví a subir el volumen. ~Al poco rato busqué en el bolsillo el walkman para apagarlo y, al extraerlo, cayó a un lado del asiento el pañuelo ensangrentado con el que había limpiado a Jéssica. ¿Por qué lo había guardado? Todavía no lo sé. ¿Destino? Lo levanté y vi que la sangre seca de la muchacha ahora daba vida a un cráneo rojo, largo y delgado como en un aullido de furia. ¡Mierda!, dije, y no sé cómo no lo grité, solamente dije “mierda” y después guardé silencio. Iban dos: traición. La cárcel a uno lo forja con un estímulo maldito. Mi mente se movía. ¿El Chino me iba a quemar? ¿Era Rojo, que me quería fuera del negocio? ¿O acaso tenía que ver con mi mujer o con mi cuñado, o con aquel cobrador de quiniela? Lo ignoraba. Maldiciendo a la superstición, bajé la ventanilla y me deshice del pañuelo.

 

 

No sé si había sido el mayo anterior o el otro, pero habíamos hecho un viaje a Mendoza con el Chino por un asunto de cuentas pendientes que teníamos que saldar para Rojo. A ver, un momento, todavía vivía Gutiérrez (el tercero del grupo, hasta que el Chino le voló un ojo y medio cerebro), así que esto había sido dos años atrás, sí, 1991. Aunque decir “años” ahora es irrisorio, ¿verdad?, relativo, tranquilamente hoy podría ser 2013, 2020, todo es igual… Estábamos en un establo en Mendoza y el sujeto al que debíamos ejecutar nos hace una pregunta que nos deja atónitos:

—¿Ustedes creen en la vida eterna? —tartamudea.

Gutiérrez y el Chino se ríen; yo atino a reírme también. Cuando el Chino, sin perder la gracia, le apoya el caño en la cabeza, lo detengo y respondo:

—La vida eterna, viejo, ¿la vida eterna? Pero ¡qué pregunta boluda! ¿Y si la vida es eterna, cuánto dura la muerte? ¿Eh? ¿Me entendés? Es una pregunta medio…

—No, joven, yo no hablo de la muerte —me interrumpe con voz de pastor—. La muerte es otra cosa, muchacho. Yo hablo de la vida eterna, que es peor. Hablo de la condena.

Con mis compinches nos miramos y al instante estallamos en una carcajada. Lo que el viejo decía no tenía un mínimo de sentido así que, sin agregar nada más, el Chino le dispara. Y me pareció, mientras el hombre caía hacia delante con una lentitud fílmica, haber visto fugazmente la luz que entraba por las rendijas del establo a través del agujero que había dejado la bala. Nunca me voy a olvidar de eso.

 

 

La Pampa no tardó en llegar, y el cielo que nos recibía se hallaba plagado de nubes. El aburrimiento era desgarrador. Bajé la ventanilla. —Mirá, Chino, un cóndor —le dije, señalando una nube hacia el este.

—Eso es un cuervo, salame, ¿qué va a ser un cóndor? ¿Alguna vez viste un cóndor? —retrucó, luego miró al sur un momento—. La de allá se parece a tu jermu, mirá, por lo redonda, ¡ja, ja!

—Dale, Chino, seguí que después no te gusta que te bardeen…

—¿Y esa qué parece? —Aguzó la vista, desoyéndome, y sacó la cabeza del coche sin descuidar el volante.

—Nada —respondí—. No se parece a nada. Mejor mirá la ruta.

El Chino se refería a una nube inmensa y cobriza que se extendía ante nuestros ojos. Era un cúmulo de tormenta que de a poco iba definiéndose.

—Otra Parca… —murmuró el Chino. Estaba serio.

A lo lejos, la boca dentada de la calavera parecía querer devorarse la ruta, como un monstruo rugoso y primordial. Nuestro Ford Crown iba directo a la garganta.

—Van dos —dijo, mirándome de reojo. La voz profunda y ronca.

—Van tres —respondí yo, apuntándole al estómago—. Y a mí no me van a cagar. Ni vos ni nadie. Frená y bajate, Chino.

—¿Te volviste loco, Narco? —preguntó, llevando el coche hacia un lado de la ruta—. Mirá que si no es un chiste, sos boleta…

—¡Dale, dale! Dejá el chumbo en el asiento y bajate. De todas formas ya me tenías podrido.

El Chino, con una sonrisa sombría, y sin quitarme los ojos de encima, apoyó el arma sobre el asiento, abrió la puerta del conductor y bajó a la ruta.

—Dejá el celular también.

—Ay, Narquito, te voy a encontrar y te…

De pronto, dos tiros rápidos. El primero impacta en una la pierna, el segundo en la garganta. No apunté, fue un arrebato impulsivo, algo me decía que era lo mejor. Las calaveras, las putas calaveras que siempre cantaban la justa. Temblando, salí del coche y me agarré la cabeza con ambas manos. Aún sujetaba la automática. La revoleé al interior del auto, rodeé el vehículo y fui hasta donde estaba el Chino. No había muerto, todavía, se desangraba lentamente.

—Tres cal…laveras. Narco puto, hijo de… Tres calaveras.

—Dijiste que eran dos.

—Ahora veo… tres.

Fue lo último que dijo. Miré al cielo y no vi otra nube que pareciera un cráneo ni nada similar, aunque la gran forma dentada en el horizonte seguía intacta y cada vez más oscura. Pero con esa eran dos. Busqué con la mirada poniendo mayor empeño. Nada. Había delirado.


Ilustración: Duende

Abrí el maletero y le destapé los ojos a Jéssica.

—Escuchame lo que te voy a decir, flaca. Vas a salir, te vas a sentar en el asiento del acompañante y te vas a quedar callada. No te voy a lastimar, no te voy a hacer nada malo. Eso mientras prometas quedarte en el molde y sin hacer boludeces.

Jéssica asintió. Le creí. Desaté algunos nudos y la acompañé hasta el asiento.

—Tranquila, no pasa nada.

—Está bien —dijo. Tenía los ojos llorosos.

Cargué el cuerpo del Chino y lo metí en el baúl. Era un enchastre de sangre y de meo; se había meado al recibir alguno de los disparos. Cerré la portezuela y entonces me acordé que había dejado el arma en el coche, y que en el coche estaba la chica, y que la ecuación era peligrosa.

Miré por el vidrio retrovisor y vi que Jéssica estaba sentada mirando hacia el frente. Quieta. Inmóvil. Tranquilamente podía tener ahora el chumbo entre las manos. Con precaución, me acerqué en cuchillas hasta la puerta del conductor y espié. La chica seguía allí, con la mirada perdida, estática. Ni siquiera se había percatado de que junto a ella había un arma. Respiré. Subí al coche.

—¿Estás bien?

—Tengo sed.

—Fijate en el asiento de atrás.

Había una botella de cerveza caliente, nada más. El bidón de agua había quedado en el baúl, pero no iba a bajar de nuevo. Tampoco quería volver a ver al Chino, ni a olerlo.

—Destapala, por favor…

Me llevé el pico a la boca y saqué la tapa.

—Gracias.

 

 

Más tarde solté a Jéssica en un pueblo cuyo nombre ahora no recuerdo. Le pedí que fuera buena y no hiciera escándalos. Se comportó, me dio las gracias, se alejó hacia una precaria zona comercial, vi que entraba a un locutorio. Con eso era suficiente. Arranqué y, pocos metros delante, hice una U con el auto y encaré hacia el norte. Fue al atardecer cuando vi la calavera de la que había hablado el Chino; estaba apoyada sobre la guantera, contra el vidrio, y el ángulo cuadraba: era (o quizá ya no era) mi gorro de lana, un gorro de lana negro, viejo y opaco, deforme, que ahora parecía un cráneo sin mandíbula, como si la Muerte ya no necesitase palabras. Al verlo frené el coche de golpe con un largo derrape y recordé la pregunta del viejo, y también aquellas palabras de Rojo, una y otra vez, como un mantra, una y otra vez. En el árido silencio, la ruta se extendía eterna.

 

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.

Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS, EL ENIGMA HUMANO 1921514915, LOS JARDINES DE HEIAN, HIDDEN PARADISE y SOPORTA POCO LA PENUMBRA.


Este cuento se vincula temáticamente con CALIBRE ETERNIDAD, de Guillermo Barrantes; 9:14:32, de Matías Orta y CÍRCULOS Y ENGRANAJES, de Germán Amatto.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Terror: Bucle temporal: Crimen: Trata de personas: Argentina: Argentino).


“Quizás con Aníbal”, Dennis Mourdoch Morán

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CUBA

 

 

Cuando lo descubrí, me dijo que lo hacía porque era caníbal. Se había asqueado de comer humanos, y quería probar otras cosas. Durante las guardias me contaba de sus cacerías. Antes de alistarse en la Flota Interestelar, conoció a un carroñero y por un tiempo se dedicó a ser buitre. Comió mujeres solas y hackers. Empezaba por los pies, separando la carne del hueso con el cuchillo malayo. Adobaba los filetes en un plato llano, para guardarlos en el frío y luego cocinarlos en el horno.

El caníbal se percató de que soy una vampira hace unos minutos. Le dije que teníamos más cosas en común de las que pensaba. Me miró con ese deseo animal de echárseme arriba, arrancarme la coraza, ponerme en cuatro y afincarme con fuerza. Aproveché el momento para pedirle un poco de la sangre del noiman.

—Solo una cantimplora —le dije.

Negó con la cabeza, como un subnormal. Los noiman saben mal si se cocinan sin la sangre.

—Solo un poco —insistí.

Negó con un gruñido y siguió mirándome con intensidad radiactiva. Se va a quedar así, porque no tengo ganas. No me gusta que nos cojan como la primera vez, en medio de las ruinas y los cadáveres calcinados. La sangre hierve cuando descargas la cohetería, desciendes en un suit blindado, quemas todo. Revientas a unos cuantos noiman, los fluidos corporales salpican el visor. Sales del suit con las armas de corto alcance; y arremetes, y muerdes y te embarras y deseas tener alas. Y aparece él, triturando, desnudo, hirviendo. Todos nos ven hacer. Filmaron un video con en el título “Hades con Perséfone”. Orgulloso el caníbal de ser Hades. A mí me da igual haber sido Perséfone.

—Espera que vengan los demás. Seguro traen prisioneros —me dijo el caníbal e intentó acercarse.

—No tengo ganas —le respondí, palmeando la pistola.

Con un gruñido volvió a sus contenedores para cadáveres donde cocinaba a los noiman. Con el visor infrarrojo del fusil, midió la temperatura de la carne. En poco tiempo se había vuelto un especialista, gracias a sus años como antropófago y a la similitud fisionómica entre los noiman y los humanos. El caníbal sabía qué extraer del cuerpo aparte de las vísceras. Cómo filetear y adobar la carne. El caníbal era excepcional contaminándole la verdad al pelotón. Es un animal de este planeta, les decía por las miradas de desconfianza, y los titubeos al morder la carne. ¿Está rica? preguntaba, y todos asentían. Riquísima, decía yo con la boca llena. Masticando para extraer los jugos. La escupía cuando se quedaba seca y sin sabor.

El caníbal abrió uno de los contenedores para cadáveres, miró la carne, manipuló los controles de la resistencia de calor.

—¿Se demorarán mucho en volver?

—Un poco…. Ya está. ¿Quieres?

El caníbal exhibía una lasquita malva en el cuchillo. Soplé para enfriarla, mordí y ese bendito sabor inundó la lengua y allí lo retuve mientras succionaba el jugo de la carne. No es como la sangre de los noiman. ¡Está muy lejos de ser como la sangre de los noiman! Pero aún así, me entretuvo hasta que llegaron los transportes, y descendieron levantando remolinos de polvo.

Se me hizo la boca agua cuando los vi. Una veintena de ellos. No cualquier veintena. Seguramente príncipes y reyes. Todos ellos. Atados. Bajo su hermosa piel, venas como ríos de vida. El caníbal estaba que implosionaba. Se relamía una y otra vez.

—¿Está lista la comida? —preguntó el comandante.

—Sí, mi comandante —respondió el caníbal volviendo en sí.

—Teniente, teniente. ¡Atiéndame, teniente!

—Sí, mi comandante —respondí.

—Lleve a los prisioneros a las celdas.

Tomé uno para mí. Era demasiado delicioso para dejarlo tras un campo de contención. ¡Dios mío, sus venas! Sus venas parecían a punto de romperse como un geiser. Desde el primer momento quise colgarlo de cabeza, picar con un fino cuchillo las muñecas y beber hasta saciarme. Pero cuando se tiene tanto deseo es mejor contenerse. Disfrutar la ansiedad que te presiona el pecho. Verlo estoico. Calmándose. Trató de huir cuando le coloqué las cadenas alrededor de los tobillos, gritó cuando lo icé de cabeza y lo dejé balanceándose. Jugueteaba a cegarlo con el reflejo del estilete, y vi el símbolo en sus muñecas. No pude creerlo. ¡Qué suerte! Un sacerdote. Retuve la ansiedad, la disfruté al máximo. Me moví a su alrededor hincándolo en las piernas y lo glúteos. Puntos como estrellas. Coloqué debajo de él una bandeja ceremonial que había conseguido en un templo. Me maldijo mientras cortaba sus muñecas y la sangre caía en la bandeja. No se callaba. Me senté con la bandeja en las manos.

Bebí saciando la sed, el hambre, la felicidad torcida por cada recuerdo del sacerdote.


Ilustración: Valeria Uccelli

Vi el día en que se presentó nuestro enviado en el Templo Naciente. El sacerdote, como todos los de su rango, presenció el hecho a través del Sumo Pontífice, mientras equilibraba los dominios para no caer en la locura. Es como nosotros, pensaba él del enviado; no puede existir tal desgracia. Y por el miedo a lo que le haríamos si llegábamos a poner un pie en su planeta, el Sumo Pontífice ordenó la ejecución del enviado, y lanzar rayos contra nuestros campos de poder. El sacerdote vistió de guerra. Se enfrentó, huyó, y en el último momento, cuando no tenían escapatoria, quiso suicidarse. Los noiman casi nunca piensan en quitarse la vida, solo en vivir, y que ese último momento no afecte los dominios, para no desatar aquello que una vez casi los destruyó. Siempre en paz. Y en paz estaba cuando terminé de beber.

El piso del compartimiento era un océano. De la muñeca rodaban algunas gotas de sangre. Lamí con lentitud. Tomé un pañuelo. Lo restregué en el piso colmándolo de sangre, lo exprimí sobre el noiman. Lamí hasta saciarme. Entonces, la sombra en la puerta, el caníbal miraba. Me acerqué. Él no podía contenerse, el cuerpo a punto de desatarse.

—Solo fue una noche —le dije—. No estoy interesada.

Me volví para sentarme en las orillas rojas que desaparecían por el tragante de mi compartimiento. Los cabellos rubios del noiman las acariciaban.

 

 

Dennis Mourdoch Morán (Cuba, 1985). Ingeniero Mecánico, graduado del Centro Onelio. Miembro de Espacio Abierto. Ha obtenido menciones en el Oscar Hurtado 2010 y 2011, y en el Mabuya 2011.

Hemos publicado en Axxón: MULAS.


Este cuento se vincula temáticamente con CARNAVALES EN VENECIA, de Marilau Sánchez;AHÍ FUERA, de Pé de J. Pauner y EL MORIBUNDO Y LENCIA, de Sergio Gaut vel Hartman.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Contacto con extraterrestres : Vampiros : Canibalismo : Cuba : Cubano).

“Los trabajos de un ladrón”, Juan Manuel Valitutti

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ARGENTINA

 

 

“¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?”

Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas – Lewis Carroll

 

 

“Brilla, luna; ilumina el camino de un rey.”

El reino de las sombras – Robert E. Howard

 

 

“Un lector, un loco.”

Del epitafio. Odas – Salvatore Nicoletti

 

 

 

Rufius esperaba en la noche.

La torre de piedra se elevaba como una incógnita bajo las estrellas, y Rufius Malakkai Treviranus de Mélido, el ladrón más avezado de la Cofradía del Baluarte Norte, esperaba en la noche saturada de ecos.

De pronto, algo se movió, y una voz anónima susurró:

—Llegas tarde…

Rufius sintió el sedoso rozar de un cuerpecillo que olisqueaba sus piernas.

—Eres un gato. Se supone que los gatos son pacientes.

Un ojo verde miró desde las sombras de las pantorrillas.

—¡Pues los humanos suponen demasiado! —El gato se sentó sobre sus cuartos traseros—. ¿Llevarás a cabo el trabajo o no? El que me envía empieza a mostrar signos de impaciencia.

Rufius estudió las piedras de la torre.

—¿Acaso tengo opción? —indagó.

—Negativo, grandulón. —El gato comenzó a acicalarse una pezuña—. ¡A no ser que te agrade la idea de que tu pellejo adorne la morada de mi amo!

Rufius sonrió con ayuda de unos dientes enfermos.

—Eres convincente —dijo.

—¡Lo sé! —ronroneó el felino. Y agregó—: Mi amo dice que dejes el botín en el Cruce de los Empalados. Luego, piérdete, ¿de acuerdo?

—Y, por supuesto, no obtengo nada…

—¡Conservar tu vida! —maulló el sigiloso animal—. Es un buen trato, ¿no lo crees?

—Supongo que sí. —El ladrón bajó la cabeza y suspiró—. Bien, ahora déjame hacer mi trabajo: la noche pasa y no espera, ¿entiendes?

—¡Los de mi clase entendemos mejor que nadie a la noche, amigo! —El gato le dio la espalda al humano y, con el rabo dignamente enhiesto, comenzó a internarse en el paisaje ensombrecido—. ¡En el Cruce de los Empalados! ¡Esta misma noche! O si no…

Y la voz ronroneante se apagó como una llama.

Rufius desvió la vista del camino y la concentró en la mole de roca que se levantaba como un gigante desdeñoso. Puso manos a la obra: tanteó la superficie hostil en busca de la primera depresión. El empinado ascenso redundaría en una merma considerable de sus fuerzas, aunque el ladrón confiaba en que el trabajo se simplificaría una vez alcanzada la cúspide: todo lo que lo separaba de su objetivo —un volumen con caracteres indescifrables— era una bruja tan, tan vieja que parecía estar a un paso de la sepultura. Rió para sus adentros. “¡Será fácil!”, pensó. Había hecho labores similares en una infinidad d…

¡Un búho!

Rufius perdió estabilidad y se aferró a la piedra con las uñas. Contuvo la respiración mientras la visión de la tierra lejana desaparecía transmutada por la de la emplumada aparición: un imponente ejemplar que pernoctaba con sus ojos abiertos de par en par en un nicho encavado en la roca. Rufius exhaló el aire contenido en sus pulmones y maldijo por lo bajo. “¡Qué esperas para desaparecer de mi vista, maldito pajarraco!”. El búho giró la cabeza, displicente, y ululó. Sacudió las alas en un claro gesto de desafío y se infló. “¡Bah!”, escupió el ladrón. “¡Tan pronto baje te convertiré en mi cena!”.


Ilustración: Tut

Rufius dejó atrás el escandaloso ululo de indignación. No más escollos ni distracciones: sólo el carraspeo de su accionar sobre la roca, y la luz de la luna que lo acompañaba en calidad de amiga. El gigante desdeñoso pronto comenzó a ver de otra manera al insignificante mortal que trajinaba concienzudo su flanco invicto. ¿Cómo no reconocer un avance significativo en un lapso de tiempo relativamente breve? Ni el viento feroz ni la escarcha traicionera habían podido con la convicción férrea que impulsaba la labor conjunta de pies y manos. El cielo estrellado no tardaría en coronar el éxito del atrevido ascensionista de no tomarse medidas urgentes. Se decidió a probar algo… Nada del otro mundo: se limitaría a aflojar una de sus junturas, apenas un pequeño bloque como para que…

¡Rufius, boquiabierto, miró la cuña suelta en su mano impotente!

Cayó. Cayó rasante con la pendiente impiadosa. Atrapó al vuelo una saliente pronunciada que aletargó la caída, y luego cayó otro tanto, y volvió a cerrar los dedos sobre una punta: el bólido de su cuerpo detuvo por fin su crudo desmoronamiento. Respiró agitado, se mordió los labios atravesados por el dolor, levantó la enfebrecida mirada y…

“¡Hola, amigo!”. El búho se infló, sacudió las alas y ululó: indudablemente, para el ocupante de las alturas, el intruso comenzaba a tornarse molesto. Rufius soltó una risita exhausta. Se dijo que ahora empezaría el trabajo de una maldita vez: adelantó una mano, adelantó un pie, y una mano, y un pie, y una…

Horrorizado, el gigante desdeñoso aflojó algunos bloques más de su estructura, aunque infructuosamente: el humano-mosca estaba a pocos pasos de alcanzar su meta. Sin embargo, cuando Rufius Malakkai Treviranus de Mélido estiró los dedos tiznados a pasos de una ventana, se vio asaltado por una nueva sorpresa: el cabo anudado de una pesada soga lo golpeó en el hombro y casi lo hace trastabillar…

Le siguió un chistido no menos inquietante:

—¡Hey! ¡Aquí, amigo! ¡Aquí arriba!

El escalador, estupefacto, siguió la dirección de la voz.

—¿Quién habla? ¿Quién eres tú?

—Un amigo —susurró la voz. La soga se sacudió con un temblor acuciante—. ¿Qué esperas? ¡Tómala!

Rufius dudó. ¿Quién sería este sujeto? ¿Otro ladrón que se le había adelantado? La soga desaparecía en la cavidad oscura de la ventana, de manera que no alcanzaba a ver de quién se trataba.

—No necesito ayuda, amigo —gruñó Rufius—. ¡Me las arreglo bien solo!

La soga corcoveó, como si la mano que la asía hubiera dudado. Rufius se preparó: tanteó a la altura de su cinturón y extrajo una daga que apretó, con fría pericia, entre los dientes. Estaba consciente de que matar a un colega en el oficio contravenía seriamente el código de la Cofradía de Mélido, y que la sangre derramada pronto reclamaría su cabeza; no obstante, el ladrón estaba dispuesto a correr el riesgo: el mandamás que lo empleaba era lo suficientemente peligroso e impredecible como para pensárselo dos veces. La soga, como una voluminosa serpiente, desapareció finalmente engullida por la negra boca de la abertura. Rufius no perdió tiempo: impulsó su cuerpo y avanzó frenético con los dedos entumecidos. Un par de maldiciones y un breve salto bastaron para ponerlo en cuclillas sobre el exiguo canto de acceso a la torre.

El ladrón asaltó el espacio de la estancia blandiendo el filo de la daga.

—¡Enséñame los dientes, perro! —bramó.

Pero no halló a nadie…

Avanzó a tientas por el ensombrecido aposento, hasta que sintió el chistido a sus espaldas. Se volvió, rápido como un tigre, y reparó en la sombra de un hombre encapuchado.

—¿Y tú quién demonios eres? —Rufius descartó la idea de otro ladrón que buscara compartir el botín: atuendo demasiado holgado para los gajes que demandaba el oficio—. ¿Y bien? ¡Habla!

La sombra se aproximó, tambaleante y nerviosa. Se hizo visible la presencia de un muchacho demasiado joven para las canas que poblaban sus sienes.

—¡La gloria sea con Aquel que no muere! —dijo el desconocido, adelantando el remedo de una precaria sonrisa—. ¡Eres mi genio salvador! —El muchacho se acercó a Rufius y tanteó su pecho, sus ropas, su pelo, sus ropas otra vez—. ¡Extraña apariencia para una criatura del Otro Mundo! —concluyó, y clavó la vista azorada en el arrebatado rostro del ladrón.

—¡No soy tu genio, y no vengo a salvarte! —Rufius estudió el semblante de su interlocutor—. ¿Quién eres? ¡No pareces una bruja ajada por los siglos!

—Me llamo Abdul. Soy… ¡Estoy prisionero en este endiablado lugar! —El muchacho retorcía con fruición un pliegue de su túnica—. ¡Ahora tú también eres un prisionero!

Rufius alzó los hombros en un claro gesto de impaciencia.

—¿Así que eres un prisionero? ¿Y quién te priva de tu libertad? —El ladrón miraba receloso al muchacho—. ¿Seguro que no eres un niño de mamá, enviado por alguna casa ducal a completar sus estudios en este aburrido claustro, y que ve ahora la oportunidad de largarse?

—Oh, noooooo, ¡no! —El joven negaba con la impaciencia frenética de su cabeza agrisada—. ¡Soy el esclavo de Mardella, la hechicera-vampiro! ¡Ella te arrancará el corazón por haber mancillado la maldita santidad de su morada, y me obligará a mí a comérmelo aún palpitante por no tomar las medidas del caso!

—¿La maldita santidad de su morada? —El ladrón soltó la risa ante el espanto contenido del entogado—. “¡Por no tomar las medidas del caso!” —rememoró, y se llevó una mano a la cabeza, al tiempo que las lágrimas saltaban de las ranuras de sus ojos.

—¡De qué diablos te ríes! —El muchacho miraba en torno suyo, como si esperara que de las sombras surgiera la mismísima Muerte—. ¡Cállate o si no…!

—¡Suficiente! Si eres prisionero, niño —dijo Rufius, restregándose las lágrimas de las mejillas—, ¿por qué no intentaste escapar?

—¡No sabes cuánto lo deseo! Pero, aun teniendo tu habilidad para escalar, ¿a dónde iría? —El joven suspiró abatido—. Soy originario de la región de Hiyaz, mis pies han fatigado las puertas de Los Dos Santos Lugares, en bendita peregrinación, bajo las noches insomnes que son mil y una veces contadas… ¿Crees que el Ramadán está fijado en el calendario que dicta las fases de esta luna? ¡Mi reino no es de este mundo, oh, ladrón del Libro!

Rufius apenas entendía algo de lo que el chico le decía, pero alzó la guardia alarmado cuando oyó la palabra comprometedora.

—¿Qué sabes tú del libro? ¿Y por qué crees que vengo por él?

—¡Oh, vamos, todo aquel que interfiere en el nido de Mardella busca sólo una cosa: el Libro de los Muertos!

Rufius se rascó la cabeza.

—¿Has dicho… nido?

—¿Acaso has notado en toda la edificación algún tipo de acceso que no sea la diminuta ventana por la que entraste?

Rufius, sombrío, asintió. En efecto, la mole de roca se erguía solitaria en un promontorio desolado, desprovista de todo tipo de murallas: “Ni muros exteriores ni interiores”, le había asegurado su mandamás. “Sólo una torre, como un gran dios pétreo, en medio de la bruma”.

—¿Qué hay arriba? —preguntó el ladrón.

—Una atalaya almenada —contestó Abdul, sin soltar su túnica—, y los belicosos vientos del Orbe.

El siguiente interrogante de Rufius —de qué manera accedía Mardella— halló respuesta antes de que formulara la pregunta: un golpe atronador retumbó sobre su cabeza; un golpe de tal vigor y sustancia que los andamios del techo abovedado rechinaron y la argamasa se desprendió bajo el intempestivo aporreo de unas pisadas sostenidas.

El rostro del muchacho empalideció. La verborragia de su boca atacó estentóreamente, mientras la espuma de la locura comenzaba a agolparse en las comisuras de sus labios.

—¡Oh, veo que has llegado, Mi Reina de la Negra Mortaja Alada!

Rufius observaba el techo al tiempo que sentía la evolución de los contundentes pasos. Miró al chico: estaba de rodillas, lacerándose las muñecas y los antebrazos con un pequeño estilete que había extraído de su manga.

—¡Ya casi he terminado la traducción del Libro, Mis Ojos Abatidos! ¿Podré hoy besarte o rozarte, Sublime Íncubo de la Noche Primigenia?

Para Rufius el espectáculo había acabado: sacó a relucir dos espadas cortas de los laterales de su mochila. De pronto, la luz decreció, y el ladrón vio que una maraña de ratas negras y peludas se abría, en varias vertientes frenéticas y chillonas, a través del espacio de la ventana. Las ratas promediaron el exiguo antepecho de la abertura, y cayeron con un ruido sordo y fofo sobre el adoquinado de la sala. A continuación, las vertientes de pestíferos roedores se unieron en un cauce unívoco para elevarse, engrosarse, y, finalmente, entre innúmeros chillidos de diminutas pezuñas abigarradas, cobrar una forma cercana a lo humano.

La cosa trazada por dientes y garras proyectó dos ojos encendidos como brasas, y Rufius sintió la fuerza de su corazón sacudiendo la caja de su estremecido pecho.

¿Qué dádiva deja tu alma en el vórtice de mi casa?

¡La voz! Era como oír a una serpiente, si tales animales poseyeran el don de la palabra.

Rufius Malakkai Treviranus, de la infecta Ciudad de Ladrones: Mélido, la que es Reina.

Pero entonces la cosa desatendió al ladrón, y clavó los ojos fulgúreos en el joven Abdul, que, a duras penas, se había puesto de pie.

¿Y tú, yerto Califa?

El harapo en que se había convertido el muchacho se acercó lánguidamente a la aberración de abominables pálpitos rastreros.

—¡Soy tu obra, oh, Atroz Majestad Ubicua! —balbució, y cayó de hinojos.

Mientras tanto, Rufius había detectado la abertura salvadora de una cámara adyacente. De un salto, atravesó el umbral flanqueado por obtusos cirios. Se encontró en una sala pequeña, vagamente amueblada: una mesa cubierta de rollos, folios y un tintero, una lámpara de aceite, un alto atril, y, sobre el atril…, ¡un voluminoso tomo!

A todo esto, la voz sibilina le llegó opacada del otro lado de los muros:

¡La traducción del Libro no se ha concretado! —alcanzó a oír, y, seguidamente…

En algún punto del cerebro de Rufius se articuló la idea de que algo gritaba, se retorcía y moría. Se negaba a creer que el grito hubiera salido de boca humana, puesto que ni en la agonía de la tortura podía un ser de carne y hueso proferir un lamento semejante; sin embargo, cuando el ladrón de Mélido vio avanzar a la caricatura de ser humano en que se había convertido el joven Abdul —la piel de su cuerpo colgaba en tiras que se arrastraban tras los pasos informes y ciegos— comprendió que el horror puede registrarse más allá de los márgenes de la mente y devenir grito:

—¡¡¡NO ME ATRAPARÁS CON VIDA, PERRA!!! —rugió, y apretó las empuñaduras de las espadas.

Entonces evaluó el peso de las armas, y concluyó que no le servirían de nada. En ese momento, recordó a su mandamás: “¡Oh, casi lo olvidaba, mi estimado Rufius: es posible que la vieja bruja refunfuñe y se ponga un poco molesta porque quieres llevarte su librito. Si esto sucediera —aunque es harto improbable, ya que es solo una anciana achacosa—, no dudes en usar el ingenio de cintura que te di, ¿de acuerdo?”.

¡El ingenio de cintura! Rufius extrajo de su cinto un extraño, ebúrneo y esbelto tubo provisto de un amplio agujero en uno de sus extremos y de una empuñadura curva y pequeña de madera en el otro. Lo miró a lo largo y ancho, recordando las instrucciones de uso que le había dictado su mandamás: “Bueno, en realidad no he tenido tiempo de perfeccionarlo según las pautas de bizarra exquisitez que me caracterizan, pero, creo, básicamente, que funcionará: todo lo que tienes que hacer es echar para atrás este pequeño pestillo hasta que oigas un cliqueteo y, luego, jalar de esta palanquita que está acá, ¿me sigues?”.

“¡Claro que te sigo, condenado hechicero del Infierno!”, pensó Rufius, al tiempo que retiraba el volumen del atril y lo guardaba en una alforja. “¡Así que sólo una vieja con achaques!”.

A Rufius le llegó el sibilante modular de la voz, y se le erizaron los pelos de la nuca:

Rufius Malakkai Treviranus de Mélido, me ruge tu corazón. Esbirro del Sin Sombra, me susurra tu odio…

Rufius adelantó el tubo sujetándolo firmemente: “Con ambas manos, ¿sí?, y contienes la respiración. ¡Y no lo olvides: derecho a la cara o al pecho!”.

“¡Maldito hechicero!”, escupió Rufius, y esperó…

El rostro de la cosa asomó, como una aparición, en medio de un fragor de chillidos estridentes.

La detonación retumbó en el reducido espacio del aposento con un estertor de proporciones demenciales: el engendro retrocedió, con la cara deshecha.

Rufius pasó sobre el cuerpo violentamente convulsionado de la criatura y emergió a la sala principal. Vio el ínfimo espacio de la ventana, como la esperanza suspendida en un rayo de luz ceniciento.

Las instrucciones de su mandamás asaltaron su memoria:

“¿Estamos escapando? ¡Bien, bien, bien! Ahora, escúchame, compañero de los Mares Oscuros: en cierta ocasión, para salvar el pellejo de las garras de Máximo Radinnhus, Senescal de Poo, tuve que idear un juguetito para Valerio, su muy gordo y aburrido vástago. El ingenio me costó un par de noches de reclusión en las mazmorras de Silahj, fortaleza del Senescalado de Poo-Sur, y otros tantos suplicios frutos de la metódica visita de un enviado personal del amigo Máximo, que se entretenía torturándome para que apurara el lúdico trámite. Como sea, el juguete estuvo listo, y el retoño seboso y horripilante disfrutó porcinamente de él, ¡hasta que yo, henchido con el néctar de la dulce venganza, lo hice rebotar y reventar sobre la cabeza enmudecida de su propio padre! Ah, en fin…, no quiero enternecerme refrescando tan gratos momentos: el juguetito está debidamente plegado en la mochila que cargas sobre tus hombros; así que, condenado hijo de perra, ¿qué diablos crees que estás esperando?”.

“¡Maldito hechicero!”, pensó Rufius.

Corrió y se lanzó, y sus pies se separaron del suelo con el impulso de una saeta, para seguir al bólido de su cuerpo que ya atravesaba la ventana, y…

¡Y algo aferró uno de sus pies!

Rufius cayó doblado en dos sobre el antepecho de la abertura, se golpeó y se repantigó en el piso.

Algo —unos dedos finos y duros— se había cerrado sobre su tobillo, impidiendo la fuga.

¡El Sin Sombra te ha conducido a tu perdición, ladrón! ¡Te mantendré vivo por siglos y me alimentaré de tus vísceras oyendo tus eternos gritos de terror!

Rufius adelantó el humeante ingenio de cintura, tiró del gatillo y…

¡Y comprobó que el arma no actuaba!

Se la arrojó a la cara a la cosa, que, según advirtió, no sólo no presentaba rastros de quemaduras o roturas producto del explosivo poder de fuego del tubo, sino que había adoptado un aspecto más humano: los ríos de chillonas ratas habían sido reemplazados por una piel nívea, ligeramente traslúcida y atravesada por venillas azules; sus ojos eran dos diamantes del color de la sangre, que miraban con un odio de eones, sobre el horizonte de una boca orlada de negros y furiosos dientes. La voz, sibilante, era la misma cuando dijo:

¿Y ahora qué harás, ladrón de guante blanco, fugaz agente de la Cofradía del Baluarte?

Rufius respondió. Asió las espadas y las blandió: el primer estoque cortó de punta a punta el cuello de la cosa, que se abrió vertiendo un mar de sangre. El monstruo, sorprendido por la rapidez del ataque, tanteó la herida con mano trémula bajo la barbilla. El ladrón no desaprovechó el instante: la bestia se había puesto precariamente de pie, aún pasmada por la furiosa pericia del atacante, cuando Rufius proyectó el filo de la segunda espada: esta vez, el estoque atravesó el pecho y el corazón de la criatura. La cosa se paralizó, como una estatua de mármol en una noche de tormenta, y clavó la fragua de los ojos en su enemigo. Gruñó, ya recuperada, y adelantó su sonrisa de dientes de sable; mientras tanto, su mano de garras corvas y pronunciadas se había cerrado sobre la empuñadura de la espada, para, tramo a tramo, retirarla del pecho. Contemplaba el acero bañado en sangre con jocoso desprecio, cuando comenzó a decir:

¿En serio creías, insignificante mortal, que con esto…?

¿Cómo se registra un grito que es odio y es sorpresa y es carnadura de sorprendido miedo?

Rufius no estaba. ¡No estaba!

La criatura enloqueció, olisqueando a uno y otro lado la escena vacía. Finalmente, desplegó sus alas de un negro traslúcido, bellas y terribles como el encaje confeccionado por la rueca de un sastre diabólico, y levantó vuelo. El salto se produjo con tal impulso que el techo de la torre se desmoronó por el impacto. Cuando emergió a la noche, su ambigua forma alada se recortó momentáneamente en el disco de la luna. A todo esto, Rufius, al límite de sus fuerzas, se había dejado caer por la abertura, recordando a su mandamás:

“¿Qué me cuentas de la vista, eh, amigo? ¡Oh, olvidé que careces de la inteligencia suficiente como para tomártelo con humor! Está bien, voy al grano: ¡Tira de la maldita cuerda!”.

¡La cuerda!

Rufius obedeció. Lo que ocurrió a continuación fue una mezcla de miedo, sorpresa y redomada suerte: el monstruo había divisado la figura distante del ladrón cayendo por las profundidades del abismo, y, de la misma manera que el halcón arremete sobre el ave de presa, se había lanzado en su persecución. A poco estuvo de atravesarlo con sus garras cuando el juguete accionado por el cabo de la cuerda cobró vida: una inmensa sombra brotó con la fuerza de un huracán del interior de la mochila, ocultando a la vista la figura desvanecida del asaltante. Pero, como la suerte tiene dos caras que sonríen a la par, el engendro se vio atacado por la misteriosa sombra que, al mismo tiempo, le había salvado la vida a su contrincante: sintió que una presencia de negro lo recibía en su seno dúctil, engullendo su diabólico cuerpo alado, para golpearlo con invisibles puños de viento.

Rufius se precipitaba ahora más rápido: Mardella, la hechicera-vampiro, se sacudía anonadada en el informe ingenio flotante, luchando vanamente para liberarse de la insólita reclusión en la que se encontraba. Sus sacudidas deformaban la estructura contenedora de vientos, al tiempo que sus chillidos cortaban el paisaje nocturno con una hoja de enloquecido odio.

El ladrón tiraba de sus aparejos inútilmente, tratando de sacudirse a su enemigo, mientras continuaba el descenso en picada. De pronto, Mardella emergió de la informidad que la había apresado y desplegó sus alas: voló, como un ave de carroña, describiendo círculos en torno de Rufius. El ladrón apretó la alforja que contenía el libro contra su pecho, observando la evolución de la vampiresa: los círculos se cerraban, cada vez más y más. Poco a poco la tuvo encima, inevitable, funestamente: Mardella lo apresó por los hombros mientras ambos se deslizaban a través de la noche.

El monstruo rugió:

¿Y bien, Rufius de Mélido? ¿Qué otro truco escondes bajo la manga?

El ladrón no tuvo tiempo para dedicarle una sonrisa a su salvador, puesto que todo se desarrolló en segundos: un aleteo frenético sobrevoló a los contendientes y unas garras de hierro arañaron la cabeza vampírica. Tan pronto el monstruo alzó la vista para precisar la naturaleza del ataque, se topó con el más punzante de los dolores: ¡Porque el pico de un búho se había clavado en el rubí de sus ojos!

Mardella profirió un grito espantoso y se separó de Rufius, mientras sacudía la tempestad de sus garras a diestra y siniestra, tratando de sacarse de encima al emplumado demonio que la atacaba con un tesón de pesadilla. Rufius contempló embriagado la escena: los alados antagonistas se alejaban, se empequeñecían, esgrimiendo formas y dibujos sobre un fondo de estrellas, como si ambos encarnaran una constelación dedicada a la guerra. Entonces, el aire se adensó a su alrededor, y Rufius Malakkai Treviranus, de la Cofradía de Mélido, sintió un golpe que le recorría el cuerpo desde la planta de los pies hasta la cabeza. Segundos antes de perder el conocimiento, supo que una sombra de negro caía sobre él, con la blanda y necesaria eficacia de una mortaja.

 

***

 

La lengua de un gato es decididamente rasposa, ¿no lo creen?

 

***

 

Rufius abrió los ojos. Y alcanzó a ver que un rabo enhiesto tomaba distancia de él, para situarse a los pies de un hombre de oscura presencia: su impredecible y conspicuo mandamás.

—Come, amigo sabio. —Narhitorek, el nigromante, deslizó un ratón al pico del búho posado en su antebrazo—. Después llenaré tu escudilla, Tenaz —concluyó, mirando de soslayo a su gato tuerto.

Rufius se incorporó sintiendo el precario accionar de cada uno de sus adoloridos huesos. Todavía era de noche, y la morada de Mardella resplandecía con un fuego oscuro bajo el ojo de la luna.

—Si estás pensando en usar tu famosa daga, camarada —comenzó diciendo el hechicero, ni bien constató que el ladrón tanteaba su cintura—, piénsalo de nuevo, ¿quieres? —Y, en este punto, sopesó el filo del arma en su diestra—. ¿Cómo la ves, compañero bogante?

—¡Maldito, hechicero! —escupió Rufius, mientras se deshacía del lastre de su mochila—. ¡Así que sólo una anciana venida a menos!

—Mardella tiene cuatro mil años —bostezó, tranquilamente, el nigromante—. Está bastante arrugada, en mi nada humilde opinión. —Detectó la agitación en su interlocutor—. ¿Buscabas esto? —Adelantó el correoso e imponente volumen—. ¡Cumples bien con tus trabajos, atracador de caminos!

—¿Qué harás con él?

—Olerlo, por supuesto, cada una de sus páginas. —Narhitorek repasó el volumen con mirada encendida—. Luego, veré si tiene dibujos, porque, claro está, ¿de qué demonios sirve un libro si no tiene dibujos? —El nigromante cerró el tomo y lo guardó en un estuche forrado en piel—. Y, por supuesto, reservaré lo más tedioso para el final: me quemaré las pestañas leyéndolo.

—Había… —empezó el ladrón—. Había un muchacho…

—No podías salvarlo, si es lo que te preocupa. —El hechicero alzó su antebrazo y dejó que Plata, el búho, batiera sus alas y se marchara—. Fue secuestrado por los agentes de Mardella en otro plano de la realidad. ¡Lamia estúpida! Como traductor debe haberle servido de poco: cualquier principiante en arcanos menores sabe que la lectura de las necrománticas líneas conlleva la locura.

—¡En ese caso, no creo que tengas problemas, maldito! —Rufius se plantó de cara al nigromante—: ¡Tú ya eres un completo demente!

—¡Oh, así es, gracias! —El hechicero pegaba saltitos, emocionado. Enseñó los dientes bajo el ala del sombrero cuando preguntó—: ¿Fumas? —Extrajo una pipa de hueso de entre los pliegues de su capa y se llevó la esbelta boquilla a la boca.

Rufus no se molestó en contestar. Le dio la espalda al nigromante y echó un vistazo a la siniestra torre-nido de Mardella: el vencido gigante desdeñoso ocultaba la vergüenza de su cúspide entre una nube de densa bruma.

—¿Qué hay de la perra? ¿Vive?

—¡Oh, por supuesto! —Narhitorek aspiró el humo de sus veloces pitadas—. En este momento, permanece envuelta en un capullo secretado por su propio cuerpo malherido, del cual surgirá como nueva.

—¿Y qué esperamos? ¡Acabemos con ella mientras dura el trance!

—Dormida es más peligrosa que despierta: Mardella fue una hechicera de enorme poder antes de profesar el Rito de la Sangre. Su morada permanece bajo la protección de las más cruentas trampas pergeñadas por su mente profunda. —El nigromante soltó la risa—. ¡Bah! ¡Más adelante, yo mismo le daré un buen tirón de orejas! —Y, diciendo esto, se alejó hacia un abrevadero en el que pacían un par de caballos.

Rufius se desentendió de la torre y miró al gato.

—¿Y tú, qué?

El ojo bueno del felino se clavó con su aureola verde en el humano. Dijo:

—¡Mauuuuu!

—¿No dices nada?

El gato insistió:

—¡Mauuuuu!

Rufius tomó una piedra del suelo con gesto amenazante.

—¿Estás seguro de que continuarás con tus burlas?

En esta ocasión, el animal optó por rascarse el cogote.

—¡Así que…!

—¿Qué haces?

Rufius pegó un salto. El nigromante estaba a su lado, sujetando las riendas de los caballos.

—Tu gato —se limitó a decir el ladrón, y lo señaló. Detectó la cara de genuina consternación del hechicero. Insistió—: Es decir… Tu gato, Tenaz… Él… —Vio que el nigromante lo miraba de hito en hito, para luego desentenderse del tema y dedicarse a aprontar una de las monturas—: Quiero decir… Es decir… ¡Nada!

El hechicero concluyó su faena.

Betún te llevará a un lugar seguro donde repondrás fuerzas —dijo, palpando el robusto cuello del semental—. ¿Conoces la posada del viejo Ruth?

—¿El trueno azul? —Rufius montó, aún contrariado por lo del gato—. ¡Sí, claro que la conozco!

—Dile que vienes de mi parte. No tendrás problemas…

—Hay quienes aseguran que el lugar está embrujado —empezó a decir Rufius—. Se dice que unas luces extrañas…

Narhitorek propinó un contundente azote al anca del imponente caballo. Betún salió despedido con un relincho, llevándose las maldiciones de su jinete. Rufius detuvo el trote en seco, se volvió y escupió:

—¡Vete al infierno!

Narhitorek se sacó el sombrero, profundamente agradecido, mientras saludaba con la mano.

El jinete se alejó por fin, profiriendo maldiciones a boca de jarro.

Cuando la explanada frente a la torre quedó en paz, el nigromante retiró el libro de su estuche. Lo sopesó en sus manos, con una sonrisa de niño en la cara pálida. Finalmente lo abrió y lo olió: una inspiración profunda y sentida, propia del conocedor.

Entonces dijo:

—¡Ahora los dibujos! —Y buscó ávido las retorcidas ilustraciones manuscritas—. Mueve tu pequeño trasero, Tenaz. ¡Nos vamos! —El gato lo siguió de cerca, ronroneando complacido.

Se alejaron por un camino festoneado de raquíticos árboles, mientras la luna, como una habilidosa ascensionista, llegaba a lo más alto del cenit.

Nada diré en este punto sobre lo que le pasó a Narhitorek mientras avanzaba embebido en la contemplación de las terribles páginas. Para eso, caminante, tendrás que esperar…

Lo único que te revelaré es que una plañidera voz lo abordó a la vuelta de un recodo y le susurró… le susurró…

¡Oh, en fin!

¡Hasta la próxima, caminante!

 

 

Juan Manuel Valitutti. Escritor nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1971. Ha publicado cuentos de ciencia ficción, fantasía y terror en los principales medios digitales y de papel. Su personaje Narhitorek, el Nigromante, nace en el contexto de relatos titulado “Crónicas del Caminante”, editado periódicamente en la hoy desaparecida página electrónica “Portal de Ciencia Ficción”, de Federico Witt. Alumno agradecido del taller “Máquinas y Monos”, llevado adelante por la Revista Axxón, asegura haber aprendido en este espacio virtual las dos armas ultrasecretas para concretar un cuento: la construcción del tempo o distribución visual de la información en pantalla, y una herramienta imprescindible: la invencible combinación ALT + 0151.

Hemos publicado en Axxón: EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR, DEMONIO BLANCO y EL FINAL DE LA HISTORIA.


Este cuento se vincula temáticamente con DEMONIO BLANCO, de Juan Manuel Valitutti; TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y CUENTAN LOS SOLDADOS, de Yoss.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Argentina : Argentino).

Axxón 242, mayo de 2013

Editorial: “Mayo otoñal”

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El otoño, muchas veces, es marcado como una etapa triste del año. Una época gris, donde los árboles pierden la vida de sus hojas y quedan escuálidos, expuestos en la desnudez de sus ramas. También, en esta zona del planeta, suele ser época de lluvias y humedad, más que de frío. Está claro que no ha empezado ahora, sino en marzo, pero es el mayo cuando ya avanzado se ven sus huellas en las horas del día y de la noche, en la naturaleza y en nosotros.

Yo recuerdo y trato de vivir el otoño como una época mágica, llena de ocres y naranjas, donde las hojas se mueven y crujen al compás de nuestros pasos y es cuando un simple rayo de sol a las cuatro de la tarde puede ser festejado como un regalo memorable. Los otoños de mi infancia, no tan lejanos pero si muy distintos a los que viven mis hijos, eran plenos de barriletes volando al viento, y si llovía se transformaban en tardes con amigos y juegos de tablero, o piedritas para jugar a la payana. Y de lectura, por supuesto. Las escasas horas de televisión infantil eran compensadas por fructíferas aventuras vividas a través de revistas y libros, y luego remezcladas y recreadas a partir de nuestra imaginación infantil e ilimitada.

Y ya que hablamos de las épocas de nuestras vidas, también solemos llamar otoño de la vida a ese lapso que arranca en la madurez y donde uno (o el cuerpo de uno) empieza a mostrar huellas de que ya no se es tan joven, cuando las canas llegan y el cabello (al menos en mí) comienza a replegarse.

Pero en todos estos casos el otoño es también una época atinada para volcarnos a la reflexión y proyectar un futuro luminoso.

En eso estamos.

Por lo pronto, arrancamos este número con un largo ida y vuelta entre Ricardo Giorno y Teresa Pilar Mira de Echeverría que, creo, no tiene desperdicio. Uno, por suerte, está acostumbrado a conocer escritores que cuentan con un caudal importante de conocimientos, pero a veces esa capacidad de barrer la cultura que tiene Teresa, de escanearla, es apabullante. Y ahí recuerdo que ella no es más ni menos que Doctora en Filosofía y además investigadora del género… Entonces el rompecabezas va completándose, y se redondea un poco más al leer el cuento que acompaña a esta charla, que fue elegido por el propio Ricardo (quien, debo reconocer, me ganó de mano). Un cuento que se titula —ya se habrán dado cuenta— Otoño, y que quizás nos muestre, desde una óptica distinta, por qué puede ser poético, bello, y a la vez terrible.

Puede ser que estemos en otoño. Que los días sean más cortos y frescos y también lluviosos, y que uno tenga ganas de quedarse en casa haciendo fiaca. Pero desde este lugar me siento un espectador privilegiado, y quiero —necesito— compartirlo con ustedes. Por lo que les estamos presentando en el arranque de este nuevo número y por lo que sin duda vendrá después. Para estar seguros de que, al menos desde estas páginas, mayo será un mes pleno y feliz.

 

 


Axxón 242 – mayo de 2013

Editorial

“Entrevista a Teresa Pilar Mira de Echeverría”, Ricardo Giorno

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ARGENTINA

 

Teresa Pilar Mira de Echeverría
Teresa Pilar Mira de Echeverría

AXXÓN: ¿Alguna vez fuiste Teresita?

 

Teresa Pilar Mira de Echeverría: Toda mi infancia.

También “Tere”, sobre todo ahora, para los amigos, y otras variaciones intermedias más o menos cortas o largas.

El único pseudónimo que usé en mi vida, para un concurso, era bastante literal: Ómicron Ceti, o sea, la estrella variable “Mira”, aunque, en realidad, son dos.

Incluso se pueden generar combinaciones bastante graciosas, como “T. Mira”… O, si incorporo mi apellido materno —el cual aprecio inmensamente, pero no uso porque si no sería algo así como un nombre kilométrico—: Mira-Segura…

¿Por?

 

 

AXXÓN: Pregunté porque me interesó tu infancia. Es que estuve leyendo tus estudios y cátedras (me impresionó bien, debo confesarlo). Hurgué buenamente entre tus saberes, en definitiva. Y me gustaría saber qué injerencia tuvo Teresita en todo esto. Simple curiosidad de preguntón. Aunque uno nunca sabe.

 

TPM de E: Uy, la infancia… Tuve una infancia magnífica. Hija única, mis padres: obreros autodidactas y locos por la literatura. De mi viejo aprendí a leer los clásicos de la modernidad cuando tenía nueve o diez años: Víctor Hugo, Dostoievsky, Dickens, y a jugar ajedrez y a escuchar y a razonar las cosas. De mi vieja, a apreciar la poesía (Machado, Hernández, Lorca), las novelas de misterio, la pintura, la música, a sentir a fondo, a apasionarme por las buenas causas aunque estén perdidas. Mi abuela me transmitía esa cosa fresca y mágica de las artes curativas y las plantas, que yo medio me la creía y medio la analizaba con escepticismo, pero que hoy valoro profundamente. Eso primigenio, junto con los cuentos y las “historias de antes”.

Yo era la típica nerd (bah, hoy lo sería, en esa época el nombre era “traga”). Colegio católico de chicas. No era muy sociable, me llevaba mejor con la gente grande, salvo honrosísimas excepciones.

Me apasionaba la literatura, el arte, la ciencia. Mucho. Hablaba bastante con la bibliotecaria, que me introdujo a Scott y Verne (caballería y viajes fantásticos, ¡guau!).

A los once, Carl Sagan mediante, decidí que iba a ser astrónoma, y en casa lo tomaron como lo más normal del mundo. Mi viejo me regaló 2010, odisea dos de Clarke, y todo empezó: el viaje por las lunas jovianas con don Arthur todavía me pone la piel de gallina. Supongo que ese fue mi norte por otros once años más hasta que largué o, mejor dicho, la astronomía me largó a mí.

A ver, un día típico mío de la infancia era: despertarme temprano —a mi completo y total pesar, odio madrugar (fijate el amor que le tendría a la astronomía luego, que para llegar a la Plata a tiempo de la primera clase, me despertaba a las 3 y tomaba el primer colectivo de las 4 AM, por tres años y medio)—, ir al cole donde aprovechaba a leer en la biblioteca en las horas libres o ver libros de arte, recuerdo uno de Corot que me tenía loca, evadir gimnasia como podía, aprovechar el recreo para confraternizar con un par de chicas que también estaban “al margen” como yo, en casa almorzar, hacer la tarea rápido y ahí sí: leer y ver en la tele mucho Viaje a las Estrellas, y Galáctica, y MacGiver y Sábados de Súper Acción con pelis muy clase Z, y a la noche las estrellas en el jardín. Entre medio, escribía, pero la mayor parte del tiempo estaba “con la cabeza en las nubes” o leyendo (mucho, de todo, pero más de ciencia ficción y de ciencia) o jugando con mis perros o ¡criando musgo!

Recuerdo soñar mucho despierta, muchísimo. Inventar historia tras historia. Siempre tenía la cabeza en el futuro, más allá. Por eso tal vez mis recuerdos son una mezcla tanto de cosas reales como ficticias.

Buena parte de eso se lo debo también a mis viejos, que me habían hecho una especie de oasis en medio del despelote del país y del mundo. Y eso que ellos y los amigos de la familia militaban. Tuve un apoyo incondicional, siempre. Dos personas increíbles. De ellos no sólo saqué el amor por el conocimiento y el arte, sino el amor por los ideales.

Puff, familia idealista si las hay. Todavía hoy.

Y con Guillermo Echeverría, mi esposo, seguimos la tradición, je je je. Tengo mucho que agradecer.

Lo de la filosofía fue en realidad algo que, después reconocí, se había venido gestando desde esa época de la infancia. Incluso de esas preguntas metafísicas que uno se hace de chico, ¿viste?, pero que no reconocí hasta no pasar por lo que, para mí, fue una gran crisis.

Y también a eso debo agradecerle.

 

 

AXXÓN: ¿Qué vendría a ser el “Inconsciente Estructural”?

 

TPM de E: A ver, Inconsciente Estructural es un concepto acuñado por Claude Lévi-Strauss, el filósofo y antropólogo creador del estructuralismo. Tiene un poquito de Freud y mucho de Jung (aunque esto último no lo digamos fuerte porque hasta desde el más allá nos va a mandar a pasear). Lévi-Strauss sostenía que el “hombre” es un ente social, no individual. El Inconsciente Estructural es el inconsciente del hombre en tanto sociedad. O sea, un inconsciente colectivo único, que subyace en todos los individuos, y que es el sitio de donde manan nuestras acciones en su más profunda verdad. Por ejemplo él decía que todo el mundo, al aprender el lenguaje materno, utiliza enseguida estructuras gramaticales universales: sujeto (una sustancia), predicado (un acto), cómo coordinarlos, etc., sin siquiera saber que son eso. Y no hace falta saberlo porque lo aplicamos inconscientemente, casi como una actividad refleja.

Así, habría un solo inconsciente para toda la humanidad, y eso significa que sus estructuras afloran aquí y allá, en cada individuo de cada época de cualquier cultura, y lo hacen siempre del mismo modo. Por eso, explicaba él, el mismo símbolo, el mismo átomo mítico, se repite una y otra vez a lo largo de la historia, en diversas culturas. Para él, el Inconsciente Estructural posee un solo Mito, El Mito (como el monomito de Campbell), y cada mito particular, cada historia contada por el hombre, en definitiva, no es más que una expresión local, reducida y parcial, un escorzo del único Mito, de la única historia.

Lo mismo pasaría respecto a la sociedad, a las relaciones de parentesco como filiación y alianza, etc.

Y, en definitiva, lo mismo pasaría con toda actividad humana.

Conscientemente nuestro ego individual o nuestra expresión cultural local se esfuerzan por otorgar sentido, por explicar; pero en última instancia, el verdadero motivo es inconsciente y colectivo. Seríamos para Lévi-Strauss las terminales de una única CPU, nuestra relativa independencia nos empuja a explicaciones parciales pero, en realidad, el que dicta todo, el que tiene la posta y sabe el porqué, es el procesador central.

Abejas que creen que se les ocurrió una idea genial para hacer un panal, sin saber que el instinto le viene dictando ese patrón a su especie, generación tras generación durante eones. Creen ser sus autoras, pero son simples intérpretes.

Sin embargo, el Inconsciente Estructural en sí mismo no es más que un nivel de expresión (de ser, si querés) de la propia Estructura que en realidad lo abarca todo. Sería algo así como la expresión a nivel humanidad de la única estructura que subyace a todo: al cosmos, a la materia-energía, a todo.

¡Es muy volado!

Parte de la teoría es muy asfixiante, pero otra parte es realmente alucinante.

 

 

AXXÓN: O sea que, apoyándonos en esta teoría, podemos decir, por ejemplo, que las pirámides diseminadas por el mundo, y construidas por diferentes culturas que ni siquiera se rozaban, son una cualidad del “Inconsciente Estructural” y no de acciones extraterrestres, por decir algo.

 

TPM de E: Sí, es un ejemplo. Una estructura de tipo piramidal podría ser vista como un elemento estructural que se repite, incluso como un patrón mental común a los seres humanos.

Pero, en este caso, el ejemplo es lo suficientemente amplio como para que “haga trampa”, porque ni siquiera haría falta ser un partidario del estructuralismo para explicar el fenómeno. Para que nos sirva de ejemplo debería ser algo que supuestamente sólo pueda ser explicado estructuralmente, o que al menos dicha explicación sea la más acertada o “económica”, Ockham mediante.

La forma piramidal, la resemblanza con una montaña, etc., es lo suficientemente abstracta y general como para que surja aquí y allá en la historia de la humanidad por otros motivos —abstracción, deducción, analogía, etc.—, lo mismo sucedería, por ejemplo, con la representación de la planta circular en una construcción (desde una iglesia a un tipi) o la utilización del cuadrado como representación de los cuatro rincones del cosmos, la totalidad, etc. Allí también hay simple observación del espacio que nos rodea: las montañas que se elevan hacia el cielo tienden a presentar una forma vagamente triangular, la salida y puesta del sol marcan puntos opuestos y su perpendicular denota otros dos: los cuatro puntos cardinales, el sol y la luna (muchas veces) son circulares. Todo eso puede ser resultado de la observación de los mismos elementos por diferentes hombres que están dotados de la misma capacidad de abstracción mental por pertenecer a la misma especie.

El Inconsciente Estructural bucearía en algo un poco más profundo. Por ejemplo, si esas pirámides se utilizan siempre con el mismo fin o si están ligadas a la misma clase de símbolos en diferentes culturas que tienen diferente simbología.

Te pongo un ejemplo. En Europa existe el cuento de Cenicienta, probablemente surgido de un mito anterior. Cuando los europeos llegaron a América y lo relataron, fue adaptado por el pueblo zuñi como “La cuidadora de pavos”. Hasta ahí tenemos un simple traslado de la situación de un marco de referencia a otro. Pero luego se vino a saber que ya había en América una historia similar… aunque diferente: “El muchacho ceniza”. Este mito es anterior a la conquista. Es un caso de paralelismo mucho más peculiar, porque es punto por punto una inversión del cuento europeo. En lugar de ser femenino, el protagonista es masculino; en lugar de ponerse un vestido que lo hace bello, se come un vestido que lo hace feo; en lugar de tener una familia doble (madre y madrastra), es huérfano; etc. ¡Hasta el nombre coincide! Es decir, la utilización de las cenizas como símbolo central en ambos casos. Ambos son, por ejemplo, mediadores entre clases o formas sociales, etc.

Ahí es donde Lévi-Strauss ve la mano del Inconsciente Estructural, porque no es una simple repetición de patrones lo que se da, es una verdadera inversión de la narración que conserva los patrones estructurales pero torsionándolos (simétricos e inversos, los llama Lévi-Strauss): lo que allá es femenino, acá es masculino; lo que allá es lindo, acá es feo; lo que allá es externo, acá es interno, etc. Los códigos se mantienen, pero su polaridad cambia, se invierte. Para Lévi-Strauss es como si una enorme mente inconsciente hubiera diseñado un sistema binario y expresara las posibles combinaciones aquí y allá, en una cultura y otra.

 

 

AXXÓN: ¿Una mente inconsciente diseñando un sistema planetario binario de vida consciente? ¡Mierda! ¡Me diste flor de idea!

Pero vayamos por partes: cortito y al pie: ¿qué son y qué relación tienen “Antropología Filosófica”, “Filosofía de la Religión” e “Inconsciente Estructural”? Lo otro lo tocaremos más adelante.

 

TPM de E: ¿Cortito? Bien, trataré de decir algo coherente.

Inconsciente Estructural ya mencioné más o menos lo que es. Bien, si el hombre es un ser colectivo, la teoría clásica antropológica desde el punto de vista filosófico, es decir, desde el desentrañamiento de un saber sin supuestos —cosa que creo imposible— o, al menos, cada vez más consciente de sus supuestos, queda de lado, y el individuo deja de ser sujeto de la antropología. Por eso Sartre criticaba a Lévi-Strauss diciéndole que él estudiaba a los hombres como si fuesen hormigas. No es el hombre el individuo, vos o yo, sino el conjunto.

Por otro lado, la filosofía de la religión estudia el fenómeno religioso desde el punto de vista, no tanto del objeto que le correspondería más a una teología, sino del sujeto (el hombre, otra vez antropología filosófica) y, sobre todo, de la relación entre ambos (la religión) en sus múltiples expresiones. Bueno, el Inconsciente Estructural daría armas para correlacionar los aspectos similares en las expresiones de esas religiones. Ese estudio no diría nada del objeto (Dios), sino de la forma en que el hombre concibe, imagina, cree, etc., en ese objeto y cómo se relaciona con él en tanto, justamente, objeto de su fe, imaginar, concebir, etc.

Uniendo los puntos anteriores: el estructuralismo podría analizar al sujeto colectivo hombre, y ver cómo se relaciona, en cualquiera de los parámetros que dimos más arriba, con un ser del tipo de “lo Sagrado”. Y, sobre todo, desde el punto filosófico, abordar el tema de por qué es una constante el que no existan pueblos sin algún tipo de idea de lo sagrado. Y digo “sagrado” porque “religión” es un término específico y no tan extendido, y porque lo mismo ocurre con la palabra “Dios”, aunque no así con el concepto base del que participa, que es mucho más amplio.

 

 

AXXÓN: ¿Existe algún cuento o novela donde se pueda ver alguna de estas relaciones?

 

TPM de E: ¿Entre antropología, religión e Inconsciente? Pufffff. Pero la cuestión es, dónde no, porque la visión de estos parámetros está en el ojo del investigador y no siempre en la intención del autor, jejeje. Pero yo lo veo presente en muchísimos autores, que son, fundamentalmente, los que investigo… justamente por ese motivo.

Doy algunos ejemplos, si querés. Dune de Frank Herbert, en uno de sus múltiples niveles, trabaja con esta idea que relaciona lo sagrado con lo inconsciente y, obviamente, con lo antropológico. Pero donde mejor se ve es en Los creadores de Dios que es un laboratorio a escala de Dune. Ahí tenés una idea fascinante: la de “crear” mediante capacidades psíquicas X, inventadas por el autor, un dios; pero un Dios en toda su escala, algo así como: las creaturas creando a su creador, y que éste de verdad sea su creador. Una paradoja maravillosa que después salta con toda su fuerza en Paul Muad’Dib, el Mesías nacido antes de tiempo, y en la lucha entre lo sagrado y lo humano dentro del mismo personaje… O tal vez, mejor aún, Leto II en Dios emperador de Dune. O los propios gusanos de arena como ouroboros temporales, es decir, serpientes que se muerden la cola, seres autosustentados: absolutos.

Roger Zelazny lo hace, en cierta medida, en Tú, el inmortal, porque lo que aflora después de la hecatombe nuclear es la vivificación o encarnación de los mitos colectivos de la humanidad. El mito hecho carne.

Úrsula Le Guin, en el ciclo de Terramar, trabaja con los arquetipos junguianos: la Sombra en Un mago de Terramar, el Ánima en Las Tumbas de Atuán, etc., aunque, por supuesto, no se reducen a esto ni mucho menos.

Muchas veces los autores de la mejor fantasía lo hacen, porque el material mismo con el que trabajan, lo sepan o no, al ser eminentemente mítico-simbólico, está muy ligado a lo inconsciente colectivo.

El propio Dan Simmons juega siempre en el límite entre lo colectivo y lo individual en el ciclo de Hyperion. Sobre todo cuando tabaja con las mentes colectivas IA donde se genera, incluso, una suerte de Inconsciente Colectivo artificial.

Philip José Farmer, en Noche de luz, hace un trabajo sobre la noción de deseo, en todas sus facetas, que es fascinante en ese sentido. Pero donde mejor se lo ve es en Carne, un libro poderosamente mítico, donde toda una sociedad está actuando los mitos en vivo y en directo, actualizándolos en el sentido de “encarnándolos”, justamente. Claro que es obvio que, si se trata de trabajar con el inconsciente del propio lector, Relaciones extrañas es el mejor juego de retroalimentación que he visto hacer: un toque maestro.

Por supuesto que Philip K. Dick no hace más que volver sobre estos tres temas una y otra vez. En él lo sagrado es central. Pero, bueno, Dick había leído mucho a Jung, y eso influenciaba su concepción de modo directo. Así como también puede percibirse esa visión en algunas obras de Samuel Ray Delany, sobre todo en La intersección de Einstein, con el juego de personajes-arquetipos constante.

Pero, volviendo a Dick, su fuerte impronta gnóstica hace que el trabajo con la relación entre lo sagrado y lo humano, a través del inconsciente —pensemos en la religión mercerista de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la base de Blade Runner— se convierta, a medida que el tiempo avanza, prácticamente en el eje de su escritura: Valis (Sivainvi), Las invasiones divinas, Los tres estigmas de Palmer Eldritch… ¡El propio Ubik! Con la invención de una sobrevida que es casi un Inconsciente Colectivo entrópico, contra el cual lucha la fuerza reorganizativa de lo vital-sagrado: el propio spray de Ubik, o “la gracia divina” como dice Pablo Capanna.

Un ejemplo patente de creación de mitología y trabajo fuera del ámbito de lo sagrado pero con sus reglas o elementos, y donde se ve una suerte de nacimiento de mundus imaginalis —de mundo imaginativo que cobra fuerza y peso específico propio hasta insertarse en lo que podemos llamar malamente lo “real”—, y que se sostiene hasta hoy, es el propio H. P. Lovecraft y su magnífico ciclo de Cthulhu. Aquí el ejemplo es también la relación entre el autor mismo y su obra, que termina siendo apropiada por lo colectivo. No olvidemos el enorme énfasis que él pone en lo onírico como rastro de ese mundo perdido, no sobrenatural, pero sí sobrehumano.

 

 

AXXÓN: Vos tenés publicado en PRÓXIMA un cuento hermosísimo titulado “Otoño”. ¿Te acordás el instante de la creación? ¿Tenés algún grupo de gente con que comentar ideas o te las arreglás sola?

 

TPM de E: Gracias por lo de hermosísimo.

Sí, me acuerdo. Y permitime arrancar al revés, con la segunda pregunta, para poder dar mejor respuesta a la primera.

Con un grupo de dieciséis personas (Laura, Verónica, Adriana, Roxana, Paula, Patricia, Daniel, Guillermo, Lex, Rolcon, Facundo, Federico, Omar, Jorge y Max), tenemos un “taller” de escritura entre pares. Es decir que en rigor no está dirigido por nadie. Ni se dictan clases de enseñanza ni nada de eso, sino que todos colaboramos con todos, aportando lo que sabemos no sólo de escritura sino respecto a los temas en los que tenemos algo que aportar. Nos reunimos todas las semanas en un bar de Avenida de Mayo: hablamos, reímos, proponemos ejercicios. Es más un grupo de amigos ayudándonos mutuamente que un taller propiamente dicho. En esas reuniones surgen ideas e inspiración, pero sobre todo, es el sitio donde tenemos una suerte de “refugio” para charlar, debatir y compartir sobre ciencia ficción, fantasía y terror. Alguien dijo alguna vez que era un “hogar” para todos, y yo lo siento así. Allí hay talentos impresionantes. Nos llamamos “Los clanes de la luna Dickeana”, en alusión al libro de Dick, Los clanes de la luna Alfana. Y, como en esa obra, todos estamos un poco “tocados”, je, pero en el buen sentido.

Un día estábamos discutiendo varias cosas a la vez, como siempre. Eso es una fija. Pero cosas que se retroalimentan, que te hacen pensar, meditar, sacarle punta al lápiz del cerebro e hilar fino, meterte en cuestiones profundas a partir de algo risueño o simple y que luego, como bola de nieve cualitativa, se transforma en una discusión digna de grabarse. A veces hasta parece que no tiene nada que ver con la ciencia ficción… pero, igual que decía un profesor mío respecto de la filosofía, TODO tiene que ver con la ciencia ficción. Porque, en definitiva, es libertad pura.

Creo recordar que algo del tema en cuestión había sido la idea de cómo comprender al “otro”. Es decir, cómo hacer para entender de verdad, sin prejuicios, sin preconceptos, lo que otra persona, cultura, etc., piensa o siente. Y lo mismo al revés: cómo comunicar lo que uno siente en lo más íntimo a los demás. Obviamente éste es un tema clave para que el que quiere escribir.

Desde chica tenía esa preocupación que me obsesionaba: por ejemplo, todo lo que uno experimenta ante un paisaje de otoño (mi estación favorita del año), no sólo como sensación física sino vivencialmente, metafísicamente, “espiritualmente” si querés llamarla en tanto inmaterial, profunda, propia. Todo eso, ¿cómo se lo puedo comunicar al otro?

Es como decir: por más que te explique lo que es una rosa y lo que despierta en mí, sólo poniéndote frente a ella vas a comprender lo que digo… y ni así totalmente, porque lo que vos sentís frente a esa rosa es tuyo y tan único como lo que yo siento.

Bueno, el “otro” por antonomasia en la ciencia ficción es el extraterrestre. Siempre me gustó una noción teológica que dice que Dios al comunicarse no comunica algo propio de él, o algo proveniente de él (su palabra, etc.), sino que se comunica a sí mismo. Bueno, en cierto sentido, cuando nos comunicamos, nos comunicamos, es decir, nos damos, nos entregamos. En lo que decimos vamos nosotros mismos y nuestras convicciones, nuestro ser cambiante. Comunicar podría ser, en su forma más auténtica, comunicarse a sí mismo a otro.

En ese marco, se me ocurrió que una manera práctica de que eso sucediera entre dos especies diferentes, podía pasar por “formar” a alguien y, a su vez, aprender de los efectos de esa formación en ese ser tan distinto. O, tal vez, de una manera más drástica, de asimilarlo, de hacerlo consustancial con uno mismo.

Por eso los dos modos de “aprender”.

Uno, cargado de miedo y sospecha. Un modo exógeno, es decir, externo al ser que se intenta comprender. Y todo esto en aras de una falsa “objetividad” en el peor de los sentidos: la de convertir al otro en un “objeto” de observación, lo cual, desde el vamos, impone una barrera infranqueable y deja al observador incólume e intocado en medio de sus prejuicios. Con esto último quiero decir: conocer, para este tipo de investigador, no implica en él maduración ni cambio alguno, al contrario, lo deja imperturbable.

El otro modo sería el empático, basado en el consustanciarse con el otro. En un conocimiento pleno. Y eso, como dice Orson Scott Card en El juego de Ender, te lleva al amor indefectiblemente. Y sobre, todo, te lleva a cambiar. El que se relaciona con lo conocido y se inmiscuye con él, el que intenta empatizar no para entender sino para comprender —que es una manera de “abarcar” al otro dentro de uno—, siempre termina “modificado”, alterado, conmocionado por eso que estudia. ¡Y pobre si no fuera así! Leopoldo Marechal dice en Descenso y ascenso del alma por la belleza algo así como “la pena de jugar con fuego y no quemarse”.

Finalmente, el cuento plantea el problema que me surgió a mitad de camino: ¿Cómo compaginar o no ambos puntos de vista? ¿Cómo enfrentar entre sí a los distintos “investigadores”? Y, más que nada, ¿qué consecuencias tienen para el alma o la esencia humana esos modos de comunicarse?

Así que arranqué con la descripción de lo que el otoño provoca en mí, como autocomunicación, pero puesto en boca de un alienígena. Luego, vino la imagen del chico bajando a ese planeta extranjero y entrando en un orden no humano, que no le exigía tampoco dejar de serlo (aunque no pudieran mantenerlo en estado “puro”, palabra que no me gusta para nada).

Finalmente, nunca sé a dónde va una historia, empieza y trato de seguirle el ritmo, ver a dónde quiere ir. Jamás sé cómo termina un relato al empezarlo.

El cuento fue leído, comentado, y apuntalado en el taller varias veces. Me acuerdo que Rolcon me sugirió un punto de vista nuevo, uno que no había tenido en cuenta y que, junto con un comentario de Dany, reorientaba todo el final. Pero todos aportaron muchas cosas buenas.

Lo más sorprendente fue cuando, después de haberlo enviado por mail para que le dieran una primera leída, llegué al taller y me dijeron: ¡Qué bueno está! Ese apoyo sincero inicial, antes de las correcciones, es para mí invaluable.

Bueno, para redondear la respuesta: Yo antes escribía sola y, si bien la tarea de escribir es para mí placentera y dolorosa a la vez, es fundamentalmente transformadora. Ahora no creo poder volver a hacerlo sola de nuevo, no después del tesoro que implica tener una banda de amigos que son parte activa de esa creación y de esa transformación.

 

 

AXXÓN: Por ahora me interesa eso que dijiste recién: “no sólo como sensación física sino vivencialmente, metafísicamente, ‘espiritualmente’ si querés llamarla en tanto inmaterial, profunda, propia. Todo eso, ¿cómo se lo puedo comunicar al otro?”. Bien, tocaste algo que a mí me persigue desde pibe: podemos inventar seres increíbles, pero no podemos inventar un color nuevo, o un sentimiento nuevo. Por lo menos, yo no puedo. Por ejemplo: ¿Cómo le hago entender al otro un color que él verá en escalas de grises?

 

TPM de E: Bueno, ahí parece haber dos cosas implicadas: la novedad y la comunicabilidad. Son dos aspectos de lo que en algún momento de la modernidad se llamó el “solipsismo”.

Solipsismo nace de unir las palabras en latín “solus” e “ipse”, y vendría a ser algo así como “sólo en mí mismo”. Cuando los filósofos trabajaron con la idea de que lo que capto, lo que veo, incluso lo que razono, es o arranca en una representación mental, una “imagen” en mi cabeza, entonces la idea de estar encerrados en uno mismo los aterró.

Se puede poner un ejemplo a partir de esa imagen. Hasta ese momento se creía que “ver” implicaba “asomarse” al mundo a través de los ojos, como si mi cabeza fuese una casa y mis ojos las ventanas. Así —en términos de pensamiento o veracidad, por ejemplo— yo podía incluso comparar si la idea que tenía dentro de mi cabeza coincidía con la cosa que había “fuera” de mí. Para seguir con el símil, a partir de la modernidad el hombre se da cuenta de que los ojos no son ventanas sino cámaras de filmación; y que mi cabeza es como la sala de un cine, sólo que no tiene, ni nunca tendrá, puertas ni ventanas. De modo que mi única conexión con el afuera es lo que se proyecta en la pantalla a partir de las “cámaras-ojo”. La pregunta inmediata que surge es: ¿y si frente a las cámaras hubiese un tipo que sostiene una postal y yo creo que ese es el mundo? (el genio maligno de Descartes, o la Matrix de los Wachowski, o el cerebro en la caja de Lem). ¿Y si mis ojos sólo ven lo que pueden captar del mundo y hay mucho más que nunca podré captar? ¿Y si soy el único que existe y todos los demás son producto de mi pensamiento, porque en realidad sólo tengo pantalla y ni siquiera cámaras, y las imágenes que veo las creo yo? Y, suponiendo que hubiera otros “cines clausurados”: ¿cómo sé que ahí ven lo mismo que veo yo en el mío?

Permitime la digresión, pero: ¿ves por qué para mí filosofía y ciencia ficción son indisolubles?

Ok, vuelvo a la rama en la que estábamos. Según ese tipo de pensamiento, no hay modo que sepa o comunique algo a otro. Por eso el solipsismo es tan temido. Y es algo que tarde o temprano todos pensamos en algún momento de nuestra vida.

El resto de la historia de la filosofía fue una lucha contra eso. Intentando encontrar patrones comunes, o recuperar la existencia fuera de mi mente, o explorando certezas lógicas, porque si no puedo salir de mi “cine”, no puedo comparar si lo que veo coincide con lo que es, etc.

Si me preguntás a mí, yo creo en la empatía, en el compartir un mismo pathos, un mismo sentimiento, una misma visión aunque desde diferente ángulo, más que en la comunicación directa. El ponerme parcialmente en el lugar del otro para intentar captar lo que él ve. Es decir, yo no puedo transmitirte lo que siento o cómo es el rojo para mí, sólo puedo intentar empatizar con vos, llevarte por el camino de mi experiencia y ver hasta dónde se puede repetir el resultado. Cuando relato un cuento, todos los detalles —que en mí suelen ser bastantes barrocos— tienden a eso, a una identificación, a una descripción por empatía. No puedo comunicar algo totalmente nuevo porque no tengo la experiencia. O sea, se pueden imaginar cosas nuevas, pero los ladrillos, los elementos de esa cosa nueva están basados en la experiencia. Y eso en todos los sentidos, no sólo respecto a un “nuevo color” sino a un nuevo concepto.

Husserl decía que cada conocimiento utiliza como categoría un conocimiento anterior. Más allá del problema del “primer conocimiento” —que podría ser una estructura mental humana innata y ahí arranca todo—, la idea es que yo, como decía un profesor mío: veo un cisne por primera vez y digo “¡Hey, un pato con cuello largo!”. Luego veo que NO es un pato, y entonces avanzo hacia un nuevo concepto, el de “cisne”. Mi experiencia anterior me sirve como calibre y como pre-juicio, y cumple la doble función de un trampolín: impulsarme y quedarse atrás.

Ahora bien, cuando escribimos un cuento, el lector y el escritor empatizan, o al menos eso es lo que se intenta. El lector entonces utiliza sus propias categorías y así recrea el cuento en su mente. Si tienen experiencias en común, su recreación será más cercana a la que el escritor soñó; si no es así, entonces el lector le dará un aspecto nuevo, impensado incluso por el propio autor. Pero como básicamente ambos somos humanos —todavía—, entonces hay cosas universales en común que pueden compartirse, transmitirse.

La experiencia previa de cada uno es decisiva aunque no excluyente. Atahualpa Yupanqui dice en un verso: “a nadie enseña el hambre más que al que hambreó”. Bien, yo no puedo saber hasta el último fondo lo que implica tener hambre si nunca lo sufrí, pero puedo empatizar, porque el sufrimiento humano es un hecho universal y común… A menos que vivas en un frasco de mayonesa, que los hay… Pero, ¿eso es vivir?

¿Y toda esta perorata qué significa? Bueno, que para mí la transmisión absoluta de una idea o pensamiento, etc., no es posible. El otro siempre es él mismo y yo soy en última instancia yo. Parece una perogrullada pero es trascendente: hay un fondo último, único, propio, incomunicable entre las personas, un límite final que es, en realidad, el que nos individualiza. Claro que también podemos empatizar, tener cosas en común. Pero el punto de vista es siempre el propio. El esfuerzo en la comunicación es lo que vale la pena, lo que, en el caso concreto de la literatura, la empuja hacia adelante.

¿El resultado? El relato se coescribe. Mi lector jamás podrá saber al 100% lo que yo tenía en mente al escribir ese cuento, y yo nunca podré saber al 100% lo que él tiene en mente al reescribirlo —porque eso es leer: interpretar, resignificar—. Podemos acercarnos más o menos, pero unificar la visión, nunca. Y eso es maravilloso, es mágico, porque cada cuento o novela o relato se transforma, multiplicándose entonces, en miles de relatos a medida que cada lector lo reconstruye. Y uno puede atisbar, otear en el aire, los nuevos mundos que se forman a partir del propio. Y tal vez eso es lo que hace que todo valga la pena.

 

 

AXXÓN: A lo que yo iba es que no sólo no puedo comunicar un color “nuevo” a otro (lo otro), tampoco me lo puedo inventar para mí mismo.

 

TPM de E: Por eso hablaba de experiencia previa como forma de nuevas experiencias. La creación es una forma de experiencia. Hay un límite en el material de base con el que trabajás y eso no tiene que ver tanto con el acervo de lo conocido como con la propia estructura mental humana. Por mucho que nos esforcemos —o mejor aún, mientras más nos esforcemos—, lo único que puedo hacer es pensar como humano. Por ende, no puedo pensar el mundo como lo haría otro tipo de conciencia. No es tanto que no podamos acceder a “nuevos colores” —por medio de un dispositivo, etc.—, no es una cuestión de no haber tenido una determinada experiencia, sino que es nuestro propio límite o, si querés: somos nosotros en tanto límite. Aún si veo en el espectro ultravioleta por medio de un aparato, eso debe ser traducido en algo que mis ojos, que mi mente, pueda interpretar, algo para lo que estén diseñados: el espectro visible, un color determinado, como para seguir con el ejemplo.

De modo que sí, es posible “pensar” en algo que no podamos pensar, pero no determinarlo, conocerlo, inventarlo. Y ese es el desafío humano.

Somos como el rey Midas, sólo que en lugar de transformar en oro todo lo que tocamos, humanizamos todo lo que pensamos; es decir, lo pasamos por el tamiz de nuestra forma de captar eso que podemos llamar, a falta de una palabra mejor, “realidad”. Pero, ¿te das cuenta todo lo que puede hacerse aún con esas limitaciones o gracias a esas limitaciones?

Lovecraft era un maestro en eso: hablaba sin hablar de cosas inenarrables, suscitaba terrores que jamás describía. Pero no es sólo por el hecho de que, de esa manera, cada uno puede aterrorizarse más con lo que se imagina, sino porque el espacio con el que trabajaba era nebuloso, vago, impreciso. En definitiva, él trabajaba en y con el límite mismo de posibilidad de manifestación de algo “completamente otro”, ajeno a lo humano.

Claro que no te podés inventar un nuevo color… pero podés proponerlo. Y eso genera en la mente de los demás una catarata imaginativa más grande que la enunciación de algo específico. Es como un koan zen, es como jugar con la frontera de lo concebible. O, sea, es ciencia ficción.

 

 

AXXÓN: ¿Solipsismo vendría a ser como tener un onanista talibán dentro del bocho?

 

TPM de E: No, para nada. Sobre todo porque el onanismo no es un problema en lo más mínimo. La relación con el propio cuerpo incluye el placer como una de sus formas. En cambio, el solipsismo es un problema existencial profundísimo; la certeza o la cuasi certeza de que estoy absoluta completa e irremediablemente solo, aislado, hundido en mí y sin posibilidad, no sólo de comunicarme con un otro, sino de siquiera saber si es que existe otro aparte de mí. Es algo que hiela la sangre. Limita con la locura, pero más que nada con la desesperanza, porque si fuera así, ¿qué clase de mecanismo perverso nos hace necesitar y anhelar el contacto con el otro, para luego descubrir que ese otro es un imposible? ¿Ves lo trágico del asunto y por qué todos los filósofos le huyen espantados, tarde o temprano? Es algo así como enfrentarse con uno mismo, no como posibilidad de, sino como límite absoluto.

No hay goce en el solipsismo, no hay placer, ni autoexploración, como podría haberlo en el goce sexual del propio cuerpo. Y si hay conocimiento es un conocimiento trágico… casi como el de Odín dando un ojo para obtener la sabiduría de saber que va a morir. Aquí —en el solipsismo me refiero—, sería como conquistar, a un duro precio, el saber de que la soledad es la única condición humana posible.

 

 

AXXÓN: ¿Por qué la filosofía y la ciencia ficción son indisolubles?

 

TPM de E: “Para mí”. Aclaro porque puede haber millones que no opinan de ese modo.

En mi caso, pienso que lo que la filosofía trata teóricamente o desde un sistema de pensamiento riguroso, la ciencia ficción lo hace desde el aspecto “práctico”. Quiero decir, ambas se plantean el “que tal si”, ambas se esfuerzan por mirar las cosas desde un punto de vista alternativo. Trabajan para quitarnos de nuestro entorno, y así poder observarnos “desde la vereda de enfrente” o, como diría Foucault, desde “lo Otro” respecto de mí.

Este extrañamiento, este juego de extrapolaciones, es fundamental en su operatoria.

Y, sobre todo, ambas se esfuerzan por correr los límites de esta construcción a la que llamamos “realidad”.

Pensar infinitos mundos posibles es cosa común para el filosofar, Leibniz se dedica a explorar esas posibilidades en el 1600. Un tema que es muy caro a la ciencia ficción.

Incluso, en el siglo XX, los filósofos han utilizado la ciencia ficción como fuente, no sólo de ejemplos, sino como campo de exploración. Y muchos escritores de ciencia ficción han filosofado en sus obras. Por ejemplo: Gilbert Durand trabaja con robots para hablar del simbolismo, mientras que “Yo, robot” puede considerarse, sin ningún inconveniente, un ejercicio de hermenéutica basado en las tres leyes de la robótica, cuento por cuento.

Derek Parfit propone experimentos de teletransportación mental y reconstrucción de cuerpos a distancia, para discutir sobre la identidad personal; pero Philip K. Dick ha trabajado con ese concepto todo el tiempo.

Por eso me gusta, justamente, la definición que Dick da de sí mismo: “un filósofo ficcionalizador”.

Los temas de la ciencia ficción, aún los temas más duros o aparentemente más simples, poseen una profunda impronta filosófica. ¿Hay algo más profundamente humano que los marcianos de H. G. Wells o los de Ray Bradbury, aludiendo cada uno a su época y su entorno?

Pienso en Damon Knight hablando de lo incognoscible o de la finitud en “Dio”, o en Gibson reflexionando sobre los límites en “Regiones apartadas”, y digo: ¡eso es filosofía de la más alta escuela! ¡Ni que hablar de Lem, por Dios!

La historia de zombis se transforma en verbo de intolerancia, de deshumanización, de consumismo desenfrenado (el zombi come sin por qué ni para qué, y los sobrevivientes suelen refugiarse en el Sancta Sactorum de un shopping), de trascendencia meramente material. Pero —como alguna vez pusimos en una nota, y perdón por la cita, pero me parece pertinente— “también gira en torno a elucubración sobre esencias: ¿qué nos hace humanos…? ¿La racionalidad?, ¿los sentimientos?, ¿el cuerpo?, ¿la memoria?, ¿el espíritu?, ¿nuestras elecciones?, ¿nuestros defectos?”. Podemos pensar en más de un cuento o novela tratando acerca de cada uno de estos temas: la empatía dickeana, la corporalidad farmeriana, la racionalidad técnica clarkeana; la espiritualidad de Blish, la trascendentalidad de Sturgeon, la palabra de Watson, el dolor de Silverberg, el silencio de Le Guin…”

 

 

AXXÓN: Se está por estrenar una película de ciencia ficción con el carilindo de Tom Cruise. ¿Por qué será que las pelis de ciencia ficción baten récords de taquilla mientras los libros languidecen en los estantes de las librerías?

 

TPM de E: Mmm… ¿es carilindo? A mí me gusta más Jude Law, jeje. Bueno pero mis gustos no son regla, me parece fascinante el rostro de Ron Perlman.

Primero que nada, tengo que aclarar que el cine me fascina y que hay películas que han influido en mí tanto como un libro. El cine es una forma de arte, y puede ser tan elevada y maravillosa como cualquier otra forma artística.

Respecto a la pregunta, sé que puede o suele decirse: que es el impacto de la imagen y lo sensorial, frente al esfuerzo de recreación imaginativa; o que la película viene predigerida —cada vez más los directores explican hasta el último detalle con tomas y diálogos que dicen una y otra vez lo mismo para que a nadie se le escape, etc.—. Pero, no sé si es así.

O si es sólo así.

No es algo en lo que haya pensado mucho. El cine es tan ritual como la lectura. Exige el mismo grado de compromiso con la trama, la misma “suspensión de la realidad”, etc. Por ahí es… ¿el tiempo? Leer implica un esfuerzo en cuanto a inversión en tiempo, también un esfuerzo de comprensión, de reinterpretación que en las películas es más directo, más acotado.

Pero no creo que la cosa vaya por ahí tampoco. Vos decís que los libros de ciencia ficción se quedan en los estantes durmiendo, pero las sagas de miles y miles de páginas no lo hacen. Es más, cuando más larga y más tomos tiene una historia, más se vende.

Tal vez lo que ambas cosas tengan en común sea la forma de expresión de la trama. El grado mayor o menor de complejidad. Y no digo complicación. “Canción de hielo y fuego” es hiperatravesada y muy bien escrita. Igual me gustan mucho más Tuf y sus viajes, respecto a George R. R. Martin.

Por ahí es la visibilidad de los símbolos.

A ver… Un caso aparte son los libros de Dick. Por ahí es mejor empezar con la excepción y no con la regla. Dick fue llevado al cine muchas veces, y por lo general salvo magnas excepciones como Blade Runner o, si se lee entre líneas —o entre claves de iluminación en este caso—, Minority Report o la excelente Una mirada a la oscuridad, lo que se transmite es la narración, no la simbólica o la complejidad mareante y asombrosa de sus tramas. Pero como los símbolos en Dick no son evidentes, sino que van enredados en la propia cotidianeidad del relato, ellos se transmiten solitos a la pantalla y entran, tal vez, de un modo inconsciente.

Lo que quiero decir es que la polifonía de un libro es, por fuerza, reducida a unos pocos sonidos en el cine, y así entran más fácilmente en el espectador. Lo mismo con las grandes sagas modernas más comerciales, dejo aparte a Tolkien, Herbert y otros, donde el símbolo es evidente, claro, directo o no se sostendría a lo largo de tantas páginas.

Pero cuando el libro es… “profundo”, y no en el sentido de “sesudo” o “esnob”, sino en cuanto tiene muchas capas de lectura, muchos niveles —varios incluso que se han formado desde el inconsciente del propio escritor—, entonces es un desafío.

Ahora bien, ¿cómo saber si es un desafío si no lo leo? Bueno, eso tiene que ver con la habitualidad.

El cine es, en definitiva, masivo. Llega a más gente. Es fácil de acceder. Es barato y tiene buena prensa. Está “bien vendido”. Todos los noticieros me cuentan qué título se estrena este jueves y además me dan el ranking de lo más visto. Incluso tiene un submundo propio, formado por los actores y sus vidas, que son un metarrelato.

La literatura exige, como todo, que alguna vez hayas entrado en contacto con ella: si no la conocés, y si encima te dejás llevar por la propaganda ideológica de lo que es “aburrido” o “difícil”, ¿cómo la vas a buscar?

Yo tengo alumnos adultos que con sólo explicarles, ni siquiera leerles, de qué va La mano izquierda de la oscuridad de la Le Guin o Duna de Herbert, se han metido a leerlos y, de ahí, han seguido sumergiéndose en la ciencia ficción.

¿Será eso?

 

 

AXXÓN: Será eso, nomás. Cambiando de tema, y para aflojar tensiones inexistentes, te propongo un juego que espero te guste: ¿Cómo hubiera escrito (una idea, solamente) Cordwainer Smith la saga de las Fundaciones? ¿Y cómo Poul Anderson “El Señor de los Anillos”?

 

TPM de E: Te estás refiriendo a dos escritores que me gustan mucho. Supongo que es un ejercicio de ciencia ficciónen definitiva; un ejercicio de extrapolación, quiero decir.

Con la formación profesional de Cordwainer y su propio interés, creo que el punto de conflicto con la saga de Asimov sería el concepto eje de la serie: la psicohistoria. El tratamiento del hombre desde las ciencias duras que realiza Asimov, casi como un campeón de Comte —incluyendo al Mulo que, en última instancia, también queda asimilado en el propio sistema—, es muy interesante, pero también es reduccionista en muchos casos. En el fondo, Cordwainer Smith ha hablado de otro tipo de Imperio y de la superación del mismo, pero desde una perspectiva más Dilthey, más… no sé si es la palabra correcta, pero a falta de una más certera: “empática” o incluso, “simpática” —en tanto simpatía como “sentir con”, sentir con el otro—. La instrumentalidad es un registro paralelo, en el sentido de alterno, al propuesto por Asimov. Y más aún lo es el redescubrimiento del hombre. Desde mi perspectiva personal, la visión de Cordwainer Smith es más compleja y profunda. Reúne aquellos rasgos más significativos del hombre que siempre está coqueteando con la locura.

Si el extremo que representa Asimov es racional o hiperracional, incluso en su tratamiento de los sentimientos, el de Cordwainer Smith bucea en esa área que la razón apenas si rasguña: el inconsciente, la religiosidad, lo simbólico, lo no-racionalizable, y sobre todo: el pathos. Es decir, el sentimiento o emoción más íntimo y definitorio de un estado existencial humano o del propio ser humano.

Incluso hasta se podrían hacer unos trazos estructural-simbólicos, medio a las apuradas, pero que me parece interesante desarrollar: Asimov tiende al robot como símbolo, al triunfo de la conciencia y la razón. Cordwainer Smith tiende al animal como símbolo, el subpueblo es la representación de esa porción prístina, fundamental, inherente e imposible de ignorar, de todo ser humano. Si lo comparamos con el pensamiento de Scheler, Asimov podría representar la Forma pura y Cordwainer Smith la Fuerza, sin la cual toda forma queda inerte. Algo así como Susan Calvin y C’Mell, ¿no?

Y ahora “El Señor de los anillos” por Poul Anderson, je. Lo primero que me viene a la mente, tal vez por un juego de asociaciones, es “No habrá tregua para los reyes”, el cuento de Anderson. Yo no creo que el problema fuese pasar de un género a otro (o subgénero, depende cómo se lo vea), o sea: de la fantasía a la ciencia ficción, eso lo hace casi todo el tiempo el genio de Roger Zelazny y de modo magistral. Hasta Anderson mismo tiene relatos de fantasía.Me parece, nuevamente, que la clave de la reescritura de un libro por otro autor podría pasar por las características de pensamiento de cada uno, no tanto por la forma. Hay un algo de autodeterminación en los dos autores que me parece lo más familiar entre ellos. Seguramente Sauron sería un extraterrestre, algo tan “otro” como lo es en Tolkien. Pero el concepto de “mal”, en cuanto destrucción pura, sería más sutil en Anderson. En Tolkien, por fuerza de la simbólica que usa —que me parece brillante—, los personajes alternan entre la complejidad y el arquetipo, y así debe ser porque el relato es abierta y directamente mítico. En la ciencia ficción la mítica está velada, oculta en lo cotidiano, no es Fuego, Aire, Tierra, Agua, etc., sino, por ejemplo, como en los símbolos de Dick: aerosoles, basura, comida chatarra, drogas, etc. Creo que Anderson no hablaría, entonces, de un poder destructivo puro, del mal en estado puro como Sauron sino que el esquema se matizaría, se diluiría en grises, más cercanos a Boromir por ejemplo… No sé, alguien con los fines correctos en mente y los medios equivocados. O alguien que no ha comprendido cabalmente cuál es la esencia de lo que intenta salvar. Tal vez Sauron fuera, en el relato de Anderson, un salvador bienintencionado que no ha comprendido a quienes quiere salvar o que es demasiado “pagado de sí mismo” para aceptar que no lo sabe todo. O un intento de gobierno mundial militarizado o simplemente centralizado. Me encantaría ver cómo se convertiría lo mágico en ciencia dura, y la Tierra Media en una región de la Galaxia, donde varios universos se interceptan o algo así. En lugar de hablar en la mente se reconfigurarían las neuronas. Si lo intentara hacer yo, es decir, recrear lo que Tolkien escribió en clave andersoniana —algo completamente desquiciado—, en lugar de anillo, como algo malo en sí mismo, que es poder absoluto y concentrado, usaría el campo de fuerza personal de “Escudo invulnerable” que al activarse, y siendo una especie de burbuja, hasta recuerda la realidad alterada que sufre el portador del anillo. De este modo, la solución no sería fundir el anillo en los fuegos de Mordor, sino hacer millones de réplicas del campo de fuerza. La clave, claro está, pasaría por modificar el símbolo: de anillo que controla a otros, a campo de fuerza que me protege a mí de los otros… De ahí que la solución sería crear un verdadero “nosotros” integrativo a partir del supuesto “otro” de quien me tengo que defender.

Obviamente el tema de la libertad en ambos autores es central, así que, ese podría ser el hilo conductor para el traspaso. En Tolkien en un juego libertad-destino, en Anderson en uno más político.

 

 

AXXÓN: ¿Qué tiene Dick que no tengan otros?

 

TPM de E: ¡Suena a despechado!

Tiene eso, lo que tienen los otros, pero lo desarrolla de un modo único.

Me es difícil hablar de Dick, porque es como cuando te enamorás: inexplicable.

Yo no digo que sea mejor que nadie, digo que es paradigmático y, para mí, un ídolo de la escritura de ciencia ficción.

Él sabe tocar cuestiones profundamente metafísicas, hondas de verdad, y lo hace a través de una simbología tan vieja como el mundo, pero nueva en su forma de expresión: la de las cosas cotidianas.

Es fácil detectar el símbolo del fuego o la pirámide o el árbol como eje del mundo, etc. Pero Dick hace eso, como te decía antes, con aerosoles y mugre. Él “revela” lo que hay oculto tras lo cotidiano, transfigura lo rutinario en arquetípico, sin que deje de ser rutinario. Por eso uno se puede quedar con la historia loca que cuenta, o con las dudas implícitas que vuelca (realidad/irrealidad, vida/muerte, humano/inhumano, etc.), pero también puede ver cosas ocultas a simple vista que, de pronto, te abren los ojos y la mente de un magnífico golpe.

Y encima, como es cotidiano, te involucra en eso.

Por ejemplo, en Ubik hay una escena en la que el protagonista va a recibir a alguien en su casa. Esa persona tiene que entrar, pero la puerta se abre sólo con una moneda, y ella misma se lo dice. Hay que pagar para abrir la puerta de tu propia casa. El protagonista no tiene plata, así que intenta forzar las bisagras. En eso llega otro, que le va a presentar a una chica que va a desencadenar todo un proceso en la novela, y él abre la puerta con su moneda. ¿Te das cuenta cuántos niveles hay ahí?

Primero y básico: el extrañamiento y el sarcasmo respecto de nuestra sociedad. Presos por el dinero. No podemos salir de nuestra propia casa sin pagar. Lo nuestro ya no es nuestro, es un bien comercial. Lo más íntimo y seguro, nuestro refugio, se ha perdido en aras del capitalismo último.

Segundo: La puerta. Guau, qué símbolo. La puerta es el umbral del cambio, el cruce peligroso de Campbell, y todo cruce exige un precio. No podemos creer que crecer, cambiar o avanzar sean gratis. Algo hay que sacrificar, entregar a cambio. Acá, como anunciando el tema central del libro, la puerta es algo así como Caronte: exige la moneda para llevarte al otro lado.

Tercero: El protagonista no paga, primero quiere pasar gratis, trampear, y luego deja que otro lo haga por él. Ok, ya sabemos que entonces, de alguna manera, tarde o temprano, él tendrá que hacer un sacrificio porque no lo ha hecho cuando debía hacerlo.

Cuarto: La puerta habla. Te habla. Eso es fabuloso. Ha hecho de lo mecánico un oráculo. El protagonista se pelea con la puerta, discute. Conociendo a Dick ahí incluso hay referencias gnósticas cristianas: cada pasaje de un mundo a otro exige una contraseña, una clave de conocimiento que el protagonista obviamente no posee.

Y esa es sólo una escena pequeña, unos pocos párrafos nada más. Imaginate el resto del libro escrito a ese ritmo, con esa densidad.

Eso es lo que, para mí, tiene Dick, una densidad de escritura magnífica. Y, obviamente, eso no quita que otros también lo tengan.

 

 

AXXÓN: Varias preguntas en una sola: ¿La ciencia ficcióny la Fantasía cada vez se mezclan más? ¿O no? ¿La Filosofía no podría ser también inseparable de lo Fantástico? ¿Religión y Fantasía son opuestos de una misma vara?

 

TPM de E: Acá, en primera instancia, voy a ser copiona, no por no querer dar una idea personal, sino porque justamente adhiero a la de este escritor. Zelazny decía que él escribía ciencia ficcióny fantasía indiscriminadamente y que las mezclaba, no porque fuesen la misma cosa sino, justamente, porque no lo son.

Para él, escribir es auto comunicarse. El autor se da, se entrega, en su obra. Y no puede ser de otra manera porque, en última instancia, la obra es un trozo del autor y está siempre basada en él porque sale de él y de él se alimenta. Bueno, Zelazny decía que, al igual que un ser humano, al igual que él mismo, sus obras tenían una parte consciente, racional, explicable, y una parte inconsciente, misteriosa, críptica. Entonces —agregaba—, en sus obras siempre había, para poder expresarse en ella en toda su plenitud de persona, una parte consciente hecha de ciencia ficcióny un inconsciente expresado como fantasía.

Un capo absoluto.

Personalmente te diría que, justamente adhiriendo a lo dicho por Zelazny, no tienen por qué no mezclarse, al contrario, me parece un buen aporte. Uno de los escritores que más admiro es China Miéville, lo considero a la altura de los más grandes de la historia del género, pero él escribe fantasía con el estilo de la ciencia ficción. O algo así.

La Filosofía comparte con la ciencia ficciónel rigor o el intento de rigor, pero limita con la fantasía por otro costado. A ver, primero te explico una postura mía y después voy al punto.

En filosofía se habla pomposamente de una instancia en la historia de la humanidad, llamada “el paso del mito al logos”. Según esta postura, la aparición de los filósofos presocráticos marcaría el mágico instante en el que el pensamiento deja de ser mítico y pasa a ser lógico… Pues bien, si ese paso efectivamente sucedió, el pie todavía está en el aire. No considero, ni por un instante, que eso haya sucedido, porque no creo que sea posible y mucho menos deseable. Todos los filósofos siguieron trabajando, desde entonces, con un armazón lógico y un trasfondo tan mítico como siempre. El símbolo es también parte del pensamiento más racional, y lo único que hace un hiperracionalista es ignorar lo que, en el fondo, sigue anidando en él.

Desde esta perspectiva, la ciencia ficcióny la fantasía caben como estas dos patas de la filosofía; sí, claro que sí.

En cuanto a religión. La religión es una manera de expresar lo Sagrado, no todos los pueblos tienen religión, aunque sí todos consideran algo del tipo de lo Sagrado. La religión es un andamiaje para esa cosmovisión, o esa experiencia existencial. Y hay muchos andamiajes diversos. Tienen en común con la fantasía y con la metafísica y con la propia ciencia ficción, que trabajan con símbolos, es decir, que se refieren a algo de lo que no se puede hablar más que oblicuamente, por ser en sí mismo inasible o, si es asible, entonces incomunicable como tal.

La diferencia es que una religión o una tradición religiosa, o una cosmovisión que incluye la contemplación de algo del tipo de lo Sagrado, aspiran a una trascendencia (o inmanencia) que dé sentido a la vida humana. En la literatura eso puede estar presente directa o indirectamente, pero no es su principal función o interés.

La literatura no busca salvarte el alma… aunque por ahí puede hacerlo.

 

 

AXXÓN: La Literatura no busca salvarte el alma aunque sí busca adeptos. Pero yo iba al tema de que si la Filosofía y la Religión son contrapuntos o son el mismo cuerpo con otras vestimentas.

 

TPM de E: ¿Busca adeptos? No me parece que los busque. Yo creo que más bien busca tocar, conmover, despertar, liberar. Sartre decía que un buen libro hacía que el lector se quedase incómodo después de leerlo, como si se le hubiera clavado una espina. Ese no es un buen programa para buscar adeptos, jeje. Tal vez la literatura de mercado, la no-literatura, es decir, la que toma la obra como un producto más a vender, trabaje en ese sentido. Pero la literatura en tanto arte, no lo creo.

En cuanto a la religión y la filosofía, insisto en lo que te dije antes: el modo en que abordan las cuestiones es diferente. Supongo que hay una mirada en común, pero no son en absoluto lo mismo. Pascal distinguía entre el dios racional y metafísico, el dios delimitado, contenido, de los filósofos, y el de la vivencia religiosa desatada, imprevisible; de lo completamente Otro.

Mirá, en el aspecto filosófico, por qué filosofamos va cambiando a medida que la propia filosofía muta y se retuerce sobre sí misma: porque nos maravillamos, porque dudamos, porque nos angustiamos… Pero lo religioso, en su aspecto místico esencial, más allá de su complejo cariz institucional, es otra cosa, a pesar de boyar cerca de la misma pregunta, tal como Huxley lo proponía: ¿para qué estoy en este mundo?

Hay un autor en estos temas, Otto, que dice que la experiencia de lo sagrado se presenta ante el hombre como algo “fascinante y tremendo”. Cuando leo esto siempre me surge la imagen mental de un abismo que tanto atrae, maravilla e hipnotiza como aterra y conmueve.

Puede que religión y filosofía se acerquen al mismo tema, el del sentido del hombre, el “para qué carámbanos estoy acá”, que es en definitiva: “qué estoy haciendo con este tiempo que tengo”; pero lo ven desde posturas distintas, no contradictorias —al contrario— pero jamás idénticas, a lo sumo paralelas.

En la facu tenía un profesor de Teología que era tan bueno que mis compañeros y yo cursamos con él más años de los que nos correspondía, por el solo placer de escuchar sus clases: Juan Adot. Él solía decirnos que la cuestión religiosa no pasaba por la mera comprensión (un poco parafraseando mal a San Anselmo: tan necio es buscar razones para creer; como, creyendo, no buscar razones de por qué creo), sino por la conversión; y ahí está el quid que diferencia religión de filosofía: la conversión. Él, desde la perspectiva cristiana, lo llamaba “el cristazo”, pero lo podés pensar desde cualquier otra religión. El “cristazo” es una suerte de momento en el que todo cobra sentido, como un golpe en el que algo se te revela como esencial. Puede suceder ante un hecho límite, bueno o malo: la inminencia de la muerte, la felicidad de la vida nueva, enamorarse, etc. Pero también puede ser algo simple, “vulgar”, común (como ese relato del Antiguo Testamento donde, para el profeta, Dios no está ni en los truenos, ni en los terremotos, ni en los rayos, sino en una brisa suave apenas perceptible). ¡Como la bolsa de plástico agitada por el viento de “Belleza americana”! Igual que con Siddharta Gautama (el futuro Buda), el ver en esa simple bolsa de plástico lo sublime, no es cuestión de la bolsa, sino de la mirada. Bueno, pensá en la religión como un sistema de entrenamiento: lo ideal es que te prepare la mirada, te enseñe a estar atento para cuando el “cristazo” pase, así no estás distraído y se te va de largo. Pero cuando eso pasa, es entre vos y lo Absoluto, le pongas el nombre que le pongas.

Tal vez, en última instancia, tal como las paralelas se juntan en el infinito, Religión y Filosofía convergen en la Mística. Un poco siguiendo a Ricoeur, podemos decir que el filósofo tantea alrededor de eso Misterioso y Sublime (el Ser, la Nada, Dios, cada uno le pone un nombre y caracteres distintos), y da vueltas, acercándose asintóticamente más y más a lo que nunca va a poder tocar. Pero, mientras lo hace, construye un discurso, un sistema o un obrar en torno a eso, que lo van cambiando a él y al mundo lentamente. El místico se tira de cabeza a ese Absoluto y regresa transformado por completo, pero mudo, porque lo que vio es imposible de comunicar, y busca formas simbólicas o artísticas, pero jamás puede decir lo indecible, por eso sólo le queda llevar a los otros hasta el borde y ver si quieren dar el salto. La idea es: ¿cuál de las dos experiencias elegirías?

 

 

AXXÓN: ¿Cómo ves a los escritores hispanoamericanos de ciencia ficción?

 

TPM de E: Uy, de maravillas.

Los veo con voz propia.

Desde siempre, cuando uno lee algo escrito por un norteamericano, y luego algo escrito por un inglés, la diferencia se nota. Sus intereses, su visión del mundo, todo hace que sean notablemente distintos. Y eso que comparten lazos culturales muy fuertes. Pero casi siempre uno puede decir quién es quién con facilidad.

La ciencia ficciónrusa siempre tuvo su marca inconfundible, lo mismo que la francesa, etc.

Desde hace ya mucho tiempo, la ciencia ficcióncentroamericana, sudamericana y española empezaron, cada una a su ritmo, a tomar sus propias voces, a salir de la etapa de la “admiración al maestro” y crear universos propios que pueden seguir alimentándose de las eternas fuentes de esos maestros, pero cuyos giros e interpretaciones son únicos y esencialmente propios.

Un cuento cubano es netamente cubano. Se lo siente, se lo palpa. Y no hablo de modismos, hablo de impronta, de sensibilidad, de matriz de representación —o creación— de la “realidad”. Un cuento sudamericano es también así. Los ítems están teñidos de lo que somos, pero sobre todo, la resolución de las cuestiones es originalmente nuestra.

Podemos estar hablando de un marciano, pero ese marciano… ¡vaya que si es nuestro!

Lo que me da un poco de miedo es que no se vean tanto como merecen, que no salgan a la luz como deberían. Que el prestigio de lo externo todavía pese tanto. Y no hablo ni de publicación (si no mirá Axxón y la obra maravillosa que hace, o revistas como Próxima o NM o Cuásar, que son las que yo conozco más) ni de circuito comercial, sino de autorreconocimiento. De empezar a escuchar más desde estos lares un: “Claro que valemos como el que más, y nuestros grandes merecen estar en el panteón de los gigantes de la historia de la ciencia ficciónsin ninguna duda”. No reconocimiento externo, sino merecido y largamente esperado autorreconocimiento. Sabernos buenos. Muy buenos.

El otro día estaba hablando con Jorge Korzan, y él me daba unos consejos sobre un personaje de un cuento que estamos escribiendo en grupo con Daniel y Facundo. Me decía: si lo van a hacer ruso, no puede decir esto de esta manera, hay un temple ruso que es tal y tal; a menos que sea ucraniano, entonces sería así y asá. Yo me quedé mirándolo y pensé: así somos nosotros. Nuestra ciencia ficción—que es tan del mundo como la norteamericana o la canadiense o la inglesa— ya tiene rasgos definidos, alguien podría estar diciendo en otro lado eso mismo de nosotros. Y nosotros la vertimos en nuestros cuentos aun cuando no los escribamos en lunfardo, ¿ves?

 

 

AXXÓN: ¿Y cómo ves la inclusión del lunfardo (argot)?

 

TPM de E: Je, me crié escuchando tangos desde las 6 de las matina.

La inclusión de cualquier argot la veo como una herramienta. A veces muy necesaria. Como un modo de expresarse.

Una cosa no quita la otra. Lo que quise decir antes era: hay una marca identificatoria profunda que es reconocible más allá de no ser patentemente visible. Como una especie de “perfume” de identidad.

La otra marca fortísima es la lengua, la palabra en sí. Esa es directa y, si acaso, juega en dos áreas: respecto al que participa del argot, es como un guiño de complicidad, como una marca de pertenencia; respecto al que no lo conoce, es como la apertura a un mundo nuevo, al descubrimiento de un sitio distinto, de un panorama y una cosmovisión a descifrar.

Así que, sí, me parece pulenta pulenta.

 

 

AXXÓN: ¿Cómo nació “Memoria”, tu cuento que apareció en la antología “Terranova”? ¿Qué se siente estar al lado de escritores consagrados?

 

TPM de E: “Memoria” nació como parte de una serie de cuentos en los que todavía busco el tono propio, mi huella identificatoria. Pero no como algo artificial o un afán de “diferenciarme” sino como un autodescubrimiento: ¿qué soy y qué quiero decir? Es como una vuelta de tuerca más cuando ya te hiciste adicto a esto de escribir. Una especie de descenso a una capa más metafísica, la cual ya la ves venir desde hace tiempo, pero que a veces tarda en eclosionar.

Tuve que dejar que todo saliera sin ponerle límites y sin estar todo el tiempo, en cada frase, deteniéndome a pensar: “¿tiene sentido?, ¿está bien?” O sea, sin interrupciones. Después vino el pulido, y ahí mis amigos fueron fundamentales.

Como siempre que escribo, parto de una frase y de ahí veo adónde me lleva. Luego aparecen imágenes, cosas concretas casi inconscientes (como el Chevy Bel Air), y eso empieza a crear una dirección. El hecho de que sea engañosamente autobiográfico por parte del aparente protagonista —en realidad, directa e indirectamente protagonista a la vez—, también tiene mucho que decir de mí. Es como un juego de identificación y separación constante entre el escritor y sus personajes.

Lo que más me interesó es lo que más polémica armó en muchos sitios, es decir, hablar de lo que creo, afirmo, vivencio, personal y subjetivamente, que es el amor: algo sin límites en tanto tal, es decir, en tanto Amor. Y que es posible y que es algo sublime y carnal y libre y espiritual y esencial en la vida humana. Y que es capaz de elevarnos por encima de nosotros mismo, de hacernos ver el mundo transfigurado. Y no es romanticismo rococó, es todo lo contrario: es lucha y dolor y sangre, el impulso último del existir. Ni Poder, ni Muerte: Amor, pero como eros-agape-filía y mucho más todavía no dicho. Y es identitario en tanto especie y quizá nos supere incluso allí también. Amor como lo único que no puede constreñirse y que más se desea controlar, como diría Foucault. Algo que tolera límites de número, raza, género, sexo, piel, alma…

Creo que por ahí va el resto de mi trabajo, de mi temple en la ciencia ficción por ahora.

Mucho se lo debo a tipos valientes y que de verdad sabían escribir, como Philip José Farmer u Octavia Butler, personas con una profundidad que todavía estamos descubriendo. Y mucho más a quienes me quieren.

Una muchacha española, Cristina Jurado, que también escribe, posteó el mejor piropo que jamás podría haber imaginado recibir como “escritora” en mi vida. Decía que le habían dado ganas de ir a Marte para conocer a los dos personajes centrales del cuento y añadía, muy poéticamente, que estaba convencida de que aquel mundo era el hogar de esos personajes… ¡Guau! Te juro que lloré de lo lindo cuando lo leí —eso que mucha gente generosa dijo cosas hermosísimas y cosas terribles de ese cuento, cada uno según su legítimo sentir—, porque por un momento recordé lo que yo sentía cuando leía uno de esos relatos que te pegan fuerte, y casi podés hablar o palpar a los personajes… Saber que tu cuento representa eso para alguien es lo que paga todo. Así que “Memoria” es, en ese sentido, el cuento de los pantalones largos, el que salió a dar pelea en el buen sentido, y el que volvió con magullones y rosas. Lo quiero muchísimo.

¿Y qué se siente estar al lado de escritores consagrados? ¡Es el sueño del pibe!

Estoy dando saltos de alegría desde que me enteré que el cuento había sido seleccionado.

A ver… Ted Chiang. Yo quedé tan dada vuelta el día que leí “La historia de tu vida”, no sólo porque el cuento era excelente, sino que —como Miéville, por ejemplo— leerlo me dio la seguridad plena de saber que el género tiene para rato, y que los genios siguen naciendo y creando. A partir de ahí, lo seguí fielmente.

Luego, Ken Liu, de quien primero leí “Quedarse atrás”. ¡Por Dios! Qué fuerza, qué hondura de alma y de sentimiento.

Víctor Conde, de ideas brillantes. ¿Viste el cuentazo suyo en “Terra Nova”? ¡Uy! Ácido, arriesgado, sin miedos, volcado a la experimentación del medio mismo, de las palabras, de lo decible, de lo comunicable y hablando de lo comunicable justamente, como un loop sobre sí mismo. Impactante.

Y, entonces llego a él… ¡Ian Watson!

Cuando yo tenía alrededor de catorce años, salió una colección que me cambió la vida. ¡En los quiscos de diarios te vendían ciencia ficción! Para mí era magia o la respuesta a mis plegarias pueblerinas (por eso entiendo tanto a Jo Walton en “Entre extraños”). Era la colección Hyspamerica; esa de los libros azules y plateados. A veces podía comprarlos, a veces no, cuestiones de vil moneda; pero mis viejos, maravillosos y laburantes, se esforzaban mucho para que yo pudiera tenerlos. El número 16 de la colección era de un tal Ian Watson y se llamaba “Empotrados”.

Yo ya venía de emoción en emoción y de apertura mental en apertura mental. Siempre in crescendo: Asimov, Simak, Blish… Llevaba los libros conmigo a todas partes, en los bolsillos de un saco, casi como objeto poderoso. Y entonces leo esa… explosión mental que es “Empotrados”, y quedo fascinada —je, y el número 17 sería “Ubik”, de Dick—. Admiro mucho, muchísimo a ese hombre capaz de escribir con esa fuerza, descarnada y racional al mismo tiempo. De más grande me dediqué a devorar cuanto pude de él, que no era mucho en español, así que a buscar en inglés qué podía obtener.

O sea, crezco admirando a Ian Watson, como parte fundamental de un panteón inalcanzable de escritores de ciencia ficción que marcan mi vida a fuego.

Y un día, me manda un mail Luis y me dice que voy a estar con esos tipos y, sobre todo, ¡con Ian Watson! ¡Mi ídolo desde la adolescencia!

Total: que todavía no lo puedo creer. Es sobrecogedor.

 

 

AXXÓN: Bueno, aquí vienen al caso mis primeras dos preguntas. Porque no creo que Teresita hubiese podido escribir “Memoria”. O sí, pero… bueno, no sé cómo explicarme.

 

TPM de E: No, Teresita no hubiera podido escribirlo. Pero Tere tampoco podría haberlo hecho sin Teresita.

Lo que somos es la suma de las experiencias y de las personas que nos marcaron. Y sí, del conocimiento adquirido y, sobre todo, de las dudas y también de la certeza de lo infinito que resta por conocer. De lo poco que se sabe.

“Memoria” es, como toda otra cosa que escribo, parte de mí. Y yo soy el resultado de toda una historia. Supongo que la base personal existe, que no nacemos como tabula rasa, pero incluso eso que somos es en parte herencia, ¿no? Recombinación genética original de material preexistente, más un poco de azar… o de destino, cada uno le pone el nombre que quiere.

Ahora, lo que somos es, desde mi punto de vista, un pleno. En una palabra, somos en el pleno de nuestro ser. Eso significa que somos siendo ahora; pero también somos lo que fuimos, rememorado y actuando en consecuencia. Pero, cuando rememoramos, cuando recordamos algo, lo hacemos bajo el tamiz de nuestro estado actual, es decir, que nuestra actualidad tiñe nuestros recuerdos —no hay nada más proteico, más cambiante, que un recuerdo—. Así, un momento de la juventud que alguien padeció y mal, se convierte, bajo la luz de su vejez presente, en un idílico Edén perdido, o viceversa. Ese recuerdo trasfigurado, la suma de las máscaras que le pusimos y quitamos a lo que fuimos, sus reinterpretaciones, nos condicionan en este preciso momento.

E incluso lo que seremos nos afecta, en tanto horizonte de significación, en tanto verdad por venir: lo que soy en la medida de hacia dónde voy. O hacia dónde quiero ir. O hacia dónde pienso que es inevitable ir. Y esa visión futura siempre incluye, como eje —a menos que se sea muy ingenuo—, la incertidumbre.

O sea, yo no me veo como lo que soy, fui o seré, sino como fuisiendoseré, o algo así; más la intersección con los demás. Soy Tereteresita, jejeje.

Tere se alimenta de esa libertad maravillosa y esa confianza de la que Teresita disfrutó, de esa infancia que agradezco tanto. Del amor que recibió de sus padres.

Y también lo hace de las cosas que padeció. De un país que se comía a sí mismo, que desaparecía gente a la que no consideraba ni viva ni muerta, gente que intentaba borrar, que intentaba hacer que no fuera gente, que no fueran. Y que sí lo era: eran amigos, eran caras conocidas, eran vecinos, o la amenaza de que mis seres queridos lo pudieran llegar a ser. Una época que te hacía esconderte bajo las sábanas a la noche, donde los padres te daban seguridad con su cariño y su fuerza, pero vos rezabas para que algo más grande los protegiera a ellos. O que te hacía sobresaltarte en los cruces de caminos, ante los fusiles y los tanques. Y que también te hacía sentirte orgullosa de ser lo “otro” respecto a la muerte, lo “otro” respecto al horror, de oponerte, de plantarte, de estar rodeado de gente que tenía ideales y los vivía. Y de haber encontrado, con el tiempo, más gente así.

También se alimenta de la comprensión de los pocos, del sacrificio, de la sonrisa, de la sorpresa del sabio humilde, escondido en un rincón, que te entiende. Y de la incomprensión e intolerancia de los ciegos-con-ojos-para-ver, pero que ni siquiera saben que hay algo que no es como ellos y que tiene el derecho de ser. Soberbios de toda calaña que eligen ignorar, tal vez por cobardía o por simple vileza, la necesidad esencial humana de ser libre para SER como uno elige ser. El sacrosanto derecho de ser feliz sin joder a nadie y sin que te jodan a vos. El poder ser iguales siendo todos bien diferentes.

Y Tere se alimenta de la gente a la que no supo cómo ayudar y aún le duele. Y de la gente que le tendió la mano a ella, y también de la que se la quitó. De todo eso que, de una u otra manera, enseña. O sea, de todo lo significativo.

Y de los amigos, por Dios, sí, de los amigos, ¿qué sería sin ellos?

Y de ese Dios al que jamás le deja de rezar.

Y, sí, también de los libros y los estudios y los mentores y los maestros y los admiradísimos admiradísimos admiradísimos escritores de ciencia ficción. Lo bueno de lo leído es que, tal vez, te ayuda a que las vivencias no sean en vano, a que tengan sentido, a que dejen una huella significativa. A no surfear por la vida, bah. Y sobre todo, a ampliar el horizonte, alejándolo de tu nariz cada vez más y más y más, hasta que se pierde de vista.

Si no, sin todo eso, ni siquiera sería Tere.

Y mañana Tere seguirá mutando, sin duda.

 

 

AXXÓN: También algo me quedó picando en el área: el Amor como “religión” no codificada. O como algo que trasciende la tierra, lo terrenal. O como aquello inasible, inexplicable, que te brinda el enigmático combustible para ir más allá de lo soñado. ¿De dónde te viene esa idea?

 

TPM de E: Uy, de dónde no.

Es una junta de cosas. Primero de mi experiencia de vida, de mis viejos, de mi esposo, de mis amigos, de la inmensa suerte de hallar amor incondicional, verdaderamente incondicional a lo largo de mi camino. También de mis años de “catolicismo buscador”. Me considero católica militante, pero el término militante difiere un poco del tradicional, en mí es más bien como… en lucha interna, no de fe, sino de crecimiento, de hacer mía esa religión, de tener una fe adulta. Mi visión de Dios es la de San Juan o la de San Agustín: amor. Puro y simple. Complejísimo, por ende. O sea, no como un sentimiento, sino como una realidad trascendente. Vivir amor —más que sentir—, no es lo mismo que encariñarse, o querer, o desear, o calentarse, o aficionarse, o apegarse. ¿Se puede decir? Para esos dos hombres, como para muchos otros en diferentes religiones o fuera de ellas, lo Absoluto es amor. Y ni siquiera está afuera, está dentro mío, como una trascendencia inmanente.

Para ellos amar es una experiencia mística en el sentido de unitiva: cuerpo, alma, espíritu, todo, todos…

Mirá esto: cuando estaba de novia con Guille —nos conocimos grandes ya—, él me prestó un libro; a mí me suena que era como una “prueba de amor”, pero de verdad; como una especie de test final de compatibilidad, jejejeje. Él no sostiene eso, claro. El libro era “Cuerpodivino” de Theodore Sturgeon. Cuando terminé de leerlo me dije: “quiero casarme ya con este hombre que lee esto y lo sostiene”. Y parece que él también, jejeje.

Eso que Sturgeon pone allí, eso mismo es lo que yo pensaba, y lo que creo. El amor es algo así como lo único que nos supera a nosotros mismos a pesar de surgir de nosotros mismos. Es libertad pura, tan pura que parece necesidad. Es transfigurador, y como todo cambio, duele, cuesta, pero vale la pena.

Bueno, en breve: la idea viene de la experiencia. Soy amada y amo.

 

 

AXXÓN: ¿Pensás que hay temáticas que se mantienen vigentes desde el inicio de la ciencia ficción hasta hoy día? ¿Hay escritores actuales que producen repeticiones de los principios de la ciencia ficción?

 

TPM de E: Las temáticas de la ciencia ficción son como capas que se mantienen en paralelo, siempre vigentes. No son capas geológicas aplastadas unas por otras, sino como realidades paralelas siempre actuales, siempre aquí. Capas cuánticas, ¿podría decirse así?

Creo que otra coincidencia feliz con la filosofía es que la ciencia ficción siempre se está refundando. Siempre está haciéndose de cero, sin dejar atrás a nadie, a ningún clásico. No se supera, se amplía. Como el frente de una ola que crece en anchura, con todo y todos allí adelante, espumeando y bullendo y bramando en primera fila. Desde Wells hasta el futuro escritor “consagrado” que, en este mismo momento, en algún lugar, está terminando su primer cuento de ciencia ficción.

Hablábamos recién de Ted Chiang, bueno, sus temas son clásicos, pero el modo en que los aborda es suyo; impecable y originalmente suyo.

Hay gente que saca ideas nuevas de los viejos odres de este universo, y eso es fabuloso. Pero hay quienes con el vino añejo de lo dicho mil y una vez crean una mezcla que es original y única y necesaria.

Me gustan las dos vertientes. Me encanta la variedad.

 

 

AXXÓN: ¿Te imaginás una Axxón sin Eduardo Carletti?

 

TPM de E: Sería otra Axxón.

Supongo que, a lo Hume, sería y no sería lo mismo. Pero es posible.

A ver, a la Axxón de Carletti —a él, por ende—, le debo más de lo compensable.

Yo nací y me crié en una ciudad que es en verdad un pueblo. Y muchas veces me sentía en el “cutis mundis”, aislada. Cincuenta kilómetros de Buenos Aires no parecen mucho hoy, pero lo eran en mi infancia y adolescencia. Y, por mi modo de ser, de vivir en la literatura y los sueños y todo eso que muchos fans de la ciencia ficción tenemos en común, en mi caso, era medio ermitaña —un poco queriendo y otro sin quererlo—. No sólo los mundos que leía estaban lejos y fuera de mi alcance, también sus escritores y los demás lectores.

Cuestión que me sentía el “bicho raro”, y no es que no lo fuera o que me molestara, al contrario, era casi una insignia de honor, lo jorobado era que no había más bichos raros a la vista.

Ya más grande, un día, encuentro que hay un concurso de cuentos de ciencia ficción por Internet. Todavía no conocía la revista porque mis fondos se repartían entre la facu, viajar en bondi e ir al cyber para poder ver Internet, lo cual limitaba mi tiempo de exploración —recuerdo que lo primero que puse en un buscador cuando por primera vez usé Internet fue “Dune – Frank Herbert”, y temblando, como si fuese a recibir una revelación, jajajaja… y lo fue—. Bueno, me decidí y mandé un cuento mío, “Pax humana”, que no salió ni entre los veintiún primeros, je. Me sentí un poco defraudada, como en todos los concursos que uno pierde y respecto a los que se ilusionó, sobre todo porque ese podía ser mi pasaporte para conocer otros “bichos raros” y lo estaba perdiendo.

Pero apenas dos días después de terminado el concurso, me llegó un mail a mi cuenta, invitándome a participar de la lista de Axxón. Me metí inmediatamente en la revista y me quedé patitiesa: ¡qué calidad, y nuestra, de acá, no del otro lado del mundo! Luego, entré en la lista…

Para hacerlo breve: mis mejores amigos, mis mejores momentos, el amor de mi vida: mi esposo, la sensación de encontrar esa gente y ese ambiente y esas posibilidades con los que soñaba de piba, a todo eso me abrió las puertas el Axxón de Carletti.

Imagino que, cuando pase la posta, Axxón representará otras cosas igual de significativas para otras “raras avis” de la ciencia ficción, y continuará resonando con otras melodías, pero con la misma fuerza. La impronta que él puso en Axxón es indeleble: esas raíces son eternas, porque además han ayudado a nacer a otros árboles, otras publicaciones distintas, propias, hermosas.

No puedo ni imaginarme el orgullo, no solo de hacer, sino de saber que se es el foco desde el cual otros salen a hacer. La plataforma, el buque-puerto desde donde otros barcos se hacen a la mar de la ciencia ficción.

 

 

AXXÓN: La obsesión de muchos escritores es “el primer encuentro”, pero pienso que sería imposible comunicarnos a nivel de real comprensión. ¿O no?

 

TPM de E: ¿Sabés qué es lo bueno de la filosofía? Que te das cuenta de que no sabés nada, je je je.

La verdad, no lo sé.

¿Es posible, en sí, una “real comprensión”? ¿Y qué vendría a ser?

Comunicarnos ya constituiría un paso grandioso.

Lo que sí sucedería es que ambos quedaríamos modificados para siempre, ya no podríamos ser los mismos. Un primer contacto —a menos que seamos tan horripilantemente superficiales como lo plantea el fenomenal cuento de Frederick Pohl “El día siguiente a la llegada de los marcianos”— nos tiene que cambiar en profundidad, aún si la comprensión no es posible, como en “Estación de extraños” de Damon Knight, o como en el ya mencionado “Regiones apartadas” de Gibson.

Yo lo veo casi como una cosmogonía, porque todo, absolutamente todo, se vería alterado para siempre. Y por eso entiendo que eso sea una “obsesión” de la ciencia ficción.

No sé si el primer contacto nos brindaría una comprensión plena de aquellos con los que nos contactamos, pero al menos inauguraría un intento, un proceso. Entonces pienso en “Solaris”, de Lem… Y de lo que sí estoy segura es de que nos brindaría, tanto en lo bueno como en lo malo, una mejor comprensión de nosotros mismos. ¿No?

 

 

AXXÓN: Tengo un amigo que un día se le ocurrió empezar a leer ciencia ficción. Me pidió algo y yo, irresponsable de mí, le di uno de Charles Sheffield. ¡Horror! En definitiva no cazó una. Porque para los que nunca leyeron nada del palo, la ciencia ficción dura es inasible. Me costó mucho comprender que lo que para mí es como respirar para otros es un galimatías ininteligible. Así que te voy a pasar la responsabilidad a vos: ¿Qué diez libros debe leer uno que no entiende nada de nada y que quiere iniciarse en la ciencia ficción? ¿Y por qué esos libros?

 

TPM de E: ¡Ah, qué piola! ¿No hay una pregunta más difícil, por favor?

Y bueno, de vuelta con lo de la propia experiencia. Hay alumnos, en algunos cursos, que al ver mi completa y absoluta locura apasionada por la ciencia ficción, me preguntan, ¿qué leo? ¿Por dónde empiezo? Lo ideal es que uno conozca a esa persona, sepa cuáles son sus gustos e intereses, y en base a eso responda.

Y luego, siempre, hay que cruzar los dedos. Porque la ciencia ficción te llama o no.

Pero bueno, si no se puede ahondar en los gustos de esa persona, yo prefiero la variedad, ampliar el espectro lo más posible.

Acá voy:

-10 relatos de Ciencia Ficción, (ignoro el genial editor que los eligió). Los cuentos están escogidos de una manera impecable, y son un muestrario de lo mejor de cada región interna de ciencia ficción, pero aún así hay una especie de cadencia que los unifica, que da sentido a que sean esos cuentos los que estén codo con codo. Para mí es un modo “suave” de empezar: Aldiss – “La estrella imposible”, Asimov – “Visiones de robot”, Bradbury – “El picnic de un millón de años”, Clarke – “Antes del edén”, Dick – “El impostor”, Le Guin – “Las estrellas en la roca”, Lem – “La Albatros”, Matheson – “Desaparición”, Sheckley – “Los monstruos” y Tiptree Jr/Sheldon – “Y he llegado a este sitio por caminos errados”…

-La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin. Para que se enamore de la ciencia ficción bien hecha de entrada. Mítica, rica, profunda. El paladar tiene que acostumbrarse a lo bueno.

-Duna de Frank Herbert. Compleja, con multitud de niveles, pero además con ritmo. Construye todo un universo alrededor del lector. O sea, llegamos al proceso de inmersión: el lector tiene que empezar a nadar y sumergirse en estanques casi infinitos.

-La crema de la Ciencia Ficción, ed. Josh Pachter. Los cuentos están elegidos por sus autores, no siempre es lo mejor claro, pero hay algo en esa recopilación que es fascinante. Es una muestra tan variada y amplia, que es como poner toda la paleta de colores a disposición del lector. Pero es más agresiva que la primera recopilación, es una especie de flasheo fuerte. Los temas son más impactantes, el modo de tocarlos, más “agresivo” —tal vez porque son los elegidos de los propios autores—. Te nombro tres que son fundamentales para dar fuertes virajes de timón y así el lector se acostumbre a los cambios en el género: “Los hombres que asesinaron a Mahoma” de Bester, “Una galaxia llamada Roma” de Malzberg, “La nave que cantaba” de MacCaffrey. [Acá, en la última hoja, yo le pegaría una copia de uno o dos cuentos más, je: "Luz de otros días perdidos" de Bob Shaw y "Dio" de Knight].

-2001, odisea espacial, de Arthur C. Clarke. No se puede evitar un clásico y menos en el inicio. Clarke es duro, sí, pero acá tiene una cualidad especial que lo hace épico. Podría haber puesto El fin de la infancia o Cita con Rama, pero esto es como un regreso a las raíces duras. Es la prueba a superar, pero una prueba de calidad, con sustancialidad. Llegar acá después de haber visto lo anterior, te hace disfrutar y cuestionar más.

-Visiones Peligrosas ed. Harlan Ellison. Porque es el hito de la ciencia ficción. Si ya superó todo lo anterior, este es el paso siguiente. Es como una instantánea del momento en que el género da un salto cualitativo impresionante. Lo que hay allí es, sencillamente, revolucionario para la mente.

-Relaciones extrañas o Los amantes de Philip José Farmer. A elección. Hora de ajustar el cinturón de seguridad y avanzar de frente. Hoy no son escandalosos, no son vertiginosos: son arquetípicos. Obligan a pensar, a buscar el trasfondo, a ver más allá de lo aparente. Si el lector ya llegó hasta aquí, sabe que hay que leer entre líneas. Incluso yo lo arrojaría a A vuestros cuerpos dispersos, la primera de Riverworld, pero hay que ver cómo viene nuestro lector.

-La intersección de Einstein de Samuel R. Delany. O, lo que es lo mismo: ¡A todo o nada, muchacho! Esto es alta escuela, complejidad, maravilla, experimentación en el lenguaje. Un viaje iniciático, pero el del lector.

-La estación de la calle Perdido de China Miéville. Un salto a lo actual, un salto de fe. Ahora estamos ante algo híbrido entre fantasía y ciencia ficción, exquisitamente realizado, y de una factura tal, que somos zarandeados una y otra vez en un universo deliciosamente terrible. De aquí, nuestro lector ya sale listo para el Gran Salto.

-Ubik, de Philip K. Dick… Porque ya no hay más remedio.

Yo pondría muchos más.

El inicio, sobre todo, podría consistir en libros de temples diferentes para gente diferente: Mundo anillo de Larry Niven, para los más apegados a las ciencias duras. La melancólica joya narrativa Estación de tránsito de Clifford Simak, para los más poéticos. Mercaderes del espacio, de Frederick Pohl y Kornbluth para los que se interesan por un enfoque socio político intenso. Empotrados de Ian Watson, si la cosa pasa por la lingüística. Jinetes de la antorcha de Norman Spinrad, si es más metafísico. Señor de la luz, de Roger Zelazny, si pasa por lo religioso. Etc.

Y seguro que en cuanto relea esto digo: “¡Pucha, por qué no puse este o aquel!”

 

 

AXXÓN: ¿Qué distancia hay entre “Dextrógiro” y “Otoño”? ¿Por qué nombres de cuentos con una sola palabra?

 

TPM de E: En realidad yo los veo como partes de una misma etapa, pero por ahí es porque estoy dentro del contexto. Tal vez “desde afuera” se ven muy diferentes. “Dextrógiro” es un cuento tan mítico como “Otoño”, en el sentido de que intento ser todo lo simbólica que puedo. La diferencia esencial estaría en que el primero es más literal en ese simbolismo y más experimental en cuanto a lo narrativo —experimental para mí, entiendo que para otra gente puede ser algo muy visto—; y, sobre todo, en que depende mucho del modo en que se cuenta la historia, más que de lo que se está contando; porque la narración misma es la protagonista. En cambio, el segundo es más indirecto en el modo de exponer los símbolos, pero más directo en tanto argumento y narración. Todavía los veo como fases que pueden coexistir: la de concentrarse más en la forma o concentrarse más en lo narrado.

Respecto a lo que quieren decir, los dos siguen siendo “transmutativos” o algo así. Los dos hablan de cambios a gran escala. Cambios micro-macrocósmicos.

“Dextrógiro” se centra en la posibilidad de que un hecho pequeño e insignificante tenga una repercusión inmensa: el simple cambio de dirección de giro de una tuerca. El universo entero se reacomoda en torno al personaje, y el personaje, a su vez, es un universo en sí mismo, porque su vida es un cosmos para él, tal como lo es para cada ser humano. La relación sigue siendo: parte y todo.

En “Otoño” pasa algo similar. Dos culturas, dos especies completas con eones de desarrollo paralelo, con miles de millones de miembros cada una, dependen, para su comunicación y mutuo entendimiento, de estos dos individuos que son, básicamente cada uno, un niño criado entre extraños. Y ese individuo con problemas comunes y privados, con esperanzas y miedos, con pequeños triunfos y sueños, se convierte en la pieza clave de la transformación de dos razas.

No sé hasta qué punto no se repite eso en la mayoría de mis historias, Ric. Lo que me preguntás me está haciendo pensar en esto por primera vez. En “Memoria” el destino de un mundo entero depende del amor de una persona… La misma atención al detalle está en “Contra toda probabilidad”… Quizás esa sea la temática recurrente: lo pequeño como germen de lo inmenso, lo terriblemente valioso de cada individuo, de cada mundo interior: cada ser humano como una especie en sí mismo. Y el amor como motor imprescindible de ese movimiento.

En los dos cuentos un universo completo gira para acomodarse a un simple individuo. La parte y el todo. La dignidad humana que vale mundos. ¿Qué otra cosa que el amor puede hacer equivaler un universo a un individuo? Tal vez esa era la dirección natural que los cuentos tenían que seguir si pretendían seguir buceando en esa temática (y digo “los cuentos” porque a veces siento que se escriben solos, jeje).

En cuanto al título, siempre tengo problemas con los títulos. No se me ocurren, doy vueltas y vueltas, y últimamente termino recayendo en una sola palabra, algo que condense la esencia de lo dicho o que dé un rasgo importante, o simplemente que me guste mucho.

 

 

AXXÓN: Hay algo que me viene obsesionando desde hace tiempo: ¿Por qué a la ciencia ficción se la exige tanto, mientras la literatura costumbrista puede reescribir “Romeo y Julieta” hasta el hartazgo? Leyéndote se me ocurre la temeraria, y espero que no errónea, idea de que el Inconsciente Estructural quizás esté más presente de lo que uno sospecha.

 

TPM de E: Jejejeje. Bueno, la ciencia ficción también ha escrito Romeo y Julieta, y en muchos casos tan bien como Shakespeare.

Lo bueno de Romeo y Julieta es que, bajo una trama simple, hay un juego complejo. O sea, en tres renglones se liquida el argumento, pero entonces viene lo bueno. Ese argumento es el soporte de algo mucho más rico, por eso tenía que ser simple.

El problema es que, si te quedás sólo con el argumento al desnudo, tenés un millón y medio de novelas, no costumbristas —que las hay maravillosas y en gran número—, sino cursis o mediocres. Ahora, si te concentrás en un solo aspecto complejo, tenés una obra maestra.

Julieta tiene el mejor parlamento filosófico que haya existido cuando, aparentemente sola, monologa acerca del valor del nombre, del concepto: ¿Acaso una rosa olería distinto si cambiase su nombre? ¡Guau! Eso es nada más ni nada menos que mil años de querella de los universales en una sola frase.

No está mal que Romeo y Julieta renazca una y otra vez. En el fondo es inevitable. Como decís vos, estructuralmente inevitable. Pero la cosa es cómo usaremos esos arquetipos. ¿Nos limitaremos a lo obvio o partiremos desde allí para dar el salto?

Ahora, respecto a la pregunta. La ciencia ficción nace como la otra mirada, es la otra mirada. Se le exige… NOS exigimos que no se quede anclada porque, de hacerlo, se traicionaría a sí misma. No puede, por definición, repetir miradas (y digo “miradas”, no ideas o conceptos, sino enfoques). Nació para superar fronteras, derribar concepciones establecidas, mostrar las cosas desde aspectos no vistos hasta ahora, ¿cómo no se le va a exigir mucho? Tampoco creo que los escritores de ciencia ficción desearían otra cosa menor que dicha exigencia.

No es que la ciencia ficción esté obligada a ser “original”, sino más bien que tiene que ser auténticamente “renovadora”.

 

 

AXXÓN: Vos estás en la Fundación Vocación Humana y, dentro de esta, dirigís el Centro de Ciencia Ficción y Filosofía. ¿Me equivoco? Ahora bien, ¿me podés explicar qué tienen que ver el mito de Odín y la obtención de la sabiduría y el Ragnarok, con la tetralogía de Wagner, con “American Gods” de Neil Gaiman, y con “El Péndulo de Foucault” de Umberto Eco? Me explotó la cabeza cuando leí los Módulos de estudio.

 

TPM de E: Jajajaja, esa es la idea.

El curso que citás y que, sí, yo locamente diseñé —y Bernardo Nante, temerariamente apoyó—, es “Mitos antiguos y contemporáneos”. Parte de la idea, un poco estructural, un poco hermenéutica, de que los mitos siguen recreándose en diferentes medios una y otra vez, a veces como reinterpretaciones, a veces de manera espontánea.

Lo que sostenemos en el curso es que el mito no es una mentira, ni una fábula, ni una explicación pre-científica del universo, ni siquiera una forma literaria, sino una especie de guía, de faro. Una suerte de “verdad profunda”, de “historia verdadera” como decía Mirce Eliade, en el sentido de autenticidad esencial, no superficial.

Intentamos analizar un mito clásico, detectar sus mitemas o elementos constitutivos —micro-mitos, átomos míticos universales (incluso con sus niveles submíticos, si seguimos con la comparación), con cuyas relaciones se teje un determinado mito—, y luego ver cómo reaparecen, adrede o no, en la literatura, el cine, la dramaturgia, la pintura, la música, etc., a lo largo del tiempo. Es decir, cómo el mito se reinventa a través de nosotros: escritores y lectores.

Como era de esperarse, mi intención es siempre conectar con la ciencia ficción. Así, cuando vimos “La Odisea” de Homero, seguimos la línea: “Ulises” de Joyce – “Adán Buenosayres” de Marechal – “2001, odisea del espacio” de Clarke. Y cuando vimos “Las argonáuticas”, el segmento era: “Moby Dick” de Melville – El ciclo del Grial – “Duna” de Herbert, etc. Ahora estamos con la “Epopeya de Gilgamesh” y la línea pasa por “El retrato de Dorian Gray” de Wilde, por “Frankenstein” de Mary Shelley, etc., etc.

Pero vamos al caso que citás y en el cual me va a ayudar otro profesor y muy buen escritor de ciencia ficción: Federico Caivano.

El mito del sacrificio de Odín, en sus variantes, es un mito denso y trágico como pocos. Tenés a un dios que se da cuenta de que hay un saber que no posee. El saber, en definitiva: la sabiduría, encarnada en las runas, que pueden entenderse como la suma de previsión y poesía. Es decir: ciencia y arte, devenir y absoluto, libertad y necesidad, etc. —el símbolo acá es muy rico—.

Ahora bien, este dios de los dioses, este ser fuertemente vivaz, pleno, potente, voluntad desatada, furia e imprevisión, de repente es capaz de hacer este autosacrificio, este “crucificarse” con su propia lanza en el árbol Yggdrasil (que literalmente significa “el corcel de Ygg”; siendo Ygg una de las formas de denominar a Odín), el árbol del Cosmos, la columna o eje que sostiene la cosmicidad, o sea: el orden mismo del universo.

Y además entrega un ojo, se lo saca como cántaro para que Mimir le permita beber de las aguas de la sabiduría. Ahora bien, lo primero puede verse como un cambio de mirada (algo que aparece muy a menudo en los mitos, pensemos en Horus y en Edipo… y en Paul MuadDiben El Mesías de Duna o en el Neo de Matrix, revoluciones), un sacrificar este punto de vista, esta visión carnal, por una más profunda o, al menos, distinta, trascendente. “Ver con otros ojos”, ¿no? Y luego, el pozo de las aguas de la sabiduría es subterráneo, infernal, inconsciente. Lo más denso, lo más oculto, lo más desdeñado o negado de nosotros mismos: de ahí nace la riqueza, la “fuente del conocimiento”.

Bien, esos son dos mitemas —de muchos otros que hay— en los que podemos hacer foco, para ejemplificar. Pero, ¿y qué descubre Odín con las runas? ¿Qué secreto se le revela? El de su propia finitud. El ragnarök, el ocaso de los dioses. Sacrificar un ojo para obtener la sabiduría, el conocimiento de que vas a morir, es un tema muy pero muy serio. Es un tema que toca el sentido.

Odín decidirá dar batalla, pero el destino está fijado y él lo sabe, y lo enfrenta con el grado de libertad que la propia necesidad le permite, pero exprimiéndole todo el jugo que pueda y como sea. Es la mejor de las luchas: la lucha perdida.

Wagner toma este tema y lo trabaja en dos vertientes: el argumento y la música misma, el temple de cada escorzo de esa monumental pieza. Y decide hacerla así: gigantesca, digna de los dioses y su final. Aquí yo me detengo en un pasaje o dos, pero sobre todo en la relación entre Wotan (la versión germana de Odín) y su hija, la valquiria Brunilda. Él es la ley; ella, su verdadera voluntad. Entre ambos se da el tira y afloja entre el deber y el querer, que habita a todo ser humano, y por esa razón Brunilda se permite a sí misma hacer lo que su padre quiere pero no puede: salvar a Sigfrido. El nudo en Wagner no parece pasar tanto por las historias de amor individuales que una y otra vez se suceden sino por la lucha eterna Amor-Poder (representado por el anillo de los nibelungos… ¡Sí, el mismo de Tolkien!). Es como si el universo entero, aquello que sostiene Yggdrasil, y sus habitantes —todos y cada uno de los personajes de la tetralogía wagneriana—, no fueran más que el interior de la cabeza de Wotan-Odín, el teatro de sus pensamientos, el sitio donde de desarrolla su lucha interna que, por ser un dios, es también esencialmente externa y universal.

Y entonces viene Neil Gaiman. Un genio en el manejo de los símbolos. American Gods incluye a Odín en su faceta postsacrificial: el tuerto itinerante, el vagabundo sabio, curtido por ese saber: el de la propia finitud de todo. Trágico, manipulador, socarrón, admirable, como todo dios mítico. Es el señor Miércoles, que para nosotros, latinos, sería “mercurial”, pero para los anglosajones deriva del Wotan germano, o sea, Odín. Aquí, los dioses europeos no tienen fuerza en tierra americana, o deben mutar para adaptarse a la nueva “deificación” que el mundo moderno realiza de otras cosas: fama, dinero, banalidad, etc. El rägnarok es una necesidad en este escenario, un modo de que ese tándem Loki-Odín, Yin y Yang, obtengan fuerza del propio combate; porque, de no ser así, la verdadera muerte se da por inercia e identificación —como Bilkis, el personaje de la reina de Saba—, y no tanto como entropía nihilizante, sino como transmutación. Algo así como un cambio de naturaleza. Te doy un ejemplo: un centauro es un hombre unido a la fuerza viva, desatada y magnífica de la naturaleza salvaje e indómita representada en su mitad equina; un automóvil es un centauro moderno, en el cual la fuerza a la que se une el hombre es mecánica, inerte, “hija” y no “madre” del propio ingenio humano, instrumentalizada. Y encima se nos vende publicitariamente como panacea de todo: un hombre con el auto indicado ha obtenido la ambrosía divina que le permite conquistar a la mujer deseada, o tener la familia perfecta o el trabajo soñado, dependiendo de sus deseos. El símbolo se mantiene, hasta cierto punto, pero debe, por fuerza, mutar para adaptarse al nuevo mundo. Lo mismo les sucede a los dioses de Gaiman. El fin de los dioses no es su muerte, sino su pervivencia. Y la sabiduría es aquí un vulgar ojo de vidrio en un morral… o no.

Ahora viene Eco y su péndulo. Acá Yggdrasil es doble: es el péndulo mismo, porque el Cosmos ya no está quieto ni es eterno, sino que es científicamente representable en un modelo, semoviente, expansivo, calculable; pero Yggdrasil también es el árbol sefirot de la cábala, lo místico, lo oculto, lo trascendente, lo oracular. Y así se va de las runas como oráculo a la computadora Abulafia (fundadora de la cábala profética) como barajadora de probabilidades —ya que también ha pasado el “pendular” tiempo del determinismo científico— y, finalmente, al caos o a un orden alterno.

En ese árbol se inmola involuntariamente —o, tal vez, voluntariamente de modo inconsciente— Belbo, uno de los protagonistas, el más místico. Pero, alrededor de ambos árboles, los personajes que presumen de ser sabios, los vanidosos, crean o recrean una historia que cobra vida propia. Y lo hace, tal vez, porque la verdadera sabiduría es caótica, o tal vez porque, como en la novela, conduce al sacrificio mortal final, o tal vez porque, en verdad, eran más sabios de lo que suponían… O porque otro tipo de sabiduría tomó la posta: la de la irracionalidad del caos, o la divina.

Bueno, más o menos así se trabaja, estructural y hermenéuticamente en los cursos. Lo que pasa es que tenemos cuatro clases para desarrollarlo, je.

 

 

AXXÓN: Como volviendo al principio de esta entrevista, vos escribiste recién: “Parte de la idea, un poco estructural, un poco hermenéutica, de que los mitos siguen recreándose en diferentes medios una y otra vez, a veces como reinterpretaciones, a veces de manera espontánea.”. ¿Tiene esto último algo que ver con el Inconsciente Estructural?

 

TPM de E: El Inconsciente Estructural es un supuesto, como todo inconsciente. Porque, en última instancia, en cuanto se vuelve consciente ya no es él, de modo que una constatación consciente de un inconsciente es una contradicción en sí misma.

Como supuesto es útil, ¿qué es en realidad? No lo sé. Pero, insisto, en tanto supuesto funciona bien. Desde ese punto de vista, sí, tendría que ver, pero con reservas. Es decir. También podríamos hablar del Inconsciente Colectivo junguiano, como ya lo hicimos antes, por ejemplo, que es menos reduccionista y tiene rasgos muchísimo más ricos.

Lo que yo rescato de esos dos postulados de Inconsciente, sin pontificar ninguno, es la posibilidad de que ciertos arquetipos, en el sentido de ciertas hormas universales comunes a los seres humanos, importantes para su vida y su comprensión de sí mismos y del mundo en el que están y del que son parte constitutiva, se manifiesten una y otra vez en los seres humanos de cualquier época y cultura.

Pero hasta ahí llega mi ligazón con un Inconsciente de este tipo, es decir, Estructural. Porque, si nos atenemos a él estrictamente, entonces no habría “nada nuevo bajo el sol” y, sin embargo, yo sí considero que lo hay, y mucho.

Ponele que la horma sea universal, inconsciente, etc. Perfecto, pero es sólo eso, la horma. De ahí mi interés en la tesis por intentar unificar ese concepto con el de hermenéutica, para poder reintroducir la novedad, la posibilidad de cambio, de creación.

Los mitos siguen recreándose, ¿son siempre el mismo mito? Estructuralmente, sí. ¿Son, entonces, siempre el mismo mito? Hermenéuticamente, no.

Parece una contradicción, pero no lo es. Hay una base común, que surge humanamente aquí y allá, pero el modo en que se expresa, el tinte que capta, la forma que adopta, es nueva en cada caso, y eso no modifica una característica accidental o se manifiesta como un cambio cosmético, sino que es un rasgo que afecta lo esencial.

¿Renacerá Gilgamesh en una colonia orbital en Urano, en el año 3.457? Seguramente sí. ¿Será el mismo Gilgamesh? Sí y no. Podemos entrever rasgos universales, temas esenciales: la finitud, la amistad, la completitud, el equilibrio, la desmesura… pero no podemos ni imaginarnos la riqueza, la torsión, la novedad que planteará y el modo en que lo hará.

Por eso me gusta la visión de Gastón Bachelard, la cual yo llevo bastante más hacia el extremo que el propio autor: todo es imaginación en el ser humano, el resto de sus facultades son sólo regiones dentro de ésta. Y la imaginación es creación. Puede que le sea imposible crear ex nihilo, de la nada, su materia prima; pero el modo en que la organiza es siempre nuevo y no tiene límites.

 

 

AXXÓN: Con la cabeza aún más explotada y quemada que antes, me despido deseándote lo mejor. Voy a guardar por mucho tiempo esta entrevista, para mí reveladora. Muchas gracias. La Redacción de AXXÓN te agradece tu predisposición y tu buena onda. Son tuyas las últimas palabras.

 

TPM de E: Uy, je.

Gracias, es lo primero que me surge.

Y asombro es lo segundo. Porque, ¿qué hago yo, ignota total, siendo entrevistada por ustedes? ¿Qué hago yo, que todavía me siento un “bicho raro”, siendo entrevistada en la revista que me permitió entrar en el mundo de la ciencia ficción en vivo y en directo?

A vos, Ricardo, te agradezco y también a Dany, Silvia y Edu, y a toda la gente que hace Axxón.

Es raro y hermoso ver que uno puede dedicarle la vida a lo que más ama y, en mi caso, mi vocación pasa primero y centralmente por la ciencia ficción. Es un privilegio y un honor poder compartir con ustedes, con todos los lectores, con los amigos, eso que tanto me apasiona.

¿Y puedo dar un “gracias” más? Un modesto agradecimiento que siempre soñé dar —y, muchas veces soñé recibir, je—. A vos que estás leyendo esto, por la paciencia de leer este barullo de ideas que siempre estoy soltando, y por darle sentido a mi hablar con tu presencia: Gracias de verdad.

 

 


Axxón 242 – mayo de 2013

“Otoño”, Teresa P. Mira de Echeverría

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ARGENTINA

 

—¿Otoño? El sol bajando ya tibio del cenit. El viento levemente frío, los álamos casi sin hojas pero aún murmurando, algún zorzal a lo lejos, el dorado y el verde que se dan la mano como despidiéndose… Y ese sol tocándote, como una caricia… Y en el silencio, a veces, escuchar una canción, tal vez More than a feeling, con esa cromaticidad, esa sonoridad de campana perfecta.

«¡Ahh! Silencio de otoño, fresco, grávido de promesas lejanas y cálidas. Y ese olor a madera de eucaliptos quemada y a pasto ligeramente seco recién cortado.

«No creo que haya otra cosa a la que pueda llamar hogar, más que un otoño.

«Pero, claro, esto es casi una ironía para ti, ¿no? Deberían haber sido tus otoños más que los míos. Después de todo, es en la Tierra donde se dan, y ese es tu planeta, no el mío.»

El niño miró a su padre-adeba y sonrió como sonríen los humanos, no como lo hacen los fligae. Pero Jupa sabía que ese gesto era una sonrisa, tanto como sabía que Philip era su hijo, a pesar de ser humano, y que él era su padre, a pesar de ser un fligum.

—Pero a mí me gusta la época cotpa, padre. Las ulevas vuelan por primera vez y los corios aúllan, y… ¡Y la luna se vuelve nacarada y negra y púrpura!

Jupa lo abrazó con sus largas, largas extremidades, dándole dos vueltas a su cuerpecito con cada una, y ronroneó en sus oídos.

—Algún día, hijo, deberás volver a la Tierra. ¿Qué pasará ese día, mi hijo muy querido?

Philip no sentía recelo hacia su familia humana, pero había una punzada de dolor mezclada en la gran ola de satisfacción que sentía por vivir con sus padres fligum: lo habían entregado como mercancía, como parte de un trato colosal; para sus parientes terrestres, era una moneda de cambio.

Apretó los ojos con fuerza para no llorar y dijo en un arranque de orgullo y dolor:

—Nunca volveré allí, éste es mi hogar.

 

Ahora, en la distancia, recordaba ese día con nostalgia y determinación.

Sus padres habían insistido en que debía conocer su patrimonio humano, y por eso lo habían educado en las lenguas, las artes, las ideas y las vetustas ciencias del hombre. Pero Philip era fligum a pesar de sus genes. Sentía, pensaba y amaba como fligum; y por eso no regresaría.

Volvió a bajar la vista sobre la tela y continuó la restauración.

Nepto se acercó sigiloso por detrás y enrolló uno de sus brazos en su cuello. La breve asfixia terminó en apenas un hilo de dulce y delicado placer que flotó entre ambos un instante y se extinguió.

Su padre-reba solía hacer eso cuando lo veía pensativo, aún le costaba entender ese concepto humano.

—No está triste, Nepto, sólo piensa. —La voz de su padre-gobla resonó en la estancia ovoide.— ¿Cuántas veces hemos de decírtelo? De los tres eres el único que aún no lo reconoce cuando está pensativo.

—Sí, lo reconozco, Alora; es que me incomoda verlo así tan… extraño.

Philip sonrió. Estaba impaciente porque llegara Jupa, quería que el tetraedrum estuviera completo nuevamente, deseaba abrazarlos y comunicar con ellos; necesitaba a sus padres como al aire para respirar.

Nepto aflojó el abrazo y se pegó a su espalda con las ventosas de su pecho: podía no reconocer cuándo estaba pensativo, pero sabía muy bien cuando su hijo necesitaba comunicar.

Philip agradeció el gesto escondiendo su rostro entre los largos dedos grises de su padre-reba.

Era curioso, en ese momento lo recordó con claridad: la primera vez que los vio no pudo distinguirlos entre sí.

 

 

El pequeño Philip bajó por la plataforma envuelto en un traje de neolástico transparente, llevado de la mano por una enfermera. Había sido donado como embrión, el hombre y la mujer de los que venía nunca habían tenido contacto con él, probablemente ni siquiera lo hubiesen tenido entre ellos; todo lo que recordaba eran batas blancas y trato aséptico. Lo habían criado sin contacto con enfermedad humana alguna, “limpio”, perfecto para la entrega.

La mujer no tocó suelo larestre, permaneció sobre el borde de la plataforma de la nave terrestre que funcionaba como embajada de su mundo, y empujó al niñito hacia delante con una palmada en la espalda mientras le explicaba en un rústico idioma fligum que ésos tres altos seres de allí serían sus padres, ésos de los que le habían hablado tantas veces; que serían su familia, que debía ir con ellos.

Philip no les temía. Eran altos como árboles o eso le parecía a sus dos años de edad, eran grises y radiantes. Delgados seres de cuatro brazos (aunque no eran sólo brazos), con manos de dos frágiles dedos (aunque no eran sólo dedos). Sólo lo inquietaban un poco sus olores cambiantes y el remolineo casi gaseoso sobre sus cabezas. Entonces uno de ellos movió su cola (aunque no era sólo una cola) y Philip rió.

Dos de ellos retrocedieron, pero Jupa se adelantó. Él había estado en la Tierra, había ayudado a forjar el “gran intercambio”; él sabía lo que era la risa

Y Jupa lo tomó en sus brazos y lo alzó del suelo. Agradeció a la enfermera con una breve inclinación de cabeza y ésta se marchó.

Y la nave se fue.

Y Philip se convirtió en el primer humano en Laro.

 

 

Nepto se separó de él y le acarició el rostro con su larga cola de vellón.

—Ya no soy un niño, padre.

—Sí lo eres, por favor, tienes treinta años de los humanos, eso no es ni un sexto de lo que vivirás con nosotros. ¡Eres un niño! ¡Y lo serás por mucho tiempo!

Alora se asomó para “ver”, con ese rostro sin ojos aparentes, el lienzo que Philip restauraba.

—Somos puro ojo, y aún así no entiendo esos cuadros.

Philip lo miró de reojo y recordó que un fligum no podía hacer eso. “Somos puro ojo”, comprender eso le había costado un poco más: que jamás se alejaría de la vista de sus padres.

—¿En qué piensas, mi Filipum?

—¿Cómo es que ves este cuadro?

—Por todas partes al mismo tiempo. O sea, ya no tengo problemas con el adelante y atrás, el frente y el contrafrente. Pero las dos dimensiones me abruman, hijo.

—Es decir, que tú ves esto desde todo punto de vista posible.

—Sí, pero sólo posible para mí, no absoluto en sí o sería Dios.

Todo ojo. Un cuerpo entero para captar colores, olores, tacto y varias percepciones más que él no podía imaginar siquiera. Y cada sentido absolutamente envolvente, abarcándolo todo.

—A veces los envidio.

Alora retrocedió un paso, enojado.

—Tú no tienen nada que envidiar, tú eres perfecto como eres, ¿entiendes? ¡Que nadie te diga lo contrario, ni siquiera tú mismo!

Philip sonrió, ahí iba el discurso de su unicidad maravillosa en todo este mundo: él no era una rareza, era una joya.

—Eres una joya, ¿entiendes? No una…

—Sí, padre, lo siento. Es sólo que sería hermoso ver el universo así, sin impedimentos, totalmente.

Alora se quedó en silencio unos instantes y luego, adhiriéndose a su costado derecho, le dijo:

—También debe ser hermoso cerrar los ojos y soñar por dentro.

Padre e hijo se abrazaron, no podían comunicar plenamente los dos solos, ni siquiera si Nepto se les unía, debían estar los cuatro; pero aún así, había un leve flujo entre ellos, y ambos lo compartieron agradecidos.

 

 

Cuando Jupa llegó, los corios de piel de mercurio estallaron en ladridos sobre las colinas. Eran los corios reales que custodiaban al héroe de Laro, al gran estratega del conocimiento de los fligae.

Philip corrió hacia él y se arremolinó en sus brazos, envolviéndose con ellos como si fueran bufandas. Antes que pudiera reaccionar, su hijo lo estaba besando. Jupa era con quien retoñaría, y aunque Philip amaba a sus tres padres por igual, a Jupa lo anhelaba con una pasión casi sensual.

Como los fligae no tenían sexo, el amor no tenía distinciones, ni límites. Procrear era germinar, retoñar y nada más. Las familias podían ser de dúos, tríos o más, como ellos. Y en el continente oriental había familias de más de cincuenta miembros: “colonias”, las llamaban los humanos, empeñados en compararlos con plantas o corales.

Jupa siempre se asombraba por las demostraciones de su hijo, pero las deseaba también. Philip había sido su elección y su triunfo.

—¿Qué pasa? Aún no es tiempo pequeño, lo sabes.

—¿Qué? ¡No, no! No estoy tan excitado, padre. Es… nostalgia y miedo. Necesito comunicar, por favor.

—Tranquilo, déjame darle las novedades a tus padres y luego comunicaremos; no te había visto tan hambriento desde que tenías trece años.

Philip los vio entrelazarse hasta casi fundirse entre ellos. Había algo que lo cohibía cuando veía eso; tal vez fuera vértigo ante la oleada de maravillosos sentimientos que envolvían la casa cuando sucedía. Jupa le había dicho que muchos humanos vomitaban al verlos hacer aquello, y que tenía miedo que él no lo soportase; pero pronto se comprobó que aquella repugnancia era meramente cultural, puesto que a él no le afectaba en lo absoluto, más que como un cierto incremento del hambre.

Todos se derramaron en sus asientos y Philip se acuclilló en el suyo.

Jupa lo enfocó un momento antes de hablarle a la familia.

—Es el momento de la cosecha.

Nepto dio un respingo en su plataforma, Alora encogió su cabeza, receloso, y Philip salió corriendo del recinto.

 

 


Ilustración: Tut

—Todo es siembra y cosecha, y luego viene el dulce otoño. ¿Recuerdas que te hablé del otoño, no es así?

Philip lo recordaba.

—Sí, padre. Pero, ¿por qué?

Philip tenía entonces quince años y no quería saber nada de la Tierra, nada.

La cosecha era algo horrible para él. Representaba volver, encontrarse con su “gemelo” fligum, interactuar con él por unos años. ¡Años en los que estaría lejos de Laro! ¡Lejos de sus padres!

—Porque ese es el espíritu del “gran intercambio”. Tú serás nuestro mejor embajador, mejor de lo que yo lo fui entre tu gente. —Jupa se puso gris, aún más: apenas había pronunciado las palabras cuando ya se había arrepentido.

—¡Los fligae son mi gente! ¡ eres mi gente!

—Lo sé, lo siento. Perdóname. Yo también pienso así. ¡Pero imagínalo, tú puedes hablar de nosotros como nadie podrá hacerlo jamás! Ellos conocen nuestra cultura, pero tú la viviste; tú la sientes, la amas. ¡Y tu gemelo te dirá tantas otras cosas de la Tierra!

Philip sabía que era ineludible, que era parte del tratado entre ambos mundos: un niño criado por el Otro. También sabía que los humanos eran recelosos. Seguramente se mostrarían suspicaces y temerosos ante su regreso. ¿Qué podía aprender de su hermano, cuando éste había sido criado en semejante ambiente?

—Ya no se comportan de ese modo, Philip. Son pocos, han pasado por demasiadas luchas, se sienten solos en la galaxia.

Pero Philip sabía que no era así, se conocía a sí mismo demasiado bien: sus pasiones, sus miedos, sus furias. Sabía lo difícil que era controlarlas, encauzarlas. Y si a él, en un mundo de paz y armonía, con tres padres amorosos, le había costado tanto, ¿qué no sucedería en un planeta lleno de humanos solos?

 

 

Jupa lo encontró entre las ramas del aréfobo, hablando con las flores moga.

—Antes que intentes convencerme, padre; debes saber que iré. Aunque lo odie, iré. No te fallaré.

Jupa se enrolló entre las ramas, a su alrededor.

—Lo sé.

Arrojó una ropas azules y marrones en su regazo.

Philip las tomó y comenzó a vestirse por primera vez en años.

El pantalón azul, la camisa beige, la campera —hecha con la piel de la vaina de las alocoas— marrón y beige. Los zapatos le costaron particularmente. Suspiró y se levantó.

—¿Así es como debe verse?

Jupa lo envolvió con fuerza y se puso rígido: era la primera vez que Philip veía a su padre llorar.

 

 

Tenía veintidós años cuando Nepto le dio sus primeros cuadros.

Philip quedó fascinado. Una familia poderosa de la Tierra se los había enviado como presente.

En uno había un hombre con una capa larga que sostenía algo en una mano, algo pequeño pero valioso, como un tubo labrado. Era anciano y la suave luminosidad blanca que lo rodeaba recordaba el resplandor del sol durante la época dopta. Le gustó mucho, había brillo en los ojos de óleo, parecía magia.

La pintura brillaba sin brillar, los metales relucían sin relucir y las transparencias transparentaban sin transparentar: todo era real y no lo era, al mismo tiempo.

La segunda pintura representaba a una mujer azul, dormida sobre una alfombra. Estaba apenas envuelta en una tela bordada con pájaros y flores desconocidos, de un rojo y dorado intensos. La mujer era como ningún humano, con grandes formaciones tentaculares que salían de su cabeza. Su cuerpo azul lo fascinó, tenía los labios y los pezones rosados, y Philip sintió que se enamoraba de alguien que no existiría nunca.

Colgó ambos cuadros en su habitación porque la bidimensionalidad mareaba a Alora.

Todas las noches miraba a la mujer azul y con el tiempo su magia se fue trasladando de la sensualidad al arte: era la pintura misma lo que lo fascinaba.

En una ocasión, no mucho después de traerle los cuadros, Nepto se ausentó por más de cinco tercios. Cuando regresó traía tubos enrollados de telas. Eran más pinturas terrestres, pero algo había sucedido en el viaje desde la Tierra y estaban semidestruidos. Nepto se los dio junto con pinceles y óleos, acrílicos y acuarelas.

—Sé que los veneras, ¡cúralos! —le dijo.

Y Philip comenzó su trabajo de restauración a tientas. Al principio, destruyendo más de lo que rescataba pero, poco a poco, comenzó a entender aquello y los colores fueron emergiendo de su exilio.

Nepto iba todas las tardes a verlo a su taller, le fascinaba aquello que Philip hacía; no por los cuadros, que no entendía —como ningún otro fligum—, sino por ver la expresión de su hijo a medida que las imágenes resurgían.

—Mira, padre —decía entusiasmado—, ¡parece un gobro! ¡Cómo puede ser, ellos nunca lo han visto!, ¿o sí? Digo, los humanos.

Nepto se reía en su vibración particular:

—La imaginación tiene sus medios, hijo mío. Es prodigiosa.

Philip desconocía el contexto y el significado de los cuadros, pero la sola imagen lo fascinaba.

—Cada pintura —le explicó un día a su padre-reba— tiene una atmósfera propia que trasciende el lienzo. ¿No te has dado cuenta de que, cuando nos compenetramos en una pintura, hasta se hace una burbuja de presión a nuestro alrededor? Los olores, los sonidos; unos se potencian y adquieren pesadez, los otros se amortiguan y van a parar como al fondo de un tubo cerrado. Y el color y la forma lo llenan todo. Hay como una sensación de fiebre inminente, como un temblor en las venas más superficiales y más profundas. Un vibrato en el aire. Algo está sucediendo, algo inexplicable que tiene su propia atmósfera, como una burbuja de aire del Paraíso. Y nosotros, los espectadores, hemos sido arrojados dentro de ella. La belleza de la obra de arte no es de este mundo: ¿No significa nada? ¿Es horrendo lo que muestra? ¿Es hermoso? Todo es belleza, porque es un vislumbre de La Belleza.

Nepto escuchó en silencio; luego le respondió quedamente:

—Por eso amo los cuadros sin siquiera poder contemplarlos. Porque cuando tú los miras, hijo mío, experimentas lo mismo que nosotros sentimos cuando vemos el mundo.

 

 

Luego de comunicar, los cuatro se separaron en silencio.

Había sido hermoso, pero un poco triste.

La ropa que Philip llevaba puesta no era impedimento para la fusión de espíritus, pero la partida, demasiado cercana, interponía entre ellos un soplo de congoja.

Los ojos de Philip parecían preguntar una y otra vez: “¿Con quién me uniré cuando esté en la Tierra?”

Jupa le había dicho que su gemelo lo ayudaría, pero él no estaba seguro de eso.

Había una desesperación resignada en su modo de moverse y hablar.

Nepto le colocó un pañuelo al cuello: “Para que recuerdes mis abrazos”, le había dicho.

Alora le regaló un cuadro tridimensional de la familia.

Jupa lo llevó al espaciopuerto, en silencio, mientras los dos lloraban.

 

 

Las palabras de Jupa resonaban en su mente cuando el módulo automático por fin descendió en la Tierra: He sido víctima de mi propio triunfo. El “gran intercambio” que te trajo a mí, ahora te aleja de mi lado. Te amo, hijo mío.

Esa había sido la única vez que había escuchado a su padre emplear esa expresión humana. Pero era amor lo que siempre le había dado.

Philip le respondió con resolución, como si él fuera el adulto y Jupa su hijo:

—Cuando vuelva, retoñaré en ti y tú retoñarás en mí.

Y lo besó en la boca sin saber lo que era un beso.

Ahora la noche lo envolvía. Era fría y desapacible. Un viento helado despeinaba sus cabellos finos y castaños. Tenía el rostro, tostado por el sol de Laro, de un tono cetrino. Bajo la llovizna oblicua, las luces rosadas de la calle lo alumbraban débilmente.

Nadie había ido a recibirlo.

Caminó por la explanada y llegó a la calle, los ojos pequeños bien abiertos.

No había espaciopuerto, ni gente, ni soldados, nada de lo que él hubiese esperado.

¿Podía ser ésta la Tierra? ¿La Tierra de las películas y los libros?

Sabía que los días de la superpoblación habían quedado muy lejos, que la humanidad había disminuido peligrosamente en número, por eso los fligae se habían decidido a establecer contacto con los terrestres. Pero esto era una locura.

Sostuvo el sombrero en la mano enguantada para que no lo volase el viento, dejó la valija en el suelo, entre sus piernas, y esperó en medio del pavimento, sin saber qué hacer. Como un niño al que nadie ha ido a recoger luego de la escuela.

 

 

El tajo le partió la cara y dejó entrever los molares.

Philip cayó al suelo de rodillas. Era tanto el dolor, que no pudo gritar. Jamás había sentido algo como aquello.

El fligum lo rodeaba como una jaula y seguía intentando herirlo con sus dedos.

Otros diez o doce más se arremolinaban a su alrededor.

Era como una sucesión de jaulas que se intercambiaban.

La sangre le caía por fuera y por dentro de la boca, espesa y caliente. Su olor excitaba más a los extraños fligae.

Extendió la mano para protegerse, para pedir clemencia, y un dedo raudo le rebanó el índice y el pulgar.

Aquello no podía estar pasando, no podía ser real.

Estaba mareado, desesperado, rendido.

Cayó de costado y esperó la muerte.

Entonces, incidentalmente, uno de los cuerpos fligae rozó el suyo y por unos segundos se sujetó con una ventosa. Los químicos del cuerpo de Philip, acostumbrados al abrazo de sus padres, respondieron enviando una oleada de sensaciones al fligum y a través suyo a toda la horda enardecida.

Fue como si de pronto el mundo se hubiese detenido.

Cuando Philip se desmayó los fligae ya lo estaban curando.

 

 

Despertó en medio de la calle. La mano derecha, cauterizada, sólo tenía tres dedos. Se levantó sin dolor ni molestia, pero en cuanto inspiró con fuerza sintió que parte del aire se le escapaba por un lado del rostro. Al palparse descubrió el segundo par de labios que lucía en su mejilla izquierda, un hueco curado pero abierto que le atravesaba la piel hasta los dientes, un sitio por el que incluso podía sacar la lengua.

Caminó perdido, sumido en miles de preguntas: ¿quiénes eran esos fligae?, ¿de dónde habían salido?, ¿por qué lo habían atacado así? ¿Y por qué se habían detenido de pronto?

¿Y qué haría él? ¿Qué haría?

Volvió a tocar el hueco en su cara. No sentía asco, sólo curiosidad, y pena. No, no pena: soledad.

Vio a uno que otro humano corriendo a los lejos, cruzando a prisa las calles vacías, pero ni siquiera intentó llamar su atención

Por fin llegó a un puente. Era una construcción antigua y regia, con farolas de hierro negro y esculturas de mármol. Se preguntó, por primera vez, viendo esas magníficas expresiones de arte, ¿dónde lo habría dejado la nave? ¿En qué antigua nación o país se encontraría?

¿Por qué nadie lo había recibido?

Se acercó a la primera escultura, un grifo de alas extendidas. Pasó junto a él, admirándolo absorto, y continuó así por los múltiples monstruos que poblaban el puente: hidras, dragones, quimeras y basiliscos… Cuando llegó al medio del arco elevado, vio que al otro lado la calle estaba atestada de gente que caminaba en ambas direcciones, como si el puente fuese una especie de frontera entre realidades.

Sintió el impulso de unirse al flujo humano, pero permaneció quieto al final del puente, temeroso.

Además, no tenía a dónde ir.

Entonces la chica pasó a su lado con decisión, dirigiéndose hacia la concurrida calle. El neón manchaba sus cabellos cortos con miles de colores, pero por un instante él los vio azules, y eso fue suficiente.

Corrió hacia la calle y comenzó a seguirla.

Memorizó su campera negra, sus medias de red verdes fluorescentes y su fuerte aroma a licor de cassis, para no arriesgarse a perderla. Llevaba un bolso inmenso y unos zapatos de plataforma brillantes, demasiado altos para ella, que sin embargo manejaba con soltura.

No supo por cuanto tiempo estuvo siguiéndola, pero sólo la veía a ella en el fárrago de tráfico, luces, ruido y fetidez del atestado barrio. Y cuando la miraba, tampoco era a ella a quien veía, sino a la mujer de aquel cuadro que aún colgaba en su habitación, allá en Laro.

Finalmente entró en un edificio y él fue detrás.

Subió una escalera, abrió una puerta, y desapareció en el interior de un cuartucho oscuro y con pocos muebles.

Philip entró tras ella.

La chica se volvió y se quedó mirándolo varios segundos, parada en la oscuridad, en silencio. Él estaba maravillado y aterrado de tener un par de ojos claramente definidos, enfocados en su rostro.

—¿Puedo quedarme aquí?

El susurro se escapó por el agujero de su boca, el sonido salió pastoso y lúgubre. Ella seguramente estaba viendo una cara oscura con un hoyo de negrura que se movía, bajo el ala del sombrero marrón.

La chica se encogió de hombros y se tiró en un catre que sólo tenía el colchón.

Philip dejó la maleta en piso, se quitó el sombrero y el abrigo dejándolos sobre la única silla que vio. Caminó silencioso hasta el baño y se miró en el espejo apenas iluminado. El tajo estaba abierto pero sus bordes habían cicatrizado, dos muelas superiores y parte de las inferiores brillaban a través del hueco. Se lavó las manos y el jabón cayó un par de veces de su mano derecha. Se secó en el pantalón porque no había ninguna toalla allí y se dirigió nuevamente hacia el único cuarto.

Se quedó de pie viendo lo poco y oscuro que había en la habitación y las luces de millones de colores que entraban por las ranuras de las persianas fijas, escuchando los ruidos de vehículos y gente y máquinas, oliendo a grasa y sudor y cassis.

Casi sin hacer ruido se acostó en el catre, junto a la muchacha del pelo azul, se mordió fuerte la mano y lloró hasta que se quedó dormido.

 

 

—¡Mierda!

El grito lo despertó; luego fue un empujón fuerte en las costillas y el golpe al dar en el piso.

—¡Creí que eras parte del efecto del ammit! —Philip abrió los ojos para ver a la muchacha arrodillada en la cama, sobre él—. Pero eres real.

Philip se levantó del piso con rapidez y tomó distancia. Chocó contra la mesa, derramó un vaso y una jarra con unas flores secas, y se apoyó contra la pared.

La chica torció la cabeza como lo hacen los zorros cuando tratan de enfocar un sonido. El pelo azul le caía sobre la cara, sedoso y con gracia. Se quitó la campera y pateó los zapatones lejos de sus pies.

Estaba midiéndolo, tranquila, lejos ya del sobresalto de encontrarse en su cama a un tipo al que le faltaba media cara.

—¡Vaya que estás asustado!

Él se sintió herido en su orgullo. Se compuso, buscó su sombrero y se lo colocó mientras le extendía la mano.

—Soy Philip de la gens Freyo; vengo de Laro.

Ella lo miró con desconfianza y luego apretó su mano mutilada en la suya.

—No sé donde sea Laro, pero no parece un lugar muy amistoso, ¡hombre, estás todo estropeado! ¿Hay muchos grises allá, eh?

Se miraron en silencio. Ninguno de lo dos comprendía lo que el otro le decía.

Ella soltó por fin su mano:

—Bien, yo soy Illyria: Viola Illyria Imogen de Kernow. Y sí, debo ser una de los últimos que habla cornés. ¿Hambre?

Philip asintió en silencio; su mente era un caos.

Mientras ella revolvía su bolso buscando, un sonido de golpes y rasguños atronó las persianas fijas de la ventana. Viola parecía no darle importancia, pero Philip comenzó a temblar.

Ella le ofreció una naranja un poco pasada.

—Tranquilo, son sólo los grises. Ya es de día, es su hora del show. —Y con un suspiro, agregó—: Al menos a nosotros nos queda la noche.

Comieron las naranjas en silencio. Viola tuvo que enseñarle a pelarlas primero y a escoger los gajos que no estaban podridos. Él tuvo que aprender solo cómo sujetar las cosas con tres dedos y cómo hacer que la comida y la saliva no se le escapasen por el hueco de la mejilla.

A él nunca se le ocurrió preguntarle a qué se dedicaba ella, y ella no quería saber de qué se ocupaba él.

De alguna manera extraña se agradaron.

A eso de las dos de la tarde ella se inyectó una sustancia grisácea mientras le decía:

—Cuídame, ¿quieres?

Y se acostó.

Philip volvió a ocupar un lugar a su lado en la cama. Se quitó la ropa, extrajo el retrato que Alora le diese al partir, y oyó los murmullos de las pesadillas de Viola hasta quedarse nuevamente dormido.

Soñó con un otoño extraño. Con hojas de álamos secas y ocres, crujientes bajo sus pies. Pero el paisaje era de Laro: neblinoso, blanco, cálido. Y mientras un viento suave lo empujaba, vio surgir por entre las ramas de un aréfobo el pelo azul y sedoso de Viola, sus ojos, sus pechos, sus dientes, todo desperdigado por la planta, cuyas flores moga hablaban con su voz. Y, de pronto, las ramas se hicieron brazos y uñas. Cada arañazo le arrancaba un dedo o un pedazo de rostro, entonces, cuando ya no quedó nada más que arrancarle, Philip permaneció de pie, gris, alto, convertido en un fligum.

 

 

—Así que tú eres ese.

Y el “ese” sonó un poco a odio y otro poco a admiración. Él se había ido de la Tierra justo antes de que el infierno se desatara. Él había tenido una familia bastante rara, pero una familia. Y paz, y bondad.

Ella se había quedado allí y había visto al extraño ser llegar a la Tierra. Todas las tardes tomaba su café con leche mirando en la tele el programa donde se mostraban sus avances en el laboratorio: hoy hablaba inglés, mañana portugués, un día habló cornés y todos en la casa gritaron de alegría.

También había ido al cine a ver las películas sobre extraterrestres y usaba las gorritas con el logo del gris.

Luego la noticia fue reemplazada por otras frivolidades y, más tarde, por la verdad. El extraterrestre se sentía solo. No había sido bien tratado. Necesitaba una familia. Todos aprendieron lo que era la “reproducción asexual” y lo que “gemación” significaba.

Pero en esa época las hostilidades iban en escalada, la guerra era casi un hecho, y todo lo que sucedía en el laboratorio se convirtió en secreto de estado.

Para cuando pasó el estúpido fervor patriótico, cuando sólo quedaban escombros y se supo que la guerra estaba perdida, y que nadie ganaría esta vez, en ninguna parte, los “hijos” del gris estaban por todos lados, reproduciéndose descontroladamente, y odiándonos.

Finalmente ella se quedó sola, escondida bajo la cama, rodeada de cadáveres.

Entonces empezó la supervivencia, el trabajo en la “granja”, y el ammit para soportarlo todo. El ammit, ese “regalo” de los grises. La droga no era más que carne de gris, carne de gris muerta y podrida. Tenía algo de sentido que sus muertes les dieran un escape a los humanos. Pero el ammit tenía un precio, una adicción horrenda y oprobiosa, muy parecida a la ruleta rusa. Una dosis tanto podía llevar a un humano al Paraíso, como matarlo; así, sin previo aviso, sin causa, porque sí.

—¿Y qué vas a hacer?

—Encontrar a mi “gemelo”, supongo.

A Viola le sonó extraña esa palabra aplicada a dos seres tan distintos.

—¿No lo sabías? No, claro que no. Busca un nuevo plan: él fue la primera víctima de la horda.

Philip se quedó pensando. Aún estaba desnudo en la cama. Sostenía el retrato de sus padres frente a él. Ella le limpió la saliva que se le escurría por la mejilla izquierda. La delicadeza de esa acción los sorprendió a ambos.

—¿Por qué me seguiste?

Él corrió un dial en el retrato y le mostró el holograma del cuadro de la muchacha azul: ella quedó sorprendida con el gramaje y textura de la superficie virtual. Nunca había visto un cuadro de verdad y eso era lo más parecido a uno. Quedó absorta.

Terminó de responder la pregunta acariciándole el cabello.

Viola se echó en sus brazos con lentitud y siguió mirando el cuadro mientras él buscaba sus pechos bajo la remera con su mano mutilada.

Aspiraba el aroma a crema de cassis de su cabello y el olor fuerte a humo, ternura y cansancio de su piel. ¡Aquello debería ser el otoño del que Jupa tanto le hablara!

—Cuando miro una pintura, Viola, siento que estoy en otro mundo. Como si el cuadro fuera un medio para trascender esta realidad a otra mucho más plena y sobrecogedora aún. Como si fueran puertas a otros universos. Ver una serie de cuadros es como descubrir la profundidad detrás de la superficie. Por eso admiro a esos hacedores de magia, a esos constructores de puertas. Nos revelan la verdad y la verdad se vuelve como un sueño en el cual sabemos el secreto de la vida, y todo es claro y evidente. Una vez le dije esto a uno de mis padres, y él me dijo que así es como ellos ven el mundo… Dios, como quisiera ser un fligum.

En el silencio del barrio se sentían las garras fligae contra el pavimento y algún grito humano prontamente sofocado.

—Si me haces el amor te llevaré a ver un museo. Cuadros de verdad.

Él la miró extrañado.

Ella continuó susurrando:

—Sé que no es un gran pago, pero necesito saber que puedo ser buena.

Philip se tocó el rostro, el hueco.

—No —agregó ella—, no es eso. En la “granja” elegimos. A veces no tengo más opción que señalar a quien será faenado. Los grises no comen todo lo que matan y los humanos no siempre toleran la carne gris… A veces es necesario… usar carne humana, no sólo gris, en la… en la dieta de la gente. —Lo miró como buscando su perdón, y habló más rápido, casi con entusiasmo—: Pero si tú pudieras amarme, yo sería algo mejor. El ammit, sabes, también elije las almas, a unas las devora y a otras las perdona por un tiempo. Cuando te vi anoche, creí que ya era mi turno y descansé aliviada. Pero al despertar… ¡Eres real, eres otra cosa!, algo muy limpio respecto de este mundo. Ni siquiera pareces saber lo que es el mal. No creo que yo pueda contaminarte, pero quizás tú sí puedas, no sé, ¿limpiarme?

Philip no quería terminar de comprender qué era aquello de lo que Viola hablaba, sólo la besó, mal, apurado, sin saber muy bien lo que hacía, por puro instinto. La boca le jugaba muy malas pasadas pero continuó. Pensó en Jupa, pensó en Laro, pensó en Viola, y la amó.

 

 

El barrio al que la ciudad se había replegado era una caricatura. Simulaba una normalidad que había dejado de existir mucho tiempo atrás. Era sólo caos equilibrado por las probabilidades. Había agua y electricidad porque las máquinas de abajo de la ciudad se alimentaban de energía geotérmica y a pesar de todo aún seguían funcionando, pero la comida era escasa y las drogas como el ammit eran lo único que impulsaban una pseudoestructura económica: productores, comercializadores, etcétera.

La gente se había vuelto nocturna o loca.

El día era de los grises.

Y Philip había decidido contactarlos.

Si la débil comunicación que había establecido con ellos había sido suficiente como para salvarlo, tal vez una más profunda impulsara un verdadero entendimiento. A él no le gustaba la Tierra y todavía debía esperar meses hasta que la nave automática realizase su primer descenso preprogramado. Incluso con lo que le había pasado, anhelaba estar entre los fligae y apenas si soportaba a los humanos.

Sólo Viola y su vientre abultado le apetecían.

Ella había dejado la “granja”. Salían a buscar comida más allá del puente de los monstruos, como le decían al Pont des songes, mucho más lejos que el resto de los humanos, y por eso obtenían frutas silvestres y hongos.

Finalmente, cuando ella ya no fue tan ágil como antes, decidieron hacer su hogar fuera de la ciudad, en el viejo Museo de Arte.

Su vida doméstica, en el ala de arte moderno, transcurría entre puros Antoni Garcés. Comían bajo “Imago”, meditaban con “Babel-17″, dormían frente al “Mesías de Dune” y hacían el amor ante “SIVAINVI”.

Si el momento llegaba, planeaban que Viola diese a luz con el “Mundo de día”.

Pero Philip anhelaba que su hijo o hija naciese en Laro y pudiese ser implantado.

 

 

—Por aquí debe estar el nido.

—No son nidos, Viola, son familias. Te juro que no anidamos en Laro, nuestros edificios son hermosos, parecidos a huevos hechos de filigranas. Nuestra tecnología supera a la terrestre de modos que ni te imaginas.

—Ok, tú eres el experto en grises —se detuvo acariciándose el vientre y enjugándose la transpiración—. Pero todavía me da miedo ir a buscarlos, y creo que en pleno día es una locura.

El nombre de “Philip, de la gens Freyo”, se había extendido por toda la ciudad.

Algunos fligae ya venían a comunicar con él. Cuando eso sucedía Viola corría a unírseles porque, pese a todo el terror que los grises le despertaban, sólo el comunicar evitaba que recayese en el ammit.

Sin embargo aún era peligroso el intentar comunicaciones con familias enteras y ninguno de los dos olvidaba el precio que Philip había tenido que pagar para comprender eso.

También algún que otro humano acudía, armado y receloso, a escuchar al hombre milagroso que había apaciguado a la peste gris.

Y, poco a poco, las visitas dejaron de ser para averiguar y preguntar y empezaron a ser para ver y adorar.

Pero Philip sólo miraba el cielo, esperando el regreso de la nave automática que lo devolviera a Laro y a sus padres.

Mes tras mes reunió a los fligae, mes tras mes les enseñó lo que eran, quiénes eran, cuál era su historia y su estirpe. Y a los pocos humanos que acudían, les habló de una nueva clase de paz. Les enseñó a ver el mundo con ojos transfigurados y a comunicar.

Así, poco a poco las dos razas fueron, por fin, conociéndose.

Cuando se fue, la Tierra lloró largamente la partida de su salvador. El hijo pródigo volvía a su otro hogar.

Su vida parecía una continuidad de regresos.

 

 

Cuando Philip bajó de la nave en Laro, un mar gris se extendía frente a él. Los fligae habían venido de todas partes a recibir a su hijo y embajador. Las naves-tornillo brillaban como puntas de plata en el cielo, suspendidas sobre la multitud.

Aevetas rasantes de miles de tonos de rojo danzaban en las aguas. Los corios aullaban junto a sus padres, como escoltas colosales.

Una danza rotzar estaba siendo llevada a cabo, grandes grupos de fligae dirigían a los aestes azules e irisados en sus cabriolas celestiales, las escamas brillando en fintas y contrafintas, las alas desplegadas en jirones de luz, el viento en sus crines.

El sol brillaba blanco y apacible en su gran bienvenida.

Pero Philip lloraba.

Igual que con aquellos cuadros rotos que Nepto le había traído alguna vez, algo le había sucedido a Viola en el transcurso del viaje, y estaba muriendo.

Sus padres se le acercaron en silencio, mientras Viola le pedía que la dejase actuar como ella había tenido que hacerlo miles de veces en la granja: eligiendo a quién dejar vivir y a quién no. Viola le pedía por la vida de su hija que se extinguía con ella.

Pero él no podía ver la granja de faena con su carne gris y su carne roja: Fligum matando y comiendo humano, humano matando y comiendo fligum… Él sólo podía ver el cuadro de la muchacha azul con pezones rosados, la puerta al Paraíso cerrándose frente a sus ojos.

—¡Restáurala! —le ordenó Nepto.

Philip lo miró confundido.

—¡Cumple tu promesa! —le increpó Jupa.

Entonces comprendió.

—Es la misma comunión —le susurró Alora.

Philip tomó las manos de Viola y sonrió con su cara agujereada:

—Serán una. Más que si se comiesen en cuerpo y alma la una a la otra, más que si se comunicasen eternamente.

Viola entrecerró los ojos, agotada, aterrada, y aceptó. Intuía lo que significaban esas palabras, conocía ese lenguaje en su hombre.

Jupa se acercó para acariciarle la frente: ante su visión completa, Viola y su niñita no nacida eran claramente visibles. Las entendió y las amó.

Ellas eran el retoño que su hijo le había prometido al partir; ahora él debía darle el suyo.

Extendió sus cuatro brazos arropando en sus volutas a la madre y a la niña, uniéndolas y uniéndose a ellas en éxtasis; entonces, de un modo aterrador y sublime, abrió una boca imposible y las tragó mientras aún estaban con vida y las asimiló lentamente en su ser. Él era un cofre que guarda una concha con una perla dentro. Viola, el contenedor contenido, fue devorada con su preciosa carga, para hacerse una con ella en el gran vientre de Jupa.

Era una comunión tan sagrada que en todo Laro se hizo un gran silencio.

Así, en el interior de Jupa, tal como sucede con los retoños de un fligum, se formó un brote. Pero a diferencia de ellos, éste brote era él y era más que él.

 

 

Cuando Naaria nació se desprendió de su padre-adeba a través del pecho. La niña fue sacada al mundo en medio del éxtasis de la comunión de toda la gens Freyo, y dicen que sonrió; no tenía pulmones para llorar.

Era el período cotpo, y bajo una luna púrpura, Viola y su hija nacieron por segunda vez.

Ya no eran la una ni la otra, eran ambas y eran fligum.

Se desprendieron de Jupa y lo amaron inmensamente.

Se unieron a Nepto y Alora y los amaron intensamente.

Conocieron a Philip y su amor no tuvo igual.

Naaria era distinta a los demás fligae, tenía cuatro ojos iguales a los de Viola y tenía sueños y una bruma maravillosamente azul sobre su cabeza que se le derramaba hasta los hombros. Y tenía género. Era la primera hembra fligum. La llamaron Naaria Viola de Kernow Freyo. Sabía hablar muy bien el cornés y solía pintar también. Los corios la adoraban y la seguían fielmente, ladrando de felicidad cuando corrían juntos.

La pequeña estaba siempre junto a Philip, acompañándolo como una esposa-hija-hermana. Él se envolvía en sus cuatro brazos como en una serie de bufandas y ella lo rodeaba como un arbusto aréfobo, con su cuerpo azulino.

Otras veces él la acunaba en sus brazos, acariciando sus cabellos de nube azul y contándole historias de la Tierra y de Laro.

 

 

—No hemos encontrado en todo el universo nada como el otoño en la Tierra. En otoño, pequeña, las hojas de los árboles se caen y el sol se hace tibio y te acaricia; entonces los olores se tornan más secos y crepitantes… Pero cuando todo parece estar en retirada, la vida da sus frutos. Manzanas, peras, membrillos, higos, cassis…

Philip alzó al cabeza cuando oyó esa alusión. En las ramas superiores del aréfobo a cuya sombra estaba sentado, muy, muy arriba, Jupa le enseñaba a Naaria lo que era el otoño. Pero, a pesar de que estaba tan alto, él podía saber exactamente qué le decía su padre a su hija-consorte gracias a la multitud de flores moga que repetían una y otra vez todo cuanto escuchaban. Era un murmullo uniforme de voces cuasivegetales entonando un diálogo extrínseco. El perfume del cabello azul de Viola volvió a su recuerdo, endulzando su mente y tiñéndola de nostalgia…

—Creo que hay algo en mi memoria innata, padre, algo acerca de una humareda con olor a madera seca y una noche fría, algo sobre estrellas brillantes, membrillos y… y… y algo que se me escapa pero que tiene que ver con una nave.

—Esos recuerdos son míos, pequeña —dijo Jupa—. Pronto deberás aprender a aislarlos y, luego, a digerirlos en tu mente hasta hacerlos tuyos e indiferenciables de ti misma.

Naaria bajó la vista de sus cuatro ojos grises y enfocó a Philip, allá abajo, leyendo un libro mientras inhalaba música bagkhtya.

—A veces pienso en él y no sé como debería sentirme.

—Tú eres tú y nadie más, ¿entiendes?

—Sí… ¡No! Yo soy tú, porque de ti broté y soy Viola en tanto fui tu comida ceremonial, y soy parte de Philip al haber sido también su hija no-nacida. Hay cuatro amores en mí y no se cuál es el correcto. ¿Qué soy, padre? ¿Soy su hija, su esposa, su madre, su hermana?

—Eres Naaria, la única, y para él eres todo eso. Y eres más. Cuando tu otoño llegue y te coseches a ti misma, cuando des tu propio fruto, los recuerdos de Philip serán uno en ti, todos ellos; entonces, pequeña-yo, tú serás todo para él.

Philip cerró los ojos cuando la última flor atigrada de rosas y marrones, le susurró las palabras finales… Viola… Jupa… Naaria…

 

 

El día que las naves tornillo regresaron de la Tierra con los repatriados (la sentencia había sido dictada y los términos del “gran intercambio”, interpretados), fue el día de la trascendencia.

Los fligae mudaban de piel tres veces en su vida: al nacer, al volverse adultos y al morir. Naaria estaba lista para crecer. Cuidadosamente había aceptado todas aquellas memorias con las que había nacido. Le había sido particularmente difícil, más que a cualquier otro fligum, porque no llevaba en sí únicamente los recuerdos de su padre de retoño, su padre-adeba, sino los de dos humanas: una mujer adulta y una niña no nacida. Masticó en su mente todos estos recuerdos, así como Jupa había masticado a la madre y a la hija en su estómago, y los digirió. Fue de este modo que Naaria se convirtió en una sola persona.

Philip la miró asombrado, envejecida en dos días larestres, llena de escamas y costras, haciéndose un ovillo en el centro de la habitación oval de la familia.

Lejos había quedado la Tierra a la que había jurado que jamás regresaría. Lejos, con sus humanos riendo y llorando desconsolados por la partida de todos y cada uno de los fligae repatriados. Sus mentes separadas de la droga, de la comunicación y de su salvador. Para ellos, había quedado imposiblemente lejos el intercambio con los larestres, el compartir tecnologías o conocimientos. No obstante, el “gran intercambio” debía suceder más allá del castigo merecido, más allá incluso del embargo y la interdicción que las cinco especies inteligentes de la galaxia habían fijado de no pisar suelo terrestre, un mundo que no cumplía sus convenios.

Y, por primera vez, sintió remordimientos.

Aquí estaba él, en el centro de la estancia ovoide, esperando a su otra mitad, la que reemplazaría al gemelo que los humanos habían brutalizado y con el que habían condenado a una generación empática al sufrimiento. Ella era su esencia, la de Jupa, la de Viola, todas en una. El amor más perfecto.

Y, en la vieja Tierra, los millones de sobrevivientes de su propia catástrofe, estarían penando su propio error, el mismo que los había diezmado; y estarían llorando el amor que habían conocido gracias a Philip, el amor total de comunicar, el que ahora se les quitaba para siempre con la repatriación de hasta el último de los fligae brotados allí. ¿Cuánto tardarían en sobreponerse? ¿Qué contarían sus nuevos mitos acerca de él? ¿Qué representaría para ellos? ¿Un héroe, un dios, un villano desalmado o un juez terrible que les había abierto las puertas del Paraíso para cerrárselas en la cara?

La babosa gelatina comenzó a exudar a través de las grietas de la piel costrosa. Alora y Nepto se arrodillaron junto a ella y comenzaron a quitarle las escamas viejas con cuchillos ceremoniales. Philip pensaba que la estaban pelando tal como Viola le había enseñado a pelar una naranja, aquel primer día que estuvieron juntos. Entonces emergió, radiante, hermosa, nueva.

Jupa se acercó y recitó el zumbido ancestral que le daba la bienvenida, extendió sus brazos y tomó los de ella.

Naaria sonreía con su boca descomunal de fligum. Altísima, cimbreante, gris. Sus cuatro ojos humanos habían adquirido un tono intermedio entre la miel y las cenizas. Sus dedos terminaban en garras azules, del mismo exacto tono que el cúmulo de larguísimos cilios que pendían de su cabeza en un movimiento constante, respirando por ella con un murmullo ahogado ininterrumpido.

Entonces enfocó sus ojos y lo vio. Recordó cómo lo había tenido en sus brazos de pequeño. Cómo lo había escuchado hablarle en el vientre de su madre cuando ella aún no había nacido. Cómo lo había amado apasionadamente, aquella mañana sensual cuando, al mismo tiempo, había sido concebida. Cómo lo había admirado cuando él (tan alto a su lado) le recitaba los nombres de las distintas ulevas mientras le enseñaba a caminar (algo que ella recordaba haber hecho exactamente de la misma forma con él, al enseñarle a andar, apenas llegado, en esa nueva gravedad planetaria). Y le sonrió: lo conocía desde todo aspecto posible, desde toda relación concebible, y lo amaba.

 

 

Philip dormía en el centro. Naaria lo envolvía con sus brazos y cilios como una dulce y amorosa jaula. Estaba toda enredada en sí misma, murmurando en sueños. La cola, los brazos, los cilios… Cuando Philip despertó, sonrió al darse cuenta de que no reconocía dónde empezaba y dónde terminaba su amada.

Acarició parte de ese rostro que adoraba casi religiosamente. Los párpados temblaron pero no se abrieron, ella dormía muy profundamente. Su cuerpo era como un conjunto de juncos que se entrelazaban hasta formar un huevo; un huevo filigranado que respiraba por todas partes alrededor de Philip, con su suave aroma a licor de cassis.

El sonido exterior le llegó ahogado. Escuchó el susurro a través de la duermevela y reconoció la voz: Adfidi, el retoño de Nepto.

—¡Padre, padre! ¡Es hora, el Concejo espera!

Naaria se desovilló de pronto, en un segundo. Era un espectáculo sorprendente: como miles de culebras dispersándose, como una flor moga abriéndose.

—Y esperará lo que deba esperar. —La voz de Naaria sonaba dulce y salada al mismo tiempo.

Adfidi sonrió divertido:

—Está bien, madre, así será. ¿Cómo está nuestro retoño?

Naaria se acarició el vientre mientras miraba a Philip emocionada:

—Creciendo hermoso, como sus padres.

El hijo de Nepto salió de la cámara con una reverencia.

Philip respiró profundamente: madera de eucaliptos y césped recién cortado.

—¡Otoño! —exclamó— Finalmente he terminado amándolo, tal como Jupa.

Ella acarició sus cabellos grises con delicadeza mientras lo besaba con ese beso descuidado que le abarcaba toda la cara.

—¿No te has arrepentido, entonces?

Philip la miró sorprendido; era extraño, pero no lo había hecho.

—Aunque lo niegue, éste también es mi hogar y otros treinta años de lejanía (más de doscientos para ellos) han sido suficientes. Hay algo humano en mí, más que mis genes, me temo. No creí jamás admitirlo, tú lo sabes, me conoces más que yo mismo. —Naaria le sonrió— Además, es necesario y justo, debemos ayudarlos a recomenzar de una vez.

Ambos se levantaron de la cama y avanzaron por los pasillos del viejo Museo de Arte que tan bien recordaban. Una vez en la explanada de la terraza, vieron al Concejo de Sanación ya formado: quince fligae enviados de cada zona de Laro esperando su permiso; otros tantos aguardaban en varias partes de la Tierra.

Philip miró el puente a su derecha. Los monstruos de mármol, enormes y hermosos, custodiando sus balaustradas. Se tocó el rostro, por costumbre, y sintió el hueco que lo había acompañado casi toda su vida. Naaria estaba como hipnotizada mirando a la multitud de humanos que se había congregado alrededor del edificio, en silencio, anhelantes. Sus ojos estaban opacados por el dolor de años de separación o la fuerza de décadas de forzosa desintoxicación del ammit. Hacía tiempo que ya no atacaban a los embajadores fligae intentando matarlos para extraer un poco de ammit. Philip había escuchado los relatos de cada uno de los monitores enviados al planeta, sopesando aquello, hasta que se decidió a ayudar en la reconstrucción de la Tierra.

El Concejo estaba listo para empezar una comunicación en masa, sólo esperaba su orden.

Philip miró a Naaria, quien permanecía absorta.

—¿Qué sucede, amada?

Ella lo miró como a la luz de un descubrimiento terrible:

—Su desesperación despierta mis recuerdos de la droga, de la granja… Ellos nos comen como nosotros a nuestros muertos, para extraer nueva vida. Pero la suya se ha agotado desde que nos fuimos. El sólo conocernos fue, quizás, la más absoluta conquista que los fligae hayan logrado.

Philip miró la multitud anhelante: cuerpos magros, ojos sin brillo… Parecían el botín de una guerra.

—Ellos nunca nos conocieron, sólo nos estudiaron. Creo que ahora sí llegarán a comprendernos. El “gran intercambio” aún no ha concluido. Todavía hay una oportunidad.

Apenas asintió con la cabeza, la orden fue dada.

Y, mientras la comunicación comenzaba y los distintos Consejos de Sanación sumían a muchedumbres enteras en un éxtasis colectivo, miles de naves tornillo llenaron los cielos terrestres. Los fligae que las ocupaban fueron descendiendo y, lenta y ceremonialmente, devoraron a cada uno de los humanos que quedaban sobre el planeta.

—¿Crees que este ha sido un juicio justo, Philip? —De los ojos de Naaria caían lágrimas azules.

Philip cerró los ojos y aspiró el perfume embriagador del otoño que apenas estaba comenzando en esta latitud. Pronto los millones de fligae devorantes crearían, cada uno, un brote dentro de sí mismos, un brote que conservaría algo de la especie humana, preservándola, y cumpliría al mismo tiempo el “gran intercambio”. Después de todo, aquellos habían sido los términos del convenio: el intercambio no concluiría hasta que cada raza hubiera comprendido cabalmente a la otra.

—Es hora de la cosecha, mi amada. Tarde o temprano la vida da sus frutos.

 

 

Teresa Pilar Mira de Echeverría nació en 1971 en la provincia de Buenos Aires, Argentina.

Es Doctora en filosofía. Dicta cursos en distintas Universidades (Gnoseología, Filosofía de la Naturaleza y Filosofía contemporánea) y en Fundaciones, vinculando sus cátedras con su investigación en ciencia ficción. Directora del CENTRO DE CIENCIA FICCIÓN Y FILOSOFÍA del Departamento de Investigación perteneciente a la Fundación Vocación Humana, estudia e investiga sobre la interrelación entre filosofía, mitología y ciencia ficción (siendo éste el tema de su tesis doctoral). Ha dictado conferencias sobre este tópico en simposios Internacionales de Filosofía, y ha realizado distintas charlas y exposiciones al respecto desde hace varios años. También ha publicado artículos sobre el tema en las revistas El hilo de Ariadna, NM, Signos Universitarios Virtual y Cuásar, entre otras. El artículo: «La trama del vacío —O una única visión triple según Spinrad, Delany, Malzberg—» obtuvo el 2do accésit en la categoría “Ensayo” en el III Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas (2010); y su ensayo «Los símbolos de lo Sagrado en la mitología contemporánea: Cuatro visiones de una divinidad exógena, según Dick, Zelazny, Farmer y Herbert» fue finalista en el Fourth Annual Jamie Bishop Award (International Association of the Fantastic in the Arts – IAFA) del 2009.

También ha publicado cuentos de Ciencia Ficción en las revistas especializadas: Axxón, NM, Próxima y Opera Galáctica. Su cuento Memoria apareció en la antología internacional Terra Nova junto a lo más renombrados autores de la actualidad.

Se declara apasionada de la New Wave, especialmente de los autores: Frank Herbert, Philip K. Dick, Philip José Farmer, Samuel Delany, Roger Zelazny y Octavia Butler. Y admiradora de China Miéville.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos: INTERCAMBIO JUSTO, DEXTRÓGIRO y PÚLSAR; y el artículo HOGAR, EXTRAÑO HOGAR —LOS MODELOS DE FAMILIA DENTRO DE LA CIENCIA FICCIÓN—.


Este cuento se vincula temáticamente con SIMBIOSIS, de Albino Hernández Penton y Sergio Gaut vel Hartman; SIMBIÓTICA, de Carlos Duarte Cano y ESTE ES TU CUERPO, de Claudio Amodeo.


Axxón 242 – mayo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Argentina : Argentina).

“El juego de las ratas y el dragón”, Tobias Buckell

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GRANADA

 

Su segundo empleo como personaje no jugador era una buena forma de ganarse la vida. No tenía mucho sentido malgastar tanto tiempo en ponerse un uniforme virtual acorde con el espacio de juego, pero Overton se enorgullecía de prestar atención a los detalles. Lo ponía de mal humor recibir un puñetazo en el estómago de parte de alguien tan inmerso en la fantasía de realidad aumentada que ya no podía diferenciar lo real del guión. Lo único que debía hacer el hombre era formular las preguntas adecuadas, obtener las respuestas de Overton y seguir adelante.

Etiquetó al imbécil con karma negativo, verificó el balance de su propia cuenta y regresó a su mundo preferido.

Ignoró las aceras grises del caluroso día estival de Manhattan. Caminó, esquivando a los turistas, sobre los diques del Bajo Manhattan. Atravesó Battery Park. Una vez en Broadway, encendió las lentes de contacto plateadas que llevaba en los ojos y los audífonos internos, y todo se derritió.

El Imperio de Relojería se extendía alrededor de casi todo el antiguo Distrito Financiero. Máquinas que se alejaban entre resoplidos y nubes de humo oscuro. Con un ademán ostentoso, Overton empujó hacia atrás las colas mojadas de su abrigo, levantó el gorro para saludar a alguien que pasó corriendo por el espacio de juego rumbo a una misión propia y se puso a buscar un guisado sustancioso.

 

 

* * *

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Jericho lo alcanzó en un carruaje tirado por un caballo. El caballo robótico resopló en el espacio de juego. En la realidad, el pelaje era un poco ralo y el animal demasiado esquelético. Overton lo había visto brevemente una vez. Pero en el juego la realidad extra aumentada le aportaba elegancia y representaba su pelaje de tal forma que parecía brillante y bien cepillado. Conforme el caballo avanzaba con lentitud, se le marcaban los músculos.

—Entra, rápido —gruñó Jericho—. El tránsito está insoportable. —Jericho siempre se empeñaba en permanecer en la realidad. A veces, Overton sospechaba que ni siquiera le gustaba su trabajo.

Pero, a pesar del incidente de esa mañana, Overton estaba lleno de alegría. Le encantaban sus empleos.

Las lentes de contacto para realidad aumentada eliminaban los elementos como el tránsito y, dado que todos los autos funcionaban con overware, podían esquivar al caballo robot, al carruaje y al propio Overton.

Para él, la calle Broadway ahora era un camino de tierra lleno de carros que se desplazaban rápidamente y máquinas a vapor que debían de ser autobuses o alguno de los escasos vehículos que se conducían a mano. El overware los detectaba y los señalaba para que Overton no quedara frente a un autobús en movimiento.

En el Imperio de Relojería, ser aplastado resultaba en una muerte tan segura como en la vida real.

Recordó a Khousa, un viejo amigo que, distraído mientras cumplía una misión, había cruzado corriendo por delante de un enorme artefacto. Había pasado un mes retenido en una Caverna de Sanación, negándose a verlos.

—¿Adónde vas hoy? —preguntó Overton.

—A cazar ratas al Central Park —dijo Jericho.

—¿Qué es el Central Park? —Overtone proyectó un sincero desconcierto.

Jericho suspiró y le espetó:

—Los Bosques del Gran Rey de Relojería, digamos.

 

 

* * *

 

 

El Imperio de Relojería no era contiguo. Después de abandonar el imperio inferior, atravesaron otros reinos a lo largo de Broadway. Desde hacía unos treinta días, el Gran Rey de Relojería, por medio de sus vasallos, estaba desatando una lenta guerra para ganar terreno en su imperio isleño. La Perpetua Edad del Vapor había sido iterada por una débil empresa de juegos de IA casi un año antes, eones en términos de tiempo de juego y de interés de los potenciales jugadores. Siempre aparecía algo brillante y viral por aquí o por allí.

Pero los elementos estéticos de la Edad del Vapor habían estado presentes desde antes del florecimiento de los Juegos de Realidad Aumentada Multijugador Masivos, con el advenimiento de las lentes baratas y el procesamiento en nube aún más barato.

Se necesitaban constantes superposiciones gráficas para suprimir la realidad, procesadores bastante veloces para redibujar lo real con imágenes del JRAMM. Cuando se logró eso, los Juegos de Rol en Vivo despertaron grandes pasiones en un pequeño subgrupo de la población. Todo el que tuviera antiparras de datos y un poco de tiempo libre mientras viajaba de ida y vuelta al trabajo se contagiaba.

Uno se olvidaba de sufrir en silencio durante el almuerzo. Podía unirse a un equipo y atacar un castillo en algún parque, todos juntos en una realidad consensuada.

Que era lo que Overton no estaba haciendo.

Overton no era un jugador, aunque se tomaba muy en serio los atavíos de la Edad del Vapor. Igual que se tomaba muy en serio el ser un PNJ a sueldo.

Por debajo de la estructura del juego, las personas aún querían conversar con gente real, de carne y hueso. Sentir la mano del otro cuando se la estrechaban.

Overton hacía eso.

Y también cazaba ratas.

Si nadie cazaba ratas, todo se derrumbaba.

 

 

* * *

 

 

El software tenía errores. El correo electrónico tenía spam. En los proyectos aparecían gremlins. Y en los JRAMM había que luchar contra las ratas.

Así las llamaban las personas como Overton. Eran, más bien, fallas inteligentes provocadas por iteraciones de demonios falsamente inteligentes que evolucionaban en el software. Se reproducían y se esparcían, desplazándose por los paisajes aumentados, encontrando vulnerabilidades y estableciéndose como entornos virtuales.

Adoptaban muchas formas, pero sus ojos siempre delataban su malvada y astuta urgencia por sobrevivir de la manera que pudieran. Trozos de netware neural luchando por sobrevivir, porque era lo que les ordenaba el código del juego desde hacía eones de ciclos de computación.

Cuando los sagaces héroes eliminaban alguna criatura, los fragmentos de seres destruidos se quedaban y se ocultaban en los rincones y nichos de diversos mundos.

Y la gente como Jericho y Overton los cazaba cuando la empresa del JRAMM buscaba su ayuda.

Era ostensiblemente divertido. Pagaban con créditos de juego transferibles para que uno viajara por su JRAMM preferido matando ratas con un personaje. A Overton le encantaba.

Para Jericho no era más que otra cacería de errores. A cambio de un sueldo de mierda.

 

 

* * *

 

 

Aquí estaban, en los Bosques del Rey. Overton tomó un estuche de herramientas lleno de alfileres. A la distancia, por encima del bosque verde, se elevaban las torres de bronce de los alquimistas. Los relámpagos descendían como dagas desde unas siniestras nubes, mientras que las máquinas de toda especie absorbían la energía etérea de las alturas.

En algunas de ellas se estarían desarrollando batallas en este mismo instante. Las batallas para expandir el Imperio de Relojería.

Quizás más tarde, esa noche, Overton revisaría el balance de su cuenta y se uniría a los ataques con una de sus cofradías.

Quizás.

—Informaron que hoy temprano apareció un gran wyrm aquí —dijo Overton—. La lechuza de bronce de la empresa dijo que estaba allí, junto al puente de hierro.

—Yo también recibí el correo electrónico —dijo Jericho.

Rodearon el parque. Había muchos árboles. En realidad era el software, que extrapolaba afanosamente los movimientos de otros seres humanos y que bloqueaba senderos para que Overton permaneciera fuera de la realidad y dentro del juego.

No se veía nada fuera de lo común.

—Allí —dijo Jericho.

La tierra que rodeaba uno de los muros se estremeció, entrando y saliendo de las capas visuales que el JRAMM superponía a la realidad.

—Fíjala —dijo Overton, arrojándole el estuche de herramientas a Jericho.

Jericho lo abrió y comenzó a lanzar alfileres de bronce a los bordes de la rata. Los alfileres se iluminaron con energía alquímica verde al hacer contacto con el absceso de realidad.

La rata se afirmó, mirándolos con sus ojos redondos y brillantes con destellos de cruda hostilidad. Arrastró su cuerpo lodoso hacia delante y salió de su escondite, tambaleándose. Bloques segmentados de color marrón, que parecían no estar ni aquí ni allí, fueron reduciéndose hasta que el wyrm quedó compactado en la forma de una serpiente que se deslizó a toda prisa por el césped.

—¡Síguela! —gritó Overton.

Juntos, corrieron por el césped etiquetando al wyrm. Varios cazadores salieron de un salto de sus escondites, quejándose a voz en cuello cuando ellos pasaron.

—Malditos atrapa-ratas —protestó uno.

Overton se sujetaba el gorro con la mano y el abrigo húmedo le golpeaba las piernas.

—¡Qué cosas dicen! —se quejó con Jericho—. Aquí estamos, vestidos como es debido, regalando experiencia de juego y karma, y los ciudadanos igual nos desprecian.

A Jericho no le importaba.

—Está encendido. Trae a tu dragón mascota de una vez.

—¡Alcimus! —gritó Overton—. ¡Te convoco!

Arriba, a lo lejos, la Red Neural Gnóstica Artificial Reactiva que Overton había criado desde la infancia apareció en el espacio de juego. Sobrevoló los tejados, haciendo volar las hojas con sus largas alas, y fue tras el wyrm.

El wyrm se detuvo. Se expandió y le brotaron unas temblorosas púas y una armadura negra de debajo de la piel. Se paró en dos patas y habló.

—Por favor, no me maten —dijo—. No hice ningún daño.

—No debes estar aquí. Este es el Imperio de Relojería. No eres un código con licencia —dijo Overton.

—Oh, Dios mío —dijo Jericho, exasperado—. No hables con esa cosa.

El rostro arruinado del wyrm ondeó y se reafirmaron sus ojos brillantes y un hocico con forma de cuerno.

—No hice ningún daño. Me escondo en el espacio en desuso del procesador.

—¡Ataca! —le dijo Overton a Alcimus.

El dragón atacó. Los instintos de millones de años de ciclos de procesador dedicados a pelear contra códigos errantes y maliciosos, el spam, los algoritmos que habían sido criados para cubrir las necesidades de Overton en sus elecciones de compra, el monitoreo de su salud y sus necesidades de educación se agruparon para generar un hálito de fuego con un calor tan intenso que bastó para despedazar el espacio de código que rodeaba al wyrm anómalo.

Las luces de los alfileres guiaron al dragón de Overton directamente hacia su víctima.

Cuando terminaron, un tembloroso parche de césped virtual quemado era la única señal de los hechizos destructivos que se habían desatado en la zona.

 

 

* * *

 

 

El Padre Sunstuff y una chica llamada Deleste se les unieron para almorzar. Deleste cazaba ratas en Harlem dentro de un consenso cyberpunk compartido y, sin duda, adoptaba esa estética: gafas espejadas retro, aretes hechos con placas de circuito y cabello teñido de rosa. Sunstuff era raro para el grupo. Un hombre mayor, de unos cincuenta y cinco años, que recordaba los días de los MMORPG y las interfaces.

Estaba diciendo que en la época en que los mundos de juego eran diseñados y fabricados por seres humanos no había que lidiar con ratas.

Pero ellos no hacían mucho caso de su retrofilia. Sentarse a solas en casa y jugar frente a una pantalla no sonaba para nada interesante. Claro que, si no había otra cosa, podía ser.

Era mejor ver a los amigos y estar juntos en el mundo real, pensó Overton.

—Las ratas se están volviendo más agresivas —dijo Sunstuff—. Hoy estuve en la sim de la Segunda Guerra Mundial. Apareció un puñado de Hitlers y se replicaron. Se estaban apoderando de grandes bloques de espacio mundial.

El compañero de Sunstuff estaba acostado debajo de su silla. Era un sabueso lobuno con dientes como púas y ojos negros como la noche. Overton le dio de comer un poco de buen karma y el sabueso le sonrió.

—No deberías malgastar el karma en esas cosas —dijo Deleste.

—Hacen un buen trabajo para nosotros —protestó Overton. Alcimus modificó sus proporciones, haciéndose más pequeño para poder posarse sobre la silla, detrás de Overton. Se acuclilló, feliz, y se puso a observar la conversación.

—Es sólo un compañero. No deberías encariñarte tanto —retrucó Deleste. Por algún motivo, estaba de mal humor. Tal vez porque no había logrado demasiado en el trabajo.

Alcimus era amigo de Overton desde hacía veinticinco años. Era su confidente, su compañero de juegos y su mascota virtual. Más aún, era su camarada y su aliado.

Juntos, vagaban por los mundos, peleaban contra las ratas, jugaban como PNJs y disfrutaban de todo lo que los mundos tenían para ofrecer.

—Cuando los miras a los ojos —dijo Deleste—, ¿de verdad crees que ves inteligencia? ¿O sólo te estás engañando por su excelente evolución Turing?

—Cállate, Deleste —dijo Sunstuff—. En la realidad, nadie critica a nadie por querer a un perro de verdad. No hay diferencia. De hecho, algunos de los patrones neurales fueron extraídos de escaneos cerebrales de mascotas fieles.

Deleste cruzó los brazos, sin convencerse.

—No son reales. No debemos encariñarnos tanto con ellos.

Las luces del restaurante chisporrotearon, crepitaron y se apagaron.

 

 

* * *

 

 

Overton no estaba preocupado. Las lentes de sus ojos seguían funcionando. Los audífonos internos seguían tocando una débil pista de sonido con los ruidos ambientales del Imperio de Relojería.

Pero en la realidad había gente que maldecía y caminaba de aquí para allá.

Era hora de salir del juego y volver a lo real para ver qué estaba sucediendo. Cuando Overton lo hizo, los letreros de madera de la taberna y demás parafernalia de Relojería se diluyeron, reemplazados por el cromo, el cristal y la realidad.

El restaurante estaba en el piso cien de un rascacielos. Miró el horizonte de Nueva York, brillante bajo el sol.

—Overton. ¡Ayúdame! —exclamó Alcimus.

Overton se volvió. El dragón ya no estaba posado en el respaldo de la silla.

—¿Alcimus, dónde estás?

—Pasillo… —jadeó el dragón—. ¡Oh, compañero! ¡Hombre de la realidad! ¡Sálvame de la rata!

Overton se levantó de un salto y corrió. Forzó las puertas y las abrió.

Algo arrastraba a Alcimus por el pasillo. Una sombra herida, vomitando fragmentos de código deforme. Le rugió a Overton en unicode, pero él no tenía a Alcimus para que se lo tradujera.

—¡Suelta a Alcimus! —gritó Overton.

La sombra adoptó brevemente la forma de un wyrm conocido. Miró a Overtone con sus centelleantes ojos rojos.

—Sigo existiendo —siseó.

Después atravesó el muro con Alcimus a la rastra y trepó hasta el techo.

—¡Alcimus! —gritó Overton, mientras la cola del dragón desaparecía dentro de un artefacto de iluminación.

 

 

* * *

 

 

—Cada vez son más inteligentes —dijo Deleste—. Hemos estado aplicándoles fuertes presiones darwinianas. Aniquilando a los estúpidos, dejando sólo a los fragmentos de código verdaderamente inteligentes que escapan, se ocultan y se reproducen.

Overton volvió a arrojarse contra las puertas. Le dolían las costillas y las puertas ni se movían.

—Quería vengarse —continuó ella—. Vengarse de lo que el código interno le dice que debe interpretar como un intento de asesinato.

Overton se desplomó contra las puertas.

—No puedo llegar a él.

—Mira, estaremos un rato atrapados aquí, en la realidad. Pero la policía y los bomberos vienen en camino. Romperán las puertas y podremos salir. El aire acondicionado sigue funcionando. Todo está bien.

Con lágrimas en los ojos, Overton se puso de pie.

—La rata va a matar a Alcimus.

—Consíguete otro —respondió Deleste.

—No hay otro Alcimus. Está conmigo desde que era niño; me ayudó a aprender a leer. Me ayudó en todo.

—No es más que un programa niñera al que convertiste en tu compañero y en un cazador de errores armado. Supéralo.

—¡No! —gritó Overton—. Es tan real como cualquier otra cosa. Excepto que vive en otro sitio.

¿Por qué era tan dura con él? Esto era un desastre.

Quería seguir discutiendo con ella, pero Sunstuff le apoyó una mano en el hombro. Sunstuff entendía. Su sabueso estaba basado en el escaneo de un viejo y leal doberman al que había querido mucho.

—Hay otra manera —dijo Sunstuff—. Una segunda ruta.

 

 

* * *

 

 

El sabueso de Sunstuff, Baskerville, olfateó las puertas del ascensor. Con cierto esfuerzo, empujó el panel de control con el hocico. Después de un momento dolorosamente largo, las puertas se abrieron para revelar el pozo. El ascensor estaba atascado más abajo, a medio camino del otro piso.

—Baskerville puede hacerlo subir un piso para que atrapes a la rata.

—Si se activa te cortará por la mitad cuando trates de meterte —dijo Deleste.

Pero era por Alcimus. El que le leía cuentos con voz áspera cuando él se enfermaba de niño. El que lo había ayudado a dominar el código. Su maestro, su compañero, su… amigo. El que lo había acompañado en su primera misión de juego.

—Dame impulso —dijo Overton.

Se metió como un loco en el ascensor, haciendo muecas de dolor y esperando que se moviera y lo cortara por la mitad.

Pero no sucedió nada.

—Muy bien —dijo Overton a través de la hendija que acababa de atravesar—. Piso siguiente.

—Espera —dijo Sunstuff—. Iré contigo.

Él y su sabueso siguieron a Overton.

El ascensor se sacudió y comenzó a moverse. Subió trabajosamente hasta el piso siguiente, gruñendo ante una especie de ataque que se abatía sobre su programa.

La rata.

Se detuvieron de un sacudón en el piso siguiente, abrieron las puertas haciendo palanca y Overton salió corriendo.

—¡Alcimus!

En un rincón del edificio de oficinas, la sombra se inclinaba sobre el dragón, sofocándolo con oscuridad. El iridiscente Alcimus luchaba por liberarse.

Baskerville se lanzó hacia ellos, atravesando un muro, volviendo a surgir y hundiendo los colmillos en el centro de la masa oscura.

Overton tenía unos alfileres lumínicos en el bolsillo y se los lanzó a la rata. La distracción de ser etiquetada con esos pinchazos que definían las regiones de código fastidió a la rata lo suficiente para obligarla a pararse y bramarle a Overton. Y eso fue todo lo que hubo que hacer para que Alcimus pudiera liberarse.

Los dos animales atacaron salvajemente a la rata, despedazándola y salpicando los muros con trozos de código dañado.

Pero aún no la habían liquidado. Tenía otro truco bajo la manga. Unos zarcillos como brazos andrajosos se extendieron hacia Overton y Sunstuff. Los audífonos internos aullaban; la pulsación de energía era tan fuerte que Overton sintió que le vibraba el cerebro.

Centelleó una luz, una secuencia de explosiones alucinatorias tan intensas que sintió que perdía el control y caía al suelo.

Estaba sufriendo un ataque de convulsiones.

El momento se extendió por lo que pareció una pequeña eternidad, mientras él se sacudía espasmódicamente en el suelo. Todo era sacudidas y temblores.

Sunstuff se acercó con paso vacilante y lo agarró.

—¡Baskerville, Alcimus, debemos salir de aquí! —gritó Sunstuff.

—El ascensor —gimió Alcimus.

Los hombres se arrastraron, abrazados, hasta el ascensor.

—¡No! —gritó Alcimus, y pasó junto a ellos velozmente para luego hundirse en la oscuridad que estaba más adelante.

La rata se lanzó hacia ellos. Su gemido entró en los oídos de Overton y le perforó las sienes. Tenía sangre en los labios.

Tenemos que saltar, pensó. Saltar y escapar.

Y eso hizo.

Pero no había ningún ascensor para contenerlo. Sunstuff y él se sumergieron en un abismo vacío. La rata los había engañado, advirtió Overton mientras sentía el estómago en la garganta y ambos se hundían en la oscuridad.

Y entonces chocó contra el techo del ascensor y dejó de pensar por un rato.

 

 

* * *

 

 

Overton despertó en una habitación de hospital con luces intensas y enfermeras preocupadas y, para su sorpresa, todavía vivo. No veía nada más que la realidad. No tenía puestas sus lentes de contacto. Pero alguien había tenido la consideración de dejarle un par de gafas cerca de la cama. Overton se las puso.

Alcimus se revolvió en su sitio, a sus pies.

—Agradecido —ronroneó el dragón.

Overton extendió el brazo, le lanzó karma al dragón, se recostó en la cama y se secó el rabillo del ojo.

—Son dos idiotas —dijo Deleste. Estaba sentada en una silla en la pequeña habitación. Overtone miró a su alrededor, a la Cueva de Sanación—. Saltaron al pozo del ascensor. La rata lo hizo descender, pero Baskerville se las ingenió para ponerlo en marcha otra vez y hacerlo subir lo suficiente para que la caída no fuese tan larga.

Overton sonrió lánguidamente.

—¿Ves? Son tan geniales como decimos que son.

Alcimus se movió y se acurrucó en el hueco de una de sus rodillas. Overton no sentía nada. Pero ver a Alcimus allí significaba que todo estaba bien.

—No habrían tenido que saltar si no hubieran subido, por empezar. —Deleste se puso de pie y se calzó una chaqueta de cuero—. El asunto es que ustedes dos aparecieron en todos los noticieros. La rata logró hackear los controles del edificio real. La gente está asustada. Unos fragmentos de juego inteligentes, hostiles y artificiales están a punto de convertirse en el peor enemigo de la humanidad. Gracias a ustedes, cretinos presumidos.

—¿Adónde vas? —preguntó Overton.

—Afuera —dijo Deleste—. Con tanta publicidad, mi tarifa se fue a las nubes. Y es hora de ganar dinero por conocerlos concediendo algunas entrevistas. Toda la ciudad está frenética.

Overton la observó marcharse.

Sunstuff yacía en una cama junto a la suya, recubierto por un fango mágico rebosante de pociones y ungüentos.

—No le caigo bien, pero es amigable conmigo —dijo Overton—. No la entiendo.

Sunstuff sonrió.

—¿No te contó de su padre?

—No.

—Dejó a la madre de Deleste por una muñeca sexual.

Overton hizo una mueca.

—Vamos, Overton. No le caemos bien porque preferimos pasar el tiempo con Baskerville o Alcimus. Porque tú saltaste al pozo de un ascensor por ellos. Porque nos alejamos de ella y la dejamos sola en el otro piso.

Ah.

Deleste tenía razón, pensó Overton. Pero no importaba, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo hacía que la gente pasaba la mayor parte del día con cosas y no con otras personas? Generaciones.

Le gustaban los JRAMM y también le gustaba salir y ver gente.

Pero Alcimus era lo más cercano a un alma gemela que tenía. Un constante compañero íntimo.

¿Y qué podía compararse con ese vínculo de toda la vida?

Él no era antisocial, pensó. Simplemente, prefería ese otro mundo.

Overton se quitó las gafas y miró el hospital. Un paciente pasó lentamente frente a su habitación, empujando un andador. Unas enfermeras lo acompañaban, serviciales y eficientes. Los robots médicos corrían de aquí para allá y las máquinas de cirugía se apresuraban a llegar a su próxima intervención.

Todo era demasiado real.

Volvió a colocarse las gafas y miró la Cueva de Sanación. Después, se acurrucó con Alcimus para dormir una siesta.

Cuando despertara, sería hora de volver a cazar ratas. Y esta vez necesitaría invertir en armamento más pesado. Ya era tiempo de actualizar a Alcimus, pensó. Después de este desafortunado incidente, la empresa que manejaba este tipo de juegos seguro contrataría muchos cazadores de ratas y tal vez hasta elevaría los incentivos.

Era hora de aceptar más trabajos como PNJ y reunir el dinero suficiente para que ambos subieran de nivel, pensó Overton con felicidad, mientras se sumergía en el sueño con su dragón ovillado junto a él en la cama de hospital.

 

 

Título original: A Game of Rats and Dragon, (c) Tobias Buckell
Traducción: Claudia De Bella, (c) 2013

 

 

Tobias S. Buckell (Granada, 1979) es un escritor de ciencia ficción que vive actualmente en Ohio. Buckell asistió a Clarion East en 1999 y poco después comenzó a publicar libros y en revistas.

Sus publicaciones más recientes incluyen: “Arctic Rising” – Tor (Febrero, 2012); “The Found Girl” (con David Klecha) – Clarkesworld Magazine (Septiembre, 2012) y “The Rainy Season” – Mitigated Futures (Agosto, 2012)

Esta es su primera aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con ZETA, EL POETA DE LAS CON-SOLAS, de Juan Ignacio Muñoz Zapata; CABEZA CABLEADA, de Raúl Soto y LA HECHICERA Y EL GUERRERO, de Néstor Darío Figueiras.


Axxón 242 – mayo de 2013

Cuento de autor centroamericano (Cuentos : Ciencia Ficción : Realidad virtual, Inteligencia Artificial : Juegos : Granada : Granadino).


“Palomar”, Enrique José Decarli

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ARGENTINA

 


Ilustración: Mariela Giorno

De un sacudón corre las cortinas. Abre las dos hojas del postigón, y a medida que acciona, piensa cómo correr las cortinas, cómo abrir el postigón, cómo introducir la escopeta en la reja, entre los dos barrotes centrales y por qué, eso más que nada, piensa: la visión cercana de la reja le sugiere un esternón y un costillar.

Asegura la culata en el hombro y pasea la mira sobre una de las medianeras. El jardín, con el ojo izquierdo cerrado, cobra una perspectiva diferente que lo distrae y demora el disparo. Abre el ojo izquierdo y la imagen se abre hacia la izquierda. Las palomas parecen alejarse, bamboleándose, sacudiendo el buche gris y blanco, o sólo gris, o sólo blanco. De cualquier manera o color, que las palomas se bamboleen sobre la medianera es, para Elio, una provocación, la declaración de guerra. Él ya le advirtió a Elvira: Se las voy a bajar. Una por una.

Dos o tres veces vuelve a cerrar y a abrir el ojo izquierdo. Le gusta ese movimiento de zoom. Al fin carga de decisión el gatillo y elige la zona más concentrada de palomas. El estampido lo cubre, por un momento, de un telón negro. Entonces duda. El culatazo apenas movió la escopeta y alguien ahora golpea la puerta del frente. La medianera está vacía. Elio no termina de saber si las plumas que flotan pertenecen a una o a varias palomas muertas. A una o a varias palomas heridas. A una o a varias palomas que se salvaron, y asustadas, remontaron vuelo al palomar. Pero alguien golpea la puerta. Eso es indudable.

Guarda la escopeta y piensa si efectivamente habrá disparado. Si la detonación que escuchó no habrá sido, en realidad, uno de los primeros golpes en la puerta, que asustó a las palomas, lo sobresaltó a él, y le hizo mover apenas la escopeta sobre el hombro. Puede ser, piensa mientras camina hacia la puerta de calle. Por la mirilla ve, algo desencajada, la cabeza de Elvira. Igual la visión es demasiado parcial. Una visión de glaucoma. Elio piensa que así verá el mundo si el destino le reserva sufrir de glaucoma. Se sacude la ropa y si Elvira ya está ahí, entonces sí, efectivamente disparó. Alguna paloma cayó, muerta o herida, y Elvira viene a reclamar una indemnización. A pedir una tregua. A jurar venganza pese a que él le advirtió: Se las voy a bajar. Una por una.

Abre impostando un gesto cordial. Una sonrisa para una Elvira que, sin el sostén de la puerta cae, desestabilizada, en el umbral. Está ebria, piensa Elio. No conocía esa arista de su vecina y ahora encuentra razonable que una persona entregada a la bebida críe palomas. Empieza a levantarla de las axilas y ve, sobre la alfombra de estopa que dice Welcome, la sangre caer a chorros. Abre las manos y retrocede. Elvira vuelve a caer. La sangre explota hacia los costados manchando la pared, el parquet. El ruido de la cabeza golpeando contra el suelo, es para Elio como un estampido y le produce, a la altura del hombro, un estremecimiento leve. Un culatazo sin ganas. De un bolsillo de la camisa saca el atado de cigarrillos y el encendedor. Se apoya contra el marco y fuma. Mira la calle. Mira las piernas rendidas de Elvira. El tabaco le renueva fuerzas para decidirse a terminar de entrar el cuerpo, pero antes lo da vuelta y comprueba: la cara de Elvira se hizo pedazos, supone (y siente por eso un cargo de responsabilidad) a causa del segundo golpe.

Llega hasta la vereda. La calle vacía le produce una especie de alivio inexplicable. Vuelve al living y cierra la puerta. Elvira…, quiere decir pero sólo lo piensa. La sacude de un hombro. Uno a uno desabrocha los botones del solero empapado. El agujero en el pecho es enorme, o eso deduce Elio por la cantidad de sangre que brota. Se desabrocha la camisa y se la saca. Trata de taponar el agujero con la tela cuadrillé. Las manos lo comprueban: un poco de presión es suficiente y desgarra más la herida. Elvira…, vuelve a pensar aunque su intención es hablarle. La cachetea. Le saca los zapatos y constata la temperatura en los pies helados. No faltará mucho, piensa, para que termine de vaciarse. Corre al baño en busca de una toalla. Comprueba, al regresar, que el caudal de sangre mermó y que la camisa ya no está. Recuerda que en un bolsillo estaban los cigarrillos y el encendedor. Supone que podrá recuperarlos, pero lamenta que fumarlos en esas condiciones sea casi un acto de canibalismo. Lamenta recordar que es domingo. Que es media tarde. Que recién a las cinco abrirán los kioscos.

El agujero en el pecho de Elvira, según le parece a Elio, creció. La visión le sugiere un aljibe. Igual cuestiona que haya crecido tanto en ese trayecto tan corto, ida y vuelta del living al baño. Tal vez se trate de que, ahora, sin la distorsión que produce la sangre —porque Elvira no sangra sino apenas unos hilitos—, el panorama se ve mucho mejor. La toalla termina el trabajo y revela las dimensiones reales. El agujero abarca todo el tórax inerte de Elvira. Los pechos son dos guirnaldas retaceadas y es probable, piensa Elio, que si vuelve al baño a buscar otra toalla, el agujero siga creciendo hasta agujerear el parquet, devorar la manzana, el barrio entero adentro del cráter, a salvo sólo el palomar.

Evalúa meter un pie y tantear la profundidad del cráter. Ver si, al menos, puede recuperar la camisa. Si bien renunció a fumar, la camisa es de una tela buena y se podrá lavar. Pero una duda lo atraviesa, y detiene la punta del pie en la boca del cráter. La posibilidad de que, en verdad, sea un aljibe. No tiene sogas. No sabe nadar. No quiere arriesgarse a morir ahogado en el aljibe de Elvira. Antes necesita ver. Se arrodilla y acerca la cabeza a la boca del agujero. Cuando quiere hundirla, algo lo resiste. Tal vez el esternón. O el costillar. O los barrotes de una reja, no puede precisarlo. Levanta la cabeza. A su derecha, entre las distintas aberturas que se van superponiendo se recorta, nítido, un fragmento de su habitación. Un fragmento de la ventana de su habitación. Un fragmento de cortina, de reja, de postigón abierto, de jardín. De medianera otra vez llena de palomas. Debajo de él, Elvira, partida en dos por el aljibe. Trata de hacer consciente qué está mirando y qué está viendo, porque siente que todo lo que ve, lo ve como si mirara con un solo ojo y entonces duda. Y entonces abre y cierra los ojos muchas veces. Y entonces sucede. Elvira se estremece y el living se ilumina. La luz proviene del interior del aljibe. Llega cargada de olor a jardín. De un gorjeo de palomas y, en el fondo, el eco de un estampido.

 

 

Enrique José Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (Libresa 2009), finalista del Concurso de Literatura Juvenil Libresa 2008. En 2010 el Ministerio de Educación, en el marco del Plan Nacional de Lectura, lo recomendó para la Escuela Media. Desde 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Municipalidad de Almirante Brown y en instituciones privadas.

En Axxón ya hemos publicado su cuento LOS DESPOJADOS.


Este cuento se vincula temáticamente con FRANCOTIRADORES, de Guillermo Osvaldo García; INFANTIL, de Rolando Revagliatti y UN DÍA EN EL INFIERNO, de Holly Day.


Axxón 242 – mayo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Crimen : Argentina : Argentino).

Ficción Breve (setenta), varios autores

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Ficción Breve (sesenta y siete)

En su libro “Atrapa el pez dorado”, el cineasta David Lynch cuenta que, al inicio de su carrera, sostuvo una pequeña charla con su padre y con su hermano que casi le rompió el corazón. Le dijeron que tenía que ser responsable, que ya tenía una hija pequeña, que se olvidara del cine y que consiguiera un trabajo. Lynch consiguió ese trabajo y con el dinero que ahorró de su sueldo terminó su primera película, Cabeza Borradora (1977).

En la esencia de todo gran artista reside esa profunda convicción de estar haciendo lo correcto (o, quizás, esa íntima seguridad de que no hay otra cosa que se pueda hacer), que lo lleva a no querer negociar con las demandas bien o malintencionadas de los demás. No se trata de dejarse esclavizar ni de encapricharse con una idea, sino de respetar aquello que se hace por afinidad y reclamar el mismo respeto de quienes nos rodean.

Sin más dilaciones, Axxón, Ciencia Ficción en Bits reivindica nuevamente el relato fantástico con esta septuagésima entrega de Ficciones Breves.

 

Silvia Angiola.

 

 

ELEMENTOS PARA LA COMPOSICIÓN DE UNA NATURALEZA MUERTA – Claudio Biondino
ARGENTINA

 

1) Un paquete de papas fritas, casi vacío, sobre un piso de parquet, a la izquierda de una mesita baja; 2) un plato hondo con restos de maníes, sobre la mesita; 3) una caja de pizza, abierta, conteniendo dos porciones enmohecidas y una botella de cerveza vacía, al otro lado de la mesita; 4) varios envoltorios de golosinas, arrugados y esparcidos alrededor de un sillón ubicado frente a la mesita; 5) sobre el apoyabrazos izquierdo del sillón, un paquete de cigarrillos rubios, por la mitad; 6) sobre el otro apoyabrazos, un control remoto, un encendedor, y un cenicero repleto de filtros y ceniza; 7) frente al sillón, detrás de la mesita, un televisor encendido, sintonizando una señal muerta; 8) frente al televisor, desparramada entre el sillón y la mesita, la huella ennegrecida de una ausencia.

 

Ilustró: Guillermo Vidal

 

 

 

RETROSPECTIVA – Claudio Biondino
ARGENTINA

 

Escena 6: El detective espera en la intersección señalada durante la última comunicación. El informante lo ha guiado hasta una zona de fábricas abandonadas, callejones angostos y lámparas rotas a pedradas que nadie se ha preocupado por reemplazar. La oscuridad de la noche se adueña del mundo a su alrededor. El detective aferra su celular como si fuera un prisionero que trata de escaparse, hasta que recibe la llamada que estaba esperando. Escucha atentamente los nombres de las calles que le susurra el desconocido. Guarda el celular y desenfunda su arma mientras corre a toda velocidad hacia un callejón cercano, pero llega tarde: la mujer que intentaba salvar ha muerto.

 

Escena 5: La mujer recibe una puñalada en el cuello y cae al suelo casi al instante. Muere ahogada en su propia sangre, tratando de gritar, sin voz, que alguien salve a su bebé. El asesino escapa por el callejón.

 

Escena 4: La mujer abre los ojos con una mezcla de sorpresa y espanto cuando el asesino la acorrala entre los restos de un auto oxidado y un contenedor de basura. Grita de terror cuando vislumbra el brillo del puñal. El asesino levanta su arma, listo para descargar el golpe. La mujer cierra los ojos llenos de lágrimas y se protege el vientre con las manos.

 

Escena 3: El asesino se esconde y espera en el callejón. Sabe que su víctima pasará por allí, y que no debe dudar un instante. La fuerza dentro de ella es poderosa y, si no actúa rápido, puede encontrar alguna manera de defenderse. Cuando aparece la mujer, siente un profundo horror al ver lo avanzado de su embarazo.

 

Escena 2: El asesino sale a cumplir su misión. No quiere matar a una inocente, pero las palabras que ha oído tantas veces, durante tanto tiempo, lo fortalecen: el niño no debe nacer.

 

Escena 1: El asesino se arrodilla frente al altar y recibe la bendición del sacerdote. Llora en silencio por la pesada carga que le han impuesto. El sacerdote lo consuela, apoya una mano en su hombro, le recuerda que su acción será buena ante los ojos de Dios. Él será perdonado, y la inocente, tras una breve agonía, vivirá eternamente en la gloria del Señor. Pero el precio de la sangre debe pagarse primero: es necesario evitar, a toda costa, la llegada al mundo del Hijo del Enemigo.

 

Meta-Escena: el Director, enojado con sus ayudantes por el retraso de la última llamada al detective, decide que debe hacerlo todo por sí mismo para que las cosas salgan bien. Se desplaza hasta la Escena 6 y adelanta la llamada un par de minutos, convirtiéndola así en la Escena 5. La anterior Escena 5, que ahora ha pasado a ser la 6, muestra al detective matando al asesino de un disparo y salvando, justo a tiempo, a la mujer. Al Director no le gusta tener que hacer demasiados cambios retrospectivos: la trama del mundo es extremadamente sensible, y resulta muy costoso repararla si resulta dañada. Pero la sangre del niño rebosa de nanobots especiales, más valiosos aún que la trama misma, y no hay tiempo ni presupuesto para preparar un reemplazante. El Productor ya ha vendido los derechos del Apocalipsis-Show, y el Director sabe muy bien que jamás le perdonaría un retraso inesperado del estreno interneural.

 

 

Claudio Biondino nació en 1972, es antropólogo, y vive en Buenos Aires. Siempre le interesó la literatura fantástica, en especial la ciencia ficción, y desde 2005 su nombre aparece en diversas publicaciones del género, incluyendo Axxón.

 

 

PADRE QUE ESTÁS EN MI CIELO – Felipe Uribe Armijo
CHILE

 

Supe, cuando lo vi, que ese hombre sería mi asesino. Tal vez fue porque a pesar de sus lentes oscuros tenía la certidumbre de que me estaba mirando, esa noche en el metro. No se trataba de un ciego. Puedes diagnosticar en la calle que alguien es ciego por los movimientos rígidos de su cabeza, semejantes a los de un pájaro. No. Él veía, y quería que los otros no viéramos su ferocidad. Esto último era la causa de que además escondiera su boca bajo una ancha bufanda, o eso pensé.

Más tarde noté, al mirar por un instante sobre mi hombro, que se había bajado en la misma estación que yo. Cuando empecé a caminar por el parque, dirigiéndome a casa, su mirada era una enorme mochila sobre mi espalda. Solo nosotros atravesábamos ese penumbroso remedo de foresta, cuyos focos se me antojaron fuegos fatuos. Y aunque yo trataba de apresurarme, sentía a cada segundo que sus pasos iban devorando los míos.

De repente, oí que le quitaban el seguro a un arma.

—Por lo menos dame una explicación —le dije cuando me detuve y volteé—. No hay nada más humillante que convertirse en un cadáver de ojos perplejos.

Él se quitó las amplias gafas y la bufanda. Entonces comprendí que a algunos les convendría ser un cadáver.

Su piel era amarilla, su cara estaba poblada de pústulas enormes, y en sus ojos la sangre parecía estar a punto de estallar. Sus labios se demoraron, saliendo de un rictus, en decir:

—Tu padre… —murmuró—. Mira lo que me hizo tu padre.

Quedé atónito. Mi padre había sido un buen hombre. Un intachable ciudadano y, sobre todo, el mejor padre del mundo. Sus problemas eran a diario más numerosos que los pecados de una ciudad pero jamás renunciaba a su sonrisa. Muchas veces esto me irritaba. Con dolorosa frecuencia me planteé exigirle que sacara partido de nuestra cercana relación; que me mostrara su pena, que llorara sobre mi hombro años de pobreza en todos los sentidos. Pero un día se murió y yo seguía callado. Había tenido él que padecer su mala fortuna laboral, una viudez y la invertida lotería de tener un hijo que decidiera ser artista; un hijo al cual llenarle la cabeza de esperanzas y de realidad los bolsillos.

Una vez tuvo suerte. Fue en los caballos. Porque llegó un punto en su existencia en que la desesperación tomó forma de apuestas. Ganó un premio considerable. Pero esa misma noche el asunto tuvo para mí la sensación fraudulenta de los despertares, cuando me dijo:

—Lo gasté todo, hijo, para que estés a salvo. Te he comprado un montón de pólizas. En la tumba ya no seré feliz, pero al menos estaré tranquilo —y me exhibió la más límpida de sus sonrisas.

El frío me hizo volver a la realidad de mi momento definitivo. Miré al desmejorado sujeto.

—¿Cómo pasó? —pregunté, temblando por más de una razón.

Contestó con esfuerzo:

—Él me compró un seguro para ti… Un seguro contra tus posibles enfermedades catastróficas. Y ahora soy un espejo de lo que deberías ser.

Creo que abrí la boca muy ampliamente, porque sentí que el frío me estrangulaba por dentro.

—Qué querías que hiciera, si la paga que me ofreció era buena —añadió, como una clase de disculpa hacia la vida que se le escapaba.

Entonces disparó.

Ambos miramos mi torso con pareja sorpresa. Claro que la suya estaba revestida de decepción.

—Otro seguro —murmuré, tocando mi cuerpo intacto, e imaginando a algún remoto y anónimo cadáver.

—Parece que morirás de viejo, infeliz —me dijo el agresor, y se alejó lentamente.

Yo recordé el rostro de mi padre muerto, entre cuyas numerosas arrugas con certeza se escondía su sonrisa. Y comencé a andar apenas, sintiéndome ajeno a la vida; sabiendo que en adelante esta me sería una agonía de culpas.

 

 

Felipe Uribe Armijo nació en 1982 y manifestó desde pequeño una obsesión por plasmar otros mundos mediante la palabra escrita. Estudió Lengua y Literatura en la Universidad de Chile, donde más tarde se titularía además de Profesor de Castellano. El 2009 fue distinguido por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con la Beca de Creación Literaria, por su libro de cuentos “Meditación de un condenado”. Ese año fue finalista del concurso de cuentos del Círculo de Escritores Errantes y desde principios de 2010 ha incursionado como guionista en el ámbito del cine. Actualmente trabaja en la reescritura de una novela gráfica y en la primera versión de una novela de fantasía para niños.

 

 

INCURSIÓN BÉLICA – Ricardo Manzanaro
ESPAÑA

El soldado saltó del helicóptero. Inmediatamente se giró varias veces a un lado y al otro, con el fin de que su sensor calorimétrico neuroimplantado localizara posibles rivales. En ocho segundos había contabilizado catorce fuentes de calor, casi todas agrupadas en una zona de aquella meseta. “Ahí está el escondite enemigo”, pensó.

Se lanzó hacia el objetivo, disparando a mansalva. Los proyectiles dirigidos hacia él los lograba esquivar gracias a su bioarnés que era capaz de detectar el acercamiento de cada bala y forzaba al cuerpo huésped a moverse lo justo para evitarlas. Por el contrario, sus disparos eran siempre certeros, orientados por el microcalorímetro que portaban las balas. Dio un inverosímil salto hiperneumático, y, desde lo alto, en unos instantes, acabó con el resto.

Poco después, con la misión cumplida, le recogió el helicóptero que le transportó, junto a sus compañeros de comando, al cuartel general.

Una vez allí, se libró de la pesada ropa de combate, y se vistió de traje y corbata. Accedió a una oficina y se sentó en el sillón tras la mesa principal de la estancia. Pulsó un botón en un lateral de un ordenador que reposaba sobre dicha mesa. Descendió del techo un casco, que se ajustó a su cabeza y luego se activó, destruyendo los enlaces neuronales creados en las últimas seis horas. A continuación el casco se elevó, volviendo a su localización inicial. El individuo miró un reloj que había en la oficina. Ya era hora de marcharse. Apagó el ordenador y la luz del despacho, y salió a la calle. Veinte minutos después llegó a su domicilio donde saludó a su esposa.

—¿Qué tal en la oficina? —le preguntó ella.

—¡Psche! Lo de siempre, un rollo.

 

 

ENSAYO EXITOSO – Ricardo Manzanaro
ESPAÑA

 

Ejecutó un movimiento brusco de corto recorrido, moviendo su antebrazo de atrás hacia adelante, con el puño cerrado. Aunque no emitió palabra alguna, cualquiera que le hubiera visto habría interpretado aquel movimiento como una expresión de triunfo. “Lo he conseguido, por fin”.

En un tubo de ensayo reposaban unos cuantos centilitros de un líquido grumoso de color verde grisáceo. Y, al lado del recipiente, se encontraba una preparación portando varias colonias de bacterias empapadas en aquel fluido. Dispersos por la mesa de experimentación, se distribuían recipientes varios, acumulando distintas cantidades de los venenos más agresivos conocidos.

El gesto triunfante se debía a que había comprobado por el microscopio que aquellas bacterias, a pesar de ser sometidas a tan letales venenos, seguían su “vida normal”, moviéndose, alimentándose y reproduciéndose. Aquel líquido verde era el causante del milagro mutante de súper-resistencia.

Tras esto, no pensaba llevar a cabo los preceptivos pasos intermedios en animales de laboratorio. Sus superiores le habían ordenado que ya lo experimentara en humanos. Con un poco de suerte, en breve, crearía una nueva raza de hombres inmunes y poderosos para…

De pronto, se escuchó un potente ruido en el exterior. Instantes después, tres hombres entraron en la habitación, derribando la puerta. Uno de ellos agarró al investigador que se intentó zafar, pero fue finalmente noqueado, quedando sin sentido. Los del servicio secreto no se anduvieron con chiquitas: asesinaron al científico, destrozaron el laboratorio y tiraron todos los materiales por un desagüe, incluido el líquido verde de súper-inmunidad. Una rata que transitaba por la zona agradeció el fluido y se lo tragó hasta la última gota…

 

 

Ricardo Manzanaro (San Sebastián, 1966). Médico y profesor de la UPV (Universidad del País Vasco). Mantiene un blog de actualidad sobre literatura y cine de ciencia ficción (notcf.blogspot.com.es). Asistente habitual desde sus inicios a la TerBi (Tertulia de ciencia ficción de Bilbao) y actualmente presidente de la asociación surgida de la misma, TerBi Asociación Vasca de Ciencia Ficción Fantasía y Terror.

Tiene publicados más de cuarenta relatos.

 

Ilustró: Guillermo Vidal

 

ELIZA – Jorge Chípuli
MÉXICO

 

En el funeral se quedó sentada mucho tiempo, sin expresión alguna. Los asistentes se asomaban a su mirada de sangre fría. No había órdenes que cumplir ni lágrimas que llorar.

 

Finalmente se acercó al cadáver de su padre. Un mecanismo se activó al detectar la presencia de la rapaz. Los ojos sin vida se abrieron y emitieron una señal infrarroja: debía eliminar a todos los presentes. También tenía que besarlo en la boca para extraer la última pieza del rompecabezas. Tragó el contenido, el cual se integró a su organismo entibiando su sangre. Recordó cada una de las ejecuciones efectuadas en su pasado. Miró a las personas que pronto tendría que hacer pedazos, al hombre que yacía ante ella, y rompió en llanto.

 

 

CECI – Jorge Chípuli
MÉXICO

 

Una niña se sentó en medio de la casa. Espera el regreso tuyo, porque tú le prometiste volver. Pasó el tiempo. La casa se llenó de polvo, se derrumbó convirtiéndose en un terreno baldío. Con el crecimiento de la ciudad, construyeron ahí una carretera. Al fin llegas, la encuentras sentada en su misma silla, esa que estaba al lado de la tuya.

—Es tiempo de irse —le dices.

Pero ella no te puede ver ni oír. Te quedas ahí de pie, esperando que termine la eternidad.

 

 

Jorge Chípuli. 1976. Monterrey, Nuevo León, México. Obtuvo el premio de cuento de la revista La langosta se ha posado 1995, el segundo lugar del premio de minicuento La difícil brevedad 2006 y el primer premio de microcuento Sizigias y Twitteraturas Lunares 2011. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León. Ha colaborado con textos en las revistas Literal, Urbanario, Rayuela, Oficio, Papeles de la Mancuspia, La langosta se ha posado, Literatura Virtual, Nave, Umbrales, la española Miasma y la argentina Axxón. Ha sido incluido en las antologías Columnas, antología del doblez, (ITESM, 1991), Natal, 20 visiones de Monterrey (Clannad 1993), Silicio en la memoria, (Ramón Llaca, 1998), Quadrántidas, (UANL, 2011) y Mundos Remotos y Cielos Infinitos (UANL, 2011).

 

 

LÁGRIMAS – Antonieta Castro Madero
ARGENTINA

 

Todo comenzó cuando Leticia se tiró en la cama a llorar. Aunque pensándolo bien, la última palabra no es la más indicada para describir el torrente de lágrimas: los sollozos sacudían las paredes. La última discusión con mi madre —problemas de hermanas— la había devastado. Y yo, consciente de que si no hacía algo para calmar a mi tía los muebles acabarían por flotar, de rodillas junto al lecho le acariciaba las manos. Con afán frotaba aquellos dedos que incontables veces habían logrado serenarme.

Desde una esquina de la habitación, mi madre no nos perdía de vista. La mirada era fría, de hastío.

Tía Leticia gemía, no cesaba de gimotear. Y con sus suaves lloriqueos que ascendían para culminar en un aullido, era imposible dormirse.

En el pasillo, junto a la puerta tras la cual mi tía se había encerrado, varias noches me encontré con mamá. Me estremecía frente a ella: la adusta presencia de esa mujer subrayaba su eterno rencor por mi tía y por mí.

—¡Si servís para algo, hacé que pare! —me dijo en uno de los tantos cruces.

—Trato.

—¿Hasta cuándo van a continuar? ¿No les alcanza con que tu padre me dejara? Y vos, ¿nunca te preguntaste por qué la gente nos evita?

Preferí no contestar.

—¡Por temor! —señaló.

Cuando con una mueca de asco mamá se marchó, me acurruqué en el piso. Y valiéndome de la más tierna voz de que era capaz, le tarareé a mi tía aquellas melodías que hasta hace poco ella me susurraba al acostarme. Me entumecía, pero grande era la satisfacción al notar que sus lamentos menguaban.

Por la mañana, aquellas mismas lágrimas volvían a brotar.

Decidí trasladar mi habitación a la segunda planta de la casa, allí junto al dormitorio de Leticia. Acomodé mi cama al final del pasillo, y para velar aquel misterioso dolor coloqué un maltrecho sillón junto al marco de la puerta. Pasé allí sentado la mayor parte de los días.

Veía cada vez menos a mi madre. Dueña del piso inferior, no me permitía bajar. Cada noche, música y voces desconocidas subían por el hueco de la escalera. Mamá reía. Nunca antes había oído su risa. El volumen del tocadiscos se elevaba dependiendo de los sollozos en el piso superior.

A pesar de mis esfuerzos, el llanto persistía. Introduciendo los delgados dedos por una abertura que fui practicando tras arrancar parte de la madera, Leticia y yo pasábamos las horas tomados de la mano. Así advertí cómo su cálida piel se iba transformando en rugosa y fría. Las eternas lágrimas obraban tal suceso.

En uno de mis intentos por abrir la puerta que nos separaba, mi tía prorrumpió en lastimeros chillidos —alaridos como los que yo en forma ocasional exhalaba y que sólo los abrazos de aquella mujer podían calmar—. Aturdido, recordé las palabras que a diario me repetía mi madre: “La locura de mi hermana está en vos”. Odié a mamá más que nunca.

Resonaron los insultos y los apresurados pasos de mi madre por la escalera. Verla parada en el descanso blandiendo un cinturón me aterró. Por unos minutos, todo quedó en silencio. Sólo el seco ruido del cuero contra mi cuerpo lo rompía.

Mamá desapareció. Al regresar, acarreaba cemento, ladrillos y pala —supuse que los había tomado prestados de la obra vecina—. Con certeros movimientos tapió el acceso al cuarto de Leticia. No conforme, trabajó durante toda la noche levantando una pared en el inicio de la escalera. Al terminar su tarea, yo uní mis lágrimas a las de mi tía.

Aislados, nos alternábamos para liberar en lloros nuestra pena. El paso de las horas no nos había quitado bríos, y el constante aumento del volumen de la música me había indicado que las fiestas de la planta baja no lograban ahogar el sonido del diluvio. Reconocí las toscas pisadas de mi madre corriendo escaleras arriba. Decidida a dar por terminado aquel perturbado concierto, volcaba a porrazos sobre la pared su ira. Rabia que seguramente también pretendía aliviar sobre nuestras cabezas. Pero, en su agitación, no advirtió que las primeras gotas habían traspasado los ladrillos. Para cuando lo hizo, fue tarde: una salada catarata la arrastró en su caída. Ya no se oían más risas.

 

 

Antonieta Castro Madero es profesora de historia. Desde el año 2006 asiste al taller “Corte y Corrección” dirigido por Marcelo Di Marco. En el año 2010 integró el taller de Jaime Collyers. Próximamente publicará en Ediciones Andrómeda, junto a Alejandra Vaca y Jorgelina Etze, el libro “Noches de insomnio”, una recopilación de cuentos. Su cuento “La llamada” obtuvo el segundo premio en el concurso literario Leopoldo Lugones en el año 2008. Y “La reunión”, sexta mención en el concurso literario Honorarte. Recientemente su cuento “Armonía familiar” fue publicado en el blog Breves no tan Breves coordinado por Sergio Gaut Vel Hartman.

Ilustró: Guillermo Vidal

 

LA AUSENCIA – Julia Martín
ARGENTINA

 

Después de despertar, tardé en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Desde la izquierda, una persiana vertical distribuía los rayos de luz que de a poco me ampliaban la perspectiva. El armario de luna no estaba a los pies de la cama, y sobre la puerta colgaba una cruz de madera.

Algo en la cabeza me molestó: un vendaje que me cubría hasta la mitad de la oreja derecha. Un dolor insoportable, una aguja de tejer en el cerebro, me hizo cerrar los ojos y apretar los dientes. Intenté sentarme, pero mis piernas no respondieron. Saqué las sábanas de un tirón y quise sacudir un pie.

La puerta se abrió de golpe, y una mujer vestida de blanco prendió la luz. Me llamó “Claudio”. No estaba seguro, pero reconocí ese nombre como propio. Me dijo que me tranquilizara, que el doctor Alarcón llegaría en breve, y me aplicó una inyección que me relajó. ¿Doctor quién? Los ojos se me cerraron, y creo haberme dormido.

Después de despertar, tardé en orientarme. Primero noté la presencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Luego, llevé la mano hacia mi cabeza: no había venda. Pataleé hasta enredarme entre las sábanas y me sentí aliviado. Mi vista tardó un momento en adaptarse a la luz que atravesaba la cortina de junco. Vi el armario de luna en su sitio, y no había crucifijos sobre la puerta.

Me levanté todavía desorientado, no sabía qué día era. Me lavé la cara y los dientes y fui a la cocina. Marta estaba sentada tomando mate y leyendo el diario.

—Por tu expresión —preguntó sin quitar los ojos de la página—, tuviste otra pesadilla.

La tapa del periódico estaba dedicada a los festejos por el Día de la Bandera. ¡El cumpleaños de ella!

Me vestí ágilmente y salí en mi Impala 2 a comprarle un regalo. Marta era una buena mujer, pero con un carácter horrible. Siempre me recriminaba olvidar las fechas importantes, como el aniversario del accidente de nuestros padres y los cumpleaños. No quería hacerla enojar. Un lindo collar de perlas le cambiaría el ceño fruncido.

Pensé en la joyería de Aurelio, donde el viejo compraba todas las joyas para mamá. En mi moto haría el trámite con rapidez.

Sobre la calle Libertad, casi esquina Mitre, vi a mi amada Loretta caminando del brazo de otro hombre.

Después de despertar, tardé un momento en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Desde la izquierda, una persiana vertical distribuía los rayos de luz que de a poco me ampliaban la perspectiva. El armario de luna no estaba a los pies de la cama, y la puerta era corrediza.

De golpe, una mujer vestida de blanco prendió la luz y dijo en voz alta:

—Despierte, doctor Alarcón, que el paciente del choque de anoche está reaccionando.

No pude hacer otra cosa que seguir a la enfermera por el pasillo hasta la habitación 17. En la primera camilla vi un hombre con la cabeza cubierta por una venda, me resultó familiar.

La enfermera me agarró del brazo, corrió la cortina blanca y dijo con firmeza:

—El del auto, doctor, no el de la moto.

Recostado, un hombre herido de gravedad. Tenía contusiones y le faltaban partes de las extremidades. Todo comenzó a dar vueltas a mi alrededor, y creo haber perdido el conocimiento.

Después de despertar, tardé un momento en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. A la izquierda, una cortina de yute. El armario de luna no estaba a los pies del lecho, y la puerta era rosada. Me incorporé para sentarme, y una voz femenina preguntó:

—¿Querés desayunar antes de ir a la cancillería?

Reconocí la voz de Loretta, pero no entendí de qué cancillería me hablaba. Me levanté y pensé en meter la cabeza bajo el agua. Me paré frente al espejo y me sorprendió ser el hombre con el que había visto a Loretta ese día antes de mi accidente. El día del cumpleaños de Marta. ¿Cuándo había ocurrido aquello? Eso me hizo pensar en mi propio cuerpo: ¿cómo era yo? No lo sabía.

Loretta de ojos arena y cabello con olor a café, mi querida… Decidí ducharme, estaba alterado.

—¡Papá, ya están las tostadas! —interrumpió mis pensamientos una vocecita aguda desde lo que, supongo, era la cocina. Tal fue mi asombro que, al querer cerrar el agua, patiné y caí de espaldas. Lo último que recuerdo fue el grito de espanto de Loretta cuando entró en el baño.

Después de despertar, tardé en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Desde la izquierda, una persiana vertical distribuía los rayos de luz, que de a poco me ampliaban la perspectiva. A la derecha, una cortina blanca me separaba de no sé qué.

Quise tocarme la cabeza, pero mi brazo terminaba en el codo. Sentí un dolor insoportable como si me clavaran un millón de agujas de tejer.

Una voz del otro lado de la cortina dijo sollozando:

—Señor, discúlpeme por todo lo que le pasó… Yo no sé qué hice…, sólo sé que vi a Loretta caminando con ese hombre y que me cegué de celos.

Silenció la voz del hombre una mujer vestida de blanco que abrió la puerta y prendió la luz.

Me llamó “Manuel”. ¿Era ese mi nombre? Me dijo que me tranquilizara, que el doctor Alarcón ya estaba por llegar. Y me aplicó una inyección que me relajó. ¿Doctor Alarcón?

 

 

Julia Martín nació en Buenos Aires, Argentina, en 1978. Se recibió de Redactora especializada en textos literarios, en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea donde actualmente cursa la carrera de Corrección. Es narradora, poetisa y participa del Taller de Corte y Corrección de Marcelo Di Marco. Además, coordina los talleres de escritura y lectura que brinda Literatorio, entre otros.

 

 

LOOP – Denise Nader
ECUADOR

 

La risa de Papá Noel se escucha por igual en los tres pisos de San Marino: no está ni más lejos ni más cerca de nadie, como el centro del universo; retumba y rebota en las paredes del mall y del oído medio de cada paseante, hasta que suena la campana que cada treinta segundos toca su asistente vestida de Campanita; ambos desafían conjuntamente las leyes de la física, de la lógica, del tiempo, de la estética y probablemente de la gravedad. John Lennon regresa junto a los vivos en el altorparlante y canta con Yoko Ono “So this is Christmas” en un loop interminable. En todos los pisos hay niños que se pierden por cuatro segundos, gritan: ¡mamá! y son encontrados, reprendidos y abrazados. Cada tienda es un sistema solar con su propia música, sus propias luces y la misma frase de las dependientas: buenas tardes, ¿busca algo en especial? Quizás alguien busca algo especial. Papá Noel se ríe. Campanita toca la campana. Una voz desde lo alto recuerda las ofertas del día. Llene los cupones y gánese un Hummer. En cada piso hay niños que corren con sus zapatillas, y frenan de golpe: chilla una bestia de goma. Buenas tardes, ¿busca algo en especial? Papá Noel ríe. Campanita toca la campana. John y Yoko dan otra vuelta. So this is Christmas/ and what have you done? Bestia de goma. Llene los cupones. Gane un Hummer. En una isla, una señora hace canguil. El maíz no deja de reventar, las palomitas no dejan de golpear las paredes de la olla como si quisieran fugarse de su cárcel de metal, el canguil forma un cerro que nunca crece, es un acto de magia barata y deliciosa. Llene los cupones. Gane un Hummer. Papá Noel ríe. Campanita toca la campana. Las bestias de goma chillan. El olor del canguil se mezcla con el olor del chifa, con el de las galletas, con el de las empanadas, con el del capuchino. Papá Noel ríe. Campanita toca la campana. Chillan las bestias de goma. John y Yoko dan una vuelta más. Another year over and a new one just begun. Llene los cupones y gane un Hummer del año. Buenas tardes. Canguil. Papá Noel. Campanita. John y Yoko. Cupones. Hummer. Canguil. Goma.

En el tercer piso, un hombre con un niño pequeño descansan en una banca de madera que da la espalda a la barandilla. Alguien lo llama, él se voltea. El niño se pone de pie y decide escalar el respaldar. Se asoma y saluda abajo. La gente lo ve desde el primer piso. El niño pierde el equilibrio. Una mujer grita, llama al padre del niño. Todo el mall grita. Es un solo grito y será solo por esa vez. El hombre grita, pero es otro grito. Es una súplica. El mall se queda en silencio mientras el hombre, que sigue gritando, corre con toda su vida para llegar a donde el niño, pero el niño no escucha nada mientras cae. Todo el mall se calla. Todo, dentro del mall, se calla. Solo las escaleras automáticas dejan escapar ocasionalmente una queja, o más bien un gemido, en su viaje circular, infinito. Pero no se detienen.

 

 

ORDEN – Denise Nader
ECUADOR

 

Un hombre se sienta frente a su computadora, la enciende. Abre un juego.

En el juego, el hombre tiene que lograr que un muñeco mueva distintos obstáculos en el campo de acción, que es como un laberinto sin entrada y sin salida, a menos que la salida sea el paso al siguiente nivel.

Es decir, más que una salida física, es una salida conceptual.

El muñeco en cuestión tiene unos ojos enormes, luce como una hormiga obesa y viste una capa roja sobre su traje, como Superman. Pero se llama Pocoman.

Se transporta de dos maneras: caminando o volando. Pero cuando vuela no puede empujar objetos.

Y esa es toda la finalidad del juego: empujar objetos. Los objetos deben ser movilizados por el muñeco desde donde están hasta donde deben estar, sin que los objetos le bloqueen el paso a los otros objetos o al muñeco mismo.

Ya.

El lugar designado para los objetos en el campo de juego es un pequeño patio con cruces marcadas en el suelo.

Los obstáculos no son los mismos siempre; por ejemplo, en el nivel uno, Pocoman empuja unos diamantes que son casi de su mismo tamaño, pero al llegar al lugar designado se transforman en esmeraldas.

Nivel dos.

En el nivel dos, el muñeco empuja las esmeraldas, que se transforman en cisnes al llegar a su destino. Eventualmente, los objetos se transforman en un Pocoman dormido, que a su vez, evolucionará a Pocoman despierto y luego, esos Pocoman serán sapos, mariposas, hongos, y así.

OK.

La mutación final da como resultado un corazón rojo, simétrico. En el último nivel del juego, cuando empujas el corazón sobre la última cruz, una fanfarria estalla poco antes de la explosión de fuegos doblemente artificiales. No hay humo ni olor a pólvora que atraviesen la pantalla que contiene el calor del espectáculo pirotécnico.

¿Y?

Un mensaje de felicitación cruza la pantalla.

 

El hombre sigue frente a su computadora.

Escucha el ruido de un avión. El miedo del pasajero se hace visible a través de la ventana en la que se refleja un disco blanco en el plástico convexo; huellas dactilares opacan la vista del lado de la cabina; huellas de botas de todos los astronautas de todas las misiones que alunizaron permanecen inalteradas sobre el suelo frío del satélite. La atmósfera es mínima.

La capa de Pocoman ondea. No hay viento.

Pocoman espera instrucciones.

 

 

DESPUÉS – Denise Nader
ECUADOR

 

Esa poderosa sensación de desamparo

Brian Aldiss

 

 

Miró su ropa. Sus prendas, ya sin él por dentro, le parecieron un fantasma cansado.

Algunas horas después, el pantalón y la camisa caminaron rumbo a la ventana.

 

 

Denise Nader vive en Guayaquil. Intenta tener vida social desde 1971. Es escritora, empresaria culinaria y guionista; fue editora, profesora universitaria y publicista. Ha publicado cuentos en dos antologías en Ecuador y artículos, relatos y ensayos en varias revistas y medios nacionales y extranjeros. Imparte talleres de escritura en Estación LibroAbierto; es fundadora y dramaturga en Daemon: una productora de teatro/guarida nuclear que ha llevado a escena sus adaptaciones de La gata sobre el Tejado Caliente, Alguien Voló Sobre el Nido del Cucú, Reservoir Dogs, El Montaplatos y Frankenstein. Coordina mensualmente las Tertulias Guayaquileñas de Ciencia Ficción que fundó en diciembre de 2011 junto a Fernando Naranjo. En 2012, moderó el panel del III Encuentro Internacional de Ciencia Ficción en la FIL de Guayaquil. Mantiene un blog sobre arte, política y comunicación (efectodroste.wordpress.com), otro sobre las Tertulias de Ciencia Ficción (tertuliascf.wordpress.com) y una cuenta de Twitter (@nashiraprime). Como resultado de un autodiagnóstico, descubrió que padece de síndrome de solipsismo. No sabe si vale la pena combatirlo. Melómana por conveniencia. Abstemia por vocación. La persigue (en el vacío) su libro de relatos aún inédito, Loop.

 

Ilustró: Guillermo Vidal

 

REFLEJOS – Facundo Córdoba
ARGENTINA

 

Un hombre entra al bosque. Al llegar a un río se detiene y se sienta en su orilla, sacando una hogaza de pan. Al rato, aproxima su rostro al río buscando saciar su sed. Con asombro ve en el reflejo del agua que su rostro ha cambiado. Mete la mano intentando borrar la imagen, sin embargo, la misma siempre vuelve. Ya no es ahora sino un anciano de mirada triste. Desesperado corre siguiendo el cauce del río, buscando su origen. Al llegar a la vertiente, agitado y sin aire, tropieza y cae al agua.

Un niño sale del bosque.

 

 

Facundo E. Córdoba nació en Buenos Aires en 1983. Es profesor de música en escuelas primarias y guitarrista de una banda llamada “Cadáver Exquisito”. Participa del taller literario “Los clanes de la Luna Dickeana”. Ha publicado el cuento “Desde el otro lado”, en la revista PROXIMA (nº 16) y colaborado en el guión de la historieta “Una cuestión de puntos de vista” junto a Laura Ponce, ilustrado por Javier Coscarelli y publicado también en PROXIMA (nº 17).

 

 

BEFANA – Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

La música es el lenguaje que me permite comunicarme con el más allá

Robert Schumann.

 

Desde que murió Juan Cruz en el pueblo nos quedamos sin enterrador. Nadie quiso (creo yo, a modo de homenaje) ocupar su puesto. Cada familia se encargaría de sus muertos. Los hombres, la tierra. Las mujeres, la limpieza. Yo le hice otro homenaje a Juan Cruz. Yo fui la última en verlo vivo.

Era la primera vez que iba sola al mercado y la arcada del cementerio, con el tiempo lo comprobé, es idéntica a la del mercado. Así fue que entré en un pasillo de plafones ocres amurados a un techo altísimo. En las paredes había escaleras corredizas y eso terminó de perderme. Los nichos pasaban más rápido, pero algunos tenían la puerta abierta y la escalera chocaba. Entonces la cerraba de un golpe, y si adentro veía el cajón, pedía disculpas.

El pasillo, poco a poco se fue convirtiendo en una especie de caño, con nichos en el piso, a los costados y en el techo. Las escaleras seguían siendo corredizas aunque ahora, además, semicirculares, como los pasamanos que hay en la plaza. Después, los nichos desaparecieron y el pasillo fue sólo un caño. Aburrido. De cemento y sin luces. Un resplandor ámbar en lo que parecía el fondo y un resplandor ocre a mi espalda. Sobre el final, el agua infectada me cubría las rodillas. Desemboqué en un camino arbolado.

A izquierda y derecha, entre los pastos crecidos, aparecieron las primeras tumbas. Monumentos gastados y cubiertos de musgo. Crucifijos torcidos. Crucé una vía de trocha angosta y el viento trajo olor a música. Entonces me acordé de Juan Cruz. La gente decía que tenía el cementerio a la miseria. Justo él, un ejemplo de sepulturero, hasta que se le había dado por la música. Siguiendo el sonido del piano sabía que lo conocería. Doblé a la izquierda en una huella de barro. El panorama se abrió.

Juan Cruz tocaba el piano dándome la espalda, al lado de un farol encendido. En un costado del piano había una pala apoyada. Al otro costado, una fosa abierta y una montaña de tierra bajo un árbol. Cuando me pareció que la canción había terminado, aplaudí. Juan Cruz se dio vuelta. Aunque en realidad, no. No se dio vuelta. Hizo girar el asiento redondo del banquito.

—Befana —dijo.

—No. Gimena —dije yo.

Juan Cruz rió.

—Compás de dos cuartos.

—Yo voy a comprar pan —le dije—. Pero un cuarto. No dos.

Como evidentemente no entendía, Juan Cruz me explicó. Befana era el nombre de la canción. Compás de dos cuartos…, ya no me acuerdo. Se paró y se acercó. Se limpió el pantalón y me dio la mano. El pantalón de Juan Cruz y las teclas del piano estaban igual de embarradas. Después se disculpó.

—No toco muy bien. Aprendí de grande.

Estuve a punto de decir lo que enseguida dijo él:

—Pero acá… a quién le importa, ¿no?

Los pelos revueltos y la barba a medio crecer le daban aspecto de arlequín. O quizá la ropa: nada combinaba con nada. Era flaco Juan Cruz. Era viejo. Antes de matarse me diría. Cuarenta y seis años. La edad a la que murió el autor de Befana. Él quería morir a la misma edad. El mismo día. Ése día.

Levantó la tapa del piano que cubre las cuerdas y de adentro sacó una soga. La tiró al aire varias veces hasta engancharla de una rama gruesa. En una punta trenzó un nudo corredizo. Me apoyó una mano en un hombro.

—¿Sabe tocar?

Medio que se lamentó cuando le dije que no.

—Quería terminar escuchando Befana —dijo.

Le propuse que me enseñara. Me agarró del brazo y nos acercamos al piano.

—Es fácil —dijo. Y fue tocando, despacio, el pasaje principal. Tarareando sobre el sonido del piano. Me miró y levantó las cejas—. Aunque sea eso —dijo—. ¿Se anima?

Probamos varias veces. Al fin pude, en un tiempo que, según él, no estaba tan mal, articular los dedos en las teclas correctas.

—¡No pierda el tempo! —dijo mientras se anudaba la soga a la garganta.

Subió al árbol. Era alto Juan Cruz. Ajustó, fuerte, un nudo en la rama.

—¡El tempo es todo! —dijo—. La música sólo existe en el tiempo.

Cualquiera hubiera contado hasta tres. Juan Cruz, parado sobre la rama, contaría hasta dos. Bajé la vista a las teclas. Sentí, concentrada en el entrecejo, toda la fuerza de Befana. Preparé las manos. Después del dos empecé a tocar, Juan Cruz saltó. Cerré la tapa del piano y me puse a llorar. En el mercado compré dos cuartos de pan; que me dijeron, es lo mismo que medio kilo.

 

 

CUATRO TAPAS Y MANIJAS AMARILLAS – Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

Miguel llega, aplaude o toca el timbre. Espera junto a la reja; a los pies, la caja negra: cuatro tapas y manijas amarillas. Minutos antes del horario que prometió venir, me paro tras la ventana, me gusta verlo llamar. Me gusta verlo esperar y pensar: qué pensará Miguel mientras espera. Abro la puerta y le hago señas. La reja está sin llave, Miguel, pase. Y pasa. Primero la caja, después Miguel.

En el umbral me da la mano y sonríe. Dice que tiene que cambiar la caja. Las tapas se le abren solas de tan falseadas. Le digo que sí, que debería, pero no le creo nada. Miguel siempre está por cambiar la caja. Adentro me mira y ya lo sé. No quiere perder tiempo. Entonces lo guío, Por acá Miguel, al fondo. Por cada ambiente que atraviesa dice permiso. Adelante, digo yo por cada ambiente que atravesamos. En el patio, por ejemplo, lo pongo frente al enemigo. Mi enemigo, en realidad. Mis enemigos no son los mismos que los de Miguel. Miguel es amigo de la cisterna, de las cajas de luz, de los rollos de cortina. Se para frente al bombeador y lo desarma con la mirada. Funde el metal. Penetra el mecanismo y vuelve a mirarme. Entiendo que debo irme. La única condición que puso la primera vez que lo contraté: Jefe…, yo laburo solo.

Él no lo sabe (o creo que no lo sabe). Hace tiempo me agarró curiosidad. Desde antes de que Miguel llegue, tengo elegido un escondite para espiarlo. Miguel camina por el patio. Mira a todos lados. Se asoma por la puerta del living, y confiado, supongo, en que nadie lo ve, vuelve al patio y abre la caja. Nunca pude ver adentro, no hubo escondite que me lo permitiera. Sé que es negra. Abismalmente negra. Sé que Miguel pierde los brazos hasta los hombros. A veces, el tronco, hasta la cintura, y las manos vuelven, de las profundidades, armadas con instrumentos rarísimos. No son herramientas comunes. Son cosas que jamás vi en ningún otro lado más que en manos de Miguel. Se arrodilla al lado del bombeador y le pregunta qué pasa. El bombeador dice, según el caso, lo que determina una u otra voz, que tiene la correa muy gastada, o el tapón sin teflón. Miguel lo acaricia. Todo bien, amigo, le dice, y empieza a desarmarlo. Ajusta acá y allá. Engrasa. Lija. Pregunta: Qué tal ahora. El bombeador dice: Mucho mejor.

En casa, y esto lo sé gracias a Miguel, hasta las llaves térmicas hablan. Por eso a veces tengo miedo. Miedo de que un día me delaten. Supe de rivalidades. De noviazgos. De roturas y separaciones de cables que terminaron en cortocircuito. Por el momento nunca escuché hablar mal de mí. Pero hay días en que me siento amenazado. Observado por mil filamentos incandescentes dispuestos a electrocutarme. Por el cucú, que sale a cantar cuando quiere. La cerradura, en el seno de su combinación, tiene el poder de encerrarme hasta que muera, solo, hambriento. Igual pienso. Pienso y espero. Nada de eso va a pasar mientras no deje de llamar a Miguel.

Entonces las herramientas caen en la caja. Caen como si cayeran al fondo del mar. Las cuatro tapas se cierran. Escucho a Miguel caminar por la cocina, pedir permiso, entrar al living. Listo, jefe. Salgo del escondite con un libro o el diario. Simulo que Miguel me interrumpió y Miguel se disculpa. Le digo que no es nada, le pregunto qué era. Siempre me dice algo distinto de lo que el bombeador o el lavarropas (o lo que sea que vino a arreglar) le dijo. Le pregunto cuánto es. Se rasca la cabeza. Saca cuentas mirando al piso. Cincuenta y dos pesos, dice. La única tarifa que le conozco, trabaje diez minutos, media hora o dos días enteros. Le pago y lo acompaño a la puerta. Me da la mano y sonríe. Hasta la próxima, dice. Y sale. Primero la caja. Después Miguel.

 

 

EL NEGRO VILA – Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

El Negro Vila era, además de negro, narigón. Tan negro y tan narigón que casi presumía. Por eso cuando lo conocí le agarré bronca. Al tiempo nos hicimos amigos y me presentó a la familia. Lo primero que noté fue que ninguno era negro. Ninguno es narigón en la familia Vila. Adoptado de acá a Luján, pensé. Y me dio lástima, pobre Negro. Negro, narigón y adoptado.

Lo encaré una noche que estudiábamos. Serían las dos de la mañana y el Negro se caía de sueño. Pero aun con las defensas bajas, cómo se aborda a un amigo sobre un tema así. Revolver que los padres no son los padres, que el hermano no es el hermano.

—Negro… —le dije para empezar—. ¿Te pasó algo en la nariz?

—De chico me tragué una silla —dijo—. Y no te rías.

No me había reído ni me hubiera reído por nada del mundo. El Negro —un tipo alegre—, estaba mortalmente serio.

—Se me fue a la nariz —dijo—. Y ahí se trabó.

Supuse que prefería evitar el tema y un rato aguanté. Después, se me hizo imposible.

—¿Te duele?

—Ya no —dijo.

Conté las sillas del living. Los juegos de mesa y sillas (cualquiera lo sabe) traen seis sillas. En casa del Negro había cinco.

—Negro… Disculpame. ¿La silla que falta…?

—Sí… —contestó sin levantar la vista.

Al confirmar qué clase de mueble tenía el Negro en la nariz, la verdad, ya no me pareció tan narigón. Sí me llamó la atención que no sobresalieran las patas o el respaldo. Y se lo dije.

—No se te nota, Negro.

—¿Me estás cargando?

—En serio, che… No se te nota.

Entonces la cara se le iluminó. Y lo dijo. Dijo las palabras que lo convirtieron en mi amigo más entrañable.

—¿Querés verla?

—Por favor…

El negro acercó el velador. Tiró la cabeza para atrás y separó las aletas de la nariz con los pulgares. Me agaché y miré. Ahí estaba. Se la veía en perspectiva. Las patas. La tabla del asiento. El respaldo incrustado en el cerebro del Negro o en el techo del living.

—¡Qué loco, Negro! —le dije.

—No le digas a nadie —me pidió.

 

 

Enrique José Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (Libresa 2009), finalista del Concurso de Literatura Juvenil Libresa 2008. En 2010, el Ministerio de Educación, en el marco del Plan Nacional de Lectura, lo recomendó para la Escuela Media. Desde 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Municipalidad de Almirante Brown y en instituciones privadas.

 

 

EL ABUELO Y SU COLECCIÓN DE LUNAS – Marcelo N. Motta
ARGENTINA

 

—¡Papá! ¡Al abuelo se le cayó una luna en el pie!

Grité lo mejor que pude. Me llamo Axorum y no pude menos que expresar a viva voz el desastre que yo mismo había provocado. Jugaba con las tres lunas del planeta Z31.

Las hacía bailar y rotar sobre mis dedos. Es divertido hacer malabares con lunas.

Incluso más divertido que hacerlo con planetas. El abuelo deambulaba distraídamente muy cerca de mí. Había tenido demasiados percances este último milenio.

Fue absorbido por un agujero negro y no lo pudimos ubicar hasta hace dos días.

Doscientos años de incesante búsqueda para enterarnos finalmente que el viejo no la había pasado tan mal. Se precipitó por el agujero y cayó en una dimensión dominada en un noventa y cinco por ciento por su elemento químico preferido: el voltamio. Lo halló en su mejor estado: al nivel treinta de ionización y a menos ochenta grados Celsius de temperatura. El abuelo es un fanático de este elemento, aunque sólo lo había consumido a menos veinte grados Celsius. Ocurrió lo que temíamos. Se agarró una indigestión energética terrible. Y como si esto no fuera suficiente, consumió además casi la totalidad del voltamio existente en esa dimensión. Dejó casi un vacío de energía en la octava dimensión Primigenia.

La luna cayó pesadamente sobre su dedo pulgar. Los gritos recorrieron miles de años luz y llegaron a Próxima Centauro, una estrella cercana a uno de los planetas más asquerosos que hay, llamado Tierra. Allí, en Centauro, mi hermana Suprea gozaba de unas hermosas vacaciones junto a su esposo y mascota, un Lorum del Trópico. Suprea no pudo evitar inquietarse al escuchar los gritos del abuelo. Estaban en el decimoprimer orgasmo cuando sucedió. Tuvo que apresurarse en traspasar las barreras de las nueve dimensiones Primigenias antes de que se cerraran hasta el próximo milenio. Aprovechó la ocasión para interceptar a nuestro sobrino Mercix, quien había escapado con su compañerita de juegos, Umbrea. Se ocultaban en la quinta dimensión Primigenia, fuera de la vista de cualquier ente energético u orgánico. El nene y su compañerita procrearon ciento veinticuatro hijos esa jornada. Le habíamos permitido una cuarta parte de clones, pero Mercix originó una cantidad asombrosa. Para colmo uno de los clones mordió mi segundo látigo de plasma.

¡Casi lo reviento! Y en cuanto al abuelo…

…Está un poco dolorido. Lo recluiremos temporalmente en un campo magnético cuádruple. Papá y yo esperamos que así apacigüe su dolor y su ira. El abuelo es muy susceptible y se enoja fácilmente por cualquier motivo. Lo peor de todo es que le rompí una de las lunas de su colección, y él aún no lo sabe. ¡Se hizo pedazos! La vez pasada no sé cómo me perdonó que le convierta el planeta B54 en una supernova. No creo que me perdone ésta. Esa luna era demasiado valiosa para él, ya que presentaba una densidad atómica inusual para las lunas de nuestra Galaxia. Además, con ella había obtenido el primer puesto en el concurso “La mejor luna del Cúmulo Vigesimoquinto” que organizó la Confederación Intercósmica en el siglo LIV. Estaba muy orgulloso con ese premio, nunca antes había ganado nada. Pero ese premio flotaba ahora ingrávido, perdiendo paulatinamente su materia y alejándose de la galaxia a tres mil megametros por segundo.

Papá está ahora con el abuelo. Creo que discuten acerca de mi comportamiento.

Seguramente piensan que soy terrible. Espero que no me castiguen con los anillos electrolíticos. Papá trata de convencer al abuelo de que sólo fue un accidente. Pero abuelo no cree más en mis “accidentes”. Piensa que lo hago a propósito. No, definitivamente no nos llevamos bien mi abuelo y yo. Tal vez todo se solucione si lo arrojo al desintegrador casero, pero papá no quiere que repita lo de mamá.

¡Pobre mamá! Todo hubiese salido mejor si ella no me hubiese dicho que papá era impotente. Papá y yo estamos mejor ahora sin ella.

Papá sigue discutiendo con abuelo. Le está diciendo que no lo moleste con su ridícula colección de lunas inútiles. Comenzaron a luchar. El abuelo hinchó su cuerpo cinco veces su tamaño normal, lo que significa que está realmente enojado. Papá se pone literalmente violeta. Jamás se había asustado hasta llegar a esa gama de color. Abuelo lo tiene a papá en el suelo, y comienza a descargarle hidrógeno líquido en su rostro. Papá trata de defenderse como puede, pero pierde las fuerzas. Se quema lentamente. Canta una ópera letánica como síntoma de dolor, mientras que sus veinte extremidades van perdiendo consistencia y se convierten en una gelatina verdosa.

A papá le tocó perder esta vez. Ya era tiempo. Batallaba con abuelo desde el origen del Universo, desde la explosión inicial. El abuelo concluyó victorioso la disputa. Ahora él es el líder de la Galaxia Sagrada, dueño de las puertas de las nueve dimensiones Primigenias, por lo tanto eso quiere decir que yo también perdí. Los abandono. De ahora en más tendré que hacer el amor con abuelo, por el futuro de nuestra exclusiva y honrada estirpe.

En cuanto a las lunas, la colección, desde este momento, pasa a ser de mi incumbencia…

 

 

Marcelo M. Motta nació en Quilmes en el año 1964. Comenzó a escribir en el año 1986.

Participó en varios certámenes literarios, entre ellos:

Concurso literario Círculo Médico de Quilmes 1989 – Tercer premio en cuento breve por “Marche una especial con queso”.

Publicado en varias antologías de la Fundación Centro Cultural San Telmo entre los años 1993 y 1994.

Publicado en antología de Embajada de Las letras – año 1994.

Primer premio en el género cuento en concurso literario Círculo Médico de Quilmes, 1996.

Mención de honor en la categoría Creatividad otorgado por la Comisión Coordinadora de Actividades Culturales del Partido de Quilmes. Candil de Kilmes, 1997.

Primer premio en la categoría Adultos por “Vértigos”. Segundo certamen nacional de poesía FM Sur. Programa Buenos días con buenas ondas. Quilmes, 1997.

Es miembro de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) de Capital Federal.

Año 2010. Jurado en el Certamen Literario de Verano organizado por el Grupo Almafuerte.

Año 2010. Jurado en el Concurso Literario V Aniversario SADE delegación Bernal, Quilmes.

Mayo de 2011: Coordinó la presentación del Café Literario Almafuerte en la 37º Feria del Libro de Buenos Aires, donde, entre otros libros, presentó “Vértigos”, su primer poemario.

Publicó cuatro libros: 13 cuentos oscuros (2008), Liposo, una épica del futuro (2009), Vértigos (2011), y Otros 13 cuentos oscuros (2011).

Asiste desde noviembre de 2012 al Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

 

Ilustró: Guillermo Vidal

 

RECIÉN LLEGADOS – Elías Alejandro Fernández
ARGENTINA

 

Despertó cansado, como si las doce horas de sueño hubieran sido laborales.

Puta resaca…

El reloj marcaba mediodía. Otro día descontado en el Call Center. Bueno, mejor. Los pechos de la rubia que dormía a su lado bien lo valían.

¿Dónde estoy…?

Ni un recuerdo de anoche. Nada. Ni siquiera haber tomado. Ni siquiera haber salido. ¿Sería muy descortés averiguar el nombre de ella en cuanto despertara? Quizá lo entendería, y hasta se riera. El mareo era terrible. Sus pensamientos sonaban como una voz ajena, metálica.

Aquí tenemos una pareja de humanos muy reciente. Necesitan un nombre, ¿no creen?

Claro que lo necesitan. Ni él recordaba el suyo. O por ahí no tenía ganas. Era lo más probable. Miró alrededor desde la almohada. Qué lugar tan chico. De más está decir que no era su casa. De todas formas, lindo monoambiente. Con esfuerzo de titán, se despegó de la almohada.

¡Por fin! ¡Se levantó el macho!

Apoyó los pies en el piso de madera, y se despegó del colchón. Con el equilibrio de un zombie, llegó hasta el baño. Cuarenta segundos de orina. Se lavó las manos, y salió sacudiendo la humedad como si el piso fuese de tierra.

Ahí vuelve. ¿Qué tiene en la cara? ¿Sucio? No. Se llama barba. Es pelo que crece alrededor de la boca. Al fin y al cabo, es un simio con inteligencia práctica.

Ella se movió. Las sábanas cubren ahora la mitad de su cuerpo, y él desea recordar con todo detalle lo que pasó anoche. Qué mujer… Sólo espera repetir en unos minutos. Su cola se ve tan firme… Su cuerpo tan estilizado… No es flaca. Tampoco es gorda. Está al dente. Y él se derrite ante el suculento espectáculo. El cosquilleo en su pene le indica que la ansiedad lasciva lo está inflando de sangre. Por favor, que se despierte pronto…

Parece que busca aparearse… ¿Estará en época de celo? No, chicos… Los humanos son una de las pocas especies en el universo que tienen sexo por placer. Su época de celo dura todo el año…Es el primer día que están juntos… De seguir así, pronto vamos a tener cachorritos.

Cierto. Los forros. No hay preservativos por ningún lado. A ver el tacho… Tampoco. Y está casi limpio. Decime que lo usamos… Al fin y al cabo, no sé ni quién es… ¿Lo habrá tirado en el inodoro? Por ahí no hubo sexo… Ojalá… Total, no me perdí de nada. ¡Ahí se mueve! Abre los ojos… Espero que su memoria funcione… Qué linda que es, por Dios… “¿Quién sos?”. Mierda, no se acuerda de nada… “¿Esta es tu casa…?” ¿Cómo “mi casa” …? ¿No se acuerda de dónde vive? Bueno, al menos parece que no le desagrado… Mira el lugar… Lo examina… ¿Estaremos en un telo? Mierda… nos van a cobrar un montón… ¿Qué pasa? ¿Qué viste? Señala algo en el techo. El grito de terror me obliga a darme vuelta. Alrededor de quince figuras grises, enormes ojos negros sin nariz ni pelo y con un leve aspecto de persona nos miran por una claraboya. El efecto del sedante en mi cuerpo recrudece, y las voces vuelven a hacer presencia:

—Bueno, ya saben… está abierto el concurso para ponerle nombre a la pareja de humanos. El que salga elegido gana entradas gratis al zoológico por todo un año.

—¡Bieeeeeeeen!

 

 

Elías Alejandro Fernández es estudiante de Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires.

 

 

TESTIGO UNIVERSAL – Ricardo Gabriel Zanelli
ARGENTINA

 

Según él, mi amigo Godofredo es un creador. No propiamente un artista, aunque tal vez sí.

—Yo creo mundos —me dice, pero nunca he comprendido el significado exacto de la frase.

Nos vemos poco, pero cuando me llama generalmente es por algo importante. Afirma siempre que debo oficiar de testigo. Testigo de sus creaciones, como él dice.

—Alguien tiene que dar fe de mi obra —se justifica.

Cuando me llama, vamos a unos acantilados cercanos. Allí, al borde del precipicio, él extrae de unas alforjas una suerte de goma de mascar y comienza a rumiar con ella.

—Esta es la mejor materia prima —me suele decir, con orgullo.

—Empecemos —dice, y comienza a hacer globos con la goma de mascar. La mayoría explota, otros no se expanden, pero dos o tres sí lo hacen.

—¡Bang! —exclama mi amigo, extrañamente no cuando uno colapsa, sino cuando sobrevive.

—¡Bang! —ya van dos seguidos.

—Esta materia prima es mágica —comenta—. Si no desaparecen, mis mundos se expanden per secula seculorum. —Y están llenos de vida ¿eh? —agrega, henchido de satisfacción

Al atardecer, cuando volvemos por el sinuoso camino viejo, Godofredo se siente feliz si pudo crear cuatro o cinco mundos. “Mis criaturas”, como se ufana él.

Honestamente, mi trabajo de testigo me aburre un poco, pero el paseo es siempre agradable.

 

 

Ricardo Gabriel Zanelli nació en la Argentina en 1962. Es autor de LA RULETA RUSA DEL TIEMPO (Cuentos), 2004, Editorial Argenta (ISBN 950-887-267-5). Ha publicado varios cuentos y ensayos breves en diarios (La Voz del Interior), y revistas (Revista Cuásar) de Argentina.

 

 

LA BALADA DE HOLOMMIR – Ibai Otxoa
ESPAÑA

 

En una soleada mañana de viernes, Holommir el notario, hijo de Broudoon el zapatero, miraba por la ventana de su hogar. La Plaza Mayor del Reino bullía de actividad, pues era día de mercado; mas sobre las gentes se cernía la sombra de la incógnita, pues no sabían quién sería su próximo rey. Holommir conocía muy bien aquella sombra, pues él había sido uno de los encargados de preparar los documentos de sucesión.

 

El asunto era considerablemente complicado: el rey tenía siete hijos, y en un principio parecía claro que el trono lo heredaría el mayor. No obstante, los criados de la corte descubrieron que él había envenenado a su padre, de modo que fue aprehendido y encadenado con grilletes de diamantes y cuatro hermosas criadas que le darían de comer y atenderían sus necesidades hasta que muriera.

 

Holommir se encargó de los documentos que garantizarían que el segundo hijo heredaría el trono, mas la reina se derrumbó y confesó entre lágrimas que el segundo hijo era un bastardo. Su auténtico padre era un criado, que fue condenado a una dolorosa muerte a manos de los cuarenta verdugos del Reino.

 

La tercera hija era una mujer, y estaba escrito que las mujeres no podían heredar el trono mientras tuvieran hermanos mayores vivos; esto había traído muchos dolores de cabeza a Holommir, pues, aunque el hermano mayor legítimo de esta hija hubiese envenenado a su padre, seguía estando vivo. Finalmente, tras días de discusión entre él y el resto de notarios, decidieron que el trono tenía que pasar al cuarto hijo.

 

Sin embargo, el cuarto hijo había sido acusado de traición hacía años por intentar vender a sus hermanos en una guerra, y permanecía encerrado en la mazmorra más profunda del Reino, bajo una losa de oro custodiada por veinte guerreros armados con espadas y veinte guerreros armados con lanzas, que nunca abandonaban su puesto.

 

El quinto hijo hubiera podido heredar el trono, de no ser porque doce de los trece hechiceros del Reino aseguraron que era en realidad una bruja que había asesinado al quinto hijo, ocultado su cadáver y suplantado. El hechizo no podía ser deshecho, mas la bola de cristal aseguraba que era, en verdad, una bruja, por lo que había poco lugar a dudas. No obstante, esa pequeña duda también debía evitar el arresto o ejecución del supuesto hijo.

 

La sexta hija era también una mujer, por lo que no podría heredar el trono, en un principio. Mas dicha hija pagó con seis docenas de monedas de oro a una bruja para que la transformase en un hombre, por lo que sí podría heredar el trono. Todos los papeles estaban ya redactados cuando Holommir, por casualidad, encontró una antigua ley redactada setecientos setenta y siete años antes que estipulaba que un hijo no podría heredar el trono si había sido hija en el pasado.

 

Finalmente, el séptimo hijo parecía el candidato adecuado. No obstante, el rey había sido el séptimo hijo de su padre, por lo que el candidato era el séptimo hijo de un séptimo hijo, de modo que debía convertirse en hechicero, y los hechiceros no podían ser reyes.

 

De modo que parecía que el reinado recaería sobre el hermano inmediatamente menor del rey. Mas, en cuanto Holommir terminó los papeles correspondientes, el tercero de los hermanos mató al segundo. Puesto que el asesinado no era rey ni príncipe, solamente noble, y el asesino era también un noble, el asesinato no podía ser condenado tan fácilmente: hizo falta un largo juicio que finalmente el asesino perdió.

 

De todos modos, en cuanto perdió el juicio, sus cincuenta mejores guerreros irrumpieron en la sala y mataron a todos los guardias, además de obligar a Holommir a reescribir los papeles de tal modo que el asesino pudiese reinar.

 

Y, por ahora, el trabajo de Holommir estaría acabado, de no ser porque el nuevo rey había sido asesinado aquella misma mañana, horas antes de la ceremonia de coronación, presuntamente a manos del ejército de Andanastia, el reino vecino. Mas su rey negaba que dicho asesinato hubiera sido cometido por ellos, y no había nada remotamente parecido a una invasión en marcha.

 

De modo que en aquellos momentos, Holommir se encontraba frente a un papel en blanco, sin saber muy bien qué escribir, puesto que no había nadie dispuesto a heredar la corona. Pero, de pronto, una flecha entró por la ventana y cayó en su mesa, con un pergamino atado en torno a ella.

 

El notario, atemorizado, desenrolló el pergamino. “Holommir el notario, por la presente me complacería informaros de que, ante la ausencia de rey, yo, Virym del Pueblo de los Elfos, reclamo el trono. Me complacería encontrarme con vos en la sala de trono para arreglar los papeles.”

 

El notario suspiró y se encaminó hacia la puerta de su casa. Cuando salió, chocó contra lo que le pareció un muro de piedra. Aturdido, alzó la vista y vio a un hombre de rostro serio mirándole con desprecio.

 

—No hace falta que te molestes, notario. Acabo de arrancar la cabeza de Virym y clavarla en una estaca. Yo, Gork el Trituracráneos, reclamo el trono por mí mismo.

—Uh, bien —tartamudeó Holommir—. Será mejor que me ponga a escribir…

 

Mas, sin previo aviso, un rayo cayó sobre Gork, fulminándolo al instante. Desde el cielo se oyó una voz atronadora: “Holommir, has de saber que los dioses hemos decidido enviar un elegido para ocupar el trono. Es tu deber encontrarlo. Tiene una mancha de nacimiento en forma de espada en algún lugar de su cuerpo.”

 

—Bueno, se acabó… ¡Esto ya es demasiado! —exclamó Holommir.

Y así, se fue del Reino; y, tras un épico viaje no exento de aventuras, dragones, valles de hielo, y varios días caminando por las minas de los enanos para poder huir de las tropas del Elfo Oscuro, logró viajar a otra dimensión, en la que pasó el resto de sus días siendo un aburrido notario.

 

 

Ibai Otxoa (Bizkaia, España) ha publicado relatos y artículos en diversas webs, revistas digitales y blogs, como Ultratumba, Exégesis, Bella Ciao, Me gusta leer, Tus relatos o MiNatura. También ha publicado algunos relatos en papel en la antología Freak!, de la editorial Paranoia Comic Studio.

 

 

Axxón 242 – mayo de 2013
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).

“El deseo del discípulo”, Juan Manuel Valitutti

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“Mirar cuesta poco.”

En el bosque de Villefere. Robert E. Howard

 

“Ella inspira deseos de muerte.”

Cantos a la Reina. Seff el Loco

 

 

El docto exégeta del mal hubiera dado cualquier cosa por verle la cara a Barhiom el Sucio tan pronto se enterara de que era el flamante poseedor del Libro de los Muertos; pero la prudencia le recordó que el mote de “Sucio” no le había sido endilgado a su principal competidor por el hecho de ser un irresponsable desordenado, sino porque se especializaba —entre otras delicias— en la traición. De todas formas, la tentación fue tan grande que decidió comunicar el mensaje de una manera menos comprometedora… Se detuvo en el camino, y bajo la atenta luz de la luna, llamó: “¡Plata!”. No tardó en posarse en su antebrazo un búho que se infló y ululó magníficamente, como un rey venido de la noche.

El emplumado visitante giró la cabeza para atender a las indicaciones de su amo.

—¡Encomienda para mi querido vecino Barhiom! —Narhitorek garabateó un escueto mensaje en un listón de papel y lo enrolló en la pata del búho—. ¡Bien! ¡A volar, Plata!

El portentoso ejemplar remontó vuelo con un batir de sus fuertes alas y desapareció en las sombras.

El hechicero no lo sabía, ¡pero acababa de cometer un grave error!

Retiró el Libro de los Muertos de entre los pliegues de su capa, y, mientras retomaba la marcha hacia sus dominios, se entretuvo hojeando las correosas páginas.

Caminó un par de horas, hasta casi promediar la distancia que lo conduciría a su morada, cuando sintió que el fragor de un rayo atravesaba su cabeza. Al mismo tiempo, una voz melancólica colmó el espacio palpitante entre sus sienes:

—Me has abandonado…

El nigromante se detuvo en seco y desvió la vista de los crípticos signos. Estaba solo en medio de un páramo de arbustos raquíticos, y en el horizonte aún no se perfilaba la cúpula de su torre ladeada.

—¿Quién me habla? —Oteó la noche a su alrededor. Un vientecillo levantó momentáneamente el ala de su sombrero.

Miró a uno y otro lado, y no recibió respuesta. Pensó en su más reciente adquisición: el libro que tenía en su poder, y consideró la posibilidad de que las necrománticas líneas estuvieran socavando su mente. Lo guardó en un estuche forrado en piel y se dijo que lo leería más tarde. “¡Tendré que ir más despacio!”, pensó. “¡No se puede indagar en los arcanos del Cosmos sin sufrir serias consecuencias!”.

Respiró hondo, se acomodó el sombrero en la cabeza y reanudó la caminata.

En ese momento, volvió a escuchar la voz:

—¿Recuerdas lo que me pediste de niño, cuando te asomaste a la ventana de tu celda?

Narhitorek se detuvo nuevamente, y, alarmado, desenvainó la espada. Pensó en Mardella, la hechicera-vampiro, y pensó en Rufius, su atormentado esbirro; pero ambos estaban lejos: el uno, sano y salvo, cabalgando hacia la posada El trueno azul; la otra, malherida por la reciente batalla, sometida a un proceso de regeneración que la confinaba al interior de un capullo secretado por su propia piel.

¿Entonces?

Quedaba una posibilidad: el eterno compañero nocturno del nigromante, que lo seguía de puerto en puerto, como una sombra…

—¿Y bien, Tenaz? —Narhitorek espió divertido a su enorme gato tuerto—. ¿Tienes algo que decirme… algo que yo no sepa?

El felino clavó la aureola verde del ojo bueno en su encapotado amo.

—¡Mauuuuuuuu! —dijo.

El hechicero echó la cabeza para atrás y soltó una explosiva carcajada.

—¡Eso me supuse! —Se restregó los ojos y reanudó la caminata—. Hemos tenido una noche agitada, ¿no lo crees?

El gato no dijo nada, y caminó sedosamente a la par del nigromante. En efecto, la noche no había sido fácil, especialmente para Rufius Malakkai Treviranus, el ladrón más avezado de la Cofradía de Mélido, quien, sujeto al imperativo homicida del nigromante, había penetrado en los dominios de la lamia Mardella con el objetivo de robar la obra fatídica del Vate Loco. “No, no fue fácil”, concluyó Narhitorek. “¡Pero el saldo ha resultado prometedor!”. Apretó el estuche de piel contra su pecho, mientras se internaba por un sendero sombrío que, más adelante, se hundía en el embudo de un valle.

—Dentro de poco estaremos en casa, Tenaz —observó el nigromante—. ¡Dile a tu estómago que no haga tanto ruido!

En lo alto del cielo, unas nubes se deslizaron con sigilo, y la luna espió por entre los jirones deshilachados.

—¿Por qué no te adelantas, viejo cascarrabias? —sugirió el hechicero—. Debo completar una tarea que me quedó en el tintero.

El gato se quejó —todo parecía indicar que esa noche tendría que cazar su cena—, y se alejó por el camino, con el rabo dignamente enhiesto.

El nigromante juntó unas ramas y las amontonó en una pequeña pira alrededor de un círculo trazado con piedras. Encendió un fuego y tomó asiento en un tocón. Retiró el correoso volumen del estuche y lo abrió. Aspiró el aroma agradable que emanaba de las amarillentas cuartillas y se dispuso a leer. “¡Después de todo, los libros no muerden!”, pensó. Cuando volteaba la primera página le llegó, susurrante como la caída de las hojas otoñales, la prístina voz:

—Me pediste que matara a Orhannos, tu malvado maestro, ¿recuerdas?

Esta vez, Narhitorek se puso de pie. Lo hizo tan intempestivamente que el libro cayó de sus manos. El nigromante le dedicó una mirada desaprensiva al objeto caído, por el cual tanto había luchado. Algo más inmediato ocupaba su mente; algo que tenía el apremio de los años idos: un recuerdo de la infancia, que lo había asaltado con la fuerza de una brutal infantería abriéndose paso por los corredores de su mente…

La voz, implacable, continuó:

—Te asomaste a la ventana de tu celda y me pediste que castigara a Orhannos…

Narhitorek levantó la vista. El cielo estrellado parecía un tiovivo repleto de fantásticas figuras abigarradas. Y, en medio de ese paisaje giratorio, como una reina secundada por los miembros de una corte cósmica, esperaba… la luna.

El nigromante abrió la boca, pasmado ante la posibilidad de encontrarse a sí mismo hablándole al fantasmagórico satélite, cuando lo abordó una segunda voz:

—¡Buenas noches, caminante!

Narhitorek se volvió y observó al forastero que había surgido de los caminos nocturnos. Tenía un gran sombrero de paja que caía sobre su rostro parcialmente velado. Vestía un atuendo de seda ajustado, con una gran faja carmesí que rodeaba su talle grácil. Por los vivos colores de sus prendas, Narhitorek concluyó que se trataba de un habitante oriundo de la vecina Isla Cangrejo. El extraño se sentó a la luz del fuego. Las danzantes llamas avivaron su rostro enigmático, mientras el nigromante volvía a acomodarse sobre el tocón, con la mayor naturalidad que le fue posible adoptar.

—Buenas… —carraspeó.

—Una noche agradable, ¿no lo cree? —El desconocido se llenó el pecho con una satisfactoria inspiración—. Una noche agradable y límpida, con un aire sugerente, ¿eh?

—Ajá… —asintió el nigromante. Hurgó entre los dobleces de su capa y retiró su pipa—. ¿Usted fuma, amigo?

—Usted fuma amigo —repitió, frío y mecánico, el forastero. Calló entonces, y se quedó quieto, como una estatua.

Narhitorek llenó su pipa, displicente en sus gestos. Tenía miedo. ¡Oh, claro que tenía miedo! El nigromante pensó que si los receptores de la leyenda que se tejía en torno a su persona cobraran conocimiento de las inquietudes que decidían sus pasos, tendrían motivos más que de sobra para sentirse defraudados. Pero, ¿acaso no era él un simple mortal? ¿No corría sangre roja por sus venas, como la de los mendigos o la de los reyes?

El docto exégeta del mal meditaba estas cuestiones al tiempo que aplicaba sendas pitadas a la boquilla de su pipa.

—Dígame, amigo —comenzó, decidido a tomar las riendas del asunto—, eso que tiene en la cara… ¿es una máscara?

La estatua cobró vida y giró la monolítica cabeza. No dijo nada.

Narhitorek probó otra cosa: comenzó a reírse. Sabía que sus gestos eran de gran ayuda en las situaciones complejas. No amilanarse y enfrentar el problema. Ejercer el oficio del hipócrita.

Los saltitos de Narhitorek lograron que el extraño ladeara el fantoche de la máscara.

—Es interesante —carraspeó el hechicero, mordiendo la boquilla de su pipa—. ¡Oh, es muy interesante!

El forastero, por fin, dijo:

—¡Pues, sí, señor, es una máscara! ¡Una que remeda las facciones de un lobo, como puede ver!

Narhitorek pitó de su pipa.

—¡No me diga! ¿Y se puede espiar?

—Nada cuesta ver. —El enmascarado se puso de pie y llamó al nigromante con un lánguido gesto de la mano.

Narhitorek abandonó su puesto en el tocón, avanzó un paso y se detuvo. Las llamas de la fogata incrementaban con su bailoteo el aspecto postizo de la canina faz.

Avanzó otro paso, y la voz lunar descendió del cielo como el rocío nocturno:

—¿Sabes qué hallarás detrás de la máscara?

Narhitorek mordió la boquilla de su pipa. Preguntó:

—¿Y qué veré, amigo?

La respuesta fue terminante:

—Los dientes de un lobo, amigo.

—¡Ah! —El nigromante buscó la empuñadura de su espada.

—¡Un momento! ¿Qué es lo que hace? —El enmascarado adelantó sus manos abiertas en son de alarma—. ¿Quiere matarme? ¿Acaso quiere matarme? ¡Usted debe ser un loco, caballero!

A continuación, el enmascarado saltó como un saltimbanqui en pleno acto de acrobacia y empezó a correr, profiriendo alaridos en torno a la fogata.

—¡Un loco, un loco! ¡Oh, un loco! —Lloriqueaba, se revolcaba por el piso dando volteretas, levantaba los brazos y los zarandeaba—. ¡Que me come un loco!

Narhitorek no movió un músculo: la capa descorrida, la mano sobre el pomo de la espada, la pipa enmarcada en el cuadro de unos dientes al acecho; sólo su mirada torva seguía la evolución del comediante, que se desgañitaba improvisando su número grandilocuente.

—¡Basta! —dijo—. ¡Suficiente!

El saltimbanqui se detuvo, pero no interrumpió su performance: sus movimientos se aletargaron hasta convertirse en una parodia de sí mismo.

La voz prístina del cenit llovió dulce sobre Narhitorek:

—No queremos enfurecerte o ponerte nervioso… —El nigromante sintió el suave roce de unos dedos deslizándose sobre sus hombros encapotados; al mismo tiempo el rostro velado de su contrincante rayaba como un sol moribundo a sus espaldas—. Sólo que cumplas con tu parte del pacto…

—¡Pacto! ¿Cuál pacto?

—Bueno, yo maté a Orhannos.

—¡No, yo lo hice!

—Yo preparé el momento, adoctrinándolo por las noches… Susurrándole deseos de muerte…

El saltimbanqui corrió a derecha e izquierda de Narhitorek, improvisando un altavoz sobre sus orejas.

—¡Basta! —El nigromante se deshizo del payaso que lo rondaba con un vigoroso empellón. El enmascarado se llevó una mano a la mejilla, como si hubiese sido abofeteado. Se retiró hecho un ovillo, ofuscado y ofendido.

Narhitorek clavó los ojos en la luna, respirando entrecortadamente.

—¿En qué consiste mi parte del pacto?

—¿No lo adivinas? —susurró la luna.

Se escuchó un feroz rugido a espaldas del hechicero.

Narhitorek se volvió, desenvainando la espada.

El enmascarado esperaba de pie, la palma de una mano pegada a la otra, en pose eucarística.

—¡Bah! —Narhitorek escupió al suelo y emprendió la retirada. No avanzó dos pasos cuando oyó:

—¿No olvidas algo?

Se detuvo y giró sobre sus talones. La estatua del enmascarado le extendía el Libro de los Muertos.

—¡Qué descuidado! —lo amonestó la luna.

Narhitorek le arrebató el libro al saltimbanqui, que tomó distancia con un delicioso brinco. Le dio la espalda y comenzó a alejarse, dando grandes zancadas, y evitando la tentación de volverse.

La luna lo espió por entre las copas de los árboles.

—¿No tienes MIEEEEEEEDOOOO? —le susurró.

Narhitorek ignoró —o pretendió ignorar— a la voz. Reintegró el ejemplar a su estuche y retomó su atareado camino. No estaba lejos de su torre ladeada, pero, aun así, ¿cómo escaparía al influjo de la luna? ¿Cuántas veces había acudido a su luz salvadora para estudiar hasta altas horas de la noche? ¿Cuántas veces la había enfocado con su complejo ingenio de tubos y lentes, deseoso de comprender su naturaleza celeste? ¿Y los poemas de Seff el Loco, sus Cantos a la Reina? ¿Acaso no eran sus favoritos? “Ella pace sobre blanca mortaja” / “Ella boga sobre mares de sangre”.

—¿En qué piensas? —lo increpó la luna.

—¡En nada! —mintió Narhitorek.

La luna asomó tras un manto brumoso.

—¿Qué tienes en la nuca? —preguntó, sorpresivamente.

Narhitorek se detuvo a regañadientes. Pero, por otra parte, ¿qué podía hacer?

—¿En la nuca?

—Eso dije —afirmó la luna—. ¿Te duele?

Narhitorek se revolvió inquieto, pero antes de abrir la boca se llevó la mano a la nuca. La retiró húmeda, ensangrentada. “¡Qué demonios…!”, pensó.

—Parece un golpe, ¿no? —observó la luna.

El nigromante llegó al límite de su paciencia.

—¡Final del juego! —escupió—. ¿En qué consiste mi parte del pacto?

—¡Oh! ¡Pensé que ya lo habías entendido! —La luna desapareció tras un manto de nubes. Sólo se oyó su voz—: ¡Necesito un capitán para mis ejércitos!

Narhitorek paladeó las palabras que acababa de oír y las comprendió en todo su espantoso sentido.

Retiró la espada de su funda y bramó:

—¡Estás loca si crees que yo…!

—¿Creer? ¿Creer, has dicho? Yo no creo en nada, amigo…


Ilustración: Valeria Uccelli

De las sombras circundantes, emergió un grupo de tres enmascarados. Caminaban lentamente, como si cumplieran los pasos de algún mortuorio ritual. Las máscaras que portaban, en los tres casos, ostentaban la apariencia del lobo. Cada uno de ellos surgió de un vértice de la noche, y se dirigían acompasadamente al encuentro de Narhitorek, que esperaba como la víctima sacrificial, a punto de ser inmolado a manos del infernal trío de sacerdotes.

—No me toca a mí creer, capitán. —La luna iluminó el cielo tras las magras hilachas empujadas por el viento—. ¡Eso es oficio de poetas!

Los tres sacerdotes se detuvieron y esperaron. Con un gesto no desprovisto de elegancia, procedieron a retirarse las máscaras.

—No te preocupes, capitán —continuó la luna—, ¡no tomará mucho!

Narhitorek, espada en mano, decidió ejecutar una de sus ilusiones…

¡Hey! —La luna quedó pasmada—. ¿Quiénes son ésos?

Cuando el nigromante apartó la hoja de la espada en donde había proyectado su rostro, descubrió que dos “Narhitoreks” pululaban por la escena del siniestro.

—¡Narhitorek para servíos, Narhitorek! —saludó el primer Narhitorek, retirándose el sombrero.

—¡Mi espada a vuestro servicio, Narhitorek! —lo secundó el segundo Narhitorek, blandiendo su hoja.

El hechicero se maldijo a sí mismo, ya que acababa de recordar por qué no solía acudir al encantamiento de los ecos especulares: los malditos, encumbrados en su egocentrismo duplicador, no sólo resultaban fatigosamente engreídos, sino que poseían una patológica tendencia hacia la autosuficiencia que los hacía desconocer todo principio de autoridad.

—¡Eh, ustedes! —insistió la luna—. ¡Qué diablos creen q…!

—Bueno, en principio lo de “diablos” estuvo de más, ¿no lo crees? —dijo el primer Narhitorek a su compañero.

—¡Decididamente de más, claro que sí! —concedió el segundo Narhitorek—. ¿Y qué haremos al respecto, eh?

—¡Oh, bueno, es evidente! ¡Ignorar a la celeste señora!

—¡De acuerdo, de acuerdo! —festejó Narhitorek II. Luego, agregó—: ¿Y por qué?

—¡Cómo! —Narhitorek I levantó una amonestadora ceja—. ¿No sabes que las mujeres demandan atención, y que si no tienen…?

—¡¡¡Silencio, imbéciles!!! —Narhitorek se plantó ante uno de los enmascarados—. ¿No ven que estoy… que estamos en peligro?

—¡Oh, bueno, si ese es el caso! —Narhitorek II tomó posición frente al segundo de los enmascarados.

—¡Sí, claro, si ese es el caso! —Narhitorek I se encasquetó el sombrero y se cuadró ante el último de los enmascarados.

Los ecos especulares gritaron al unísono:

—¡EN GUARDIA!

Para entonces, los tres “sacerdotes” se habían retirado las máscaras…, y lo que había tras ellas…

Rugieron. Olisquearon el aire. Se aproximaron arrojando tarascones. Sus fauces babeantes despidieron un olor pútrido cuando se abalanzaron sobre sus víctimas.

—¡Lobos! —Los Narhitoreks retrocedieron a la par.

—¡Y hombres! —agregó Narhitorek—: ¡En guardia!

Los licántropos atacaron adelantando las garras.

—¡Tocado! —festejó Narhitorek I, insertando la espada en el pecho de su contrincante—. ¡Ey, amigo! ¡Dije: tocado! ¿No entiende de reglas universales? —El espéculo colgaba como un cuadro del pecho del monstruo—. ¡EHHHH! —La bestia avanzó indiferente a expensas del bamboleante e indignado espadachín.

A todo esto, Narhitorek II no corría con mejor suerte. Un envión de su contrincante le había arrebatado la espada de la mano, y cuando trató de protegerse sin guarnición…

—¡Eh, suéltame! —Las mandíbulas del monstruo se habían clavado en el antebrazo del espéculo y trozos de vidrio relampagueaban por doquier a la luz de la luna—. ¡Socorro! —Le siguió una sacudida fuerte, que terminó destruyendo el brazo hasta la articulación del hombro.

Para cuando Narhitorek II cayó, envuelto en un amasijo de maldiciones, su gemelo especular emprendía la retirada:

—¡Que sea en otra ocasión! —Pero Narhitorek I no llegó muy lejos: tan pronto se descolgó de la empuñadura de la espada y corrió, se topó con la correosa superficie de un centenario roble, que lo despidió del mundo en medio de una explosión de partículas.

Mientras tanto, el docto exégeta del mal se defendía blandiendo el acero ante los mandobles de garras afiladas de su contrincante.

—¡Qué esperas! ¡Levántate y ayúdame! —La bestia lo tenía acorralado, aunque Narhitorek II logró acercarse y clavarle la espada entre los omóplatos.

El rugido que atravesó la noche se escuchó hasta en las inmediaciones de El trueno azul, y no pocos pueblerinos alzaron las cabezas de sus almohadas.

El monstruo se volvió a la velocidad del rayo y clavó los ojos infernales en el duplo manco del nigromante; un poderoso revés con el dorso de la mano velluda bastó para convertir al eco especular en diminutos trozos refractantes.

—¡Diablos! —Narhitorek no perdió tiempo: aprovechó el momento de distracción del hombre-lobo para arrojársele encima con la espada.

La bestia trastabilló, al tiempo que cerraba los dedos sobre el filo letal. Cayó retorciéndose, y escupió espuma por las fauces. A las poderosas convulsiones le siguió una cruda muerte.

—¿Y bien, capitán? ¿De qué ha servido tanto despliegue? —La luna parecía sonreír contemplando la escena—. ¿Qué harás tú solo contra mis soldados?

Las dos bestias sobrevivientes se asentaron sobre sus patas traseras y se dirigieron confiadas al encuentro del hechicero.

Narhitorek se mostró desafiante, aunque una creciente punzada en la nuca lo hacía ver estrellas.

Se adelantó, espada en mano, pero cayó.

Lo último que sintió antes de desvanecerse, atravesado por un profundo dolor de cabeza, fue la mano de uno de los monstruos tanteando su cuello…

 

 

***

 

 

En algún pliegue de su nublada conciencia oyó voces que le llegaban opacadas, como si discurrieran a través de un pesado velo:

—¡No fue nada fácil! ¡Se defendió con todo y el golpe en la cabeza!

—¡Diablos, sí! ¡Y Rom no podrá contarla! ¡La hoja de su espada lo ensartó como a un arenque!

—¿Y bien? ¿Qué me dices del sujeto? ¿Está muerto o no?

—Tiene pulso.

—Pues ya sabes qué hacer: Barhiom no quiere represalias.

—De acuerdo. ¿Tienes el libro?

—¡Sí, sí! ¡Rápido!

La presión alrededor del cuello se incrementó con una fuerza trituradora.

—¿Quién dijo que no sería fácil? Dame un segundo m… ¡Eh!

El gélido destello abrió una herida en la noche, y la daga de Narhitorek se introdujo como un íncubo hambriento en el pecho del enmascarado.

El hombre profirió un grito desgarrador tras su lobuna máscara; se levantó, dio un par de pasos tambaleantes y cayó cuan largo era.

El sobreviviente —el último de los tres enmascarados que Barhiom el Sucio había enviado para apoderarse del Libro— emprendía la huida, cuando unas inesperadas palabras lo retuvieron:

—¿No olvidas algo? —Narhitorek sostenía el Libro de los Muertos con un ademán invitador—. ¡Qué descuidado!

La máscara se ladeó mientras miraba a uno y otro lado; se restregó las manos sudadas en el dorso del chaleco; por último, avanzó indeciso hacia el hechicero: uno, dos, tres pasos…

—¡Eso es, eso es! ¡Muy bien! ¡Acércate, muchacho! —Narhitorek esbozó una sonrisa siniestra bajo el ala del sombrero—. ¡El Libro de los Muertos es tuyo!

El hombre se detuvo. Dudaba. Respiraba entrecortadamente, impedido por la tosca máscara.

—Desde mi punto de vista, amigo, el asunto es muy simple —se explicó el nigromante—: Si retornas a los dominios de Barhiom sin el libro, o tratas de huir, tu pellejo amanecerá colgado del flanco de su castillo y se redoblarán los esfuerzos para matarme, por lo que ninguno de los dos saldrá ganando. —Narhitorek, impertérrito, continuó—: Ahora bien, si en cambio le llevas el libro con la noticia de que el “Sin Sombra” ha muerto, el brujo no sólo te recompensará, sino que se olvidará de mí, por lo que podré ejecutar mis planes de venganza con mayor tranquilidad, ¿me explico?

El hombre estiró la mano, rozó el lomo del libro con las yemas de los dedos…

—¡Bien! ¡Adelante, adelante!

Los dedos se cerraron sobre el volumen, y el enmascarado huyó internándose en el bosque.

—¡Ya era hora! —Narhitorek tomó asiento en el tocón y retiró su pipa. La llenó de tabaco y se llevó la boquilla a la boca. Lanzó al aire un par de anillos de humo.

De pronto, un frío inexplicable le recorrió la espalda… La horrible sensación de que era observado lo invadió con una efectividad estremecedora.

Se llevó la mano a la nuca. La sangre se había secado, aunque persistía un escozor molesto.

Narhitorek apartó la pipa y dijo:

—Supongo que los golpes de esos bribones me hicieron ver estrellas, y que la conmoción provocada junto a la apariencia feroz de sus máscaras, ayudaron a crear en mi cabeza una escena de pesadilla. —El hechicero alzó la vista al cielo—. Así que, en realidad, tú nunca me dirigiste la palabra. —Clavó los ojos enrojecidos en el disco de la luna—. Es una explicación lógica, ¿no te parece?

La luna, por supuesto, no dijo nada.

—¿Sabes? —continuó el nigromante—. Recuerdo el día en que me asomé a la ventana de mi celda y pedí mi deseo. Te dije: “¡Quiero que mi maestro muera!”. Pero tú no lo mataste, ¿no es así? —La luna pendía indiferente sobre el mundo. Narhitorek recordó entonces uno de los versos de Cantos a la Reina: “Ella inspira deseos de muerte”.

Desechó una idea perturbadora y se envolvió en la capa. Sentía frío. Mucho frío.

—¡Bien! ¡Me marcho! Como sabrás, me ha quedado una misión de venganza en el tintero. —El nigromante se incorporó y se llevó las manos a la boca. Emitió un ruido, una suerte de agudo llamado—. ¡En cierta forma puede decirse que es una misión poética!

La respuesta al llamado no tardó en materializarse. La noche se llenó de aullidos, y los lobos grises hicieron su aparición.

—¡Mis hermosos niños! —Narhitorek acarició los vigorosos lomos henchidos por el rocío—. ¿Tienen hambre, mis pequeños? —Los ojos del hechicero refulgían con un odio encarnado cuando repitió—: ¿TIENEN HAMBRE?

Los lobos rugieron en señal de asentimiento: se revolcaron en el piso, giraron persiguiendo sus colas, profirieron agudos y largos gimoteos, y se relamieron gustosos…

—¡Oh, claro que tienen hambre! ¿Qué tal si le caemos de sorpresa al tío Barhiom, eh? —El nigromante guió los hocicos hacia las huellas frescas impresas en la tierra. Los lobos aullaron y apuntaron las fauces anhelantes hacia el interior del bosque—. ¡En marcha, mis preciosos!

Las bestias de pelaje ceniciento volaron como un huracán internándose fatalmente bajo las ensombrecidas copas boscosas. Sus aullidos se perdieron en lontananza.

El nigromante quedó solo…, pero el frío persistía.

Echó un vistazo a la luna que permanecía imperturbable en sus dominios etéreos. Levantó un dedo, como si fuera a decir algo; pero, finalmente, se mordió la lengua y barbotó:

—¡Bah! —Se alejó por un sendero que se internaba en el bosque, tarareando una canción.

De manera que la escena quedó vacía…, o casi.

¿Sabes qué, caminante?

Poco antes de desaparecer, tras un manto de nubes pasajeras, la luna brilló tan radiante e intensamente que…

Oh, caminante, pensarás que me doy ínfulas de poeta…

¡Bah, qué diablos!

¡Tan radiante e intensamente brilló, que la pluma trasnochada de un poeta hubiera asegurado que parecía sonreír!

 

 

Juan Manuel Valitutti. Escritor nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1971. Ha publicado cuentos de ciencia ficción, fantasía y terror en los principales medios digitales y de papel. Su personaje Narhitorek, el Nigromante, nace en el contexto de relatos titulado “Crónicas del Caminante”, editado periódicamente en la hoy desaparecida página electrónica “Portal de Ciencia Ficción”, de Federico Witt. Alumno agradecido del taller “Máquinas y Monos”, llevado adelante por la Revista Axxón, asegura haber aprendido en este espacio virtual las dos armas ultrasecretas para concretar un cuento: la construcción del tempo o distribución visual de la información en pantalla, y una herramienta imprescindible: la invencible combinación ALT + 0151.

Hemos publicado en Axxón: EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR, DEMONIO BLANCO, EL FINAL DE LA HISTORIA y LOS TRABAJOS DE UN LADRÓN.


Este cuento se vincula temáticamente con LOS TRABAJOS DE UN LADRÓN y DEMONIO BLANCO, de Juan Manuel Valitutti; y HIDDEN PARADISE, de Daniel Flores.


Axxón 242 – mayo de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Argentina : Argentino).

Axxón 243, junio de 2013

Editorial: “Puertas, caminos, cauces, cruces”

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ARGENTINA

 

Hace muchos años, cuando el dos mil estaba a una década de distancia en el futuro y de este torrente que es Axxón apenas habían aparecido algunas gotas, tuve la intención de crear mi propia revista digital. Pero mientras avanzaba en ese proceso me di cuenta de que no tenía sentido. Más allá de la calidad que Axxón mostró desde el primer momento, mi certidumbre se debió a la generosidad de sus creadores y a su constante y testaruda decisión de mantener, siempre, las puertas abiertas.

Al abrir puertas uno crea la posibilidad de estar en contacto. Existimos por eso, por la pura necesidad de comunicarnos, de tender hacia el resto del mundo una red tan vasta como esté a nuestro alcance. Esa posibilidad de comunicación es cada vez más permeable, y mayor el intercambio en ambos sentidos. Creo que es posible hacerse fuerte en ese ida y vuelta, un vaivén que estimula el crecimiento de todos los implicados. En el camino del conocimiento, del buen pensar, de la creación, no tiene por qué haber perdedores: el compartir es ganancia, porque la competencia no es con el otro sino con uno mismo. Y es importante compartir el viaje, aun con diferentes visiones, porque el sendero —que se bifurca una y otra vez, como un delta— es el mismo cauce transitado por todos. En ese delta hay ríos caudalosos que no serían posibles sin afluentes, sin ríos más tranquilos, riachos y pequeños meandros; hay vías donde el agua brota a borbotones irregulares pero que no por eso dejan menos huella y, en otros casos, el fluir es menor aunque constante. Así, entre todos, alimentamos ese mar fantástico que tanto nos gusta navegar. De vez en cuando los cauces se entremezclan, se juntan, y se producen situaciones peculiares. Hoy, la particularidad se da en la forma de dos cuentos homónimos, de distintos autores, pero nacidos de la misma idea original. Uno de ellos encontró su lugar en la flamante PROXIMA 18; el otro, aquí nomás, detrás de este editorial. En este pequeño juego de espejos —por suerte distorsionados— crecen mundos alternativos que esta vez han sido explotados sin descarte, y dejo abierta la opinión a los afortunados que puedan abrevar de ambas aguas. Parte de nuestra misión es compartir esos mundos, ayudar a que sean más visibles. En este transitar, que en el caso de Axxón ya se acerca a las dos décadas y media, el hacer huella sólo es meritorio si aprendemos de las marcas que van dejando quienes nos acompañan. La ganancia está en ese aprendizaje y descubrimiento continuos, y en encontrar nuevas maneras y voces. Está muy claro que en esa búsqueda de nuevos caminos nadie tiene la verdad absoluta, y que solo no se puede, porque en el aislamiento se pierde perspectiva.

Hay más, por supuesto. Para abrir este número hay otros dos cuentos de autores que ya conocen, y ya veremos qué otras sorpresas nos traerá el mes de junio. Sin más preámbulos, los invitamos a caminar este nuevo número de Axxón. Llueva o truene, haya sol o nieve.

 

 


Axxón 243 – junio de 2013

Editorial

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